Cuando uno responde al llamamiento que del Padre hemos recibido, llega con una ánimo, con una motivación propia de aquello a lo que hemos respondido, pero conforme pasa el tiempo los tropiezos, las caídas, vamos: los pecados que seguimos experimentando por nuestra carnalidad comienzan a hacer mella en aquello que la Escritura llama el primer amor hasta llegar a enfriarlo.
Esto es normal, incluso natural, ya que deviene de nuestra propia carnalidad, es decir, lo que ahorita somos pesa tanto que quiere incluso definir lo que podemos llegar a ser, pero lo que debemos tener en mente es que esto último no depende de nosotros sino del trabajo que el Espíritu de Dios hace en cada uno, como señala la Palabra: “Estoy persuadido de que el que comenzó en ustedes la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo”.
Pero ¿qué hacer ante esa mella que el día a día en la vida del creyente va menguando ese ardor con el que comenzó el caminar? Retomando lo señalado respecto de que aquel pensar es fruto de nuestra carnalidad, puede decirse más ya que la misma es incitada por el Enemigo, es decir, éste nos impele a que nos fijemos en lo que no somos, en nuestras fallas, en nuestras torpezas, en nuestras debilidades, para convencernos de que no merecemos lo que se nos ha dado o peor aún: que no podemos alcanzar las promesas que se nos han dado. 62