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(Homenaje a Claplin)
DE CALVERO del último acto) Me quedo observando la taciturna mirada de Calvero, cuando la música de vodevil que se escucha ahora en la sala del café bar se torna melancólica, para que Calvero sonría levemente. Con el mismo tono elegíaco, se desvanece la evocación de la áspera labor en la fábrica, sólo suavizada por la sonrisa y la compañía de la niña artesana. Apenas se percibe en ligera vibración metálica el ronroneo de los patines de hierro con los que danzaba en libertad. El tiempo transcurre con las pausas del pensamiento de Calvero, de su silencio meditativo, mientras en la sala del café bar el bullicio de las voces se hace más intenso. En la barra, alguien discute con otro el mandato y el poderío del amor y exige respeto para su mujer, la que pretende suya. Hay una recriminación en la voz del hombre que acusa. Tal vez erraba en la pretensión, porque la mujer, que se llama Georgia, bailaba para alguien invisible, y aquel hombre violento creía que ella danzaba en su honor. La mujer era una tibia estatua colocada en el fuego de la adolescencia, en un salón de baile enturbiado por el humo y sonoro por las risas.
El forastero había llegado a este lugar para encontrar calor y compañía: un vagabundo en Alaska en pos de oro y aventuras. Vio a Georgia y la deseó con la primera pasión; luego hablaron breves palabras, y ella, con el desdén que es atracción y rechazo, le hizo el leve reproche de la seducción, apenas audible. Todos danzan en ese momento, hombres de hirsuta barba con jóvenes mujeres que ríen y hacen el juego de la fascinación; pero Georgia permanece en una esquina, meciendo el cuerpo con suave cadencia, en actitud de espera. La invita el violento pretendiente y ella accede con desgano. Y aunque ahora bailase, lo hacía distraída de la danza; se sabe que ella buscaba a alguien desconocido que ya no estaba en el salón, y miraba hacia la puerta para traspasarla y ver más allá. El forastero vagabundo la observa desde la ventana, con timidez de mimo, el rostro pávido y los ojos deslumbrados. Georgia baila para Calvero y no lo dice. Cuando después descubre la figura en la ventana, le ofrece el manjar de la nochebuena con el ambiguo gesto de la feminidad. El hombre que la observaba a través del cristal empañado se marcha a su pobre cabaña en la colina, batida por la nieve, soñando con que Georgia vendrá tras él para celebrar la Navidad que se avecina. En el salón de baile las parejas se mueven al ritmo de un piano viejo, entrelazan las piernas y las miradas. Nada puede decirme ahora el mimo, pero yo sé que aquella noche de Navidad, en su aposento de telarañas, ha tendido la mesa y la ha adornado para la cena: ha puesto las copas sobre el mantel bordado, tan distinto de este otro salpicado de vino rancio en el café bar, y ha dispuesto todo para esperar a Georgia. Las horas pasan y llega la medianoche. El viento de invierno trae una melodía suave y Calvero danza en los espejos manchados de moho. Pregunta a la soledad, que tiene el eco de un pozo; pregunta si ella vendrá. Luego va a la mesa para ofrecer a Georgia invisible otra danza que su alma de artista inventa: toma dos tenedores y trincha sendos panes, y cuando comienza a sonar la polka que tejen los pinos encanecidos, hacen su propia danza los panes y los tenedores. Las velas delatan la tristeza de Calvero en el silencio de la noche de Alaska. El cierzo y la nieve abaten la cabaña, pero alimentado por la esperanza vuelve el vagabundo al salón de baile, y desde la ventana observa la chispeante algarabía del local donde reunidos bailan todos los hombres y muchas mujeres, y baila una mujer. Haces de tenue luz desde la sala iluminan