15 minute read

Mis enfermedades crónicas

Era noviembre 18 de 1999, un jueves.

No me había sentido muy bien desde hacía unos meses, mi salud no era la misma y había sucedido después de que naciera mi segunda hija. De hecho, los malestares comenzaron un poco antes de su nacimiento, cuando tenía poco más de siete meses de embarazo. Era mi segundo embarazo, el embarazo de su hermana mayor había sido miel sobre hojuelas, incluso había podido manejar bicicleta hasta unos días antes del parto. Mi segundo embarazo había comenzado muy bien y no tuve problemas por casi 32 semanas, pero la última parte me dio muchos problemas.

Advertisement

Traté de analizar qué estaba sucediendo, mientras entraba y salía de hospitales esas últimas semanas que se volvieron un calvario. Aún era muy joven, llevaba una vida relativamente activa y estaba saludable, pero nos había tomado casi siete años decidirnos encargar el segundo bebé y pensé que los malestares del embarazo se debían a estar algo “oxidada”, tal vez por eso tenía tantos achaques. Pero las molestias nunca me detuvieron, así que me esforcé por continuar funcionando, porque tenía mucha práctica en no permitir que el sentirme mal detuviera mi vida.

En mi infancia y adolescencia temprana, padecí, neurodermatitis, también llamado liquen simple crónico; mi primera enfermedad crónica. Básicamente era una sensación de piel seca y comezón, mucha comezón; era casi doloroso

contener las ganas de rascarme; la desarrollé desde que puedo recordar, desde muy pequeña.

Era muy frustrante la sensación de comezón, la necesidad de rascarme hasta sangrar. Muchas ocasiones lo conseguí, rascarme hasta sangrar, y eso empeoraba las cosas. Era muy pequeña, hiperactiva y ansiosa, y me rascaba lastimándome de manera inconsciente y repetitiva. Mis padres lo intentaron todo, hidratarme la piel, colocarme guantes, mantener mis uñas muy cortas (aún las uso así), pero nada funcionaba, me hacía mucho daño, incluso mientras dormía.

Fue muy estresante tener cicatrices y heridas en piernas, brazos y el rostro, sobre todo en el rostro, justo sobre el labio superior, debajo de la nariz, y como podrán adivinar, eso contribuía a mi estrés, a mi angustia y creaba un círculo vicioso de estrés para mi neurodermatitis. Tuve llagas durante mucho tiempo y luego, así como llegó, desapareció de la mayor parte de mi cuerpo. Aún tengo algunas áreas sensibles, sobre todo en los pies, pero no toco el resto de mi cuerpo. Un médico les dijo a mis padres que con los años yo aprendería a controlarme y la neurodermatitis desaparecería, y sí, tuvo razón, pero me tomó unos diez años aprender.

Desapareció alrededor de la época que superé mi bronquitis crónica (mi segunda enfermedad crónica). Mientras padecía neurodermatitis, también tuve que lidiar con otra crónica durante casi diez años, parte de mi niñez y mi adolescencia; podría decir que atravesé toda la década de los ochentas, del siglo pasado, con una salud muy frágil, y también puedo decir que eso no me detuvo.

Nací en una ciudad industrial en la zona desértica del norte de México, ahí donde los veranos alcanzaban los 48°C con facilidad y los inviernos llegaron a - 16 °C, algunas veces.

Bronquitis crónica, dictaminaron al menos media docena de médicos diferentes; no se iba a curar, solo había que aprender a sobrellevar las limitaciones. Por eso pasé muchos años en cama, leyendo libros, mirando televisión, tomando medicinas, aprendiendo a organizar mi vida con mis dificultades para respirar. Pero no permití que me detuviera y mi familia, con todo su amor y apoyo, no permitió que me tirara al suelo y me volviera una víctima.

Con todo y mis reservas, mi falta de aliento y mis accesos espantosos de tos, viajé, me divertí, cargando con mi inhalador, superando mis crisis respiratorias, con todo el apoyo los cuidados amorosos de mi familia y mis amigos, que no me dejaron darme por vencida y desaparecer en mi lecho. Mi familia me enseñó que la cama “tulle”, así que me recostaba a leer y a ver televisión, nunca a compadecerme por no poder respirar.

Recuerdo una noche de invierno, mi pandilla de la preparatoria llegó a mi puerta, yo estaba en cama y los escuché convencer a mis padres de dejarme salir a pasear. Prometieron cuidarme bien y yo me puse feliz (estaba medio dopada para poder relajarme y conciliar el sueño). Me ayudaron a vestirme y me envolvieron en capas de ropa térmica hasta que al final parecía como una exploradora a punto de embarcarse al polo norte.

