4 minute read

El tucumano que venció a Hitler

Por alguna razón, los grandes arquitectos realizan sus obras emblemáticas después de los 60 años de edad. Luego de ejercer la profesión por 40 años, logran alcanzar un dominio del arte tal que les permite hacer sus obras maestras. 68 años tenía Frank Lloyd Wright cuando construyo la Casa de la cascada para el Doctor Kaufmann, Le Corbusier diseña a los 63 años la capilla católica en la campiña francesa y Antonio Gaudí encara la construcción de la Sagrada Familia en Barcelona a los 63 años, en 1915. Esta última, una obra tan magnífica que todavía hoy sigue en construcción.

A los pocos años, en la década del veinte, el diseño y la arquitectura tenían su polo de nuevas ideas en Alemania. La Bauhaus era un modelo de Facultad superador, que dejaba atrás la tradicional École des BeauxArts. Los profesores de la Bauhaus enseñaban a optimizar los recursos, a sacarle provecho a los materiales. Se eliminaron todas las decoraciones innecesarias en los productos, simplificando los procesos industriales y se buscaba diseñar objetos para todos, sin discriminar entre sexo, clases, razas o religiones, un diseño con fines sociales que les sirviera a todas

Advertisement

las personas. Alemania había perdido la Primer Guerra Mundial y estaba buscando volver a crecer, reconstruirse. La Bauhaus funcionó hasta la llegada del Nazismo, cuando su fin universal ya no tenía más cabida en Alemania y Hitler la clausuró en 1933.

Los profesores de la Bauhaus, Walter Gropius, Mies van der Rohe y tantos otros emigraron a América, tierra siempre de nuevas oportunidades. De este lado del océano, la vanguardia de la Bauhaus se trasladó a dos Facultades que la continuaron: A Harvard, en Estados Unidos, y a Tucumán, en Argentina. De la mano de profesores como Eduardo Sacriste, Jorge Vivanco y Horacio Caminos.

Un día, mientras Europa estaba sumida en la Segunda Guerra Mundial, en la Facultad de Tucumán sus alumnos estaban en la clase, dibujando con tinta china panteones familiares, usando los órdenes dórico, jónico y corintio. Llegó Jorge Vivanco y le dijo a sus alumnos: “Guarden todo. Vamos a diseñar una casa para los peones de la caña de azúcar.” En ese momento, uno de sus alumnos llamado César Pelli, un adolescente, sintió que todo cobraba sentido. Los órdenes griegos le resultaban aburridos, y con estos profesores empezaron a diseñar escuelas, hospitales, lugares llenos de vida que hacían crecer las ciudades y mejoraban la vida de las personas.

Con ese impulso, César Pelli viaja a Estados Unidos en 1956 para seguir aprendiendo, después de recibirse de Arquitecto de la Universidad Nacional de Tucumán. Llega a Chicago con 30 años, acompañado por su esposa y un hijo en camino, donde -siempre trabajando para otros- se pone a hacer los planos de un nuevo edificio para el Aeropuerto de Nueva York. Mas adelante, ayuda a unos desarrolladores a rentabilizar sus inversiones diseñando un ingenioso sistema para lotear las sierras en California y ya no vuelve a vivir a la Argentina.

Curiosamente, Pelli -mientras trabajaba para grandes constructoras y estudios de renombre- nunca abandonó su actividad docente. Tal vez con una vocación heredada de su madre maestra, había empezado como Ayudante en Tucumán, siguió de profesor en Illinois y en 1976 le ofrecieron ser el Decano de Arquitectura en la Universidad de Yale. Un grupo de filántropos pensaba que, si era el Decano, debía ser buen arquitecto, y le pidieron que proyecte la ampliación de un museo que ellos costearían. Así fue como los benefactores del Museo de Arte Moderno -MoMA de Nueva York- confiaron en él y llegaba el momento de que Pelli, a sus 50 años, pusiera su propio estudio.

Después vendrían el Centro financiero mundial de Manhattan, un complejo de edificios frente a lo que eran las torres gemelas, donde el espacio más lindo del complejo no es la oficina del presidente de la empresa en el último piso, sino un inmenso jardín de invierno a orillas del Hudson que sirve de punto de encuentro para todas las personas que trabajan allí.

Así fué como, a sus 68 años, llegó a proyectar su obra más emblemática. La sede de la empresa estatal petrolera en Malasia. Las torres

Petronas son el emblema del progreso de una ciudad que no existía en el mapa y de pronto se convirtió por años en el lugar con los edificios más alto del mundo. Hubiera sido muy fácil ilustrar ese progreso con una caja de vidrio de cien pisos como cualquier rascacielos, pero allí -con la experiencia de un avezado arquitecto- Pelli logra diseñar un “portal al futuro” para los malayos, con un estilo que respeta y complementa la arquitectura local. Sin embargo, lo más memorable de las torres sigue siendo abajo, en su plaza, las fuentes del espacio público donde los niños se mojan jugando cuando hace calor.

Como si hubiera sido un profesor más en la Alemania de la Bauhaus, logró superar el nazismo y sin discriminar a nadie, buscó siempre un diseño con fines sociales que le sirviera y pudieran disfrutar todos. Cesar Pelli mantuvo a lo largo de toda su vida, aún sumergido en el capitalismo más exigente, el impulso por proyectar lugares llenos de vida que hacían crecer las ciudades y mejoraban la vida de las personas, tal como le habían enseñado en Tucumán.

César Pelli dando una charla en Tucumán, en 2012.

This article is from: