IV Premio Relatos Breves sobre salud respiratoria

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CERTAMEN SEPAR RELATO BREVE

Sobre salud Respiratoria

IV

DL: B 22738-2022 ISBN: 978-84-124841-5-1

©

Copyright 2022. SEPAR

Coordinadores: Carme Hernández, Eusebi Chiner

Ilustraciones: Marta Aguayo / @martawaterme Con el pratocinio de: Editado y coordinado por Editorial Respira RESPIRA-FUNDACIÓN ESPAÑOLA DEL PULMÓN-SEPAR

Provença, 108, Bajos 2ª 08029 Barcelona - ESPAÑA

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida ni transmitida en ninguna forma o medio alguno, electrónico o mecánico, incluyendo las fotocopias, grabaciones o cualquier sistema de reprodución de almacenaje de información, sin el permiso escrito del titular del copyright.

Prólogo

En tus manos tienes la obra Certamen de relato breve de SEPARpacientes en su cuarta edición, que revela, con una fuerza extraordinaria, aquello que nuestros escritores, pa cientes, profesionales, ciudadanos, han sido capaces de plasmar acerca de sus vivencias y sensaciones, alrededor de la salud respiratoria.

Relato es un cuento o narración de carácter literario, generalmente breve, y es también la acción de relatar un acontecimiento de palabra o por escrito. Deriva del latín relatum, supino de referre “volver a llevar”, “hacer referencia”, derivado de ferre ‘llevar’. Curiosamente, de la familia etimológica de preferir. Nunca mejor que conocer el origen de las palabras para valorar su significado. Lo que los pacientes refieren, lo que los pacientes y profesionales prefieren. Y este libro es lo que, sin duda, han preferido contar y relatar. Lo que más estimaban, cuando tenían un papel, o la pantalla del ordenador en blanco, que era revivir y llevar a los demás.

La medicina, nuestra relación con los pacientes, no puede dejar de ser humana, y sobre todo, humanista. El don de la palabra, la escritura, la razón y el talento, nos permiten la convivencia, la razón de nuestra existencia, la relación entre las personas, que en el fondo, compartimos las mismas inquietudes: la alegría, el dolor, el amor, el sufrimiento, la salud, y otros sustantivos derivados, como el cariño, la esperanza, la amistad, la triste za. Sentimientos que nos acompañan a lo largo de nuestra vida.

Este libro está forjado con una amalgama de retazos de vida de cada uno de sus autores. En cada relato hay, más que personajes, muchas personas, personas vivas que nos saludan, que recordamos por haberlas sentido, aun sin conocerlas, y que nos advierten: ¡aquí estoy yo!, para que las acariciemos y apreciemos con nuestra lectura.

En esta obra tienes el talento, el fruto del esfuerzo y la insistencia. El talento no viene solo. Además, casi siempre se acompaña de aliento. Es el aire que respiramos sin darnos cuenta y que alguien nos exhala en la parte de atrás de nuestro cuello, que nos hace revolver los hombros en nuestro asiento, para animarnos a escribir y rellenar el hueco en blanco que nos miraba desafiante.

Nuestra más sincera enhorabuena a los ganadores. Nuestro reconocimiento eterno a todos nuestros escritores, que hacen grande este Certamen de relato breve de SEPAR pacientes.

Eusebi Chiner y Carme Hernández 8-11-2022

Directores de SeparPacientes

CERTAMEN SEPAR DE RELATO BREVE 2022

1r PREMIO / La lección de Jaime. Salvador Díaz Lobato .................... 11

2º PREMIO / Sin aliento. Jorge Viejo ....................................... 16

3r PREMIO / La tómbola de la vida. Marina Blanco Aparicio ................... 20

Hoy me siento mejor. Nuria Avisbal Portillo ............................ 24 Eskerrik. María Belén Alonso Ortiz ................................... 28 Mamá. Virginia Brito García ........................................ 30 Respiras y yo. Francisco Javier Campano Lancharro ...................... 34 Sentimientos para compartir. Inmaculada Castillo Sánchez ................. 36 Petricor. Ángel Cilleruelo Ramos .................................... 38 Efecto mariposa. Raúl Clavero Bázquez ............................... 40 De la ECMO a las postillas en las rodillas. Laura Delgado García ........... 42 Respirar. Víctor Esteban Sola ....................................... 46

Ya tocaba respirar. Josefina Fernández Diaz ............................. 48 Fumando espero. Eduard Francesc de Paula Gisbert i Sampedro ............. 50 Al tanatori. Eduard Francesc de Paula Gisbert i Sampedro ................. 54 En el tanatorio. Eduard Francesc de Paula Gisbert i Sampedro .............. 58 La decisión. Carlos de Francisco Cañón ............................... 62 Maneras de respirar. Alberto de Frutos Dávalos ......................... 66 Sin rastro de apnea. Guillermo García Jimenez .......................... 70 Adolescente 5.0. María Elena García Romera. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 74

La primera vez. Olga González Alonso ................................ 78 Fisiopatología de los injustos porqués. Armano González López 80 Negra Sombra. Elena Goyanes Vilar .................................. 82 Espuma de amor. Inmaculada Lassaletta Goñi 84 Luisa. María José López Jiménez ..................................... 86 Café con vistas al mar. Laura Martínez Fernández ....................... 88

Un baile de noche. Ignacio Antonio Martínez Adán

...................... 92

Un día como cualquier otro. Ignacio Antonio Martínez Adánz .............. 94

El monstruo gris. Pilar Martínez Gimeno

.............................. 96

Aquella tarde que llovía. Carlos Miranda Fernández-Santos ................ 98 Cirugía estética, el nuevo espejo de alma. Luis Alejandro Pérez de Llano ...... 100 Cosas que hacer con un paciente cuando está muerto. Luis Alejandro Pérez de Llano .......................................................... 104

La dopamina se paga con bitcoins. Luis Alejandro Pérez de Llano ........... 108 HomeHealthcare Inc. Luis Alejandro Pérez de Llano ..................... 112 Tres Marías. Javier Pérez Frías ....................................... 116 La pastilla roja. Juan Pablo Reig Mezquida ............................. 120 Pacto con el asma. Carlos A. Rombolá ................................ 122

La superflua sociedad ama el tabaco. Carlos A. Rombolá .................. 126 Abrazo del baobab. Mari Carmen Romero Borrallo ...................... 128 13 de octube de 2016. Andrea Sánchez Fernández ....................... 130 Manual de síntomas. Francisco Sanz Herrero ........................... 134 Mariama, resistente. Francisco Sanz Herrero ............................ 136 El camino de ida. Perla Valenzuela .................................... 138

La muerte de Lucky. Perla Valenzuela ................................. 142 El último paquete. Perla Valenzuela 144

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PRIMER PREMIO

La lección de Jaime

Jaime me dio una de esas lecciones que solo un paciente puede dar. ¿Por qué no quieres rea lizar el tratamiento con el respirador?, le pregunté un día.

Jaime irradiaba adolescencia con sus 16 años. Tenía una deformidad torácica enorme y no respiraba bien. Yo le decía que el mejor tratamiento para la insuficiencia ventilatoria crónica secundaria a una cifoescoliosis era usar ventilación mecánica mientras dormía. Y que, además, esto sería así durante toda su vida. Así, tal como suena, con ese lenguaje que usamos los profesionales de la medicina tan alejado de la realidad de la persona que sufre la enfermedad. Intachable desde el punto de vista científico, pero aterradoramente duro para un chaval que está empezando a vivir.

Jaime veraneaba en Alicante. Se levantaba muy temprano para ir a la playa. Le encantaba contemplar el amanecer removiendo la arena con sus pies. Pero lo que más le encantaba es que estaba solo. Podía lucir su bañador y darse un chapuzón sin que nadie pudiera observar su deformidad. A nada que detectara algún movimiento humano en los alrededores, Jaime huía de la playa, literalmente hablando. Mientras corría, se colocaba un blusón ancho con una des treza propia de muchos años de entrenamiento. Jaime odiaba a los playeros madrugadores. Era muy fácil de entender. No quería que le viera nadie. No quería que su deformidad fuera centro de atención. No quería que ningún niño tuviera la oportunidad de decir: “Mira papá, mira ese….”. El cerebro de Jaime completaba la frase: monstruo era la palabra que más se repetía dentro de su cabeza. ¿Por qué el ser humano siempre añade la palabra que más daño le hace?

¿Sabes, doc, por qué no quiero el respirador?, me dijo un día que se encontró con las fuerzas suficientes para enfrentarse a sí mismo. Yo inmediatamente pensé lo que pensaría cualquier mé dico: la mascarilla le agobia, el arnés le aprieta la cabeza, no aguanta tanta presión al respirar, el ruido… incluso imaginaba qué asincronía podría ser responsable de la intolerancia del paciente a la ventilación. Jaime había conocido la ventilación mecánica en un ingreso hospitalario y ha-

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bía experimentado en sus propias carnes los entresijos de estar conectado durante horas a un respirador. ¡Qué equivocado estaba yo!

Mira, doc. Entiendo que lo que me planteas es por mi bien y que si uso el respirador todas las noches voy a estar mejor. Es duro dormir conectado a una máquina, aunque creo que podría soportarlo y llevarlo bien. Pero hay un problema: si firmo este contrato vital, nunca tendré novia, nunca me casaré. Nadie querrá estar conmigo, con mi deformidad y, por si fuera poco, con mi máquina. ¿Quién se va a querer acercar a mí en estas condiciones? ¿Cómo voy a imaginar que alguien acepte vivir con una persona así?

Me quedé de piedra, sin palabras ni capacidad de reaccionar. En los libros en los que había estudiado y en los artículos que había leído no aparecía este criterio como contra indicación para la ventilación domiciliaria. Tampoco como efecto secundario. Nunca había imaginado que la ventilación mecánica domiciliaria impactara de esta manera en el proyecto vital de los pacientes. Al contrario, como médico, siempre pensaba que deberían ponerse contentos al ofrecerles un tratamiento que iba a mejorar su calidad de vida. ¿Así? ¿Así cómo?, le dije. Eres una persona maravillosa, con una riqueza y unos valores increíbles. Eres honesto, sensible, delicado, bondadoso, tierno, generoso, responsable, agradecido, amable, humilde… eres auténtico, Jaime, ¿sabes lo que eso significa?, que tus sentimientos son verdaderos y leales. Eres la persona con la que cualquier chica soñaría para tener una relación seria; compromiso y autenticidad es lo verdaderamente importante… Agoté todo mi repertorio para convencerle, evitando decirle que la belleza está en el interior, frase manida que puede volverse en contra de quien la pronuncia.

Jaime me escuchó atento mirándome a los ojos sin pronunciar una sola palabra. Tras unos segundos de silencio, me dijo: “Lo siento, doc, no puedo”. Se levantó y se fue cerrando la puerta.

