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Elba Sánchez Rolón
la f(r)iCCión de los CuerPos: el afuera de los textos de Cristina rivera Garza
Elba Sánchez Rolón Universidad de Guanajuato
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estar iMPliCados: Punto CieGo y desaProPiaCión
Quizás podría escribirse una historia de Occidente que sea a la vez la historia del horror y la fascinación por el cuerpo.
víCtor bravo
Estas páginas hablan sobre el cuerpo, ése es su corpus. Plantea las preguntas por el dolor y sus marcas en algunas imágenes de la obra de Cristina Rivera Garza. Un corpus abierto, transparente y opaco, pero sobre todo doliente; un corpus incómodo que reclama una actitud crítica de la literatura, como parte de la poética que atraviesa las escrituras de la autora. En síntesis, un cuerpo-pregunta abierto desde el dolor, sea por las ausencias que se nos muestran y, más aún, por nuestra implicación desde el contacto, desde los puntos de fricción, donde surge el cuestionamiento.
El recorrido se presenta como un collage compuesto de imágenes atroces por su capacidad de dar un vuelco en el punto de vista del texto hacia quien parece estar cómodamente leyéndolo. La violencia es contra la comodidad. El espacio literario está dispuesto en el hallazgo de ausencias que pesan contradictoriamente por la imposibilidad de ser colmadas y por el exceso de su presencia; me intereso por esos cuerpos abandonados en Nadie me verá llorar (1999), en Lo anterior (2004), en La muerte me da (en pleno sexo) (2007), en Dolerse: textos desde un país herido (2011) y, fnalmente, en los márgenes textuales que confguran una actitud poética. Las fotografías imposibles de lo ausente abren múltiples ecos, se repiten y regresan. La atención está puesta sobre las resistencias o puntos de fricción de la escritura en su tránsito al afuera, hacia aquello que la excede y se inserta en la experiencia de la corporalidad, en la materialidad como murmullo que se extiende y contagia el exterior textual.
Recurro a una biblioteca compartida para hablar del afuera. En El pensamiento del afuera (1966), respecto a la literatura moderna —da lo mismo si ahora se habla de posmodernidad, los paradigmas siguen incomodando en este caso—, Michel Foucault señala que se acostumbra creer en su autodesignación, en su autorreferencia como mecanismo de interiorización. Sin embargo, esa literatura es solamente en apariencia enunciado de sí misma, porque contiene un desplazamiento al exterior, su tránsito al afuera; en ella, “el lenguaje escapa al modo de ser del discurso —es decir, a la dinastía de la representación—, y la palabra literaria se desarrolla a partir de sí misma, formando una red en cada punto”;1 es el lenguaje que se aleja y revela su distancia. Añade Foucault que el “sujeto” de esta literatura se ha desplazado, pero ya no es el lenguaje el que ocupa su lugar, es el vacío que deja lo que la pone en movimiento. Me propongo, desde algunas refexiones de Rivera Garza, leer este vacío un paso más allá, como un vacío por ser colmado.
1 Michel Foucault, El pensamiento del afuera, trad. Manuel Arranz Lázaro, Pre-textos, Valencia, 1997, p. 12.
En Los muertos indóciles (2013), la autora plantea una poética de la desapropiación como aquella que se sostiene sin práctica de propiedad y reta permanentemente al concepto.2 La vincula con lo que llama necroescrituras, es decir, aquellos procesos de escritura plurales, defnidos como “formas de producción textual que buscan esa desposesión sobre el dominio de lo propio”.3 Aunque el libro trata de prácticas de desapropiación extrema, como la escritura documental o principalmente las ocurridas en medios digitales, como los tuits, el alcance de su indagación no se reduce a ellas, es parte de esa conducta poética traspasada que habla también de ciertas prácticas de la literatura vistas a la luz de la actualidad, sin posesivos o adjetivos.
Su biblioteca, como decía antes, es compartida. Hay resonancias explícitas del Foucault de “¿Qué es un autor?”, del Roland Barthes de “La muerte del autor” y, con ellos, de una línea de refexión que se extiende en diversas plumas. Sin embargo, hay un paso más, una apuesta por la lectura mucho más contemporánea, más abierta. Si reconocemos primero estas presencias, es necesario darnos cuenta de otras más, por lo menos —o, por lo menos, para el interés de estas páginas— dos elementos que amplían la experiencia de la desapropiación, localizables en el siguiente fragmento:
No es del todo azaroso, pues, que la cercanía al lenguaje de la muerte, o lo que es lo mismo, la experiencia del cadáver; ponga de relieve una materialidad y una comunidad textual en las que la autoría ha dejado de ser una función vital para ceder su espacio a la función de la lectura y la autoría del lector como autoridad última. Sólo los textos que han perecido están abiertos o pueden abrirse. Sólo los cuerpos muertos, aptamente abiertos, resucitan.4
2 Cristina Rivera Garza, Los muertos indóciles. Necroescrituras y desapropiación, Tusquets, México, 2013, p. 22. 3 Ibid., p. 33. 4 Ibid., p. 37.
El texto es un cadáver, no solamente por ese vacío que lo colma, sino por su apertura, porque ésa es la condición de posibilidad de una desapropiación productiva: ya no es original (sujeto), verosímil (mundo) o coherente (razón). Los principios de orden se han desandado, se han volcado a su afuera, como decía Foucault. Las pequeñas maniobras que dejan entretejer el paso adicional no están aquí, de la mano de estos pensadores franceses, están en el tratamiento de la materialidad y la comunidad. El texto es un cadáver, porque además puedo tocarlo y puede tocarme desde mi mirada sobre él. El afuera es visto aquí como ese movimiento hacia el nosotros y los otros, desde la textualidad en su profunda construcción desde lo ajeno (escribir es reescribir, es citar en su sentido más amplio) y desde la corporalidad en su implicación lectora. El lector es un cuerpo que entra en contacto, con sus nervios y no solamente con su historia o su razón.
Hablo de una textualidad plagada de citas: los palimpsestos y los encuentros previstos entre corporalidades. En otras palabras —prestadas también—, hablo de los nudos de la red, espacio donde los márgenes se borran “en un sistema de citas de otros textos, de otras frases”;5 y, al mismo tiempo, remiten al sitio donde la obra se desborda para hablarnos de nosotros mismos y asumir su carácter inevitablemente político.
La escritura es siempre un acto político porque es un acto que nos implica, porque coincidimos en una materia común: el lenguaje, entendido en su dinamismo, como fuerza y no solamente como construcción. Así lo reitera Rivera Garza en una entrevista en 2012:
Soy de las escritoras que creen que el arte de escribir es un acto político, no necesariamente porque los temas sean políticos, sino porque en cualquier tema que toquemos siempre estamos rozando, trabajando, jugando, enfrentándonos al lenguaje, y si nos enfrentamos al lenguaje y trabajamos dentro
5 Michel Foucault, La arqueología del saber, 21ª ed., trad. Aurelio Garzón del Camino, Siglo XXI, México, 2003 [1ª ed. en francés, 1969], p. 37.
de él, estamos dentro del terreno de la percepción y cambiar o trastocar cualquiera de nuestras percepciones es un acto político.6
Desde este enfoque, es más importante lo implicado —el hacer comunidad— como asunto crítico que lo comunicativo en un texto. Como señala Rivera Garza: “Un libro verdadero, quiero decir, no porta un mensaje sino un secreto [...] Más que enunciar algo, ese libro alude a otra cosa. Esa otra cosa es, precisamente, lo que el libro no sabe: su punto ciego. Un libro así no pide ser digerido o descifrado o consumido, sino ser compartido, estar implicado”.7 En lo (in)visible, lo que está detrás de lo dicho, ahí es donde la obra se desborda, rehúye sus márgenes y es más común que individual.8 Rivera Garza retoma la insistencia en el punto ciego de Visión del paralelaje de Žižek, para explicar que la realidad vista así tiene una mancha remarcada por el materialismo, no es posible la visión total porque es ese punto ciego el que me recuerda mi implicación en ella.9
6 En entrevista con Marcela Salas Cassani, “Dolerse, más que un libro, una necesidad para un país herido”, Desinformémonos, 3 de septiembre de 2012. Disponible en https://desinformemonos.org/dolerse-mas-que-un-libro-una-necesidad-para-un-pais-herido/ 7 Cristina Rivera Garza, “Saber demasiado”, en Oswaldo Estrada (ed.), Cristina Rivera Garza. Ningún crítico cuenta esto, Eón / University of North Carolina / UC Mexicanistas, México, 2010, p. 18. 8 En su artículo “La muerte me da y su representación literaria de lo (in)visible: una aproximación a la violencia de género”, Rachel Newland habla también de (in)visibilidad para referir a esta oscilación entre lo mostrado y lo ausente (Catedral tomada: revista de crítica literaria latinoamericana, 2012, núm. 1, pp. 67-81). Hay varias afnidades en la interpretación de este punto, sin embargo el enfoque es muy distinto. En este caso, recurro más bien a las siguientes líneas de Foucault: “la fcción consiste no en hacer ver lo invisible sino en hacer ver hasta qué punto es invisible la invisibilidad de lo visible” (El pensamiento del afuera, pp. 27-28). 9 Rivera Garza, Los muertos indóciles..., p. 135. El tema es mucho más denso en el libro de Žižek, porque además insiste en diferencias con la postura “discursiva” de Foucault —también busca ese paso más allá del discurso para hablar de poder, pero a su manera— y se pregunta por el materialismo dialéctico, no por una noción tan general de la afección de la materia, como aquí se plantea. Retomo solamente lo que recupera Rivera Garza para el apuntalamiento de su propuesta sobre este punto ciego. Lo demás requeriría ser asunto de otras páginas.