Prácticamente solo podían verse mis ojos, forrada con varias capas de ropa, bufandas y guantes. Afuera estábamos a -5°C, pero dentro del vehículo hubo mucho calor humano de mis amigos. Fue un paseo maravilloso, una preciosa memoria de la que recuerdo el frío afuera de la Willy (la wagoner de mi amigo Vicente, una Willy viejita, color naranja quemado, que usaba mi pandilla para pasear) la cara angustiada de mi madre,

rogando con mucho amor que me cuidaran mucho, pero dándome la libertad de salir a dar la vuelta con mis cuates, y todo el amor de mis amigos para no limitarme por mi “bronquitis crónica”.

Viví casi 10 años así, resignada a dormir casi sentada y a no poder inhalar con fuerza (sin que me diera un ataque espantoso e incontrolable de tos). Me dijeron que era crónico, que nunca iba a curarme y que debía aprender a vivir con mi enfermedad. No fue del todo correcto, pero yo no lo sabía, para mí y mi familia era bronquitis crónica. Y cuando intenté ingresar a la escuela de medicina, alrededor de los 17 años, me enfrenté a un diagnóstico erróneo que pudo haberme dejado sin la oportunidad para estudiar.

Mi padre me acompañó a presentar los exámenes de admisión, cuando quise ingresar a la facultad de medicina de una prestigiosa universidad pública en Monterrey; además del examen de conocimientos había que presentar un examen de estado de salud. Nos medían, pesaban, sacaban radiografía del tórax, nos sacaban sangre, nos daban un pastelito azucarado y un refresco pequeño, de cola, y después de esperar un rato nos llamaban para liberarnos y pasar a otro punto de evaluación.

El incidente no consistió en que casi me desangro en la evaluación médica, cuando la chica que me estaba extrayendo la muestra de sangre dejó el catéter puesto mientras corría a auxiliar a un chico gigantesco que se desmayó al intentar subirse a la báscula, después de sacarse sangre. Yo miraba sorprendida toda la escena, el chico había caído de espaldas, como tabla, cuan largo y pesado era.

Todos intentaban ayudarlo y el médico a cargo lo estaba revisando mientras lo reanimaban. Ni la chica ni yo, nadie, nos

percatamos que se me estaba saliendo la sangre del catéter aún colocado en la vena de mi brazo. Miré el piso y había sangre, seguí con la mirada el rastro, pensando que quizá el muchacho se había lastimado seriamente y entonces vi el chorrito de sangre saliendo del catéter, en mi brazo.

Tenía el pantalón, la blusa y mis tenis entintados. Le hablé a uno de los practicantes que estaba ayudando al accidentado y le señalé la fuente de tibio líquido carmesí, en mi brazo. El chico ahogó un pequeño grito, corrió a quitarme el catéter y colocar algodón y alcohol en el hueco. Y luego me dio un paquete completo de algodón y un litro de alcohol para tratar de limpiar mi piel y mi ropa. También me dieron mi pastelito y mi refresco. Pero esa no es la anécdota.

Resulta que, al terminar los exámenes médicos, comenzaron a llamar a todos los que estábamos ahí, uno a uno. Debíamos ser cientos. Pasaron los chicos que estaban en la fila conmigo, pero a mí no me llamaron. Nos preocupamos, mi padre y yo, de que hubieran extraviado mi expediente y me acerqué a preguntar si estaba todo bien. La mujer pidió mi nombre completo, revisó su listado y después de hacer una mueca, que me dio mala espina, sacó un sobre con mi expediente y me indicó que fuera a un consultorio aparte, porque tenían que revisar mi caso de manera específica.

Camino al consultorio indicado traté de tranquilizarme pensando que tal vez solo querían disculparse por casi desangrarme, aunque en el fondo sentía que debía ser algo muy grave, que habían encontrado algo anómalo, muy serio, en mis exámenes. Casi le atiné.

La doctora en el consultorio tomó mi expediente, leyó algunos apuntes y tajantemente me dijo que no podían admitirme en la escuela de medicina, con mi condición.

— ¿Cuál condición? — preguntó molesto mi padre. — Tuberculosis — contestó la doctora, sin siquiera mirar a vernos — un futuro médico no puede ser tuberculoso. — ¡Yo no tengo tuberculosis! — Las manchas en sus placas del tórax dicen que si — me dijo mostrándome las marcas oscuras en las radiografías de mis pulmones. — Tengo bronquitis crónica — le dije, tratando de tranquilizarme —tengo casi diez años con ella, pero no tengo tuberculosis.