Pasaron años y un día Jaime se presentó en el hospital. Su cara de felicidad me hizo presentir lo mejor. Jaime había completado estudios universitarios, se había casado y tenía una niña preciosa de dos añitos.

-Cuánto me alegro de verte, ¡se te ve genial!, le dije.

-Hola, doc, no pasan los años por ti, estás igualito, je, je.

-Tú no, te has hecho todo un hombre.

-Ni te imaginas por qué he venido.

-A ver, déjame adivinar…

No me dejó terminar la frase.

-Quiero que me pongas el respirador, dijo poniéndose serio. Bueno, si consideras que aún debo usarlo.

Jaime había conocido a una chica en la universidad de la que se enamoró, y su mayor sorpresa fue que ella le correspondió. Jaime le contó su vida, sus historias, sus luces y

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La lección de Jaime
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sus sombras, y sin poder evitarlo llegó al capítulo de la ventilación mecánica. Ella no entendió el alto precio que su pareja estaba pagando al negarse a realizar el tratamiento médico que le habían recomendado y mucho menos entendió los motivos de tal recha zo. Y le salió del alma: “Jaime, no voy a dejar de quererte porque uses una máquina para dormir. Si te hace bien, yo quiero lo mejor para ti. Además, quiero la mejor versión de ti, disfrutar la vida contigo y con los niños que tengamos, durante muchos años”.

Jaime se quedó pensativo recordando aquella conversación con su doc años atrás y se dio cuenta que estaba a punto de incorporar al cúmulo de virtudes que éste le había enumerado la más importante: la aceptación. Jaime había madurado y por fin había tomado la decisión de abrir la puerta que un día cerró.

Iniciamos la adaptación de Jaime al ventilador y cuando estaba probándose la mas carilla, haciendo gala de su sentido del humor, me dijo: “Doc, si vuelve a tener otro paciente tan idiota como yo, dígale de mi parte que es posible el amor aunque tengas un respirador”.

Y los dos nos reímos a carcajadas. Y nos seguimos riendo cada vez que nos vemos y recordamos esta historia.

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Palabras para seguir viviendo Salvador Díaz Lobato

SEGUNDO PREMIO Sin aliento

Fue un jueves. Lo recuerdo porque casi todas las cosas importantes pasan en jueves. Cata y yo llevábamos tres meses juntos ya, quizá la mejor primavera en años. Estaba esperándola bajo el sol de comienzos de julio, con la nariz seca por el ambiente estival de Madrid. Los coches volaban en dirección a Atocha, y los árboles a los que la Baronesa Thyssen amenazó con encadenarse ofrecían respiro a los turistas con sandalias. El verano ya estaba aquí, pero a Cata aún debería esperarla un poco más.

Había sido el clásico flechazo, no por típico menos fascinante. Ella hacía cola con sus amigas para entrar a un concierto de la Joy, y yo me las arreglé para estar detrás de ella durante todo el espectáculo. Después de los bises, ella se giró, confirmándome con la mirada que me había sentido allí todo el rato. Aquella noche terminamos tomando churros en San Ginés, pero a partir del día siguiente se los llevé a casa para desayunar en la cama.

Todo era sencillo con Cata. Tenía la dulzura de la experiencia, la pausa de lo inmortal. Nada era apresurado, nada era definitivo, nada era imperativo. El tiempo parecía eterno cuando estaba con ella, nunca tuve la sensación de perderlo en su compañía. Parecíamos tener una historia común, de tan fácil como encajaron las piezas.

Por eso me sorprendía el retraso de Cata. Aproveché para fijarme de nuevo en la puerta del jardín del Museo. Siempre me llamaron la atención las dovelas que parecían verticales en la parte externa, pero que descubrían su trampa en la parte interior. Aquel juego de máscaras era un ejemplo más de que las fachadas no siempre son sinceras.

Mensaje de Cata. Se retrasaba. Prefería que fuera entrando al museo, que no perdiera el tiempo fuera. Mi nobleza caballeresca trató de responder que de ninguna manera, que la esperaba en la puerta, pero mi camisa empapada me hizo aceptar su propuesta. Abrir aquellas puertas inmensas siempre era una invitación al paraíso, y el verano maximizaba el beneficio.

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Conocía bien el museo, aunque ciertamente hacía tiempo que no lo pisaba. De hecho, habían cambiado la distribución de los cuadros desde mi última visita. Ahora había una sección de la segunda planta en la que se encontraban todas las obras americanas de la colección. Aquel cambio me despistó. Igual que las obras, pensé que los museos debían ser inmutables, pero la vida moderna era imparable.

Paseaba por la segunda planta con los brazos a la espalda, disfrutando del placer de caminar rodeado de belleza, sin la presión de tener que absorber todas y cada una de las pinturas, siendo consciente de que podría volver cualquier otro día. Un nuevo mensaje de Cata: “No te olvides de visitar la zona americana. A lo mejor encuentras algo que te gusta”. No supe qué contestar. No entendía su mensaje, dudaba si era el preludio de una sorpresa, o si es que ella ya había llegado al edificio y se encontraba en esa zona. Sin responder al mensaje, guardé el móvil y me dirigí hacia la primera planta, hacia la zona americana de la colección.

El Thyssen destaca por su amplitud, por sus pasillos anchos, por la invitación de toda su configuración para disfrutar con calma de los cuadros. Era maravilloso ver a perso nas disfrutando durante un buen rato frente a pinturas centenarias. Mi paseo hacia la primera planta fue lento, no tenía ninguna urgencia ni la certeza de que Cata estuviera esperándome allí. Descubrí que, dentro de aquella zona americana, habían organizado las pinturas por temática, en vez de la clásica organización cronológica. Primero encontraría los óleos de la naturaleza, que no me interesaban demasiado. Después, los cuadros de cruce de culturas y, finalmente, las nuevas propuestas.

Todo sucedió cuando llegué a los retratos del segundo grupo. Todo se desencadenó cuando giré la cabeza tras pasar un panel de separación en uno de los grandes pasillos. Y es que allí estaba ella. Cata. Mirando con sus ojos penetrantes desde un cuadro del siglo XVIII. No es que se pareciera a ella, es que era ella. Cata. Con sus ojos un poco saltones, su cinta alta en el pelo, su sonrisa siempre a medio construir.

Por fortuna, había un banco frente al cuadro, porque quedé sin aliento. El aire no llegaba a mis pulmones, no podía ejercer la fuerza necesaria para absorber el aire que me permitía seguir viviendo. Toda mi energía estaba ahora en mis ojos, en mi cerebro. Mis piernas no me sujetaban, el oxígeno comenzaba a escasear en mi sangre. Me senté, para no derrumbarme, en el banco frente a Cata. No podía exhalar, mi cuerpo pensaba que no era necesario. Mi cerebro había olvidado dar la orden, me pregunto ahora qué hubiera pasado si hubiera olvidado también ordenar al corazón seguir latiendo. Pero este latía con fuerza, de hecho, con demasiada fuerza.

Los ojos de Cata estaban mirándome. El retrato, elegantísimo, mostraba a una mu jer, a Cata, de piel pura, casi translúcida, de rostro redondo, con mirada viva y sonrisa

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Sin aliento

juguetona. Vestida con una rica mantua carmesí con mangas cortadas y abotonadas con perlas, y arropada por un echarpe verde oscuro, casi del color del agua del fondo del mar, ribeteado con una cenefa en oro. Cata se recogía el pelo con una cinta alta, y el color de éste se difuminaba con el fondo del cuadro. El detalle era rico, la impresión era de ser una realidad. La minuciosidad era impactante en el encaje que se vislumbraba adornando el escote. Y había algo en esa mirada que lo hacía tan vivo. Me pregunté si los demás visitantes sabían el motivo de aquella realidad, tal y como yo la conocía. Busqué el nombre del cuadro entre la neblina de mi mente, que también empezaba a notar las consecuencias de no tener oxígeno. John Singleton Copley era el autor, y el retrato era, claro, el de Catherine Hill, la mujer de Joshua Henshaw. Cata. El óleo se secó 250 años atrás, pero la impresión es que aquella mirada seguía viva aún. Cata había posado para aquel cuadro dos siglos y medio atrás.

¿Cómo podía haber pasado aquello? ¿Qué probabilidades habría? ¿Sería todo cierto? No podía creerlo… más aún con aquella falta de aliento que me limitaba las funciones vitales. En mitad de lo que parecía una noche cerca del puerto de Londres, escuché unos pasos suaves, leves. Los inconfundibles sonidos del caminar de Cata, que surgió de detrás de aquel panel de separación del pasillo, para aparecer junto a su cuadro, vestida también con una goma alta y un vestido rosa.

El oxígeno volvió a mis pulmones de golpe. Un torrente de vida que insufló energía en mis funciones vitales. Ella seguía allí, no se había ido. Cata era verdad, y estaba en aquella sala conmigo. Me levanté y la abracé. Ella correspondió al abrazo, encajando su barbilla en mi omoplato. Cuanto tiempo había reunido en aquel abrazo. Cata por fin se deshizo del abrazo y, cogiéndome la cara con las dos manos, me miró y dijo que tenía miedo, que no sabía cómo iba a reaccionar a todo aquello. Yo le dije que había tenido miedo de no volverla a ver. Le dije que me había quedado sin aliento, que había notado la vida irse, pero que al verla todo había vuelto a la normalidad.

- ¿Has sido tú todo este tiempo? - dije, señalando el cuadro con la barbilla.

- Sí. Llevo desde entonces por aquí.

Respiré entonces profundo. Ya todo había vuelto a la normalidad. Mis pulmones funcionaban a toda salud.

- ¿Te ha gustado la sorpresa? - me preguntó.

- No tanto como la que te voy a dar yo a ti - le dije, cogiéndola de la mano y llevándola hacia la zona de los retratos del Renacimiento.

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Jorge Viejo

TERCER PREMIO

La tómbola de la vida

Que la vida es una tómbola todos lo sabemos, pero adivinar lo que nos va a tocar en ella es un misterio apasionante. No hace mucho tiempo, en un lugar donde se re unían más de 2.000 profesionales expertos en salud respiratoria para hablar de tos, de respiradores, de sistemas de alto flujo de oxígeno, de trasplante pulmonar, de asma, de bronquiectasias, de enfermedades huérfanas como la fibrosis quística y un largo etcétera, un pequeño grupo de congresistas se dirigieron directamente a la tómbola de Cáritas emplazada en el Paseo Sarasate de Pamplona. Estoy segura que el extraordinario músico que da nombre al paseo tuvo algo que ver en la magia de aquella noche. Yo no había vuelto a visitar una tómbola desde que era niña, en las fiestas de mi pueblo, y nunca olvidaré la emoción que me producía desenmascarar aquel secreto envuelto en un simple papel y la sensación de alegría al constatar que había tocado algo, no importaba el qué. De inmediato vino a mi mente tan feliz recuerdo y quise poner a prueba si el paso de los años había logrado cambiar la manera de sentir, y afortunadamente, comprobé por unos minutos que conservaba intacta la capacidad de ilusionarme con cosas insignificantes para la mayoría de las personas.

