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Claudia L. Gutiérrez Piña

la PotenCia del no. el libro vacío, de josefina viCens

Claudia L. Gutiérrez Piña Universidad de Guanajuato

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Que no se perciba la existencia del hueco. Que no sea ir poniendo, rellenando, dejando caer, sino un transformar, hasta que sin tema, sin materia, el vacío desaparezca.

josefina viCens

Josefna Vicens fgura en el panorama literario mexicano con la contundencia de la palabra justa y entrañable. Su pluma no fue prolífca, pero sí exacta. Le bastaron dos novelas —El libro vacío (1958) y Los años falsos (1982)— para fjar su nombre como ineludible al momento de pensar la novela mexicana del siglo xx. 1 Con su primer título, El libro vacío, el cual le valió el premio Xavier Villaurrutia en su tercera entrega, Vicens inauguró

1 Vicens publicó también el cuento “Petrita” (1984) y la obra de teatro “Un gran amor” (1962). Fue, además, una prolífca guionista. Para la revisión de estas facetas, véase Maricruz Castro y Aline Pettersson (eds.), Josefna Vicens. Un vacío siempre lleno, Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey / Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, Toluca, 2006 (Desbordar el canon).

una dinámica narrativa que no sería afín a los escritores mexicanos hasta llegada la década posterior. El libro vacío teje la historia de José García, hombre atormentado por la batalla diaria que libra con su deseo de escribir. No porque no escriba, sino por su lucha para encontrar la palabra justa, la anhelada. En este sentido, la novela hace de la refexión de la escritura su centro. Después de Vicens vendrán otros escritores, entre los que destaca la fgura emblemática de Salvador Elizondo, quien comparte esta preocupación y hará de ella el eje de su producción literaria. Lo cierto es que, como acota Jorge Rufnelli, antes de Vicens “no se había dado en la narrativa mexicana [...] este obsesivo y radical cuestionamiento de la escritura”.2 Si Elizondo articula en la fgura de su escriba la problemática de una escritura que se piensa a sí misma, Josefna Vicens con El libro vacío es un parteaguas en la literatura mexicana, no sólo en términos de las estrategias narrativas utilizadas —que son llevadas por Elizondo al límite—, sino en su búsqueda por revelar la función de la escritura autorrefexiva. Éste, entre otros elementos, es el punto donde reside la muy comentada modernidad de la novela de Vicens. Sarah Pollack ha abundado al respecto, en su caso, al establecer una relación entre la escritora mexicana y uno de los pensadores más infuyentes en el marco de las refexiones a propósito del lenguaje literario que signaron la segunda mitad del siglo xx: Maurice Blanchot. Pollack acota atinadamente que no se trata de una infuencia, ni siquiera de un diálogo, sino de una coincidencia, una empatía:

Aunque no hay indicios de que Vicens haya leído a Blanchot, ni él a ella [...] hay una clara empatía entre la novela de Vicens y la experiencia del lenguaje literario que desarrolla Blanchot, muy propia de la época, que la crítica ha ignorado. El proyecto de Vicens anticipa en México una actitud frente al lenguaje literario —principalmente el de la obra como negatividad— que

2 Jorge Rufnelli, “Josefna Vicens: triunfo de la escritura”, Sábado, suplemento cultural de Unomásuno, 6 de octubre de 1984, núm. 362, p. 8.

reaparecerá en distintas tendencias de la teoría francesa [...] durante la segunda mitad del siglo xx [...] A más de cincuenta años de su publicación, el atender a estos ecos que reverberan en los vacíos que son centrales en la obra de ambos sirve para reconocer a Vicens la extraordinaria modernidad de su texto, así como su lugar sin precedentes en la tradición literaria mexicana.3

Ese espacio “sin precedentes” que ocupa El libro vacío en la tradición literaria mexicana ha sido también apuntado con insistencia entre la crítica.4 Para Fabienne Bradu, “mucho del lugar tan especial que ocupa la literatura de Vicens en México se debe, además de su mérito personal, a sus antecedentes o falta de antecedentes en la narrativa mexicana”.5 Ignacio M. Sánchez Prado secunda estas observaciones al advertir sobre “la difcultad de clasifcar El libro vacío y de constatar el hecho de que carece de tradición hacia adentro de la literatura mexicana”.6 La acotación de esa búsqueda “hacia adentro” de nuestra tradición es, en defnitiva, el punto nodal para dimensionar la modernidad de El libro vacío, porque obliga también a pensarla desde la otra cara y extenderla, como bien ha puntualizado Raquel Mosqueda, no sólo en términos de la puesta en perspectiva con otras tradiciones,7 sino en el entendido de la universal relación que plantea entre

3 Sara S. Pollack, “La nada y sus contextos: la ausencia de la obra en El libro vacío de Josefna Vicens”, Revista de estudios hispánicos, 2011, núm. 45, p. 620. 4 Los acercamientos críticos a la obra de Vicens han seguido distintos caminos: perspectivas sociológicas, psicoanalíticas, hermenéuticas y los estudios de género se encuentran entre ellos. 5 Fabienne Bradu, “José García soy yo”, Diálogos. Artes, letras, ciencias humanas, 1985, núm. 8, p. 29. 6 Ignacio M. Sánchez Prado, “La destrucción de la escritura viril y el ingreso de la mujer al discurso literario: El libro vacío y Los recuerdos del porvenir”, Revista de crítica literaria latinoamericana, 2006, núm. 63-64, p. 153. 7 El libro vacío ha sido relacionado, por ejemplo, con Flaubert (Bradu, art. cit.), Kafka (María del Rosario García Estrada, “Josefna Vicens o la primera posibilidad”, en Estudios de literatura mexicana. Segundas jornadas internacionales “Carlos Pellicer” sobre literatura tabasqueña, Gobierno del Estado de Tabasco, Villahermosa, 1992, pp. 177-184) e incluso con Ray Bradbury (Eve Gil, “La imposibilidad de la novela como potencial literario”, Casa del tiempo, 2005, núm. 74, pp. 57-60).

el hombre, su palabra y sus silencios: “el ‘linaje’ de Vicens debe buscarse más allá de nuestras fronteras, esto es, no sólo por sus preocupaciones o su manera de resolverlas, sino por una suerte de ambición común: la de hacer de la escritura un modo de callar”.8 Mosqueda hila esta condición en términos de la cercanía que encuentra entre Vicens y otras escritoras latinoamericanas, caso de Clarice Lispector y Silvina Ocampo, pero también en un sentido de actitud, de mirada y de sensibilidad común: la escritura vista como una potencia siempre latente que se tensa entre la palabra y el silencio. Esta dimensión nos permite pensar y confrmar no sólo la modernidad tan mencionada de la escritura de Vicens, sino su universalidad, en el sentido que proyecta una de las declaraciones de la autora:

Todos tenemos un secreto que nos deleita o nos atormenta. La vida de José García es como una corriente, pues no voy a dejar caer la balanza sólo en su problema de escribir o no escribir, dejando de lado todo lo que conforma la vida de un ser humano. Esto le permite seguir viviendo, enfrentando su problema de escribir o no escribir. Tiene un problema que ni siquiera es literario. Él necesita escribir. No piensa “voy a hacer literatura”; se dice: “voy a expresarme, tengo necesidad de decir algo”. Eso me pasa a mí; si tuviera que contar mi vida exacta, también la llenaría de problemas como esos de José García. Sería una especie de fruto doloroso, a veces podrido, a veces reluciente, dentro de una vida que rodea a ese problema que a uno lo está cercando constantemente.9

José García es un personaje entrañable porque nos confronta, en sus propias palabras, con “ese profundo momento en que algo, no se sabe qué,

8 Raquel Mosqueda, “Josefna Vicens: el derecho al silencio”, en Rafael Olea Franco (ed.), Doscientos años de narrativa mexicana. Siglo xx, El Colegio de México, México, 2010, vol. 2, p. 202. 9 En entrevista con Alejandro Toledo y Daniel González Dueñas, “Josefna Vicens habla de El libro vacío”, La colmena, 2011, núm. 71, pp. 27-28.

está ocurriendo dentro del hombre que trata de expresarse”.10 La belleza de este personaje radica en el efecto que promueve: el de una emotiva confrontación entre el hombre y su palabra, una relación que, en efecto, a veces es dolorosa y a veces luminosa.

En este sentido, el acercamiento que propongo pretende plantear este dilema encarnado por la fgura de José García en relación con su escritura. La estructura textual de la novela se desarrolla en una dinámica de desdoblamientos y dualidades sobre la que ya han abundado otros críticos.11 Baste recordar que José García tiene dos cuadernos: el cuaderno uno es aquel que leemos, en el cual el personaje vuelca sus ideas, con la pretensión de rescatar de ahí “lo que sirva” para llevarlo al cuaderno dos, el que sería el libro defnitivo y anhelado, pero que permanece vacío. El título de la novela refere a un vacío también doble, o bien, ambivalente: es el blanco que inunda el cuaderno dos de García, el libro no concretado, pero también apela al supuesto vacío que el personaje reconoce en su cuaderno uno, por estar “lleno de cosas inservibles” (p. 29). En esa conmovedora búsqueda de acceso a la escritura se sostiene la compleja confguración de José García, porque desde su aparente sencillez, su “no tener qué decir”, teje refexiones que son noda-

10 Josefna Vicens, El libro vacío, en El libro vacío/Los años falsos, 2ª ed., pról. Aline Pettersson, Fondo de Cultura Económica, México, 2006 (Letras Mexicanas, 140), p. 194. Todas las citas al texto corresponden a esta edición. En lo que sigue, registraré el número de página en el cuerpo del texto. 11 A mi parecer, uno de los mejores acercamientos a esta característica de la novela es el de Adriana Gutiérrez, quien reconoce una estructura dinámica dual que se rige por la disposición de dos modos discursivos: el narrativo y el crítico: “todos los elementos que conforman la estructura dinámica que es El libro vacío están permeados por una dualidad que marca, incluso, la noción de literatura que subyace a la obra: uno de los grandes logros artísticos del texto de Vicens es precisamente el de crear una tensión constante entre dos discursos: uno crítico, profundamente refexivo, y otro más narrativo, que alcanza momentos francamente poéticos. El libro vacío nace de la dualidad que se establece entre refexión y concreción artística” (“Dualidad de la escritura y en la escritura: El libro vacío, de Josefna Vicens”, Mester, núm. 2, 1991, p. 53).

les para el sentido de la escritura literaria. En esta dinámica establecida entre García y sus cuadernos se concentra la intención que reconozco como condicionante en la propuesta narrativa de Vicens: problematizar la escritura en vilo entre la potencia y el acto, para generar una suerte de intersticio por el que se fltra un silencio que habla.

de la PotenCia y el aCto

En “Bartleby o la contingencia”, texto escrito a propósito del personaje de Herman Melville, Giorgio Agamben hace un recorrido por la fgura del escriba que transita por refexiones del discurso flosófco, teológico y literario. El punto de partida es el pasaje del Organon de Aristóteles, donde compara el nous (el pensamiento en potencia) con una tablilla de escribir en la que nada está escrito. Agamben, siguiendo a Aristóteles, reconoce en la imagen de esta tablilla de cera, utilizada antes del uso de la hoja, la tinta y la pluma, como la representación del modo de existencia del pensamiento como potencia pura, la potencia de ser o hacer, la potencia de escribir, no sin advertir que “toda potencia [...] es siempre, de hecho, para Aristóteles, al mismo tiempo potencia de no ser o de no hacer”.12 Esa “potencia de no” funciona como hilo conductor para la lectura que Agamben hace sobre el emblemático personaje de Melville, al cual propone leer en analogía con esa tablilla, por representar una suerte de “potencia perfecta” en su negativa a la escritura (y a todo acto en realidad), articulada en la indeterminación de su fórmula I would prefer not to.

Más que el gesto de Bartleby, el texto de Agamben me da pie para pensar en el modo de articulación del personaje en el universo literario de Vicens: José García, quien es modelado en función también de esa “potencia

12 Giorgio Agamben, “Bartebly o la contingencia”, en Preferiría no hacerlo. Bartleby, el escribiente de Herman Melville, seguido de tres ensayos sobre Bartleby de Gilles Deleuze, Giorgio Agamben y José Luis Pardo, trad. José Luis Pardo, Pre-Textos, Valencia, 2011, p. 98.

del no”. Pero no en un sentido puro, como Bartleby —porque fnalmente José García sí escribe—, sino en un estado intermedio, como si fuera una suerte de bisagra, entre la escritura como potencia y como acto. El dilema de escritura de García es el punto de unión entre el cuaderno donde la escritura se realiza, es decir, donde es acto, y el otro, esa tablilla de cera que permanece vacía, o sea, donde la escritura permanece en términos de potencia. La relación entre ambos cuadernos también es indisoluble, porque lo que es escrito en el cuaderno uno lo es en función de lo que no es escrito en el cuaderno dos. Lo importante es que entre uno y otro —acto y potencia— se genera un intersticio, un punto de fuga que logra concretar lo no dicho desde el vacío. Trataré de explicar esto con el mismo Agamben. Pensar en la potencia es, como acota el flósofo italiano, “lo más difícil de pensar”, porque “una experiencia de la potencia en cuanto tal es siempre una potencia de no (de no hacer o de no ser algo), la tablilla de escribir tiene que poder también no estar escrita. Y es aquí donde todo se complica. En efecto ¿cómo es posible pensar una potencia de no pensar?”.13 O bien, considerando a José García, ¿cómo es posible escribir una potencia de no escribir?

Agamben recurre nuevamente a Aristóteles y a la solución que él mismo construyó para esta aporía:

Aristóteles enuncia su célebre tesis del pensamiento que se piensa a sí mismo, que es una suerte de camino intermedio entre pensar algo y no pensar nada, entre potencia y acto. El pensamiento que piensa en sí mismo no piensa un objeto pero tampoco es que no piense nada: piensa una pura potencia (de pensar y de no pensar); la mayor divinidad y la mayor felicidad pertenecen a aquel que piensa su propia potencia [...] ¿qué signifca que una potencia se piense a sí misma? ¿Cómo es posible que una tablilla para escribir en la que nada hay escrito se vuelva sobre sí misma y se impresione?14

13 Ibid., p. 105. 14 Ibid., p. 107.

El libro vacío puede funcionar como una respuesta a esta última pregunta que, trasladada al dilema que rige la escritura de José García, parece ser formulada de la siguiente manera: ¿cómo es posible que un libro en el que nada está escrito vuelva sobre sí y se impresione?15 La respuesta está, como se advierte en la cita anterior, en el gesto de la autorrefexividad que domina la confguración narrativa de la novela de Vicens. El sentido de la autorrefexividad se muestra, según acota Manuel Asensi, como una suerte de “matriz generadora de conceptos”16 que, en gran medida, condicionó el modo de pensar el lenguaje literario en la segunda mitad del siglo xx. 17 Podemos reconocer en la confguración narrativa de El libro vacío el predominio de esta operación que se proyecta en distintas direcciones:

1) en la relación escritor-escritura, centrada en la pugna de José García por encontrar la palabra exacta para lo que quiere ser expresado:

“¡Otra vez las palabras! ¡Cómo atormentan!” (p. 43); 2) en la naturaleza de la escritura, por ejemplo, en las alusiones al lenguaje escrito, en contraposición con la oralidad y el pensamiento:

15 Guardo el término elegido por Agamben, que cobija la connotación del verbo: “Exponer una superfcie convenientemente preparada a la acción de las vibraciones acústicas o luminosas, de manera que queden fjadas en ella y puedan ser reproducidas” (Real Academia Española, Diccionario de la lengua española, Espasa, Madrid, 2014, s.v. “impresionar”. Disponible en http://dle.rae.es/?id=L6rbKVw). Resalto el uso del verbo porque es determinante para la idea construida, ya que la impresión se da por efecto de una fuerza que no es la de la materialidad de la pluma y la tinta, o el punzón si conservamos la analogía de la tablilla de cera, sino por un agente eminentemente sensible, factor condicionante del efecto de autorrefexividad que trato en lo que sigue. 16 Manuel Asensi, Los años salvajes de la teoría. Ph. Sollers, Tel Quel, y la génesis del pensamiento posestructuralista francés, Tirant lo Blanch, Valencia, 2006, p. 267. 17 Sin el sentido de la autorrefexividad no puede entenderse la dinámica del pensamiento teórico francés, estudiado por el mismo Asensi en el marco de la revista Tel Quel, la cual congregó, entre otros, a Philippe Sollers, Michel Foucault, Jacques Derrida y Roland Barthes.

