José Rodolfo Espinosa Silva La música es anterior a las palabras, a la poesía y a la civilización. Estaba ahí antes de la gran migración de África y del descubrimiento del fuego. Es un lenguaje sin palabras. Las ballenas cantan, y aunque no comprendamos lo que dicen, podemos sentir su dolor, ese dolor que compartimos todos los seres vivos. La música puede dormir a las bestias, asustarlas o ponerlas furiosas. Se puede crear música con casi cualquier objeto: un vaso de cristal, un escudo de cobre, incluso con la licorera vacía que llevo atada a la cintura. La melodía correcta puede atraer a todas las ratas de una ciudad hasta el río. Puede incluso llamar a todos los niños, instarlos a salir de sus casas y seguirme. He tocado la flauta y ciento treinta niños han respondido a la música. Dos largas filas de infantes caminan tras de mí mientras toco una de las tantas melodías que ensayé hasta la extenuación en mis años de aprendiz. Trismegisto me enseñó todo lo que sé. Después de quedar huérfano, cuando los galos invadieron mi aldea, llegó este hombre peculiar, más mago que sabio. Vestía de carmín, un sombrero de punta en la cabeza con un ojo que parecía seguirte por donde te movieras. Me pidió que le mostrara las manos. “Son manos de cazador”, me dijo. Pero no puso una espada en ellas, ni siquiera un cuchillo. Lo que colocó era metálico, pero sin filo. Una flauta. “A partir de aquí, dejaremos de hablar”, me dijo. Y él cumplió. Yo, cabezota como cualquier niño, le preguntaba cosas como: ¿a dónde vamos?, ¿a qué hora comeremos?, ¿cómo logras ese sonido? Él no respondía. Siempre llegábamos a algún sitio para trabajar, no pasé un solo día sin comer y aprendí a tocar, aprendí de ver, de escuchar. ¿Acaso el conocimiento ya está dentro de uno y solo venimos a este mundo a encontrar el conocimiento en nuestro interior? Mi maestro estuvo conmigo once años, luego, sin avisarme, sin decir palabra, desapareció. No lo he vuelto a ver. He llegado, las marcas en los árboles indican que estoy en el lugar correcto. Abandono la ribera y su música, el canto dulce y vivaz del agua, para adentrarme en la orquesta forestal, con sus lechuzas barítonos y árboles rumorosos. La melodía que toco perturba su paz. Puedo sentir en mi cara la hostilidad. Dos árboles sin vida forman con sus ramas cual garras, la puerta del demonio. Una efrit vive ahí. Tiene el cuerpo color canela y ojos felinos.
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