Me dirigí sin vacilar a comprar seis boletos de la tómbola aunque, sin saberlo, compré seis caras de ilusión. No tocó nada, pero ya estábamos unidos por ese instante. Después vinieron otros seis boletos, y así hasta seis veces seis. Nos tocó un desayuno para dos que no pudimos disfrutar, un paraguas que alzábamos cuando nos perdíamos entre la transitada calle que nos dirigía a la Plaza del Castillo, un delantal verde y un reloj de pared con sus grandes agujas negras sobre fondo blanco enmarcado por una circunferencia de reluciente plástico negro. Después de cierto titubeo para elegir entre las múltiples op ciones que nos ofrecieron con los puntos sobrantes, hubo consenso en seleccionar una docena de galletas perfectamente colocadas en fila sobre una base de cartón y protegidas

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Marina
La Tómbola de la vida

por un envoltorio transparente. Nani portaba el paraguas. Pilar fue la más afortunada y repartía entre las dos manos el delantal de color verde esperanza y el reloj de pared. Susa na, Concha y nosotros dos íbamos caminando a su lado contemplando los obsequios. Nadie pudo sospechar en aquel momento que un objeto carente de valor material podía cargarse en tan poco tiempo de un gran valor sentimental.

Visitamos el camión transformado por unos días en una fiel reproducción del milagro de las UCRIs que tantas vidas han salvado en la enfermedad por la COVID-19. Como quien se detiene ante un santuario de su devoción, hicimos una breve pausa en nuestro lento caminar, suficiente para viajar hacia los recuerdos de una experiencia única vivida meses atrás.

Continuamos callejeando y giramos a la altura de la Iglesia de San Nicolás para seguir la calle del mismo nombre, repleta de gente y de locales (bares, heladería, turronería, taberna, vermutería, restaurantes) teniendo como único objetivo encontrar el modo de deshacerse del molesto reloj de pared.

Mientras sorteábamos las concurridas calles, nos detuvimos a hablar con un grupo de congresistas que venían de Vigo y nos contaron que la SEPAR iba a plantar un árbol por cada inscrito en el Congreso en una zona deforestada de Galicia. Pensar que tanta gente con la que llevo años relacionándome va a tener raíces en mi tierra me desencadenó una emoción difícil de expresar con palabras. Siento que en realidad eso también forma parte de la tómbola de la vida, esa tómbola llena de sorpresas.

Reanudamos el paseo, se notaba que estábamos a gusto. Yo iba ensimismada, por mo mentos ausente, absorta en mis pensamientos: la suerte de estar transitando por aquellas bellísimas calles que ya presagiaban el cercano inicio de los sanfermines, el enorme privilegio de una compañía agradable y divertida, con ese toque infantil que bendice algunos instantes.

Sin duda, cada uno de nosotros podía haber cambiado el plan de esa noche sin preci sar disculparse. El camino estaba lleno de otras oportunidades, pero no fue así. Incorpo ramos a Oli antes de llegar a la Plaza del Castillo. De repente, el cielo envió unas gotas de lluvia para darle importancia a nuestro paraguas.

Y seguimos caminando como si nos conociéramos de toda la vida. La conversación distendida, las risas en aumento y la relación entre nosotros cogiendo amarre sin que ni siquiera nos percatáramos. Nuestro primer destino fue El Gaucho, un local a rebosar de gente ansiosa por degustar las tapas de erizo, ensaladilla, setas… Nos colocamos en una mesa estrecha pegada a la pared donde colgaba un rótulo: “El gaucho engancha”. Allí, en el suelo debajo de la mesa, reposó nuestro reloj sin valor alguno temeroso de ser abandonado.

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Al salir nos dirigimos a reproducir el recorrido de los sanfermines. Nos paramos en la plaza del Ayuntamiento. Unos minutos antes habíamos decidido que el reloj podía ser nuestro nexo de unión y, allí donde estuviera colgado, cada vez que alguien preguntara la hora traería al recuerdo aquella noche en la tómbola de la vida. Al intentar inmortalizar aquel mágico momento con una foto comprobamos, no sin cierto desconcierto, que el estudiante que nos fotografiaba ansiaba nuestro ya querido reloj. Tras unos instantes de titubeo, Pilar y Concha decidieron que su destino sería el control de enfermería en su hospital para marcar los minutos y segundos de cada tos, cada crisis de disnea, cada episodio de hemoptisis, y además sería testigo de una velada inolvidable.

Nuestra última parada fue en un pub irlandés situado a escasos metros del hotel con un horario acorde a las exigencias del día siguiente. Apuramos la copa y nos despedimos delante del Hotel Tres Reyes después de una noche mágica.

Mientras subía en el ascensor, sentí como si el violín de Sarasate empezara a sonar dentro de mí y saliera transformado en una suave caricia.

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La tómbola de la vida

Imagen realizada por la autora con el reloj de pared que tocó en la feria e inspiró el relato.

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Los mejores años Marina Blanco Aparicio

Hoy me siento mejor

Imagino, doctora, que no dispone de mucho tiempo, demasiados pacientes, permí tame que le robe tan solo unos minutos, hoy me siento mejor, no he tenido crisis en los últimos días y salgo a pasear tres veces a la semana, debe ser por eso que tengo más ganas de charlar.

Cuando yo era un niño, apenas 7 años, trabajaba en el campo, de sol a sol; a pesar de mi corta edad, tenía asumido que era mi deber como lo había sido antes de mis herma nos, no había tiempo ni dinero para otros planteamientos.

Mis padres se dejaban la piel en aquellas tierras castigadas por el sol y por la escasez de agua, pero el jornal no daba para mantener a una familia con 5 hijos, había que colaborar desde pequeños si no queríamos pasar hambre.

No era el único, muchos niños como yo hacían lo mismo, la necesidad y la escasez nos robó una infancia que se llenó de sudor y obligaciones, éramos viejos en miniatura con la piel curtida por un sol que nos abrasaba y las manos encallecidas por la aspereza de una tierra ingrata. A ratos, nos despistábamos y corríamos a escondernos, nos per mitíamos pequeñas diversiones, hasta que los mayores dejaban de hacer la vista gorda y nos llamaban al orden recordándonos la tarea pendiente, a la que nos incorporábamos cabizbajos, pero sin rechistar.

En aquella época de mi infancia, aprendí a fumar, los jornaleros depositaban el pitillo sobre sus labios como un apéndice más, que se iba consumiendo lentamente, mientras araban, plantaban y recolectaban, aspiraban profundamente el humo que llegaba hasta sus pulmones creando esa falsa sensación placentera que los relajaba y hacía más liviana la carga diaria.

-¡Eh, chaval! Ven, que te enseño a fumar, mira yo lo enciendo, tú solo tienes que chu par muy fuerte y luego echas el humo.

Aún recuerdo cómo comencé a toser, parecía una chimenea, el humo escapaba por mi boca, mi nariz y, si me apura, casi por las orejas; pero sabe, doctora, acabé por cogerle

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gusto, ya no eran los mayores los que me ofrecían aquel tabaco que liaban en un fino papel con tanta maestría, era yo el que les reclamaba unas caladas, terminé aprendiendo a liarlos casi mejor que ellos.

De eso hará más de 70 años, toda una vida. Por aquel entonces, nadie nos advirtió de lo perjudicial que era, fumar era cosa de hombres, nos gustaba, nos relajaba, lo asimila mos a la rutina diaria.

Más tarde llegó la televisión, con anuncios de vaqueros que fumaban plácidamente sobre sus caballos contemplando la puesta de sol tras una dura jornada.

Ahora esos anuncios están prohibidos, pero en mi época te bombardeaban a todas horas, fumar te hacía más libre, más atractivo, en una palabra, te hacía mejor.

Para cuando nos enteramos de que el tabaco era peor que algunos venenos, que era responsable de un sinfín de enfermedades, el mal estaba hecho, nuestro cuerpo ya había sufrido el castigo. Sí, es cierto que veía a mi padre toser por las mañanas antes de incorporarse a las faenas, que fue perdiendo peso, casi podíamos contarle todas las costillas, cada vez le costaba más respirar, pero no éramos conscientes del daño real.

Cuando me miro al espejo, veo a mi padre, el movimiento de mis costillas, mis jadeos tras la ducha, mi tos matutina; no obstante, me considero afortunado, yo dispongo de esos pequeños inhaladores que dilatan mis bronquios, de esa máquina de oxígeno que me permite dormir por las noches, de mi mochila con la que doy paseítos cortos; él no tuvo tanta suerte.

Me siento orgulloso, conseguí dejar el hábito después de casi 70 años fumando, hay que tener mucha fuerza de voluntad, muchas agallas, porque cuando estás enfermo piensas que ya qué más da, que para qué vas a dejarlo si el mal ya está hecho.

Olvidarme del cigarrillo me ha permitido conocer a mi primer bisnieto, ¡ojalá vengan más!, ver a mis nietos finalizar sus estudios, tengo uno enfermero y otro abogado, disfrutar de ellos, participar de las reuniones familiares. Aún me quedan cosas por vivir si esta salud quebrada, pero de hierro, me lo permite.

Ni mis nietos ni mis hijos fuman, ya vieron cómo terminó su abuelo, y ahora me ven a mí, me han contado que está de moda lo que ellos llaman “vapear”:

-Abuelo, eso es parecido a fumar, pero con cigarrillo electrónico, puedes elegir los sabores y te ayuda a dejar el cigarro.

Me río cuando me cuentan esas historias, ya he vivido algo parecido, yo les digo que eso de vapear no es más que el mismo perro con diferente collar.

A mis 82 años, pocas cosas pueden sorprenderme, la vida me ha enseñado que nada cae del cielo, que con voluntad, determinación y esfuerzo puedes seguir avanzando, que no hay que perder la ilusión ni dejarse ir, que, si quieres, lo consigues. Yo no necesité

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ningún tratamiento para dejarlo, una mañana me levanté peor de lo habitual y dije: hasta aquí hemos llegado. Desde entonces no quiero ni olerlo, ni una calada, tiré a la basura el paquete con los últimos cinco cigarrillos que me quedaban, lo hice por mi familia y por mí.

Ahora, quienes más me preocupan son los jóvenes, los que están más expuestos, les venden humo de colores y se dejan hechizar por cantos de sirenas, no sólo por el tabaco, si no por toda esa química que en los telediarios llaman drogas de diseño.