“la expresión oral y el pensamiento tienen una esencia efímera que no compromete. Lo que da una impresión de informalidad e inconsistencia es la frecuente rectifcación de los conceptos que se consignan por escrito, como supuesto fruto de largas y concienzudas meditaciones” (p. 191); 3) en el texto mismo, con la descripción de la dinámica de escritura de los dos cuadernos: “Hoy he comprado dos cuadernos. Así no podré terminar nunca. Me obstino en escribir en éste lo que después, si considero que puede interesar, pasaré al número dos, ya cernido y defnitivo. Pero la verdad es que el cuaderno número dos está vacío y éste casi lleno de cosas inservibles” (p. 29); 4) en lo escrito, con el ejercicio de regresar sobre lo que ha quedado fjo en la página para comentarlo, rectifcarlo, someterlo a juicio:

“Falso, todo falso. El encuentro con lo que he escrito algunos días antes, siempre me desagrada” (p. 95).18

Todas estas marcas describen de forma sucinta la dinámica de autorrefexividad que opera en El libro vacío. La pregunta planteada entonces líneas arriba recala en el modo de entender el para qué de este recurso, que apunta al dilema rector en las disquisiciones de José García. La problemática de la imposibilidad de la escritura confesada por el personaje se asienta entre lo que escribe en función de lo que no escribe, de ahí la centralidad del cuaderno vacío, dada desde el título de la novela. La paradoja es que eso “no escrito” encuentra un modo de “realización no efectiva”, por llamarlo de alguna manera. Los recursos de la autorrefexividad descritos arriba funcionan para

18 Tomo como guía el ejercicio que Asensi elabora con Drame de Philippe Sollers, para reconocer la participación de lo que denomina la hiper-auto-refexividad, donde distingue los usos de distintos grados de autorrefexividad textual. Cabe acotar que Asensi reconoce en el texto de Sollers, publicado en 1965, un espacio emblemático para el desarrollo en la tradición de la novela francesa en el uso de estos recursos. Acotación que redunda en la visionaria perspectiva de Vicens, quien, siete años antes, practicara estas mismas estrategias de escritura.

generar ese intersticio que he planteado, como una hendidura que promueve una suerte de escritura no materializada, pero sí realizada. Agamben, al respecto de esta paradoja, propone un modo de que esa tablilla de cera en la que hay nada se impresione. Lo explica, ahora, a partir de Alberto Magno: “La escritura del pensamiento no es aquella en la cual una mano extraña mueve la pluma que graba la dócil cera: sucede más bien que, en el momento en que la potencia del pensamiento revierte sobre sí misma, y la pura receptividad siente, por así decirlo, el propio no sentir, en ese momento [...] es como si las letras se escribiesen solas en la tablilla”.19 La autorrefexividad de El libro vacío opera en este sentido, para lograr el efecto de que ese vacío “se escriba solo”. El problema para el tratamiento de la autorrefexividad, llevada al terreno de la literatura, es que “resulta prácticamente imposible demostrar si nos encontramos ante un acto sensible o inteligible”.20 Asensi hace esta observación partiendo del concepto de la refexión, como efecto óptico en el que cuando un objeto refeja a otro objeto hace que la luz vuelva sobre sí, es decir sobre el objeto refectante, y revele así su propia estructura. En el discurso literario, la refexión, convertida en autorrefexión, implica hacer del proceso productivo y de su estructura el medio y fn, de ahí que suponga una marcada “intelectualización” del ejercicio escritural que en muchos casos deriva en estructuras complejas —como sucede, por ejemplo, en las propuestas de Elizondo o de Sollers— que promueven ese sentido “sensible” al que alude Asensi, traducido en el efecto de desdoblamiento, de refracción o de abismamiento.

Algo distinto pasa con El libro vacío y donde advierto uno de sus grandes logros, porque el efecto que promueve se manifesta mayormente en el terreno de la pura receptividad. Es decir, Josefna Vicens en realidad no recurre a una estructura intrincada, si la comparamos con otros ejercicios

19 Agamben, op cit., pp. 108-109. 20 Asensi, op. cit., p. 268.

autorrefexivos de la literatura. Me parece que es porque la complejidad estructural no domina el plano narrativo, sino el discursivo y la entidad que lo encarna. José García es esa estructura compleja capaz de generar en el discurso aquella “fsura” de la que hablaba Roland Barthes. El recurso desde la que la promueve: la negación.

la neGaCión

El dilema que enfrenta José García se concentra en una búsqueda claramente defnida por el personaje, la cual se puede traducir en el ideal del libro que, sin embargo, dice estar seguro no poder alcanzar:

Si el libro no tiene eso, inefable, milagroso, que hace que una palabra común, oída mil veces, sorprenda y golpee; si cada página puede pasarse sin que la mano tiemble un poco; si las palabras no pueden sostenerse por sí mismas, sin los andamios del argumento; si la emoción sencilla, encontrada sin buscarla, no está presente en cada línea ¿qué es un libro? ¿Quién es José García? (p. 30).

