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Alegrías de Córdoba

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DESDE LA RED

DESDE LA RED

El olivo y el viento qué mal se llevan; uno cría la rama y otro la quiebra.

El querer, como el viento no tiene llave; una luna lo cierra y otra lo abre.

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El querer es como un potro que es menester gobernarlo con las bridas del cariño y las espuelas del trato.

Que ni los tormentos mayores de la Inquisición

Le mandan a nadie en las telas de su corazón.

Seguiriyas

Yo no tengo casa ni lagar ni huerto. Tengo en la boca una campanita redoblando a muerto.

Delante de mi puerta yo me vi a sentar y mis duquelas cuando pase el viento se las vi a contar.

Como no tengo fuego adonde arrimarme yo voy quemando tós mis pensamientos para calentarme.

Tientos

Después de estar tó el verano bajando por agua al río me volvía por la noche con el cántaro vacío.

Cuando el otoño llegó lo que el río me negaba la lluvia me lo cumplió.

Me había pasado la vida sembrando y sin coger trigo y me he venido a encontrar un pan tierno en el camino.

Y nadie me va a quitar el pan tierno del camino que otros dejaron secar.

Bulerías

Sábanas de albahaca cuando me acuesto, Agua de hierbabuena cuando despierto.

Las agujas del viento de la mañana me bordan gorriones en la almohada.

Cuando el día va amaneciendo hasta la sangre a mí me duele de lo que te estoy queriendo.

Puse una naranja al sol y de tanto calentarse se me convirtió en limón.

de Fernando Quiñones

■ gabriel urbina | Fernando Quiñones amaba el flamenco. Lo amaba del mismo modo si fluía entre los versos de Lorca que cuando se materializaba, con faltas de ortografía, en una servilleta o en la voz de un cantaor analfabeto. Esta mirada le permitió al escritor entender las paradojas y dicotomías del flamenco, huyendo de esa imagen estereotipada que lo convertían en una cultura marginal o fomentaba tantos estudios vacíos. Quiñones se iría convirtiendo en un extraordinario divulgador a través de sus ensayos, entrevistas o programas de televisión. Sin embargo, fue en sus textos literarios donde tal vez expresara, con mayor libertad, la esencia de un arte que escapaba a definiciones rígidas y etiquetas encorsetadas. Hoy quiero destacar dos de esos textos, de naturaleza diferente, pero que se complementan como la guitarra al cante para sintetizar su particular visión de esta cultura milenaria: por un lado, «El testigo», relato del libro Nos han dejado solos (1980), en el que se describe la personalidad fascinante y arrolladora del cantaor ficticio Miguel Pantalón; por otro lado, «Oda al cante», ubicado en Los poemas flamencos y un relato de lo mismo (1983), formidable retrato de un arte que, como él mismo diría, no se podía entender, solo vivir:

El cante no se entiende: se vive. Como un árbol arraigado en las piedras y pujando hacia el cielo, como el rumor del agua en la resaca y el oscuro clamoreo de la vida y la muerte.

En la obra de Quiñones, como en la vida, el flamenco será siempre un baile de elementos contrarios que coinciden en el tiempo: placer y dolor, tradición y presente, muerte y vida... De esta forma, en «El testigo», que Rafael Álvarez, El Brujo llevara a escena en 2009, el narrador habla así del cantaor imaginario y malgeniado Miguel Pantalón: «Pero cuando se le montaba el arte encima parecía que estaban cantando cinco, y que los cinco se habían puesto a hacerte disfrutar y a hacerte sufrir, eso hay que reconocerlo». Ese encuentro entre el placer y el dolor, ese sufrimiento que te hace ser consciente de lo que te rodea, que te hace disfrutar y sentir de otra manera, también lo expresa Quiñones en su Oda al cante:

Cuando el cante desata sus manadas dolientes Y entreabre la guitarra sus incurables grietas Pasa un viento interior que nos descubre el mundo Y la espantable gloria de estar vivos.

Aunque el disfraz cambie en cada nueva actuación, ese dolor y esa alegría de vivir son los mismos desde siempre. Así, se va revelando otro tema recurrente en Quiñones: el concepto de lo antiguo como algo atemporal, opuesto a lo viejo, a lo caduco. Cuando el arte flamenco te posee, el cuerpo de un cantaor es como esas vasijas antiguas: el recipiente puede ser vulgar, estar roto y agrietado, pero está atravesado por siglos de historia y países lejanos, y eso lo convierte en un tesoro irrepetible. Por eso, cuando a Miguel Pantalón se le montaba el arte encima, dejaba de ser por un instante ese hombre insoportable y se revestía con esa aura misteriosa, inmune al paso del tiempo, que nos trae a la memoria al Melquíades de García Márquez y a otros personajes inolvidables de la literatura: «… y siempre estaba igual, otra cosa rara de él, joven yo creo que no lo vio nadie nunca, ni ir para viejo tampoco. Siempre igual, como los chinitos. Así que viejo no era más viejo sino más antiguo, otra cosa, y como un salvaje. Fíjate, a mí me parece que dentro de él no había lugá más que para el cante y aparte de eso no había na, lo mismo que una cántara antigua de esas bastas y feas, que no sirven más que para conservar un licó divino…».

Y siguiendo la música de este relato, a compás, esa estrofa brillante y sensorial, de su «Oda al cante»:

Venid y que yo os toque como animales vivos, Estampadme en la cara vuestro ácido perfume, Llenadme como a un cántaro de agua de sueño y fiebre, No os mováis ya más nunca de mi tamaño de hombre.

Y solo entonces, cuando hemos bebido de ese cántaro de sueño y fiebre, comprendemos que aquel licor divino no muere, ni caduca. Vuelve al origen, de forma cíclica, para que muerte y vida bailen juntas por un instante. Cuando muere Miguel Pantalón, en la feria, tras una actuación sublime en la que canta como poseído, lo encontramos así: «En una mano, fuerte-fuerte que luego no había quien se la abriera, tenía un puñao de tierra de allí del suelo como el que aprieta el diamante de la India».

Ese puñado de tierra que apretaba El Pantalón es el origen y el final, la vida que agoniza y la muerte que vuelve a la vida, es el Aleph de Borges, donde coinciden, sin confundirse, todos los lugares que existen y existieron… Y es, en definitiva, donde están enterradas las raíces de este árbol que, naciendo entre las piedras, no dejará nunca de pujar hacia el cielo:

Crece un cante en la noche y entonces todo calla, Todo vuelve al origen de la tierra, Regresamos al seno de la sangre y llegamos A llanuras inéditas y abismos escondidos.

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