Hablo de palimpsestos, de yuxtaposiciones, no solamente porque los libros de Rivera Garza componen una suma de citas y discursos, también por esta implicación: “toda novela es una estructura ligada al cuerpo y su modo de percepción”,10 como apunta la autora. Toda novela es también un cuerpo, una anatomía política. 11 Es entonces una puesta en contacto o una apuesta por el contacto, por el roce o la fricción. En una entrevista con Inés Sáenz en 2004, Rivera Garza resalta su interés en ese punto de encuentro, inevitablemente contradictorio, entre los discursos del orden y la cotidianidad, como punto de partida para explorar sus cruces “tras bambalinas”, donde se producen como “puntos de fricción” en la fccionalidad.12 Por supuesto, desde el enfoque foucaultiano que admite, los discursos del orden son de carácter político, referen a mecanismos de poder que afectan a los cuerpos y al habla, en su terrible materialidad,13 en su inmediatez y cotidianidad. De ahí que este exceso de la f(r)icción remita al afuera literario de donde emerge: las zonas del cuerpo donde el dolor o la incomodidad marcan su presencia. Éste es mi punto ciego, desde aquí hablaré de la escritura del dolor y de otros cadáveres.
10 Rivera Garza, “La página cruda”, en Cristina Rivera Garza..., p. 22. 11 Michel Foucault, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, trad. Aurelio Garzón del Camino, Siglo XXI, México, 2004 [1ª ed. en francés, 1975], p. 32. 12 Inés Sáenz, “Olvidar la certidumbre. Una entrevista con Cristina Rivera Garza”, Revista de literatura mexicana contemporánea, 2004, núm. 24, p. XXI. 13 Foucault, Vigilar y castigar..., p. 35.
esCribir sobre el dolor: un instante de PeliGro
¿Quién prueba una verdad en mi dolor sin fondo?
alejandra Pizarnik
¿Qué signifca escribir sobre el dolor o, quizá mejor, escribir el dolor? Hace algún tiempo, mientras leía textos periféricos a Nadie me verá llorar, llamó mi atención una afrmación aparentemente simple de la autora sobre la escritura del dolor. Era solamente una mención, una respuesta a la insistencia de un elemento persistente en su novela, un ejemplo de un tipo de discurso deseado. No es la primera mención, aquí el orden no importa, pero su relevancia radica en que abre una refexión continuada en ese desorden de la lectura: los que seguirán y lo anterior a una lectura del dolor como poética. La trascribo en su contexto, ahí donde da la sensación de miniatura a punto de convertirse en algo confrmado con el tiempo:
A mí me interesaba explorar distintos tipos de discurso. Un discurso muy académico: hay ciertas secciones de la novela en que quería lograr ese tono, empezar desde afuera, a mostrar el contexto, por decirlo, de maneras bastante estables y después irme introduciendo más en el trabajo con el lenguaje y sacar de la realidad algunas... otras cosas que a veces tienen nombres muy conocidos. El dolor, por ejemplo, pero había que ir más abajo, y sobre todo había que buscar esas zonas del cuerpo.14
Primero, el discurso académico, como contexto propicio, como contraste necesario para trazar la herida. Se trata de formas de la razón, prin-
14 Sáenz, art. cit., p. XX.
cipios de validación de “verdad” o el orden, que dan esa sensación primaria de estabilidad que se vuelve tangible en el espacio literario. Basta con localizar la fascinación por el archivo, por los expedientes, por el juego de las referencias, las fechas, los lugares, por una aceptación de la escritura palimpsestos, de la escritura collage. Es el archivo donde la investigación topa con las narrativas de sujetos puestos en los márgenes comunicativos de la locura. Los anormales e infames foucaultianos vuelcan sus ecos desde la indagación histórica hasta la inquietud de sus ausencias: se trata del deseo imposible de hacer hablar al texto histórico, el deseo que conduce a la fcción.
