Nudo Gordiano #19

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Enrique Gaxiola Bajé del avión y recibí un mensaje. La abuela murió. Volteé a ver las escaleras detrás. Yo era el último en bajar. El sonido de un motor, o de unas aspas, o de alguna de esas mierdas aeroportuarias, se escuchaba al fondo. Mamá llamó. Colgué. Estaba prohibido atender el teléfono en la zona de aterrizaje. Caminé. No pensé en nada. La abuela murió mientras yo estaba a kilómetros sobre tierra. Ni siquiera tuve tiempo de sentirme bienvenido en Sonora cuando me enteré de que la abuela murió. Estaba sentado en una banca, eso recuerdo. Atendí el teléfono, eso también recuerdo. Mi mamá lloró toda la conversación, eso no recuerdo. Papá llegó por mí. Estaba callado. Subí mi maleta improvisada en la cajuela. No tuve tiempo de empacar mucha ropa. Me dijeron «la abuela está enferma, ven ya», e hice caso. Entonces ahí estaba, en Carencia. Bueno, no. El aeropuerto más cercano es el de Ciudad Obregón, así que tuve que soportar un buen trecho de carretera con la circunspección de papá. La mamá de su esposa había muerto. Obviamente iba a estar callado. —¿Cómo estás? —Bien, hijo. Gracias. El sonido de la carretera. El sol desértico. Los sahuaros y los mezquites y los cerros. Una que otra vaca pastando. —¿Qué tal mamá? —Está bien, hijo. Gracias por preguntar. No recuerdo nada más. Son siempre borrosos los momentos de en medio.Mamá no lloró cuando me vio, después de dos años de estar lejos de mí no lloró. No lloró cuando llegamos a la funeraria. No lloró cuando vio la madera del ataúd. No lloró cuando vio el cadáver. Lloró un mes después. En navidad, cuando entró a la habitación de la abuela y ella ya no estaba ahí. Toda la familia presente. No podía escuchar ni mis propios pensamientos entre el cuchicheo y los sollozos. Yo estaba al fondo de la habitación, observando. Una tía se comía las uñas, mientras el resto de la familia avanzaba lentamente hacia el ataúd. Un primo me dijo algo en voz baja, no recuerdo qué, pero me dijo algo. Mamá estaba delante de mí. Cuando llegó con la abuela, le puso la mano encima al cristal que dilucidaba el rostro de la anciana. Yo di un paso. Vi las arrugas, los ojos cerrados, la tranquilidad y la tez blanquecina. Vi mis recuerdos con ella. No me vi llorar, eso sí. No sé si lo hice. —¿Cuándo vuelves a Monterrey? —me preguntó Laura, mi prima. 10


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