Si en mis tiempos hubiéramos tenido tanta información como la que hay ahora, las tabacaleras se habrían arruinado, pero los que tienen el dinero saben cómo atraer a los más vulnerables, cuando se es joven uno quiere experimentar, probar cosas nuevas, ya sabe, el joven se cree inmortal.

Todos hemos pasado por esas etapas de rebeldía, uno no puede escarmentar en cabeza ajena, pero no estaría de más un poquito de información, de la de verdad, desde pequeñitos, ya sé que ahora dan a los niños charlas en los colegios, yo creo que habría que insistir más.

No le quito más tiempo, va siendo hora de ir terminando, los viejos nos ponemos a hablar y perdemos la noción del tiempo, quizás sea porque ya no tenemos prisa para casi nada.

Bueno, creo que va siendo hora de que termine con esta perorata. Disculpe de nuevo, doctora, esta visita se ha alargado más de lo previsto, ha sido usted muy paciente escu chando mis historias, me sentía con ganas de hablar, ya le dije que hoy me siento mejor.

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Hoy me siento mejor
27 Nuria Avisbal Portillo

Eskerrik

Apenas podía respirar, sentía de forma muy angustiosa que me faltaba el aire. Sobre la marcha, eché mano de mi inhalador habitual, el de toda la vida, o por lo menos así me lo parecía. Realicé de forma instintiva varias inhalaciones consecutivas, como siempre, con mis tiempos y mis pausas. Me sabía al dedillo todos los pasos de la técnica inhala toria. No en balde había repasado cada uno de estos pasos con Begoña, la enfermera de la consulta monográfica. Ya no recordaba cuántos años llevaba yendo a consulta, pero eran muchos.

Por mi reloj, habían pasado más de cinco minutos desde la última inhalación, sin embargo, no percibía mejoría alguna. Inmediatamente, cogí de nuevo el inhalador y comprobé horrorizado que el marcador de dosis indicaba “cero dosis”. No era posible, pero sí, me estaba pasando a mí, ¡aquí y ahora!

Inmediatamente, noté palpitaciones, una sensación muy desagradable tipo opresión torácica, sudoración intensa y desagradable y, por supuesto, mucha falta de aire. Sentía que me moría, literalmente. Me acordé entonces de las clases que había recibido de una técnica nueva que no recordaba muy bien y me dije: “Tú puedes, respira con conciencia plena… inhala y exhala con tranquilidad sin pensar en nada, sin pensar en nadie… coge el aire que puedas sin agobios por la nariz de forma pausada, durante todo el tiempo que puedas, y lo sueltas por la boca… una y otra vez, con tranquilidad, pon el foco en tu res piración, lo demás no importa, lo demás no existe, solamente el aire que respiras y tú”.

Los minutos siguientes me parecieron horas, pero no dejé de hacer la técnica de respi rar como me había enseñado Maite, la profesora de yoga. Poco a poco, empecé a notar cierta mejoría física, ya no sentía tan intensas las palpitaciones, la opresión torácica estaba cediendo, los sudores fríos habían casi desaparecido y por fin empezaba a notar “que respiraba adecuadamente”. Había vuelto a la normalidad.

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De repente, sentí una voz muy familiar. Al principio, no entendía muy bien lo que decía, pero después de unos segundos, escuché claramente:

-Despierta, aita (papá, en euskera), te has quedado dormido viendo la telenovela y se te han caído las gafas del oxígeno.

Sobre la marcha, me las recoloqué, sonreí y respiré tranquilo.Todo había sido un mal sueño, y además comprobé que podía superar cualquier crisis gracias a las técnicas de Maite.

Eskerrikasko Maite, nunca te olvidaré! (Muchas gracias, Maite, nunca te olvidaré).

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Mamá

«¡Mamá!, ¿eres tú?». Claro que es ella, tonto… está más joven y guapa que nunca. He echado tanto de menos su olor, el tacto de sus manos. Me abrazo a ella como cuando era pequeño y siento que se para el tiempo. Ojalá fuera así, quisiera eternizarme en este momento. A lo lejos se oye un pitido corto y constante, casi imperceptible. Mi madre parece haberlo notado también y se separa de mí, mirando al infinito con preocupación. Desesperado, me aferro a su mano en un intento de mantenerla conmigo, pero el maldito sonido se acerca cada vez más, acelerando el ritmo y ensordeciéndonos por momentos. Siento una presión en el pecho que me paraliza, permitiendo involuntaria mente que mi madre desaparezca en la lejanía. Intento gritar y correr hacia ella, pero debo estar en una de esas pesadillas en las que las piernas no responden y no sale ni un ápice de voz de las cuerdas vocales. Desesperado y boqueando, despierto en una habitación blanquísima. En medio de la luz que me ciega, localizo el maldito aparato que pitaba en mis sueños: es un monitor de constantes vitales que parece amenazarme desde la mesita de noche.

Alguien ha debido notar también el infernal sonido de las alarmas, pues no tarda mucho en abrirse la puerta. Es una chica joven, con uniforme níveo, como todo lo que me rodea.

–¡Por fin despierto, Mateo! ¡Lo que ha costado!

Mateo, ese es mi nombre. Ha estado sin pronunciarse tanto tiempo, que ya ni siquiera lo recordaba. Poco a poco, comienzan a aflorar en mi mente los recuerdos, y la realidad me sobreviene como un jarro de agua fría. A la joven que manipula los monitores que me controlan la sigue otra mujer algo mayor, con un fonendoscopio colgado al cuello. Cada una hace su trabajo en silencio, como una coreografía insonora en la que todos saben exactamente cuál es el paso que va a continuación, y bailan sin entorpecerse unos

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a otros. El dolor en el pecho es real, no formaba parte de mi sueño. Respirar resulta una tarea difícil a pesar de la mascarilla que me cubre media cara y que me envía oxígeno a una presión que se me antoja insuficiente. Comienza de nuevo el pitido discontinuo que, deduzco, informa de mi pésima respiración. «Súbele el oxígeno, la saturación sigue bajando». Por la mirada que intercambian, sé que mis sospechas de un final más que cercano son ciertas. La enfermera ha empezado a buscar con rapidez en lo que queda de mis brazos alguna vena lo suficientemente buena como para poner la medicación urgente que le solicitan. Quisiera aconsejarle cuáles son las mejores, pero no tengo fuerzas. «Las del brazo derecho, niña». No es soberbia ni desconfianza, pero treinta años consu miendo drogas intravenosas dejan ciertas enseñanzas que no esperaba poder aplicar en este contexto. Lo cierto es que no sé por qué se toman tantas molestias conmigo. Lo que empezó como un coqueteo inteligente con las drogas, terminó convirtiéndose en todo aquello que me advirtieron: perdí mi casa, mi empleo, mi familia. Casi sin darme cuenta, la calle se convirtió en mi único hogar, y mi cuerpo jamás volvió a rozar siquiera una cama hasta este momento. Y ahora que estoy aquí, recibiendo todas estas atenciones, de seo con toda mi alma que paren. Hay cientos de pacientes en este instante que necesitan esta cama, esta habitación, estos profesionales; personas que merecen infinitamente más que yo los cuidados que ahora recibo.

Ellos no parecen darse cuenta de mi insignificancia, pues cada vez son más en la habitación. La coreografía se ha vuelto una danza frenética, en la que los movimientos incesantes se alternan con órdenes cruzadas a viva voz que acompañan a la melodía principal. El pitido del monitor parece haberse multiplicado, y ahora se oyen distintos tonos, dependiendo de la máquina de la que provienen. La enfermera y la doctora que entraron por primera vez se miran de un extremo a otro de la habitación, por encima del alboroto. Deduzco que soy su paciente, y entienden, igual que yo, que no hay mucho que hacer. Agotado, cierro los ojos y me dejo abrazar por el calor de la cama. Dios, hacía tantos años que no sentía este calor. No sé si porque me he acostumbrado, o como con secuencia de la medicación que me han administrado, pero las alarmas de los monitores comienzan a embelesarme, y por un momento disfruto de la danza desde mi horizonta lidad, como si fuera el protagonista de ella. El sueño se apodera de mí, y me encuentro de nuevo en el escenario donde he visto a mi madre hace un rato. Escucho las voces distantes de los médicos y enfermeras, apresurando la danza cada vez más, como en un ritual ancestral. A lo lejos, la figura que esperaba volver a encontrar. Mi madre se acerca con un vestido de flores, con el que me llevaba a misa los domingos cuando era un niño. Su sonrisa, que nunca se borró de mi memoria, es lo más hermoso que he visto en toda mi vida. Me tiende una mano, ahora sin la preocupación de los pitidos ni de las máqui

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nas que intentan mantenerme atado al mundo terrenal. Con una inmensa felicidad, por fin sale de mi boca una palabra, la más bonita que se ha pronunciado nunca: «mamá».

En la habitación, se miran unos a otros, comprendiendo que Mateo por fin ha en contrado un lugar mejor para descansar que el banco de un parque. Se detiene la RCP.

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Mamá
33 Virginia Brito García

Respiras y yo

Hace ya tres años. Tres años de acompañarte a esas consultas… Da igual el día o la hora y da igual que llueva o nos derritamos sobre el asfalto bajo el sol, que allí estarás tú y yo contigo. Tres años de aquel día que nos cambió la forma de ver la vida, que cambió la forma de entender la pareja y que hizo más profundo aún el sentido de ser dos perso nas en uno. Un diagnóstico que se clavó en nuestras entrañas, sentando un antes y un después de aquello… y que nos hizo tan insignificantes ante la vida y el sufrimiento que sólo nos quedaba echar ese paso atrás para coger impulso y hacernos más fuertes. Nos costaría, pero lo superaríamos juntos… (dijimos, como la típica frase predeterminada de película; sólo que aquella no se arreglaba con un cambio de cadena).

Recuerdo aún llegar a casa con ese silencio incómodo. No quería decir nada para no parecer forzado… tampoco es que quisiera hablarlo entonces. Solo intentaba escudriñar tu mirada esquiva para saber qué sentías y de qué forma buscar un apoyo que nos man tuviera con el ánimo a flote.

El mundo seguía, pero nuestro mundo cambiaba. Y nosotros (como pareja) con él. Es verdad que nos costó. Aceptar cada realidad como es, cada día como un regalo, cada sonrisa como un recuerdo y cada prueba como un reto para conseguir avanzar juntos hacia donde la vida nos permitiese. Sacaste esa fuerza interior que me hizo darme cuenta de tantas y tantas cosas… darme cuenta de porqué me enamoré de un ser tan infinito como eres.

