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V. Industria urbana
194 | Francisco Quiroz
y reparación de embarcaciones se desarrollase con madera importada desde Guayaquil o Chiloé, jarcia y brea (copé) también traídos desde fuera hasta los puertos del Perú actual. Por consiguiente, estas actividades fueron muy limitadas en su capacidad de expansión. Más aún, hacia mediados del siglo XVIII, se empezó a utilizar la ruta del Cabo de Hornos para el tráfico mercantil con España, con embarcaciones llegadas directamente de Europa, lo que limitó de manera creciente el funcionamiento de la Armada del Mar del Sur, que usaba barcos fabricados en esta parte del océano, principalmente en los astilleros de Panamá y Guayaquil.
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Las necesidades de defensa del virreinato hicieron preciso contar con pólvora y abastecer los presidios en lugares estratégicos (isla Juan Fernández, Chile, el Callao y Panamá). Tal encargo recayó en las tres fábricas de pólvora ubicadas en Lima, que empleaban el salitre de las costas del sur como materia prima.
Otra industria pequeña —pero que, sumada, debió alcanzar grandes proporciones— fue la cestería. Se manufacturaban cestas para la carga a mano o sobre bestias (“capachería”), así como petacas con el carrizo que se extraía de los montes y tierras húmedas. Parte importante de las cestas era confeccionada por mujeres esclavas cimarronas.
V. Industria urbana
En el siglo XVIII, también tuvieron lugar cambios importantes en la composición de los productores industriales urbanos. El más importante fue la declinación del gran productor y la consolidación del pequeño productor independiente (artesano) y el dependiente (domiciliario). La crisis del gran taller hacia las postrimerías del régimen colonial afectó a los talleres artesanales, ya que perdieron el apoyo que les significaba la larga convivencia mantenida durante el período anterior.
A diferencia de los talleres rurales, los urbanos no fueron muy estables en el tiempo; sin embargo, los productores artesanales fueron más constantes que los manufactureros, gracias a que su producción estuvo dirigida a los sectores medios y bajos y a que la flexibilidad de sus talleres les proporcionó mayor capacidad para resistir los vaivenes del mercado. Los plazos de entrega de productos favorecían al artesano, quien, además, tenía la posibilidad de evadir pagos, debido a que no comprometía su economía con deudas mayores y a que sus acreedores no eran personas de influencia. La “naturalización” temporal de su economía le permitía, además, hacer frente a las dificultades coyunturales del mercado. Es decir, aunque suene paradójico, lo eficaz de su persistencia obedecía a la debilidad que lo caracterizaba. No debe extrañar, entonces, la longevidad del sistema artesanal de producción en el Perú colonial e independiente.
Otra era la situación de los grandes productores. Su economía colapsó con frecuencia a causa de las deudas contraídas con acreedores y habilitadores con