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Tres Marías. Javier Pérez Frías

Tres Marías

Javier Pérez Frías

–¿Bronco… qué? –Bronquiolitis, señora. Bronquiolitis.

Volví a mirar a María a través del plástico y la niebla que la cubría mientras empezaba a dudar si haberla traído al hospital fue la mejor opción. Aunque no había otra.

Aquel pequeño cuerpecito de apenas tres meses se debatía a menos de un metro de mí, pero era como si estuviera en el fondo del océano. No lo podía abrazar, ni tan siquiera tocar, si excluíamos su pequeña manita conectada a una botella con líquidos sobre su cuna y que yo acariciaba subrepticiamente con miedo a que la enfermera me regañara.

Sentada a su lado, observaba lo que era mi vida a través de las lágrimas, que a duras penas podía retener, y la tienda con niebla oxigenada que la envolvía tornándola borrosa a la vista. Sólo era un cuerpecito que movía rápidamente su abdomen, mientras permanecía quieto sobre el fondo de la cuna, elevado el colchón para facilitar su respiración según me acababa de explicar el médico residente de pediatría.

Continuamente somnolienta, únicamente cubierta por el pañal y con la cara y el pelo húmedos, mi niña permanecía forzosamente obligada a estar boca arriba, sujeta por gasas en sus muñecas y tobillos, para que no se quitara la vía venosa de la medicación ni la sonda de alimentación que salía de su naricilla. Aquella manita que yo acariciaba a escondidas era lo único que veía claramente de su cuerpo. No me consolaba ver esa misma imagen, multiplicada por seis, de madres sentadas acariciando manitas que salían de tiendas nubladas como la nuestra.

Era invierno dentro y fuera de mi corazón. –María, no te preocupes, tú tuviste lo mismo, y mírate.

Hablaba intentando consolar a mi hija, sentada junto a ella en la cafetería del mismo hospital donde la tuve ingresada veinte años antes. –Sí, mamá, pero yo nunca estuve en la UCIP y Pepín sí.

Me había llamado porque la doctora que atendía a Pepín –su hijo y mi nieto, ingresado en la planta de lactantes con bronquiolitis desde hacía dos días– le acababa de decir

que se quedaría más tranquila si lo tenían vigilado más de cerca, por si hubiese que intubar y ponerlo en respiración asistida. Y ahora estaba esperando que los médicos de la UCIP, donde lo habían trasladado hacía ya casi una hora, hablasen con ella.

Terminamos nuestros cafés y tomamos el ascensor a la segunda planta. Era la hora. En seguida apareció una joven y atractiva doctora enfundada en un pijama azul, con una bata blanca sobre él y el fonendo al cuello. Al vernos, se dirigió a nosotras invitándonos a pasar a la salita al otro lado de la puerta de entrada de la UCIP. Iba acompañada de otra mujer más joven todavía; nos invitó a tomar asiento mientras ella se apoyaba en el hueco de una ventana. –¿La abuela de Pepín, supongo?

Ambas, mi hija y yo, respondimos afirmativamente. Y María no pudo menos que preguntar: –¿Lo ha intubado ya, doctora? –No. No hay prisa. Hay otras cosas que podemos hacer y a las que Pepín esta respondiendo bien. Sólo quería que lo supiesen. Tranquilas. Me quedaré toda la noche con él. Rosy –señaló a su compañera– será su enfermera.

Nos miró con una sonrisa cómplice y añadió. –Tengo que informar a otras familias. Les sugiero que se vayan a descansar. Hablaremos mañana.

Al salir, me puso una mano en el hombro y, mirándome a los ojos, añadió como si me leyera el pensamient. –No se engañe. Tengo tres niños. Y experiencia. Se quedan con Rosy. –La doctora García es así. Guapa, chula y lista. Mucho. Qué asco, ¿verdad? –Rosy lo dijo guiñándonos un ojo con picardía. –Si ella dice que no lo intuba, no lo intuba. Pueden estar tranquilas. Además, Pepín me cae bien. Tuve un novio asturiano…

Salimos de allí mucho más tranquilas diciendo que, no obstante, nos quedaríamos en la sala de espera.

A Pepín no lo intubaron y volvió a planta a las 48 horas de su ingreso en UCIP. Bronquiolitis por VRS, nos dijeron al alta. –Abuela…

Era mi nieta María la que me hablaba mientras terminábamos de merendar en la cafetería de El Corte Inglés. María la segunda, la llamábamos en familia, era la hermana pequeña de Pepín. Lucía un bonito embarazo de ocho meses. Una niña. María la tercera, me temía. –Abuela, he estado esta mañana en el Materno… Para revisiones y eso.

Di un respingo en mi silla y ella prosiguió: –No, no te preocupes, todo esta bien. Al terminar la consulta, la tocóloga me dijo que una pediatra quería hablar conmigo. Apareció la Dra. García, tu amiga, la guapa; la que trató a Pepín cuando lo ingresaron. Cuando se dio cuenta de quién era yo, me dijo que quería ponerme una vacuna para proteger a la niña de lo que tuvo Pepín. Que era un ensayo clínico, que te diera estos papeles y que tú me explicarías.

Me tendió un sobre donde se detallaba el proceso. Efectivamente, era un ensayo clínico de una vacuna contra el Virus Respiratorio Sincitial; administrada a la embarazada, protegería al bebé de la bronquiolitis durante sus primeros meses de vida, cuando la infección daba más problemas. –¿Tú qué crees, abuela? A mi estas cosas me asustan.

Me lo decía mirándome con temor desde el otro lado de la mesa, mientras yo proseguía la lectura de los papeles. –Si firmas ahora mismo, te regalo mi pluma Montblanc, María.

Y la saqué del bolso para que lo hiciese.

El VRS y yo estábamos a punto de romper relaciones. Para siempre. Y la tercera María no lo conocería nunca. Si la Dra. García y yo, su bisabuela, podíamos impedirlo.

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