Y ahí empezó nuestra lucha… una lucha “encarnizada” por no separarme de ti nunca. Cada prueba, cada pinchazo, cada tratamiento, cada efecto secundario, cada noche de suspiros y sueños rotos, cada derroche de ira contenida… se veía mermada por una fuerza y una sonrisa que me empujaba a estar contigo.

Aquí seguimos.

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Te oigo respirar y en lo más profundo de mí soy consciente de como mi respiración se acompasa con la tuya… como un diapasón que se ajusta a los márgenes del tiempo, como un hálito de querer acompañarte hasta en ese impulso vital.

No hay destinos, sino caminos. Y mientras camino contigo por ese interminable pa sillo de hospital, ese pasillo impoluto y frío, respiro hondo contigo… con esa mezcla de incertidumbre y miedo (sí, ya sé, hemos pasado por este mismo pasillo muchas otras veces; nos conocemos bien cada rincón, la silla que cojea, el ruido de esa máquina de café, el grifo que gotea en ese baño, la puerta desde la que te llamarán… pero es diferen te, cada vez te noto más débil y de eso no hablas ni hablamos). Una cara sonriente, que se asoma a una puerta recién abierta, rompe ese letargo. Aprietas mi mano con tu mano y me sueltas; te levantas y caminas decidida… Sigo respirando hondo como si pudiera aún imprimirte ese hálito de fuerza para que todo salga bien. Me importas mucho… me importas tanto que cada vez que te veo resoplar u oigo ese jadeo siento que me falta el aire como a ti (extraña y angustiosa sensación que me recuerda, cuando de pequeños, probabas a ver quien aguantaba más en apnea en la piscina de tus abuelos… y ganabas).

Sé que algún día llegará tu momento, esa segunda oportunidad. Sé que la vida te tiene deparado tantos momentos por vivir que nos faltarán años para cumplirlos todos (pero tengo la seguridad que vendrán esos años). Confío en ti, confío en tu cuerpo y confío en esa gente que se sienta a tu lado y (con voz franca pero suave) te dice lo que esperamos cada día.

Has sabido dar un valor diferente a la palabra esperanza. Hemos sabido convivir con palabras, fármacos, visitas, citas, analíticas, esperas y rutinas. Y ahí estamos…frente a frente a la realidad, mirándola fijamente con tus ojos decididos y sin miedos.

Llega el día y estamos preparados (en mí cabe aún mucho miedo e incertidumbre, pero tu sola presencia y compañía les impide salir afuera). No quiero perderte nunca.

Y funciona. Empezamos a ver los resultados. La vida no puede ser injusta con un ser como tú… y tú lo estás consiguiendo. El camino es largo pero seguiré caminando a tu lado.

Respiras hondo… y yo, respiro contigo.

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Sentimientos para compartir

–Hola, ¿cómo te encuentras?

–Bien. Estoy dejando de fumar, después de 10 años. Creo que ya no me sienta bien. –Pues me alegro. ¿Necesitas ayuda para dejar de fumar?

–No, cuando fumo me duele el pecho y me cuesta respirar. Voy a hacer ejercicio, bicicleta, que me gusta salir con los amigos los domingos.

–Buena decisión, papa.

Me puse muy contenta cuando mi padre tomó la decisión, pero al cabo de poco tiem po empezó a encontrarse peor y fuimos al médico.

No me lo pensaba, me sorprendió la noticia. Me enteré la primera de la familia que mi padre tenía cáncer de pulmón. Fue como un colapso, no podía ni respirar. Toda mi visión de la vida había cambiado. Sentimientos tristes, mi padre, mi referente durante la vida. Siempre sintiéndose orgulloso de mí, apoyándome en mis estudios. Y ahora, qué le podía ofrecer yo… Tenía miedo, no quería que sufriera. Él era una persona muy humilde, trabajadora y tierna con su familia. No se lo merecía, ¿por qué él? Pero yo, yo era “su queca”. Así me llamaba él, como cuando era niña, para siempre.

La última semana de su vida no sabía si tendría fuerzas para afrontar lo que se vendría. Si me destrozaría para siempre el dolor de perderlo.

–Hija, me estoy muriendo, dijo mi padre sentado una tarde de agosto, con la camiseta llena de sudor.

Yo le acariciaba sus pies hinchados. No supe qué responder, tan solo le dije; –¿Quieres ver algún video de Joan Manuel Serrat, la canción Mediterráneo? Él con la cabeza dijo que sí.

Durante la última semana, pasé cada día a verlo. Estuvimos un buen rato los dos en su habitación viendo videos que a él le gustaban. Él apoyaba su cabeza en mi hombro y yo en su habitación miraba el paisaje des de su cama. Ese último paisaje que estuvo contemplando durante tanto tiempo de inmovilidad. “Los cuarenta pinos”, así se llama

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el pequeño bosque que se divisa desde su ventana. Luego pensé, esto será lo que le acompañe en su última visión. Y así sería.

El penúltimo día, se quiso despedir de su familia. Me habló de mi hermano, de mi madre, de cosas que dejaba en la casa, su coche, sus herramientas para el huerto. De mí no supo qué decir, me empezó a acariciar la cara, y yo me puse a llorar sin darme cuenta, después le dije:

–Papa, tranquilo, yo estaré bien. Que sepas que te quiero mucho. Descansa en paz. Y al día siguiente dejó de respirar. Yo estaba serena porque nos pudimos despedir. ¡Fue conmovedor!

Después de una lucha turbulenta, el final fue muy plácido. Tal y como él siempre quiso morir, en su habitación, con su familia.

En la ceremonia, mi respiración se aceleraba a cada momento, pero tuve el valor de escribir unas palabras y la fuerza para leerlas a toda la gente allí presente. Sentía lo que leía, mi corazón desbocado y los sollozos de los asistentes. Fue muy intenso, algo que recor daré toda mi vida. Lo evoco como algo bonito y valiente. Tenía la necesidad de expresar todos esos años tan amargos de su enfermedad y a la vez la fortaleza con que la afrontó.

Hoy hace 4 años de aquel día. Mis recuerdos siguen con él, con mi ángel que me consuela si estoy triste. Le echo tanto de menos, siempre me quedará su vacío. Tu padre, tu referente en la vida. ¿Quién si no va a quererte de manera incondicional? Siempre contigo.

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Petricor

Ángel Cilleruelo Ramos

“Abuelo, sal de una vez”. Recostado sobre su sillón orejero, ese que conocía cada parte de su anatomía desde hacía más de 20 años, observaba cómo jugaban sus nietos en el jardín de la casa. Estaba empezando a llover, pero eso hacía que los jóvenes se divirtiesen aún más.

Los recuerdos en torno a ese jardín eran recurrentes: la ilusión de la compra de la casa junto a su esposa, la llegada de cada uno de sus hijos y las diferentes celebraciones que allí se habían realizado. Pero la sensación agridulce del recuerdo de un factor común en todos los eventos; desde la infancia, con 12 años, comenzó con sus primeros cigarrillos. ¡Qué mejor manera de parecer adulto! El hábito continuó indefectiblemente durante más de 60 años. Problemas en el trabajo, discusiones de pareja, problemas con familiares o el estrés combinaban de manera perfecta con las celebraciones de bautizos, comunio nes, bodas, vacaciones u otras exaltaciones de alegría con un único punto de encuentro: el tabaco. De niños, sus hijos comenzaron a jugar con cigarrillos de chocolate, que pasaron a ser combinados de nicotina, alquitrán y otros tóxicos en un demasiado corto espacio de tiempo.

Desde hacía dos años, su vida había cambiado. La ansiedad por la enfermedad de su esposa solo podía hacer incrementar su dependencia tabáquica. Aún llora cuando recuer da el momento de la noticia. Quizá también un cierto sentimiento de culpa por haber compartido tantos cigarrillos con ella. El diagnóstico del cáncer de pulmón de su mujer le supuso un mazazo, y su fallecimiento marcó un antes y un después en su vida. Fue a partir de entonces cuando decidió dejar el maldito tabaco. Lejos de una motivación personal, realmente lo sentía como una deuda hacia su querida esposa. Sus sentimientos no podían definirse mejor que con una frase que escuchó a su escritor favorito, Miguel Delibes, y es que “vivir era ir muriendo día a día, poquito a poco, inexorablemente”. “Abuelo, pasa el balón”. La voz de sus nietos le hizo regresar a su jardín. Al abrir la ventana, entró un intenso olor a tierra mojada. Hace unos días, uno de sus hijos le había dicho que ese aroma tenía un nombre propio, pero era incapaz de recordarlo. Olores,

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sabores y sensaciones que habían estado dormidas durante más de medio siglo, y que se habían ido incorporando poco a poco a sus sentidos tras el cese de su hábito.

Por fin decidió desconectarse de la que es su fiel compañera durante 16 horas diarias. Se levantó de su sillón, apagó la máquina de oxigenoterapia y salió a acompañar a sus nietos al jardín. Una bocanada de humo procedente de uno de sus hijos llegó a lo más profundo de sus vías respiratorias; no lo pudo negar, aún le producía un enorme placer.

Mirando a aquellos niños, aún mantenía la esperanza de que ellos no cayesen en sus mismos errores. Y es que “el poder de decisión le llega al hombre cuando ya no le hace falta para nada”.

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Efecto mariposa

Ese niño que respira con dificultad, emitiendo un sonido burbujeante, cuarteado, similar a la noticia de un incendio, no podrá celebrar su primer cumpleaños porque a la aldea de Mali en la que nació jamás llegan antibióticos para la neumonía bacteriana.

No sabrá decir nunca su propio nombre.

No aprenderá a caminar.

No sentirá el sabor de la arena en la punta de su lengua ni reunirá en sus mejillas todo el calor del desierto.

Esa pequeña suma de sangre y hueso, de piel nueva y ya cansada, de músculos vibran tes que habrán de pudrirse sin consuelo, ese cuerpo minúsculo como la sombra de la acacia al mediodía, no escuchará jamás el aleteo breve y salvaje que da cuerda al mundo.

Ese bebé que ni siquiera consigue gritar, que pone toda su esperanza de auxilio en un gemido ahogado, agudo, nacido en la zona oculta en la que se agazapa la condición más animal del ser humano, nunca recorrerá descalzo cada día, con paso firme y obstinado, los seis kilómetros de ida y los seis kilómetros de vuelta que separan su casa de la escuela.

Ese rostro de labios azulados que aprieta los puños como si buscara el aire en las palmas de sus manos no las verá crecer tanto como para cobijar en ellas el último aliento de su madre.

Jamás aplaudirá.

No conocerá a su hermano pequeño.

No sabrá lo que es una pelota de fútbol, ni una tableta de chocolate, ni un abuelo.

