En la batalla, Ignacio fue herido en su pierna por una bala de cañón. Pero fue su vanidad —no una bala de cañón— la que lo postró en cama en su castillo en Loyola. Acostado ahí, puede haber recordado las palabras que su tía, Doña Marina de Guevara, una vez le dijo: “Íñigo, no aprenderás ni te harás más sabio hasta que alguien te rompa una pierna.” Los médicos fijaron su pierna, la cual sanó, pero una “antiestética” protuberancia del hueso siguió siendo visible en uno de sus muslos. Íñigo no podía soportar esto. Así que, mártir de su propia vanidad, soportó la “carnicería” de que le aserraran el hueso, ¡sin anestesia! Fue esta segunda cirugía la que transformó su cama de convalecencia en una cama de conversión. Este es un ejemplo gráfico de la forma en que el “defecto principal” de Íñigo —su necesidad desesperada de atención y afirmación por parte de los hombres y las mujeres— dominó su vida en la juventud. Él necesitaba que los hombres lo amaran y lo respetaran. Necesitaba que las mujeres lo vieran atractivo. Y necesitaba estas cosas, como lo explicó más adelante, en una forma “desordenada”. Íñigo tuvo que soportar la tortura antes de poder aprender que Dios es suficiente, “Dame tu amor y gracia, que esto me basta”, como escribió en su Acto de entrega de sí (Suscipe). 10 | La Palabra Entre Nosotros
Vivir de su imaginación. Mientras convalecía en el castillo de su familia en Loyola, Íñigo pasó mucho tiempo viviendo dentro de su imaginación. Como relata en su autobiografía (la cual escribió en tercera persona), a veces se imaginaba a sí mismo en las historias de Amadís de Gaul, el ficticio caballero errante, y otras veces, en las historias que leía sobre San Francisco y Santo Domingo. Cuando fantaseaba sobre Amadís de Gaul, podía pasar “dos, tres e incluso cuatro horas sin sentirlo, imaginando lo que habría de hacer en servicio de una señora... Estaba tan enamorado con todo esto que no veía cuán imposible era poderlo alcanzar, porque la señora no era de vulgar nobleza.” (No sabemos quién era esta “señora”). Pero luego pasaba horas fantaseando con vivir la vida de los santos: “¿Qué pasaría si yo hiciese esto que hizo San Francisco, esto que hizo Santo Domingo?” Un día, comenzó a observar que su fantasías sobre las mujeres y las batallas lo dejaban “seco y descontento”, mientras que imaginar vivir como los santos lo dejaba alegre y en paz. Este fue el inicio del Íñigo reflexivo, el San Ignacio que eventualmente nos ofrecería un método para rezar con nuestra imaginación. Una nueva vida “examinada”. Sin
embargo, al ver hacia atrás, San Ignacio se describía a sí mismo en