Por Carlos Javier González Serrano
MIGUEL DE UNAMUNO: ambición de (imposible) certeza
Era la imaginación, no la razón, la que meditaba; y es lo que sucede siempre. La razón discurre, no medita; la meditación es imaginativa. Y nada más hermoso que una imaginación infantil, de alas implumes, cuando medita. Miguel de Unamuno, Recuerdos de niñez y de mocedad
La inmensidad del Unamuno novelista es inapelable. Su faceta literaria ha permeado gran parte del siglo xx y su influencia fue masiva –y decisiva– en la cultura de su tiempo. Fue precisamente a partir de 1900, al alcanzar la rectoría de la Universidad de Salamanca, cuando se convirtió en un personaje de pública notoriedad. Su obra –poética, novelística, ensayística– evoluciona en paralelo con los avatares biográficos que hubo de afrontar, y siendo estos, como fueron, pluriformes e intrincados, así resultaron también sus escritos, en los que se esbozan situaciones que pretenden mostrar el aspecto más proteico de la existencia humana. Sin ninguna duda, se da una unidad de temas, una sintonía de espíritu en todo lo que vertió la pluma del bilbaíno. Y, sin embargo, la obra toda de Unamuno responde a un intento, a un constante tanteo de posibles desenredos para abordar problemas embrollados y seguros. Tales intentos nunca obtienen una satisfacción o resolución definitiva, y tan sólo aletean en un mar de aguas fangosas con el riesgo de hundirse para siempre. No fue nuestro autor un escritor de tratados sistemáticos, incluso cuando se lo propuso, como tampoco pueden ser sistemáticas, fijas o rotundas las salidas que para el laberinto de nuestra vida podemos encontrar. Y ello, como escribía en marzo de 1895 –En torno al casticismo–, porque la realidad no se da de una vez para siempre, sino que es un macizo por esculpir: «¡Cosa honda y diCUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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