No conocerá la felicidad de ser distinguido con la mejor nota de su colegio, ni esa especie de punzada en el pecho que asalta invariablemente a los más jóvenes cuando cruzan su mirada con otra mirada y que en otras partes del planeta han convenido en llamar amor.

Nunca se verá sorprendido una tarde por la nostalgia de haber dejado definitivamente atrás la infancia.

No se levantará una mañana con ganas de atravesar muros a dentelladas.

No recibirá a los dieciocho años una beca para continuar sus estudios en la Universidad de Bamako.

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No dudará.

No pasará noches en vela.

No vivirá ningún momento de iluminación, de prodigiosa epifanía, que le hará dis cernir con certezas lo que para otros no son más que intuiciones.

No viajará a los veintitrés a París para especializarse en epidemiología.

No sentirá de pronto vergüenza, ni culpa, por haber abandonado a los suyos.

No regresará, después de una crisis vocacional, a la casa de sus padres para descubrir que ya no puede habitar ningún espacio concreto del mundo.

No hará su maleta una y otra vez.

No trabajará en los mejores laboratorios de cada continente, hasta dar con el adecua do.

No formará parte a los veintinueve del equipo que dará con el remedio definitivo para curar la malaria.

No se reconciliará a los treinta y cinco con su pasado, ni hablará de su país en una entrevista de televisión con orgullo, pena y esperanza a partes iguales.

A los treinta y ocho años que no cumplirá no será el responsable de una vacuna eficaz para la Covid-19 que se adelantaría en cinco meses a sus competidoras.

Cinco meses.

¿Has oído bien? Cinco meses.

De acuerdo, cinco meses pueden parecer poco tiempo, pero sabes que son más que suficientes para que tu abuelo enferme, para que lo ingresen de urgencia en un hospital, para que pase sus últimos días enganchado a una máquina de respiración asistida, y para que lo entierren casi en soledad, una mañana lluviosa de octubre.

Pero no te preocupes, recuerda que todo esto aún no ha ocurrido. De momento, sólo hay un bebé que llora, y una mariposa que, con cruel inocencia, en algún lugar extiende sus alas.

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De la ECMO a las postillas en las rodillas

El pasado mes de agosto, mi hijo de cuatro años aprendió a ir en bicicleta. Como es habitual, ese entrañable momento de dejar atrás los ruedines de apoyo o las manos de quien corre a nuestro lado ha traído consigo unas postillas en las rodillas con las que ha puesto el broche final a un verano en el pueblo, como nos ha ocurrido a muchas de las generaciones anteriores.

Esto no sería nada del otro mundo de no ser por cómo ha ido escribiendo su página en la historia mi pequeño campeón; porque hoy sonríe orgulloso pensando que la cuesta que acaba de subir ha sido el mayor reto de su vida, debido a que aún no es plenamente consciente de que el más trascendental fue aprender a respirar.

Tras haber vivido ya un mes de mi embarazo a reloj parado mientras aguardaba los resultados de la amniocentesis, y haber vuelto a recuperar la tranquilidad, llegó la ecografía de la semana veinte, y con ella el diagnóstico. La ginecóloga que seguía mi embarazo no tenía dudas: “Tu hijo tiene una hernia diafragmática congénita”. Esa fue la primera vez que oí hablar de esa enfermedad, de la que fui recibiendo información adecuadamente dosificada, y digo adecuada, porque ahora, tras estos años, pienso que mi bienestar emocional de entonces se mantuvo por la prudencia de los doctores que me explicaron en cada momento lo que había que explicar, y por el acierto de haber buscado por mi cuenta la información justa.

En cuestión de días, pasé de hablar sobre si “será niño o niña” o sobre el peso según las ecografías, a hablar de un porcentaje, el de supervivencia. De mi primera visita al equipo médico de Barcelona me traje más información, más preocupación, pero tam bién una gran medicina, la asociación de familias “La Vida con Hernia Diafragmática Congénita”.

Gracias a esta Asociación, conocí las historias de muchos otros niños y niñas HDC y fui consciente de que en ellas había finales felices y otros que no lo eran tanto. Guardé los finales que no me gustaban en el último “estante” de la cabeza y me aferré cuanto

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pude a muchas historias bonitas. Cuando llegó el momento de decidir, decidimos que nuestro pequeño campeón tenía que tener la oportunidad de intentar vivir.

Restaban unos cuatro meses de embarazo y las semanas volvían a transcurrir a otro ritmo. El reloj volvía a quedarse parado por momentos, pero la vida realmente trans curría. A la vuelta de la esquina llegó una Navidad de la que disfruté gracias a mi hijo mayor. Porque todos sabemos que la ilusión de estas fechas se vive diferente si hay un niño en casa.

Llegó enero y una nueva visita a Barcelona que preparé con un billete de ida y vuelta, pero del que solo usé la primera parte. Y es que aquí está el claro ejemplo de que no im porta cómo empieza una historia, sino cómo termina. Y lo que en un primer momento pareció una situación de parto prematuro, que trajo como consecuencia que ya no regre sara a Asturias, acabó siendo un embarazo con mucho reposo y muchas dosis de atosibán, pero que terminó en un parto espontáneo del que guardo un recuerdo maravilloso.

Hoy, a las familias que buscan información siempre les digo que las noticias buenas y malas siempre se entrelazan, no nos quedemos nunca con todo lo bueno ni tampoco con todo lo malo, y les aconsejo que no se marquen una sola meta. Tras superar una etapa, hay que comenzar otra carrera para alcanzar otra nueva meta sin olvidar nunca todo lo que hemos ganado.

Nuestra primera meta fue que el embarazo llegara a término, luego nacer y sobrevivir durante esas primeras horas. Al poco de nacer, Daniel tenía una hipertensión pulmonar que no revertía con medicación y fue necesario entrar en ECMO, una máquina que durante unos días fue su pulmón y su corazón. Sus órganos descansaron, comenzaron a funcionar, y el soporte de la máquina fue cada vez menor. Tras salir de ECMO, su cuerpo se mantuvo estable y llegó otra meta: la cirugía de reparación. Fue la tercera vez que se me pasó por la cabeza la posibilidad de que me tendría que despedir de él, pero durante la intervención y los días siguientes se mantuvo sorprendentemente estable, y ahí empezó a subir una escalera, en la que sólo retrocedió algún peldaño para coger impulso y seguir subiendo.

Tras unos días, me convencí por fin de que él seguiría con nosotros y empezamos a plantearnos otras metas: ¿conseguirán sus pulmones respirar por sí solos, sin respirador ni oxigenotereapia? Sí. Y así pasaron dos meses y medio de hospitalización, con muchas preguntas y respuestas y otra meta: nos iríamos a casa con sonda nasogástrica para la alimentación, así que hicimos nuestra pequeña formación de enfermería, las maletas, y con la sensación de irnos a casa y de ella a la vez, empezamos por fin a vivir en familia. Ésta fue quizás una de las etapas más difíciles, siempre con miedo a no darnos cuenta de alguna señal que reflejara alguna complicación, y con el ajetreo de seguir manteniendo

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ciertas rutinas “de hospital” a la vez que recuperábamos algunas que habíamos dejado estancadas.

¿Llegará a comer por boca y dejará de usar la sonda? Lo consiguió. ¿Podrá llegar a ca minar con normalidad? Lo hizo a la vez que muchos niños de su edad. ¿Llegará a hablar?

¿Podrá ir al colegio?... Y así continuaron y continuarán llegando infinitas preguntas. La respuesta siempre ha sido SÍ.

Llegaron las conclusiones del estudio genético y con ellas otro diagnóstico: Síndrome de Simpson Golabi Behmel; lo que nos supuso tener una respuesta al por qué de la en fermedad y sumar alguna especialidad más al listado de controles.

Hoy, nuestro calendario sigue teniendo muchas visitas médicas, pero también activi dades como las que disfruta cualquier niño de su edad. No sabemos qué vendrá después, pero sí sabemos todo lo que hemos conseguido hasta ahora, en un camino en el que nos han acompañado personas que nos han demostrado su profesionalidad, cariño, y empatía. Sin todos ellos nada de esto habría sido posible.

Atrás hemos dejado los tiempos en la UCIN, con los respiradores y los pitidos, ese control exhaustivo de respiraciones, de pulsaciones, la sonda, las intensas sesiones de rehabilitación, y esa ansiedad que teníamos cuando sabíamos que algo no iba bien y de rivaría, seguramente, en un par de días de ingreso hospitalario. Hay un temor que siempre se queda, pero tiene tan poca densidad, que es capaz de evaporarse por momentos. Por delante tenemos mucho trabajo para no dejar de subir esa escalera que empezamos hace ya más de cuatro años, muchos momentos para disfrutar en familia y cómo no, seguramente otro verano con postillas en las rodillas.

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De la ECMO a las postillas en las rodillas
45 Laura Delgado García

Respirar

Venancio Sánchez Benejama, anciano de 82 años, hombre adusto, de carácter hosco, huraño, permanentemente malhumorado. Es así desde que tiene uso de razón. Siendo un mozalbete, su madre ya se lo decía: Venancio, tienes el carácter de tu tío Melquíades. No guarda ningún recuerdo cariñoso de sus padres, y con su hermana Fuencisla, más joven que él, que sigue viviendo en Socuéllamos, no tiene ninguna relación. Con su cuñado y sus cuatro sobrinos, tampoco.

En el pueblo de San Juan, Alicante ya le conocen de sobra. Se instaló nada más jubi larse. Vive en la calle Pintor Manuel Baeza en un cuarto piso sin ascensor. Al principio, esto no suponía ningún problema. Actualmente es un martirio, por lo que procura que nada se le olvide, para bajar a la calle solo una vez, y los días que pueda librarse, ninguna.

Al principio de empezar a vivir en San Juan, los vecinos no daban crédito, no habían conocido a nadie igual. No contestaba los buenos días que le daba algún vecino al cruzarse con él por la escalera, sus hazañas iban de boca en boca. Cuando la panadera le preguntó:

–¿Cómo le va, don Venancio?

–Como me vaya o me deje de ir, no es algo de su incumbencia, lo suyo es despachar y punto –fue su amable respuesta.

La pobre Encarni se puso más roja que la grana y se apresuró a contarlo a todas las personas que pasaron ese día por la panadería.

Durante mucho tiempo, el cuarto izquierda estuvo deshabitado. Un día, no distinto de los demás, apareció un matrimonio joven, felices de empezar su andadura como pa reja. La primera vez que se encontraron con Venancio, se mostraron muy simpáticos y encantados de ser sus vecinos de rellano. Venancio los miró con su expresión más dura y no les contestó.