Mi padre le explicó toda la situación, pero no convenció a la doctora de admisiones. Ella ordenó pruebas de laboratorio; una prueba de tinción de esputo para micobacterias. De inmediato, y para salir de dudas, me remitieron al laboratorio del hospital universitario.

No es agradable cuando las personas que les entregas la orden de laboratorio, sonríen, ven el documento, se les esfuma la sonrisa y luego se protegen como si tuvieras… pues, como si tuvieras tuberculosis. Eso sucedió, en ese orden, con el personal del laboratorio. No los culpo.

Estuve casi una hora en el laboratorio y ahí no pudieron tomarme la muestra de esputo; ¿Por qué? ¡Porque no tenía tuberculosis! No tenía ningún tipo de secreción, traté de desgarrar, incluso tuve un acceso espantoso de tos, pero era tos seca. Estábamos en primavera y mis accesos de tos con flemas eran principalmente en invierno. — Tengo bronquitis crónica — le repetía al encargado del laboratorio cada vez que escupía saliva entre ataques de tos, tratando de desgarrar.

Incluso le mostré mi inhalador, el cual no podía utilizar por aquello de contaminar el dichoso esputo. De tanto esforzarme comencé a tener problemas para respirar y no lograba más que sacar saliva. — Regrese con la doctora y dígale que no podemos tomar la muestra — me dijo el laboratorista — Si no tiene secreciones ¿de dónde cree que las vamos a sacar?

Como no hubo esputo, la doctora me remitió a otra área para realizarme una prueba cutánea de tuberculina. El técnico me inyectó debajo de la piel, en mi brazo izquierdo; colocó un círculo con tinta indeleble alrededor del piquete, me indicó no tocar la marca y regresar a los dos días. Seguí las instrucciones y mi prueba resultó negativa. Llevé el resultado a la doctora de evaluación médica de admisiones y ella me dio luz verde para proseguir el proceso. — Pensé que era tuberculosis — me explicó— porque se ven demasiadas zonas oscuras en los pulmones, y no podíamos arriesgarnos. — Tengo bronquitis crónica, — le repetí muy molesta, tomé mi oficio y salí de ahí. ¿Por qué creyó que las cicatrices de mis pulmones podían ser por tuberculosis y no me creyó cuando le dije que era bronquitis crónica?

No pasé mucho tiempo en la escuela de medicina, mi salud no mejoraba, los problemas respiratorios me ponían muy mal y mis llagas en la piel no mejoraban. Después de una crisis existencial donde descubrí que no tenía madera para doctora, abandoné la facultad de medicina y me tomé un descanso.

En el inter surgió la oportunidad de tomar unas vacaciones al caribe mexicano, a unos 2300 kilómetros hacia el sureste,

para visitar a unas tías. Mis padres se opusieron rotundamente; tenían razón, con mi estado de salud, estaba loca en arriesgarme a viajar de mi ciudad natal, donde había un 50% a un 70% de humedad relativa, a otro donde la humedad relativa no bajaba de 75% y podía llegar al 99%. Se suponía que alguien con un cuadro respiratorio obstructivo crónico como el que tenía yo, debía estar en sitios con un 30% a un 50% de humedad; temían que me pusiera realmente mal.

Pero era una increíble oportunidad que no quise dejar pasar; tenía muchísimas ganas de ir, así que apliqué mis dotes de convencimiento, para asegurarle a mis padres de que todo iba a estar bien, que iba con mi abuela materna, que era una enfermera profesional retirada… y prometerles que no iba a despegarme de mi inhalador.

Me mostré decidida, aunque por dentro estaba aterrada de que mi testarudez me enviara directo al hospital, una vez que estuviera en el caribe. Pero mis padres confiaron en mí, sabían que no iba a arriesgarme y que mi abuela sabría qué hacer si se presentaba una emergencia. Agradezco que tomaran esa decisión, porque cambió mi vida. Tres días en el caribe, después de diez años de sufrir sin poder respirar, y mi enfermedad incurable desapareció por completo.

La humedad ambiental me lubricó las vías respiratorias, y pude, por primera vez en casi una década, dormir una noche sin tos o ataques de disnea, en posición completamente horizontal, sobre mi cama. Y mi neurodermatitis cedió, ni cuenta me di, de cómo, cuándo. Un día dejó de picarme la piel. Después de diez años de padeciente de bronquitis crónica, me vine a enterar que solo necesitaba alejarme del ambiente seco, contaminado y extremo de mi ciudad natal y de toda la región industrial donde vivía.