El discurso académico es el punto de partida para el contraste porque se ha desplazado, su roce con la fcción asienta la inestabilidad del entorno contradiscursivo.15 Hace tiempo, en ese momento de los encuentros periféricos, traté el contradiscurso en Nadie me verá llorar; ahora me doy cuenta de que el cuerpo y su relación con el poder siguen siendo mis motivos para releer a Rivera Garza. Decía entonces que el contradiscurso se construye desde dos ángulos: la escritura-palimpsestos (los archivos, la relación con el discurso de la historia) y el saber médico insertados en la fcción. Esta puesta en contacto con la fcción desarma las certezas y los principios de orden de los discursos de la historia y de la medicina; así, dejan de ser tales, se dejan penetrar por las circunstancias, por la necesidad de esas materias, de esos rostros, por la fascinación de perseguir las historias de las mujeres capturadas por el lente de fotógrafos e instituciones psiquiátricas. La autora se ha detenido con conciencia en estas refexiones. En La Castañeda. Narrativas dolientes desde el Manicomio General. México, 1910-1930 (2010) reescribe su investigación doctoral desde el punto de contraste de la experiencia fccional de Nadie me verá llorar, desde la necesidad de seguir escuchando esas voces, es decir, desde el sonido de un mutismo, donde solamente se escucha la fricción de lo indecible con la palabra.
15 Cf. Elba Sánchez Rolón, “Imágenes de la corporalidad y la locura. Nadie me verá llorar, de Cristina Rivera Garza”, en Diego Falconí y Noemí Acedo (eds.), El cuerpo del signifcante. La literatura contemporánea desde las teorías corporales, Ediuoc, Barcelona, 2011, p. 340.
La investigación, el lenguaje de archivo, es el entorno germinal para las narrativas dolientes —las del primer libro-tesis y las de la novela—; donde no hay por qué oponer el orden a la sinrazón, donde ambas forman parte de una conducta, son “hermanas siamesas”, como dirá la autora. Sin embargo, el dolor no es un tipo de discurso, es algo que escapa al discurso, que puede trabajarse desde el lenguaje, pero solamente como asombro de sí mismo, como su revés, como su afuera. Este rebasamiento es un asunto corporal.
En 2011 se publica la primera edición del libro Dolerse: textos desde un país herido, como una suma de ensayos, ejercicios, red de voces fragmentadas sobre el dolor. En sus páginas, Rivera Garza resume esta habla de la corporalidad herida: “El cuerpo dolorido habla, pero habla a su manera. Habla entrecortadamente. Titubea. Tropieza. Pausa”; por eso hay que encontrar su lugar desde el lenguaje hacia afuera de él, una experiencia del lenguaje “que emule y encarne esa manera de hablar”.16 Ante el dolor, el discurso se desmiembra, como el cuerpo, no hay unidad comunicativa, las palabras han sido heridas porque no responden ya a ningún principio discursivo: ni orden autoral preciso, ni géneros de escritura, ni luminosidad crítica. El espacio de la escritura muestra entre sus páginas su exterioridad. La enunciación es plural, delineada desde entrevistas, notas de periódico y algo de fcción, desde ese punto impreciso de la comunalidad, la mano volverá a trazar su marca: “tú me dueles”, como un aviso de su pérdida de centro, de la apertura de la fricción entre los cuerpos. El cuerpo del Otro, el nuestro, el tuyo y el mío, son corporalidades dolientes, narrativas desde la política de los cuerpos. En un país lleno de muertos, como el descrito por Dolerse y evocado antes en algunas de sus novelas, se plantea la experiencia de lo inenarrable desde sus huellas en una corporalidad compartida. La fnalidad es, por supuesto, crítica, pero no desde mecanismos argumentativos, sino desde la implicación del lector, del espectador, del Otro respecto al cuerpo-texto.
16 Cristina Rivera Garza, Dolerse: textos desde un país herido, Sur+, México, 2011, p. 19.
Los ecos del dolor vienen de Adorno, Sontag y Pizarnik, pero se multiplican en voces semianónimas, personajes, testimonios expuestos desde la f(r)icción o en textos que acompañan su obra con el valor de la periferia. El dolor funciona como afección del texto sobre el Otro, debe emerger en ese instante de peligro, en ese fulgor que no llega a la luminosidad de la revelación. En este punto se escuchan líneas de las Tesis sobre flosofía de la historia de Walter Benjamin, autor a quien Rivera Garza recurre constantemente, en ese retorno que es la mirada oblicua para ella. Sobre la imposibilidad de ver de frente a la historia añadirá que “el momento de peligro es un fulgor, no una luz”.17 Se mira también desde los palimpsestos de la cultura contemporánea, desde la acumulación de discursos que nos exigen una escritura de “ventanas abiertas”, como señala la autora, se trata de “Mirar de lado o de reojo o de soslayo [...] Mirar como quien casi no mira, pero con el fn de ver todavía más”.18
La mirada es el punto en cuestión. En el prólogo a su novela La muerte me da (en pleno sexo) señala, de acuerdo con Ante el dolor de los demás de Susan Sontag, que es importante evitar la “glamourización de la violencia”, el sentimentalismo artero y la comercialización que puede conducirnos a la indiferencia, porque “La indiferencia es una disciplina atroz”.19 ¿Cómo escapar de la violencia convertida en objeto de consumo? La pregunta arranca con la novela misma y la atraviesa para remitirnos una vez más al dolor y a no olvidar su complejidad, y añade:
el dolor es un fenómeno complejo que, por principio de cuentas, cuestiona nuestras nociones más básicas de lo que constituye la realidad. El dolor paraliza y silencia, es cierto, pero también satura la práctica humana y, en
17 Cristina Rivera Garza, La Castañeda. Narrativas dolientes desde el Manicomio General. México, 1910-1930, Tusquets, México, 2010, p. 258. 18 Cristina Rivera Garza, “El cielo vertical”, Tierra adentro, 2012, núm. 178, p. 12. Disponible en http://www.tierraadentro.cultura.gob.mx/revista_en_linea/151_180/178/ 19 Cristina Rivera Garza, La muerte me da (en pleno sexo), Tusquets, México, 2016, p. 7.
ocasiones, la libera, produciendo voces que, en su profundidad o desvarío, nos invitan a visualizar una vida otra, en plena implicación con los otros.20
El dolor nos exige “estar-juntos”, o mejor “estar-en-común” o “coestar”, en esa comunidad imposible de la que habla Jean-Luc Nancy,21 otra de las referencias insistentes de la biblioteca de Rivera Garza. El dolor es crítico, cuestiona lo previo, avizora otredades. La muerte me da (en pleno sexo) es una novela detectivesca, la persecución del crimen de los hombres castrados. Es, al mismo tiempo, una novela intertextual desde su título, donde transitan líneas de los Diarios de Pizarnik como parte del secreto expuesto por los crímenes. Se trata, además, de un texto profundamente autorrefexivo y crítico, de una narrativaensayo llena de yuxtaposición genérica y fragmentación discursiva, como un cuerpo doliente más de su obra. Desde sus entrañas refere la herida al lenguaje: la “palabra herida”,22 aquella que se concentra en una fgurativización de su poética en la búsqueda narrativa de la fábula policial. El crimen, la Detective, el asombro, lo no dicho aún, las voces falsifcadas o hechas propias... y pienso en Ricardo Piglia y algunas célebres líneas suyas de Crítica y fcción: “En más de un sentido el crítico es el investigador y el escritor es el criminal. Se podría pensar que la novela policial es la gran forma fccional de la crítica literaria”.23
El crimen de la palabra, la herida de la palabra, el cuerpo-texto violentado; se trata en todos los casos de una relación crítica, de generar una persecución, de provocar una reacción. El crítico ya no es solamente un espectador con una pluma muerta, está imbricado en la trama misma y encarna la afección de su habla. Sobre la experiencia del crimen, en la novela se anota: “El crimen desnuda. A la víctima lo delata la herida —porque por ahí, por sus pliegues y sombras, es posible avizorar la otra vida de su vida, la vida
20 Ibid., p. 9. 21 Jean-Luc Nancy, La comunidad enfrentada, trad. Juan Manuel Garrido, La Cebra, Buenos Aires, 2007 [1ª ed. en francés, 1986], p. 28. 22 Rivera Garza, La muerte..., p. 312. 23 Ricardo Piglia, Crítica y fcción, Anagrama, Barcelona, 2001, p. 15.
subterránea y secreta, la pasión vergonzosa, el error de cálculo, el hábito inconcebible, la carencia específca—”.24
En la escena del crimen, mucho ocurre tras bambalinas, en la “trasfábula”, como la denomina Foucault: ese teatro de sombras detrás de lo contado y que dibuja la trama de la fcción, ahí donde se gestan sus luchas y resistencias.25 Es en el punto ciego del texto que mencionaba antes, donde radican lo puntos de fricción, de los que habla Rivera Garza, esas resistencias que le otorgan su carácter crítico a la escritura literaria. La vida subterránea de un texto es lo susceptible a ser implicado, no lo dicho. Por ello, el dolor no es una temática solamente o algo “narrable”, es una circunstancia, es una conducta escritural, una fuerza que anuda y hiere de un texto a otro, al grado de poder ser tratada como poética. Pero, por supuesto, si la poética es aquí un asunto intensamente corporal, material y arraigado en las afecciones al Otro, implicado, entonces es también un asunto meramente político.