Venancio se negaba a aceptar su estado físico. Se consideraba un hombre duro como la piedra, y no llegaba ni a arena del desierto. Tenía tantas goteras, que cualquier día

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se ahogaría. A pesar de lo cual procuraba ir al médico lo menos posible. No podrán conmigo, decía para sus adentros. ¿Quién? La humanidad en su conjunto. Hasta que un día, el ahogo llegó dejándole desconcertado, asustado, con ganas reprimidas de pedir socorro. Venancio subía las escaleras y su vecina recién casada las bajaba. Se lo encontró cianótico, con los ojos desorbitados. Asustada, le preguntó:

–¿Qué le pasa?

Venancio haciendo un esfuerzo le contestó:

–No puedo respirar.

–Voy a mi casa a llamar al Samu, no se mueva.

Cuando apareció el Samu, se hizo cargo de la situación y le trasladaron a la mayor bre vedad al hospital. Cuando llegaron, había un equipo esperando la llegada de Venancio. El equipo estaba dirigido por una joven alta, delgada, rubia de ojos verdes. A Venancio, aunque no estaba para fijarse en nada, le pareció que era demasiado joven para ser doctora. Era dulce, amable y cariñosa. Venancio, que estaba muerto de miedo, dejó a un lado su mal carácter por primera vez en su vida.

El buen hacer de la joven doctora hizo que Venancio empezara poco a poco a sentirse mejor. Le visitaba con asiduidad y, cuando llegó con la noticia de que los resultados de todas las pruebas a las que le habían sometido daban resultados positivos y le iban a dar el alta, con lágrimas en los ojos y temblándole la voz le dijo.

–Gracias.

La joven doctora no supo nunca del mal carácter de Venancio, para ella había sido un enfermo modelo.

Lo primero que hizo al llegar a su casa fue ir a darle las gracias a la vecina que le había salvado. Tímido, sin saber dónde meterse, cuando le ofrecieron que se quedara a cenar con ellos, contra todo pronóstico, aceptó.

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Ya tocaba respirar

Sabía que ya tocaba dar el salto mortal, el más difícil todavía, el tránsito hacia el otro lado de la frontera, imprescindible para mi continuidad existencial. Hasta ese momento, todo había sido a través de ella y en ella, a través de sus arterias vitales, de su cavidad generosa y protectora. Ya la luna me avisó de lo trascendental del momento, fue mi astral impulsora, mi luna lunera.

Había experimentado grandes cambios en ese espacio límbico. Había descubierto en tre muros el murmullo de su voz única. La había mirado una y otra vez desde lo más íntimo de su ser. Sabía de su intuitiva intuición y de su juicioso juicio. De sus cavilaciones y preocupaciones ante la nueva situación venidera.

Aprendí a descubrir que la conexión que nos unía se iría transformando, que nuestra vida no es propiedad de otros, que vendrían muchos más tránsitos en nuestra relación afectiva. Compartimos el mismo cuerpo, pasé horas y horas mirando a través de ella. Ahora se aproximaba el momento de diferenciar mi perfil del suyo, la potencialidad ya estaba dada. Después aprendí con el tiempo que este vínculo de vida permanecería extramuros.

Aún recuerdo cómo me contabas, madre, la importancia de la adaptación. “Adaptarse es supervivencia, es evolución, es vida”.

Sabía que ya tocaba. Me susurrabas: “En la vida hay que tomar decisiones imprescin dibles”. Esta era una de ellas, decidí nacer.

Esta fue la adaptación más importante y necesaria en mi vida, respirar por primera vez.

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Fumando espero

Fumo.

¿Por qué no?

Me gusta, me relaja, me da placer…

Pero no me sienta bien.

Sí, es cierto, no me sienta bien, sobre todo en estos momentos en que mi vida se acerca ya a la fecha de caducidad. Pero, aun así, no me importa; cada vez que doy una calada a uno de los muchos cigarrillos que me fumo cada día, negros, eso sí, que ya decía mi padre, un hombre de su tiempo, que ya sería centenario si viviera, que los hombres fu man tabaco negro, que el tabaco rubio es para las señoritas. Sí, eso decía mi padre, entre otras muchas lindezas propias de su tiempo y de su condición que, hoy, sería impensable manifestarlas en público.

Pues lo que estaba queriendo decir es que cada vez que doy una calada noto como el humo viaja por mi interior, baja hasta los tobillos por el lado derecho del cuerpo y, desde aquí, asciende por el lado izquierdo hasta los pulmones y ya, finalmente, sale por la garganta y por mi boca, a fundirse con las moléculas del aire.

¡Qué gozada!

¡Cuánto placer!

El bueno de mi padre hubo de dejar de fumar cigarrillos porque no le sentaban bien; no sé si fue porque había cogido faringitis crónica en algún momento de su vida de fumador, o por otro motivo, pero cuando empezó a sangrar por la boca, por culpa del humo del tabaco, según le dijo el médico, se pasó al tabaco de pipa que, mira por dónde, es rubio. Y así estuvo muchos años, perfumando todos los espacios de nuestra casa con el agradable aroma del tabaco rubio de pipa, hasta que la enfermedad que lo llevó a la caja –que no es la misma que me va a llevar a mí– se lo impidió. Y no fumó más. Eso fue durante unos seis meses como mucho.

Eso es, más o menos, lo que me queda a mí; espero que sea más bien menos que más;

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lo antes posible, al tanatorio, al crematorio y a donde sea, que no sé dónde será, aunque tampoco me preocupa. Ya he hablado con mi sobrino Lorenzo, y mis cenizas serán esparcidas por la Albufera, durante una puesta de sol, pues aunque estas cosas sean más de hijos que de sobrinos, mi hija, primero, y unos años después mi hijo, murieron en sendos accidentes; de tráfico ella, y cayéndose del andamio en el que estaba trabajando a más de treinta metros de altura él. Pero su madre, mi esposa, no tuvo que sufrirlo, pues hacía ya algunos años que se había ido; se la llevó el mismo mal que se me va a llevar a mí. Y todo esto, ¿por qué?

Sí, ya lo sé; lo leo en la cajetilla de cada paquete que compro, cada vez que saco un ci garrillo para fumármelo: fumar mata; fumar produce cáncer de pulmón; fumar provoca enfermedades cardiovasculares; fumar… ¡a tomar por culo!

Don Francisco, el doctor que me atiende aquí, en el Hospital Provincial, que se empeña en que le llame Paco, porque es mucho más joven que yo –dice– y porque ya es como si fuésemos familia. Pero yo le digo que no, que los tratamientos están para utilizarlos y el don y el usted están en los libros de gramática y en los diccionarios para ser conocidos y, por tanto, utilizados; y punto.

Pues el bueno de don Francisco me echa, cada vez que nos vemos, el sermón: no tenía que haber fumado usted tanto, Manolo –por cierto, me llamo Manuel, pero siempre he sido Manolo, Manolín, de niño–; si me hubiera hecho caso cuando nos conocimos, ahora no habríamos llegado a este extremo.

–Doctor –le contesto–, la culpa no es mía; la culpa no es de los que empezamos a fu mar porque lo hacían nuestros padres, nuestros abuelos, nuestros tíos…todos los hom bres que conocíamos o que veíamos en las películas; porque fumar era cosa de hombres y nosotros queríamos ser hombres.

¿Cómo no íbamos a fumar, o a desear hacerlo, si cada día habíamos de ver, en el cine o en la televisión, a aquel vaquero que se corría de gusto tirando el humo de aquellas caladas que pegaba a su cigarrillo –rubio, por cierto– y que duraban casi medio minuto?

¿Cómo no íbamos a fumar, o a desear hacerlo, si cada vez que leíamos una historia de Anacleto, agente secreto, su protagonista siempre llevaba un cigarrillo encendido en la boca?

¿Cómo no íbamos a fumar, o a desear hacerlo, al escuchar por la radio o ver en la pantalla a la cantante de la voz bonita y sensual fumándose un cigarro de escándalo, tendida en su chaise longue, cantar aquello de “fumando espero al hombre a quien yo quiero”?

¿Cómo no íbamos a fumar, o a desear hacerlo, si a cada boda que íbamos, al final del banquete el padre de la novia obsequiaba a todos los asistentes varones con un buen puro habano, para fumárselo con una copa de buen vino en la otra mano?

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¿Cómo no íbamos a fumar, o a desear hacerlo, viendo a Rick consumiendo cigarrillo tras cigarrillo, intentando ahogar en humo y whisky su dolor por la inesperada aparición del pasado, en su local de Casablanca?

¿Cómo no íbamos a fumar, o a seguir haciéndolo, al ver los puros que se fumaba Trabucco cada vez que mandaba a alguna víctima al otro barrio, en la última película de Willy Wilder?

¿Cómo no íbamos a fumar, o a desear hacerlo, con tantos y tantos ejemplos en las pantallas de cine, o en la televisión, o en nuestra propia casa, o en nuestro entorno?

¿Cómo no íbamos a desear hacerlo?

¿Cómo no íbamos a hacerlo?

Porque el humo, don Francisco –acabo diciéndole–, primero entra por los ojos y, después, por la boca; hasta que aparece el toca huevos de turno, se te instala en los pulmones, y a la caja; unos, con peor suerte, viven con el toca huevos durante muchos años, pues parece que es un toca huevos que tarda tiempo en ser detectado; otros, en cambio, son afortunados y, a los pocos meses, semanas incluso, al tanatorio y al nicho.

O al crematorio.

Mi caso, don Francisco, como usted bien sabe, es mixto, pues aunque se ha tardado mucho en detectar el toca huevos, no pienso durar demasiado, porque yo, lo mismo que el viejo profesor, que llegó a alcalde de Madrid, no quiero que me alarguen la vida, ni que me den quimioterapia, ni nada de eso; si he de morirme, que sea cuanto antes, de manera natural. Y, lo antes posible, a la Albufera.

Ahora, déjeme dormir, doctor. Y si cuando vuelva a visitarme, esta tarde, antes de irse a casa, con los suyos, huele a tabaco en la habitación, no se enfade mucho conmigo, por favor. A los condenados a muerte se les permite comer lo que quieren en su última noche e, incluso, si se da el caso, fumarse un buen puro en su celda. Yo no deseo comer nada, ni especial, ni ordinario; ya sabe que he perdido el apetito; pero sí deseo fumarme un buen cigarrillo de tabaco negro.

El último cigarrillo de tabaco negro.

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Fumando espero
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Eduard Francesc de Paula Gisbert i Sampedro

Al tanatori

L’home de seixanta-quatre anys està observant la caixa de caoba, hermèticament tan cada, on, suposadament, hi ha el cos sense vida de la seua mare.

El covid.

Eixe virus cabró al que li han posat un nom neutre i poc impactant, però que, tot i això, és més perillós que la més devastadora de les riuades.

Que la més devastadora de les riuades.

Ràpidament, es van creuant a la seua ment pensaments, records, paraules, música i amor.