Mi bronquitis y mi neurodermatitis crónicas, parecían estar relacionadas con una especie de alergia al clima seco, contaminado y se empeoraba por condiciones de los inviernos en mi ciudad natal. Resultó que la humedad me ayudó a eliminar la inflamación, así como la dificultad para respirar, y la falta de aire nunca regresó. La comezón regresa aún de manera ocasional, muy ocasionalmente, pero no al grado de lastimarme, como antes, y sólo en el empeine del pie. ¿Por qué mis médicos no exploraron esa posibilidad? ¿Por qué se aferraron al diagnóstico de que era incurable, que no había nada que hacer y que lo único que me quedaba era aprender a vivir en ese estado?

Había algo que los hizo cerrarse con el diagnóstico, pero fueron varios médicos, aislados, no relacionados con el mismo diagnóstico. ¿Cómo era eso posible? Tratando de hacer memoria caí en la cuenta que todos tuvieron algo en común. Me di cuenta de que hay algo en la interacción paciente médico, que complica el diagnóstico sobremanera y ocasiona errores garrafales en el diagnóstico y por supuesto en el tratamiento. Le denominé “el diagnóstico previo no verificado”.

Haciendo memoria, en los diez años de padeciente de bronquitis crónica incurable –que resultó curada —, visité al menos media docena de médicos de todo tipo. Cuando comencé a tener los primeros síntomas: disnea (falta de aire), ataques de tos, infecciones frecuentes, alrededor de los seis u ocho años, algún médico que me atendió dictaminó bronquitis, y con el paso de los años, como no cedía, se diagnosticó como “crónica” . Cuando llegaba a consultar, acompañada de mis padres, y el personal médico preguntaba qué me pasaba, venía nuestra respuesta:

— Le diagnosticaron bronquitis crónica hace…semanas, …meses, …años — Dependió del tiempo que había pasado.

Lo mismo sucedió con mi problema de comezón.

Después de esa respuesta, prácticamente ninguno de mis médicos cuestionó o verificó el diagnóstico previo que mis padres o yo mencionamos, no mandaban pruebas de algún tipo ni trataron de indagar a profundidad, me daban medicinas para sobrellevar los síntomas y ya. “No tiene cura” , “Sólo hay que aprender a vivir con eso” – era la respuesta más común.

Fue hasta el ingreso de la facultad de medicina, con la sospecha de tuberculosis con una radiografía, que entendí que los médicos se equivocaban, que podían emitir diagnósticos equivocados. Que había padecimientos cuyos síntomas eran muy similares, que había condiciones raras y que los médicos podían equivocarse. Y cuando, un tiempo después, descubrí que nunca tuve bronquitis, ni neurodermatitis crónicas, lo entendí mucho más claro.

Me hice una promesa, que si alguna volvía a caer enferma de algo que los médicos explicaran como “crónico” (incurable) iba a buscar información, alternativas, opiniones, hasta entender perfectamente qué sucedía y ver la forma de recuperar mi salud para no perder otros diez años por diagnósticos miopes, restringidos, equivocados.

Mis médicos nunca aplicaron la medicina narrativa. Aprendí con todos los errores de diagnóstico que tuvieron mis médicos, que no bastaba ser competente en sus campos, una medicina científicamente competente por sí sola es insuficiente para ayudar. En casos como la Enfermedad de Lyme, la medicina narrativa nos permitiría encontrarle

significado a todo el sufrimiento y, sobre todo, permitirle al médico contar con suficiente información para crear una relación médico-paciente suficientemente compasiva y empática. Mis médicos rara vez profundizaron en mi historia, y ese fue un grave error que les hizo perder tiempo valioso que podía haberme evitado años de sufrimiento.

Para el caso de la Enfermedad de Lyme, que es una gran imitadora, la medicina narrativa, que se enfoca en la historia del paciente, es clave. Permite enfocar el interés en el paciente (y no en las enfermedades), porque reconoce que cada paciente tenemos nuestras propias historias con información sobre nuestra vivencia de la enfermedad. Todos mis médicos, sin excepción, se enfocaron en mi enfermedad, en el síntoma puntual o síntomas que estaba padeciendo en ese momento, vieron mi problema por el ojo de una cerradura.

Cuando un paciente llega con el médico diciendo que tiene años padeciendo síntomas extraños, o una gama rara de síntomas o padecimientos inexplicables, el neurólogo, neumólogo, ginecólogo o medico de cualquier especialidad debería volverse un médico narrativo o turnar al paciente a un médico narrativo, un médico que se enfoque en documentar toda la historia del paciente, de su entorno, de su padecimiento o padecimientos, centrándose en las personas.

Muchos años después, en 2016, mientras yo me moría en una cama de hospital, un médico dejó de preguntar sobre mis enfermedades y me preguntó sobre mi vida. Eso me salvó

50

This article is from: