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IV. La Real Hacienda prerreformista (1752-1776
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La concesión del título de superintendente de Real Hacienda a los virreyes del Perú representó el espaldarazo definitivo al lento proceso de consolidación de la autoridad virreinal en materia fiscal, el cual se había iniciado con la llegada al poder del marqués de Castelfuerte en 1724. La nueva atribución tuvo una profunda significación en el terreno práctico al restringir fuertemente la autonomía de los oficiales reales (quienes, desde entonces, estuvieron sujetos de manera mucho más estrecha a la vigilancia y supervisión de los virreyes) y al conferir al virrey la última palabra en todo tipo de decisiones respecto a la marcha de la Hacienda pública, frente a la cual ninguna autoridad inferior podía oponerse.35
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La expansión de las facultades financieras del virrey trajo aparejada una gran carga de responsabilidad sobre sus hombros, pues debía atender todos los aspectos normativos y jurisdiccionales de Hacienda, por lo que recurrió de forma regular al apoyo de un comité asesor conocido como Junta de Hacienda.36 Aun así, las oficinas virreinales nunca pudieron absorber la tremenda cantidad de documentos despachados por la burocracia fiscal, papeles que usualmente terminaban arrimándose en los escritorios, a la espera de una decisión que tomaba, a veces, meses o años.
IV. La Real Hacienda prerreformista (1752-1776)
Con la llegada al poder del rey Fernando VI (1746-1759), los asuntos americanos cobraron una importancia cada vez mayor en la agenda política interna de la Corona española. Un reflejo claro de este renovado interés fue el desdoblamiento de la Secretaría de Marina e Indias para dar origen a una secretaría privativa encargada de las colonias ultramarinas: la Secretaría de Estado y de Despacho Universal de Indias (1754). Y aun cuando el cambio no tuvo efecto de inmediato, debido a que ambas secretarías quedaron perentoriamente en manos del ministro Julián de Arriaga (quien las conservó hasta su muerte en 1776), el hecho de ser una instancia independiente brindó a sus funcionarios la suficiente confianza e iniciativa para emprender reformas más profundas en todos los ámbitos de la vida colonial y, en forma especial, en el campo fiscal.
En la Península, por entonces, el secretario de Estado marqués de Ensenada llevó a la práctica uno de los programas de reforma fiscal más ambiciosos del Antiguo Régimen: el catastro. El proyecto consistía en suprimir todas las contribuciones tradicionales y suplantarlas por un solo impuesto directo a la propiedad territorial y a la renta de las personas. Era, sin lugar a dudas, uno de los
35. Jáuregui 1999: 89. 36. Céspedes 1953: 333.
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planes más modernos y ambiciosos de la Europa de su tiempo, pues rompía con los viejos privilegios de la nobleza y el clero que, por tradición, estaban exentos de pagar contribuciones directas. Este plan requería el respaldo político de un gran ministro como Ensenada, por lo que su salida intempestiva del poder en 1754 implicó el fin del proyecto y su archivo definitivo. Con ello, desapareció de la agenda reformista la idea de implantar impuestos directos y se dio prioridad a la búsqueda de contribuciones indirectas de fácil percepción y gran liquidez, característica típica de un sistema tributario regresivo y anacrónico.
A escala local, la administración fiscal durante el tercer cuarto del siglo XVIII se caracterizó básicamente por mantener las líneas maestras del reformismo borbónico inicial: retorno al control estatal de algunas rentas fiscales y el “empoderamiento” del virrey como cabeza del erario. Una consecuencia natural de la estatalización de la recaudación fue el surgimiento de nuevas dependencias públicas encargadas de la percepción de impuestos específicos, proceso que fue promovido por el virrey Manuel Amat y Juniet (1761-1776). Las nuevas oficinas se distinguieron no solo por su especialización, sino por tener una gestión separada y autónoma de los oficiales de las cajas reales, aunque adscrita a la administración central de la Real Hacienda. Tal fue el caso de la casa de moneda (que cobraba el impuesto del señoreaje), la cual regresó bajo el control estatal en 1753; o la real renta de correos, cuya administración fue asumida por el Gobierno en 1769, debido a la cancelación de todos los contratos de arrendamiento con particulares para la expedición de correspondencia.37
Más importante aún fue la creación, por real cédula de 1747, de un monopolio estatal sobre la venta de tabaco (estanco del tabaco), el cual empezó a funcionar a partir de 1753 y fue reglamentado por real cédula de 1759. La novedad de este sistema radicó en que la recaudación de la renta no recayó en manos de los oficiales reales, sino en una oficina independiente (la Dirección General del Real Estanco de Tabaco de Lima), con sus propios trabajadores y su red de centros de expendio al por menor (estanquillos). El relativo éxito de esta institución llevó a construir una fábrica para la elaboración de cigarros en 1780, la cual no generó las ganancias previstas, por lo que el proyecto fue abandonado en 1791. La Renta de Tabacos tenía a su cargo ocho administraciones provinciales en Trujillo, Huancavelica, Cuzco, Arequipa, Santiago, Concepción, Potosí y Cochabamba, así como dos factorías para la recolección de la materia prima en Chiclayo y Chachapoyas.38 La expansión de las oficinas del estanco llevó a las autoridades a incorporar a su administración los otros productos
37. Céspedes 1953: 348. 38. Romero 2006: 218, Céspedes 1953: 351.
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menores también estancados: naipes (1780), papel sellado y breas de Santa Elena y Amotape (1782) y pólvora (1783).39
La Real Aduana fue otra dependencia establecida durante esos años a instancias del virrey Amat, quien se quejaba regularmente de la excesiva carga que suponía para los oficiales reales el cobro directo de los reales derechos (alcabala, almojarifazgo, avería). Por ello, solicitó la creación de una administración separada de las cajas reales, dedicada al recaudo de tales contribuciones. Sus reclamos fueron escuchados por la Corona, que autorizó el establecimiento de Reales Aduanas en el virreinato peruano por real cédula del 15 de noviembre de 1770. La primera aduana fue erigida en Lima en 1773 y sus funciones fueron definidas por el Reglamento de Comercio y Organización de Aduanas del Perú del 2 de octubre de aquel año. La aduana de Lima contaba con una red de receptorías subalternas, cuya comisión consistía en velar por el pago de impuestos en las provincias de Cañete, Pisco, Ica, Palpa, Chancay, Callao, Santa, Huarochirí y Yauyos. Para cumplir eficientemente su labor, fue necesario dotar a esta administración central de un personal numeroso que incluía los cargos de administrador general, contador principal, tesorero, contador de viento, oficiales mayores y menores, amanuenses, asesor, escribano, vistas, alcaide, porteros, guardas mayores y de garitas, comisarios de guías, etc.
La expulsión de los jesuitas en 1767 y el ulterior secuestro de todos sus bienes obligaron al Gobierno a crear otra institución privativa, encargada de la administración de este gran patrimonio. Fue así como nació la Dirección General de Temporalidades, cuya función era gestionar las propiedades bienes o inmuebles de los jesuitas expatriados y cobrar los montos adeudados por su venta; mientras que el uso o destino de las propiedades jesuitas fue encomendado a un comité especial llamado Junta de Aplicación, formada por el virrey, el arzobispo y el regente de la Real Audiencia. Temporalidades estaba conformada por un director, un tesorero, un contador y otros trabajadores menores.
La decisión de concentrar todas las responsabilidades hacendísticas en manos del virrey (como resultado de su nombramiento como superintendente general) no conllevó necesariamente a una mejora sustancial en el manejo de las finanzas públicas. Por el contrario, los sucesivos gobernantes —y de forma especial el virrey Amat y Juniet— se quejaron de la sobrecarga de trabajo encomendado a su oficina, pues, según sus propias palabras,
El virrey ha de ser la cabeza que dirija la economía de los Tribunales de Real Hacienda, como también las manos mismas para su cobranza, y aun para el ajustamiento y liquidación de todas sus cuentas […] en fin, haga V.E. el ánimo
39. Unanue 1985 [1793]: 26.