Perflar las condiciones ideales de una escritura pero anulando la posibilidad de su efectiva realización es el juego para la apertura. Hay una dinámica que se replica en la novela: José García declara la búsqueda o el deseo de dar forma a algo que quiere ser dicho: una situación, un personaje, un ambiente, una sensación, incluso, una conceptualización. Explica cómo serían éstos, es decir, los articula en tanto proyectos, a modo de potencia, para después regresar sobre ellos y negarlos por su “incapacidad” de decirlos en los términos anhelados. Un ejemplo de esto, quizá uno de los más bellos, es el que desata para pedir perdón a su mujer. Para ello, construye un vínculo con otra experiencia: el perdón una vez pedido por su abuela. La memoria atisba en el recuerdo, reconstruye la situación y, entonces, la trunca en el gesto crítico de la autorrefexión:

Veo escritas, escritas por mí estas frases cuyo recuerdo todavía me estremece, y que sin embargo se quedan desnudas, dulzonas, porque no tienen ya, ni puedo lograr que tengan al escribirlas, eso que las hacía respetables y conmovedoras: el temblor de los labios de mi abuela, su grave tono de voz; su negro vestido, pobre y digno; sus manos huesudas, sus gestos cansados. Yo lo sé; dicho así, todo esto no es más que una lista de características que no tienen sentido. Si me fuera posible dar la impresión exacta, conjunta, de lo que se desprendía de aquel porte, de aquella dignidad, de aquel olor especial, de aquel temblor, de aquellos trajes siempre de la misma hechura, de todo aquello que formaba su personalidad discreta, voluntariamente escondida. Si me fuera posible revelar lo que ella trataba de conservar oculto y que no obstante, por su fuerza, surgía con gran vigor; si todo eso me fuera posible, cualquier relato que sobre ella hiciera tendría la intensidad y la medida justas.

Pero así no puedo hablar de ella. Sería como desmantelarla, como exhibirla sin recato alguno. No puedo hacerlo.

Me pidió perdón un día. Un perdón improvisado y tierno que no olvidaré nunca. Es todo lo que puedo decir (pp. 41-42. Las cursivas son mías).

Cito en extenso este fragmento porque me parece que es un buen ejemplo del funcionamiento de la escritura de José García. La tensión entre el uso del condicional (“si me fuera posible”) y de las formas negativas (“no puedo”), en cuanto al sentido de referencialidad mantiene en vilo el gesto proyectivo de la realización. De esta forma, la referencialidad estricta del discurso niega la presencia de lo que busca ser dicho, pero también acentúa el funcionamiento de aquello que Noé Jitrik ubica precisamente en la negación discursiva: “se diría que si la cosa es negada por el signo, el signo está marcado por la presencia, en su signifcado, de una ausencia que resulta así la cifra de la signifcancia, la signifcación propiamente dicha”.21 En otras palabras, la noción de referencia apunta a cualidades que se declaran ausen-

21 Noé Jitrik, “Negatividad y signifcación”, Tópicos del seminario, 2007, núm. 18, p. 199.

tes, por estar mediadas por una distancia no salvada entre lo dicho y lo que quiere ser dicho —por ello la elección de los adjetivos “aquello, “aquel”, o el artículo indefnido “lo”—. Sin embargo, los términos negativos hacen acto de presencia para que aquello que se niega se mantenga como el fondo que totaliza el discurso. Esta operación de José García ejemplifca el funcionamiento semiótico de la negación en tanto estructura de la signifcación, en la cual el elemento negado termina dominando el proceso. Éste es el juego de José García, en quien el lenguaje funciona antes que como un instrumento, como un agente, porque aunque las palabras (el signo) niegan su capacidad para dar la forma deseada a ese referente, el efecto, la receptividad de la fgura de la abuela en este caso, es logrado por un quiebre entre lo dicho y lo que eso es capaz de construir: una arquitectura verbal que, en la conjunción de esas “ausencias”, en eso que se declara como una “lista de características que no tienen sentido”, logra afrmar lo que el discurso niega, es decir, un retrato pleno y conmovedor de la abuela. García, incluso, no tiene necesidad de completar la situación que enmarca el gesto del perdón para lograr una “impresión” de su signifcado. En este sentido, los “términos negativos [...] se quedan en el ‘fondo’ del proceso, como ‘residuos’, pero que están potencializados”,22 o bien, como he señalado con Agamben, traducen la “potencia del no”.

Si damos cabida a que esta lógica dirige la articulación discursiva de El libro vacío, la negatividad se funda como estructura de su signifcación, en función de aquello a lo que da centralidad, o sea, “el libro vacío” de José García, el cual se construiría entonces como una suerte de “residuo potencializado” nutrido por la larga serie de negaciones que lo enmarcan.

Aunque con una intención completamente distinta a la que aquí propongo, Enid Álvarez ha advertido también la dinámica de la negación en El libro vacío:

22 María Luisa Solís Zepeda, “La negatividad en el discurso religioso”, Tópicos del seminario, 2007, núm. 18, pp. 83-84.

José García se impone una serie de mandatos: no usarás el discurso en primera persona, no hablarás del entorno familiar, no usarás la voz íntima, no usarás un lenguaje engolado, y no te detendrás en asuntos de intereses particulares, sólo para mencionar los más importantes. Este conjunto de normas funciona como una especie de contrato que él formula, siempre a partir de una negación.23

Antes que mandatos, considero que las negaciones en El libro vacío son los puntos que rasgan el discurso para hacer emerger la signifcación. Es extraño que la misma Álvarez identifque esta operación y, sin embargo, reduzca sus alcances: “Caben muchos ‘no’ en un libro vacío, pero no los sufcientes para abrir un espacio al sí; para pasar de la negación a la afrmación”.24 Mi perspectiva es complemente contraria, porque la negación funciona precisamente como un agente para potenciar el sentido que, incluso, va más allá de una afrmación.