de las iMáGenes atroCes a las inCoModidades del CuerPo (iM)ProPio
Las fotografías que representan el sufrimiento no deberían ser bellas.
susan sontaG
Vuelvo a pensar en la fotografía de un momento indescriptible, inenarrable, en el mutismo a gritos de ciertas imágenes, en la explosión de sus marcas. La
24 Rivera Garza, La muerte…, p. 213. 25 Michel Foucault, De lenguaje y literatura, trad. Isidro Herrera Baquero, pról. Ángel Gabilondo, Paidós, Barcelona, 1996, p. 215.
mirada herida de Luis Buñuel y el amoroso acto de la muerte referido por Georges Bataille son imágenes que violentan, que subvierten y trastocan el mundo, como señalaba Salvador Elizondo; y, a fn de cuentas, son ecos que conjuran desde el collage de las necroescrituras de Rivera Garza. El collage trata de escenifcar la simultaneidad, es un principio de construcción textual que busca poner “todo junto”, es una estrategia de yuxtaposición para conjurar o redimir, no para explicar.26 El cadáver está expuesto, es la invisibilidad cercana.
En el primer capítulo de Nadie me verá llorar, el epígrafe de Antonio Porchia da también la pauta: “Vemos por algo que nos ilumina; por algo que no vemos”. Encontrar un cadáver, en medio de la nada, sin aviso alguno, es también herir la mirada, es dolerse. Así le ocurre al protagonista-fotógrafo de esta novela: “En la oscuridad, Joaquín descubrió el dolor. No fue una palabra ni una sensación, sino una imagen: el rostro de una mujer en rigor mortis. La descubrió tirada sobre la calle antes de que llegara la policía con sus linternas y sus gritos. [...] El rostro de esa mujer se clavó en su memoria. Ésa fue su primera fotografía”. 27
Para Joaquín Buitrago, el “fotógrafo de locos”, este encuentro resume su necesidad de la imagen, de la impronta fotográfca que aproxima la mirada, el obturador, la mano, la rigidez del asombro y la seguridad de las marcas. No trae su cámara, pero fue su primera fotografía, porque fotografar es aportar un encuadre. Todas estas piezas como fragmentos de una experiencia concreta, llena por todas partes de materialidad; la certeza del dolor que se vuelve obsesión. Después de eso, señala la novela “fue asiduo a la morgue”. Las fotografías no eran de cadáveres completos, sino de ángulos inusuales, minúsculos, de esas zonas del cuerpo donde el dolor no se mira de frente, pero por ello logra producir el asombro y la náusea cuando es descubierto.
26 Esta descripción del collage la actualiza Rivera Garza de las Tesis sobre la flosofía de la historia de Benjamin. Cf. La Castañeda..., p. 259. 27 Cristina Rivera Garza, Nadie me verá llorar, Tusquets, México, 2003, p. 30.
Dice Kristeva: “El cadáver (cadere, caer), aquello que irremediablemente ha caído, cloaca y muerte, trastorna más violentamente aun la identidad de aquel que se le confronta como un azar frágil y engañoso”. El “yo” es expulsado de él, el límite se ha vuelto objeto y, por tanto, sigue Kristeva, el cadáver “es el colmo de la abyección”; entendida ésta como “aquello que perturba una identidad, un sistema, un orden”.28 Los cadáveres abandonados, los cuerpos caídos, mantienen la marca de su expulsión, de su exterior, donde el que mira es afectado. El fotógrafo no busca capturar la muerte, va sobre las marcas fragmentarias del dolor, las huellas del asesinato o el silencio de la historia del cadáver, su impronta narrativa. Joaquín es afectado, el lector participa de la afección mientras no acuda a la disciplina de la indiferencia. El crimen vuelve a ser un asunto crítico, porque es ese abandono y las marcas (in)visibles de la violencia lo que trastoca la mirada.
Otra novela, La muerte me da, inicia con el encuentro de un cadáver, el primero de una serie de “Hombres castrados”. El habla titubea, la mirada afecta todo el cuerpo de la mujer que observa y ella misma termina por adquirir un papel concreto: ser la “Informante”.
—Sí, es un cuerpo —debí decir y, en el acto, cerré los ojos. Luego, casi de inmediato, los abrí otra vez. Debí decirlo. No sé por qué. Para qué. Pero levanté los parpados y, como estaba expuesta, caí. Pocas veces las rodillas. Las rodillas cedieron al peso del cuerpo y el vaho de la respiración entrecortada me nubló la vista. Trémula. Hay hojas trémulas y cuerpos.29
La presencia del cadáver afecta al habla, la aleja del decir. El cadáver rompe sus fronteras y la experiencia se introduce por la mirada hasta el otro cuerpo, el de la observadora, a sus rodillas y su respiración. Pero el crimen
28 Julia Kristeva, Poderes de la perversión, trad. Nicolás Rosa y Viviana Ackerman, Siglo XXI, México, 1989 [1ª ed. en francés, 1980], pp. 10-11. 29 Rivera Garza, La muerte..., p. 19.
que no ha sido enunciado como tal, que se deja leer detrás del cadáver, ese punto ciego no narrado aún, alude a una poética. La Informante es una escritora de nombre Cristina Rivera Garza, además de la autorrefexión en muchos capítulos, desde el inicio: “Hay hojas trémulas y cuerpos”. La página está trémula también, ha sido penetrada por la experiencia, busca redimir esa experiencia. Para ello, es necesario un cuerpo muerto, una apertura que nos permita entrar como en esas ventanas abiertas, como en ese espionaje del crítico asombrado. Pero no es el cadáver como tal, es lo que ha quedado ahí, lo que conjura, lo que comparece ante el muerto abandonado. Pido ayuda, aún con los labios quietos; dice Nancy:
Haría, pues, falta un corpus. Discurso inquieto, sintaxis casual, declinación de ocurrencias. Clinamen, prosa inclinada hacia el accidente, frágil, fractal. No el cuerpo-animal del sentido, sino la arealidad de los cuerpos: sí, cuerpos extendidos hasta el cuerpo muerto. No el cadáver, donde el cuerpo desaparece, sino ese cuerpo con el que el muerto comparece, en la última discreción de su espaciamiento: no el cuerpo muerto, sino el muerto como cuerpo —y no hay otro.30
Un corpus es un conjunto textual, una suma de piezas de lenguaje o de fenómenos puestos en discurso; un corpus puede referir también a algo sagrado, por ejemplo, en la tradición religiosa católica contiene la huella del uso para referir al “cuerpo de Cristo”, ese cuerpo doliente para los otros. Hace falta un corpus para que exista un crimen, para formular el acto crítico, un corpus que pueda dolerse, que muestre su unidad y sus partes. La vulnerabilidad de este cuerpo muerto está en sus accidentes, en su fragmentación. En La muerte me da se narran cuerpos castrados, pero no solamente eso, desde la primera imagen la Informante no puede escapar de concentrarse en esa “colección de ángulos imposibles. Una piel, la piel. Cosa sobre el asfalto. Ro-
30 Jean-Luc Nancy, Corpus, trad. Patricio Bulnes, Arena, Madrid, 2000 [1ª ed. en francés, 1992], p. 44.
dilla. Hombro. Nariz. Algo roto. Algo desarticulado. Oreja. Pie. Sexo. Cosa roja y abierta. Un contexto. Un punto de ebullición. Algo deshecho”.31 Son fragmentos, son improntas. Nancy prefere referirse al cuerpo muerto o donde el muerto comparece, que al cadáver. Es un asunto de uso de términos: los cuerpos abandonados en la prosa de Rivera Garza son todo esto que describe Nancy, son esa dispersión donde el muerto está en su ausencia del cuerpo, la única forma en que podría tener esa presencia y esa capacidad de implicación. La sintaxis se conmueve, la causalidad no es sufciente en esta red de puntos ciegos. Los accidentes ocurren, concurren en esa imagen, cuya atrocidad no está en su tema, está en los “cuerpos extendidos hasta el cuerpo muerto”, en la mirada que toca o en la mano que es pensamiento.
La implicación es amorosa y, si es también fricción de cuerpos, es básicamente erótica: lo no visto, lo que nos seduce, lo que no sabemos, lo que deseamos, el contacto, la desnudez... No hace falta que el cuerpo abandonado sea un cadáver, no siempre. Como señala Nancy, es esa falta de realidad, es esa f(r)icción lo que desconcierta e implica. La exploración de esta posibilidad desde su ángulo amoroso está presente en la novela Lo anterior, la cual viene a completar el collage propuesto. Se trata de verlo en conjunto. Primero, el encuentro, una mujer y un hombre:
Sólo se paró cuando aparecieron los dedos de una mano en el recuadro. Contuvo la respiración por un momento. Cerró los ojos. Pensó que se trataba de una alucinación. Cuando los volvió a abrir el hombre todavía estaba ahí, tendido sobre la tierra, medio protegido del sol vespertino por la sombra de una roca gigantesca. Quiso darse vuelta y regresar a su camioneta como si nada hubiese pasado. Quiso, aún ahí frente a él, que nada hubiese pasado. Se quedó inmóvil. Dos estatuas en el desierto. Dos muertos.32
31 Rivera Garza, La muerte..., p. 20. 32 Cristina Rivera Garza, Lo anterior, Tusquets, México, 2004, p. 13.
Todo inicia con una mujer que toma fotografías en el desierto y un primer encuentro. El hombre no está muerto —“todavía estaba ahí”—, pero su cuerpo está tendido como un cuerpo abandonado, inconsciente, sin nombre o historia. El encuentro es semejante a los descubrimientos de cadáveres. Esa corporalidad no tiene las marcas de la violencia revisadas antes, pero sí da cuenta, a través de las páginas de la novela de una pérdida, de una forma de muerte. El hombre será muchos más, se confunden las identidades en la narración, una relación amorosa que no contiene identidad única, porque la identidad está atravesada por lo plural. La borradura de fronteras del yo está ya presente en la cita referida: “Dos estatuas en el desierto. Dos muertos”, la mirada genera f(r)icción de lo indeterminado, la Informante-la escritora es también la conjuración de un cuerpo muerto, desde la incomodidad de su punto de vista. De tal forma que el acto crítico vuelve a mostrar su presencia como algo por venir, como la exigencia a quien mira dentro del texto, a quien se encuentra con el cuerpo adandonado, el cuerpo (im)propio.
Esta traslación de la muerte, este atravesar la página desde la muerte y desde las marcas del dolor, está presente en la fgura de la escritora de La muerte me da, donde la palabra la traspasa desde el ángulo de su mirada: “Morir en el exceso de la mirada: morir frente a ti, abierta./Morir en la lenta escritura de la palabra morir, sin remedio”.33
PostMorteM
Para Rivera Garza, la escritura literaria es algo compartido. Antes de los medios digitales era ya un cúmulo de voces y posiciones, una implicación de la que somos parte, un asunto cultural. Puede pensarse en este punto en el dialogismo bajtiniano, que ya anotaba esta multiplicidad de un interior rebasado, pero también en la intertextualidad y la famosa muerte del autor de Barthes,
33 Rivera Garza, La muerte…, pp. 312-313.
como apertura lectora. Rivera Garza retoma sus ideas en libros como Los muertos indóciles, pero va más allá, para plantear desde los extremos de las poéticas de desapropiación autorial la idea de comunidad. Si bien los ejemplos más radicales los encuentra en prácticas de escritura colectiva desde el documental o el twitter, nos plantea una idea de comunidad previa a ellas, radicada en la literatura misma, desde su producción hasta su distribución: “Pensar la comunidad, que es pensar el afuera de sí-mismo y la aparición del entre que nos vuelve nosotros y otros a la vez, es una tarea sin duda de la escritura. Acaso esa sea, en realidad, su tarea, de tener una”.34 El trazo de su propuesta remite a los ecos desde la comunidad inconfesable de Maurice Blanchot hasta la comunidad inoperante de Jean-Luc Nancy. Esta última implica, involucra y remite a una afección, a decir del flósofo francés, la comunidad es un “estar en común, o estar juntos, y aún más simplemente o de manera más directa, estar entre varios (être à plusieurs), es estar en el afecto: ser afectado y afectar. Es ser tocado y es tocar”.35
El eco resuena en el libro La Castañeda... cuando Rivera Garza parafrasea a un director de orquesta: “Hay que ‘tocar’ a los documentos [...] como si fueran las teclas de un piano”.36 No puede quedarse fuera, la escritura es ese encuentro, ese tocar las palabras, herirlas, pero no solamente desapropiarlas, sino partir de esta impropiedad para hacerlas plurales, compartidas. Escribir, para Rivera Garza, es generar esa incomodidad del acto crítico, es entregarse al instante de peligro, ese instante que se buscó explorar aquí, porque fnalmente esa palabra rebasada de forma inevitable, como exigencia subterránea a la lectura, también nos/me duele.
34 Rivera Garza, Los muertos..., p. 272. 35 Nancy, La comunidad..., p. 51. 36 Rivera Garza, La Castañeda..., p. 261. La referencia, el parafraseo, es a Pierre Boluez, de su libro La escritura del gesto.
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