Con ello, lo que importa es lo que José García niega y que prolonga el vacío de su cuaderno. ¿Y qué es lo negado? García lo repite hasta el cansancio, no logra que nazca de su pluma aquello que haga trascender su escritura porque importa a todos: “Yo pretendo escribir algo que interesa a todos. ¿Cómo diría? No usar la voz íntima, sino el gran rumor” (p. 42). En otras palabras, el gran rumor es el que daría voz a la experiencia del hombre desde esa emoción que es “encontrada sin buscarla”, como se acota en la cita con que abrí el presente apartado.

Los lectores de El libro vacío reconocemos, sin duda, esa especial sensibilidad que Vicens confere a José García, más allá del lugar que el mismo personaje se otorga, en los límites de su medianía.25 Porque García se dice

23 Enia Álvarez, “¿Cuántos no caben en un libro vacío?”, en Maricruz Castro y Aline Pettersson, op. cit., p. 115. 24 Ibid., p. 118. 25 Como bien advierte Mosqueda, “llama la atención el empeño de algunos estudiosos en califcar a José García como un individuo mediocre” (op. cit., p. 205) y toma por ejemplos los trabajos de Cano y Robles. Es claro que estas perspectivas responden a las valoraciones que

imposibilitado para encontrar ese “gran rumor” debido a su condición “común”, de “hombre mediano, con limitada capacidad” (p. 31). Lo cierto es que García es incapaz de reconocer sus alcances, aunque por momentos parezca presentirlos.26 Y, en el ejercicio de esa voz íntima que quisiera acallar, logra precisamente concretar el gran rumor:

Estoy diciendo sencillamente, con la misma falta de sentido y de objetivo, pero con el mismo incontrolable impulso y deleite con los que un niño se asoma al brocal de un hondo pozo, grita su nombre y escucha emocionado que aquella misteriosa oquedad lo repite. No lo grita para alguien, no lo repite: lo grita él mismo, lo escucha él mismo, pero su nombre ha sido lanzado a una profundidad de la que regresa con un tono solemne, telúrico y tan distinto de aquél en que fue pronunciado, que te hace pensar no en que es un eco, sino una respuesta o un llamado sobrenatural. Hace entonces, del negro vacío, un interlocutor, y vuelve a gritar su nombre, y luego frases cada vez más largas, cuya repetición escucha atento y conmovido (p. 190).

Su discurso se acoge con ese efecto que hace pensar no en la oquedad en sí, sino en las respuestas que de allí resuenan, en efecto, a modo de un lla-

el personaje da de sí mismo, pero ello no supone dejar de advertir la densidad que subyace en su confguración como personaje y en el discurso que la sostiene. Y es que la condición “común” que articula a este personaje no puede ser leída en la acepción peyorativa del adjetivo, sino en la que hace posible reconocernos en él, quizá con la misma paradoja que construye en su defnición del hombre: “la medida cordial de la semejanza. ¡La semejanza! Lo que hace posible el amor” (p. 68), aunque “lo detestamos por lo mismo que él nos detesta, por igual, por inevitable, por semejante. Es decir, por lo mismo [...] que lo amamos” (p. 72). 26 Sandra Lorenzano reconoce también este gesto en el personaje: “José García se sabe un hombre gris, pero es esta misma conciencia la que lo hace diferente, esta doble mirada: mirada del que se mira mirando, y es consciente de la distancia que separa la realidad de su deseo” (“Josefna Vicens. Sobrevivir por las palabras”, en Elena Urrutia (coord.), Nueve escritoras mexicanas nacidas en la primera mitad del siglo xx, y una revista, Instituto Nacional de las Mujeres / El Colegio de México, México, 2006, p. 89).

mado que se dirige al sentido potencial de la negación y de su paradoja. En las primeras líneas de este escrito referí la novela de Vicens como un tejido de refexiones que son nodales para el sentido de la escritura. Y nuevamente en ello se involucra la potencia de la negación que encarna García. Él no es, no se asume como un escritor, como un artista. No se plantea, como la misma Vicens señaló, “un problema literario”; sin embargo, lo formula en su condición más esencial: ¿para qué escribir? La respuesta de García aparece incluso de manera temprana: escribe porque no puede dejar de hacerlo, por necesidad: “Sólo queda esta atormentada necesidad de escribir algo, que no sé lo que es” (p. 48). Con ello hace manifesta una de las preocupaciones más acendradas que dan sentido a la escritura y a la escritura literaria en particular.

A lo largo del discurso de José García aparecen de manera insistente dos verbos: entender y explicar: “Esto lo entiendo yo. No puedo explicarlo” (p. 39); “Necesito explicarlo” (p. 43); “Tal vez la podría explicar, pero sé que entonces la idea crecería, se ensancharía [...] ¡Cómo me gustaría poder trasladarla y explicarla, sin hacerle el menor daño!” (p. 59); “Quiero que se entienda” (p. 77). Nuevamente un espacio vacío media entre estas dos acciones. Una visión de pugna por llevar al lenguaje aquello que nace al interior del hombre. García, sin saberlo, se incorpora en la tensión que establece con su palabra en el meollo que diera aliento a la poesía moderna, con la nota imprescindible de Mallarmé. Pero la belleza de García es que esa pugna entre el hombre y su palabra toca las fbras más inmediatas y por lo mismo las más íntimas del escribir para qué. Si bien inicia con la idea de formular una novela —abandonada sin siquiera haber escrito una línea— para superar su medianía, para que su nombre en su obituario sea reconocible para los otros, poco a poco decanta en una búsqueda más esencial: escribe —dice— en la espera de sí mismo (p. 100).

El cuaderno uno se convierte entonces en la constancia de esa búsqueda y de esa espera, donde el no llegar es lo que alienta la persecución. De ahí la centralidad del cuaderno vacío y de lo que éste dice. En el largo ir y venir por su escritura, en el negar lo dicho, en dejar cerrada la puerta a la realización defnitiva y convincente de su palabra mantiene, como señalé al

inicio de estas páginas, la escritura en el intersticio del acto y la potencia. Esta última es la que termina por erigirse como la respuesta que es, mejor dicho, un llamado a la búsqueda de la que su cuaderno escrito es la manifestación: “este cuaderno que no es nada o, si acaso, el camino, la esperanza hacia el otro que aún permanece en blanco” (p. 194). Con ello, Vicens articula en la voz de García una suerte de poética velada en su relación angustiosa con la palabra. Lo hace, desde el poder de la analogía, con dos imágenes que, me parece, condensan esta visión.

La primera de ellas aparece en su primera página donde introduce el sentido del perdón, como aquel de la abuela que, en mucho, iguala ese gesto improvisado y tierno. La primera palabra de García es un “no”: “No he querido hacerlo” (p. 25). No ha querido escribir, pero se ve obligado por el “extraño hervor” que hace nacer de él la escritura. Por ella es por lo que pide perdón:

Lo digo sinceramente. Créanme. Es verdad. Además, lo explicaré con sencillez. Es la única forma de hacérmelo perdonar. Pero antes, que se entienda bien esto: uso la palabra perdonar en el mismo sentido que la usaría un fruto cuando inevitablemente, a pesar de sí mismo, se pudriera. Él sabría que era una transformación inexorable. De todos modos, creo yo, se avergonzaría un poco de su estado; de haber llegado, cierto que sin impurezas originales, a una especie de impureza fnal. Es algo semejante, muy semejante.

Al decir “hacérmelo perdonar”, me refero al resultado, pero no al tránsito, no al recorrido (p. 25).

La analogía con el fruto podrido señala la condición natural de la escritura que encarna García, algo “tan natural e inexorable como la muerte y el instinto” (p. 204), como la búsqueda de sentido que es inherente a nuestra condición, de la que la necesidad de escribir para García es el síntoma y la escritura su efecto. Por ello no hay impureza, porque no hay culpa, y si la hay, es la culpa de ser hombre, un hombre con un signo que le distingue, aunque él no lo sepa:

Escribo esto, tan rotundo, y pienso que si un artista lo leyera me diría que el arte es tan natural e inexorable como la muerte y el instinto. ¿Qué podría contestarle? [...] ¿cómo podría refutar el argumento de un hombre para quien el arte es la vida y la muerte? No, no podría hacerlo. Si acaso le diría que el arte, la vida, la muerte son el hombre mismo y su relación con los demás, y que el artista es aquel que nace con todos los signos del hombre y uno más que lo distingue y lo obliga. Algunos darán preponderancia extrema a ese solo signo, mutilarán los restantes, dolorosamente, y elegirán la soledad para entregarse a él por entero; otros le encontrarán sitio y expresión en el centro de su vida; otros más no podrán salvarlo y lo verán ahogarse en las circunstancias de una existencia ardua y oscura; otros, incluso, lo sentirán dentro sólo como una extraña angustia y no sabrán reconocerlo.

De mí, ¿qué podría decir? Nada, no sé, no sé lo que me pasa (pp. 204-205).

Nosotros, lectores, sabemos que García es, en todo caso, el tipo de artista cuyo signo es esa “extraña angustia” que no sabe reconocer. Y esa angustia es la que le impele a la petición del perdón por sus frutos podridos. Algo es importante notar en el derivado de la analogía que abre la novela: la consciencia del personaje por reconocer la diferencia entre el resultado y el recorrido. Retomo sólo esa parte de la cita: “Al decir ‘hacérmelo perdonar’, me refero al resultado, pero no al tránsito, no al recorrido”. El resultado es su cuaderno escrito, éste representaría esa suerte de fruto que se avergüenza inocentemente de su condición. En esta imagen están implicados los nudos de la refexión que dieran pie al famoso giro lingüístico en la teoría literaria y en la literatura del siglo xx, 27 es decir, la vuelta al cuestionamiento de la

27 La problematización de los alcances del lenguaje en la literatura por supuesto no es nueva, incluso podríamos decir que son inherentes al ejercicio poético, pero también es cierto que existen momentos en que se concentra con una insistencia para convertirse en la rejilla por la que el escritor afronta su labor. Sáinz de Medrano reconoce, en la tradición hispanoamericana algunos de estos momentos: “Uno es el de la época inicial, la de los cronistas de Indias, cuando describir una piña podía ser una fabulosa batalla campal. El segundo se produce en el Roman-

naturaleza del lenguaje y su capacidad o incapacidad referencial. Lo importante para Vicens es ver el modo en que este cuestionamiento puede calar en la vida de un hombre. García se avergüenza del fruto, pero no del recorrido, es decir, del impulso por la búsqueda de la palabra que, en todo caso, permite prolongar en su silencio el vacío del cuaderno que albergaría la palabra defnitiva. Un silencio, entonces, erigido como la condensación del sentido que importa. Es, retomando la imagen de la tablilla de cera, un vacío manifesto, inscrito por sí solo en su invariabilidad y en ello es donde reside su trascendencia.

En este sentido es que se suma la segunda analogía que propongo como articuladora de la poética de García. En ella retoma nuevamente la fgura del árbol:

Siempre que escribo digo lo que siento, aunque una cosa niegue a la anterior. Soy un hombre con tantas verdades momentáneas, que no sé cuál es la verdad. Tal vez el tener tantas sea mi verdad única [...]

He visto los árboles en invierno, en la época del rigor: troncos escuetos, desnudos, silenciosos. Los he visto en primavera, cubiertos de follaje, rumo-

ticismo, con Sarmiento y su polémica actitud nacionalista ante el castellano de las nacientes repúblicas. Coincide el tercero con el Modernismo. Todos quieren entonces encontrar una nueva lengua literaria: ‘versos domados al yugo de rígido acento,/libres del duro carcán de la rima’ en la búsqueda de González Prada; ‘un poema/de arte nervioso y nuevo’ en la de Silva; el ‘decir’ de Darío ‘en el país en donde la expresión poética está anquilosada’, sin soslayar su anterior preocupación por ‘la palabra que huye’. El cuarto momento corresponde, evidentemente, a los días en que los vanguardistas, con Huidobro al frente, quieren inaugurar otra vez la lengua” (Sáinz de Medrano, “El lenguaje como preocupación en la novela hispanoamericana actual”, Anales de la literatura hispanoamericana, 1980, núm. 9, pp. 236-237). A estos momentos, se sumaría en el contexto mexicano la postura estética de los Contemporáneos y después de Octavio Paz. Mientras que, en el contexto nuevamente hispanoamericano, le seguiría la emergencia de la “novela sin argumento” que aparece en la segunda mitad del siglo xx, de la que Vicens sería también un antecedente. Por otra parte, este acento se advierte también en la refexión teórica. Las décadas de 1960 y 1970, principalmente en Francia, agrupan esa tendencia de la que Pollack ya ha advertido en las fguras de Blanchot, Foucault, Barthes y Derrida.

rosos, llenos de frutos. Pero todo esto, el follaje, el rumor y los frutos, es lo que cae, lo nuevo cada vez, lo inexperto. La real existencia del árbol, su continuidad y sustento, están en el tronco invariable (p. 96).

¿Qué es el silencio, el blanco de la página, si no ese tronco invariable para la escritura? Si damos cabida a esta analogía, todas las negaciones, todos los “no” enunciados por García, todas sus páginas escritas son ese follaje y esos frutos que caen. Son, pues, las palabras que circundan al silencio, a la hoja en blanco, al cuaderno vacío. Esta visión puede ser dolorosa, pero en ningún caso desoladora porque pondera la vitalidad de la escritura y de la literatura como un ejercicio cuyo sentido se funda en mantener en vilo su búsqueda. Por eso las palabras fnales de la novela no podrían ser más contundentes: “Tengo que encontrar esa primera frase. Tengo que encontrarla” (p. 219).

Al inicio de este escrito hablé de la condición ineludible del nombre de Josefna Vicens para pensar la novela mexicana del siglo xx. La comparación con Rulfo es ya un lugar común, por la escueta pero contundente obra que nació de su pluma. Lo extraño es que Vicens no tenga la misma presencia, aun cuando su prosa es, al igual que la de Rulfo, una de las más densas en la narrativa mexicana por la carga de sentidos que condensa y desata. Quienes nos hemos adentrado en sus páginas no podemos dejar de advertir la fuerza signifcativa que de ellas se desborda. Esto en lo que concierne al valor intrínseco del texto, pero también Vicens representa con esta novela una bisagra dentro de la narrativa mexicana. Con El libro vacío anticipa una postura sin la que no se puede entender la infexión hacia la búsqueda de sí en el lenguaje y en la escritura que se convertiría en los siguientes años en una actitud constante asumida por los escritores mexicanos frente al ejercicio literario: Salvador Elizondo, Juan Vicente Melo, Julieta Campos, Sergio Pitol son sólo unos ejemplos.

Después de El libro vacío tendrían que pasar veinticuatro años para la publicación de la segunda y última novela de la escritora. Con Los años falsos (1984), Vicens confrma su delicada a la vez que lúcida capacidad para proyectar los claroscuros de la condición humana. Como lo advierte su título, tam-

bién lo hace desde una negación que calará, en este caso, en el sentido de la identidad. El silencio que media entre una y otra novela hace difícil no pensar su relación con la escritura en el marco de la tensión que signa a su personaje José García, como la propia autora lo declaró en más de una ocasión: “Si alguien me preguntara ¿para ti qué es escribir? Yo contestaría de inmediato, porque lo tengo sentido, para mí es entrar al inferno blanco; esa página blanca es el inferno”.28 Esta declaración corresponde a una entrevista de 1986. Lo cierto es que antes ya había contestado a esa misma pregunta. Cuando la Compañía General de Ediciones preparaba la primera edición de El libro vacío, Emmanuel Carballo solicitó a Vicens unas líneas para las cuartas de forros donde explicara su relación con la escritura. No resulta extraño que lo hiciera retomando puntualmente las palabras de José García: “Mi mano no termina en mis dedos: la vida, la circulación, la sangre, se prolongan en el punto de mi pluma” (p. 98). Por ello, cuando leemos a Vicens, un reconocimiento queda a fote: que al fnal, en la búsqueda de nuestra palabra, todos, como José García, estamos también en la búsqueda y en la espera de nosotros mismos.

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28 Cit. por Isabel Lincoln-Strange Reséndiz, “Josefna Vicens ante el proceso creativo de El libro vacío y Los años falsos”, La colmena, 2011, núm. 71, p. 36.

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