La seua mare, que havia tingut una vida llarga, com la majoria dels membres de la seua família, no mereixia una mort com eixa; ni ella ni totes les víctimes d’eixe virus assassí que es va implantar a les nostres vides, on encara és present, sense haver estat convidat.

L’home de seixanta-quatre anys observa en silenci aquella caixa amb crucifix a la tapa, com ella volia, sense haver pogut, ni tan sols, acomiadar-se d’ella amb la besada de l’adéu. Només hi ha vingut ell i la seua família, la seua pròpia família; els seus germans, fills també de la seua mare, no hi han aparegut.

Recorda totes les ocasions en què la mare havia faltat de la casa, la majoria de les ve gades per algun part o per algun avortament espontani; havia tingut massa avortaments, la mare. I en un parell de vegades, per a operar-se les varius, a les cames. En aquelles ocasions, en totes elles, recorda l’home de seixanta-quatre anys, la família quedava total ment escapçada i, tot i que el pare els portava a la casa de la iaia –la seua mare–, una dona de mal caràcter, sempre malhumorada, que ell veia molt major i resulta que era més jove que ell en aquest moment, la sensació d’orfandat era present en tots els membres de la família, perquè si la família quedava sense el seu motor, com és lògic, no arrencava, no tirava endavant.

Però l’absència més prolongada, recorda l’home de seixanta-quatre anys, quan ja eren tots adolescents, va ser la de la pleuritis.

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Feia dies que no es trobava gaire bé, amb pèrdua de la gana i constants punxades al tòrax, fortes com si li clavaren un punyal, però ella es prenia una aspirina pensant que li anava a fer efecte; no va ser així. I una nit notà com li faltava aire als pulmons i una tos poderosa li impedia dormir, pel que es va alçar, anà al lavabo a expulsar tot allò que tenia a l’estómac, anà a la cuina, es va asseure a un tamboret i començà a pregar:

–Què m’ocorre, Senyor? Ajuda’m, no puc anar-me’n ara amb tu; tinc encara molt a fer en aquesta família i en aquesta casa.

Però la falta d’aire i la tos no remetien.

No volia despertar el seu espòs, el pare de l’home de seixanta-quatre anys i els seus germans, que dormia plàcidament, aliè a tot allò que ocorria a sa casa en aqueix mo ment, així que va decidir que quan es marxara el seu home a treballar, esperaria l’hora d’obertura del metge de capçalera, i li faria una visita.

Poc desprès de les nou del matí, entrà al consultori, pels seus propis peus. Poc desprès de les nou i quart del matí, eixia del consultori muntada a una ambulància, camí de l’hospital La Fe, que portava un parell d’anys en funcionament i era considerat el millor de la ciutat. Podia haver anat a qualsevol hospital de la ciutat, puix l’empresa on treba llava el seu home tenia convenis amb tots els hospitals públics i privats de l’Estat, però el doctor Amorós va preferir enviar-la a eixe, puix no sols era el més nou sinó, també, el millor.

–Aquí estarà vostè molt bé, ja ho veurà.

–Però, què tinc, doctor?

–No ho sé exactament, però crec que té alguna cosa als pulmons, que no acaba d’agra dar-me; no li puc dir res més.

Una veu desconeguda va traure l’home de seixanta-quatre anys dels seus records; es va estranyar, puix no esperava ningú; feia temps que no esperava que sa mare tinguera alguna visita, de fet la majoria dels seus germans catecumenals, pràcticament s’havien oblidat d’ella i, de no ser per un toc que havia hagut de donar el seu fill, seguirien en aquell estat d’oblit absolut.

–Bon dia; és ací, la Pilar Torralba? - preguntà una dona que tragué el cap per la porta; una dona d’eixes que gaudeixen plenament visitant els tanatoris, els morts i les seues famílies.

–No; crec que s’ha confós - contestà l’home de seixanta-quatre anys, intentant ser amable.

–Perdone... –va dir la dona, com a disculpa, i se n’anà.

El seu pare –continuà l’home de seixanta-quatre tornant als seus pensaments i obli dant ràpidament la interrupció d’aquella dona desconeguda–, en assabentar-se d’allò

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que li ocorria a la seua esposa, ho va comunicar als seus superiors, i se’n va anar a l’hospital en taxi, puix es trobava als afores de la ciutat, prop de Campanar.

–La seua dona té una pleuritis –li va dir el doctor Sanz a la porta de l’habitació, puix eixia en eixe moment de visitar-la–; és una malaltia seriosa, de la que, ara que ja és ací, no hem de preocupar-nos; tot i la seua gravetat, la pleuritis, hui per hui, té cura, i anem a posar-nos amb ella des d’aquest precís moment.

–I com? –preguntà el pare, certament espantat.

–Sembla ser –va dir el doctor– que el seu germà major la va patir quan era jovençà, desprès de la guerra, i que ella el cuidava. Possiblement es va infectar en algun moment, però en ser una xica joveneta i forta, el bacteri es va quedar en suspens, sense activar-se. Ara, segons m’ha contat la seua esposa, està passant per uns moments amb les defenses molt baixes, puix sembla ser que, en menys d’un any, han faltat els seus pares i un germà molt estimat per ella.

–Sí, doctor; així és.

–Però no es preocupe; haurà de romandre algunes setmanes ací, perquè la pleuritis no es un constipat o una grip; estiga tranquil, puix estarà en bones mans i ha de tindre tota la nostra dedicació. Poden visitar-la i es convenient que ho facen, puix necessita alçar l’ànim i, com li dic, en unes setmanes, a casa, a seguir el tractament.

L’home de seixanta-quatre anys recorda ara aquest episodi i molts altres de la relació de la seua mare i la Malaltia; ha estat una dona forta i valenta, que sempre ha guanyat totes les batalles que aquesta li ha plantejat.

Excepte aquesta, que ha estat la definitiva; no sabrem mai –tot i que ho podem intuir–com va ocórrer, però desprès de diferents intents, el virus va guanyar la partida, sense pietat. L’home de seixanta-quatre anys va anar a l’hospital a acomiadar-se d’ella, dos dies abans que se n’anara, i no podrà oblidar mai, perquè se li va quedar gravat a la memòria, aquell rostre cansat, aquella mirada inquieta que recorria l’habitació de banda a banda, aquella soledat i aquell silenci que pesava brutalment en aquell ambient ple de tristor, ple de comiat, ple de mort.

L’home de seixanta-quatre anys no és persona de plor fàcil però, ara, davant la caixa mortuòria a l’altra banda del vidre, ha deixat córrer algunes sentides llàgrimes per les seues galtes, i ha donat l’últim adéu a la persona que li va donar la vida, i amb la que espera tornar a ajuntar-se algun dia, en algun indret.

D’ací o d’allà.

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Al tanatori
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Eduard Francesc de Paula Gisbert i Sampedro

En el tanatorio

El hombre de sesenta y cuatro años está observando la caja de caoba, herméticamente cerrada, donde, supuestamente, se encuentra el cuerpo sin vida de su madre.

El covid.

Ese virus cabrón al que le han puesto un nombre neutro y poco impactante, pero que, sin embargo, es más peligroso que la más devastadora de las riadas.

Que la más devastadora de las riadas.

Rápidamente, se van cruzando en su mente pensamientos, recuerdos, palabras, mú sica y amor.

Su madre, que había tenido una vida larga, como la mayoría de los miembros de su familia, no merecía una muerte como esa; ni ella ni todas las víctimas de ese virus asesino que se implantó en nuestras vidas, donde todavía está presente, sin haber sido invitado.

El hombre de sesenta y cuatro años observa en silencio aquella caja con un crucifijo en la tapa, como ella quería, sin haber podido, ni siquiera, despedirse de ella con un beso de adiós. Sólo ha venido él y su familia, su propia familia; sus hermanos, hijos también de su madre, no han aparecido.

Recuerda todas las ocasiones en las que la madre había faltado de casa, la mayoría de las veces por algún parto o por algún aborto espontáneo; su madre había tenido demasiados abortos. Y un par de veces, para operarse las varices, en las piernas. En aquellas ocasiones, en todas ellas, recuerda el hombre de sesenta y cuatro años, la familia quedaba totalmente descabezada y, aunque el padre los llevaba a la casa de la abuela –su madre–, una mujer de mal carácter, siempre malhumorada, que él veía muy mayor y resulta que era más joven que él en este momento, la sensación de orfandad estaba presente en todos los miembros de la familia, porque si la familia quedaba sin su motor, como es lógico, no arrancaba, no salía adelante.

Pero la ausencia más prolongada, recuerda el hombre de sesenta y cuatro años, cuando ya eran todos adolescentes, fue la de la pleuritis.

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Hacía días que no se encontraba muy bien, con pérdida de apetito y constantes pinchazos en el tórax, tan fuertes como si le clavaran un puñal, pero ella se tomaba una aspirina pensando que le iba a surtir efecto; no fue así. Y una noche notó cómo le faltaba aire en los pulmones y una tos poderosa le impedía dormir, por lo que se levantó, fue al lavabo a expulsar todo lo que tenía en el estómago, fue a la cocina, se sentó en un taburete y empezó a rezar:

–¿Qué me ocurre, Señor? Ayúdame, no puedo irme ahora contigo; tengo todavía mucho que hacer en esta familia y en esta casa.

Pero la falta de aire y la tos no remitían.

No quería despertar a su esposo, el padre del hombre de sesenta y cuatro años y sus hermanos, que dormía plácidamente, ajeno a todo lo que ocurría en su casa en ese mo mento, así que decidió que cuando se marchara su marido a trabajar, esperaría la hora de apertura del médico de cabecera, y le haría una visita.

Poco después de las nueve de la mañana, entró en el consultorio, por sus propios pies. Poco después de las nueve y cuarto de la mañana, salía del consultorio montada en una ambulancia, camino del hospital La Fe, que llevaba un par de años en funcionamiento y era considerado el mejor de la ciudad. Podía haber ido a cualquier hospital de la ciudad, puesto que la empresa donde trabajaba su marido tenía convenios con todos los hospitales públicos y privados del Estado, pero el doctor Amorós prefirió enviarla a ese, pues no sólo era el más nuevo, sino, también, el mejor.

–Ahí estará usted muy bien, ya verá.

–Pero, ¿qué tengo, doctor?

–No lo sé exactamente, pero creo que tiene algo en los pulmones que no acaba de gustarme; no puedo decirle nada más.

Una voz desconocida sacó al hombre de sesenta y cuatro años de sus recuerdos; se extrañó, pues no esperaba a nadie; hacía tiempo que no esperaba que su madre tuviera alguna visita, de hecho, la mayoría de sus hermanos catecumenales prácticamente se habían olvidado de ella y, de no ser por un toque que había tenido que dar su hijo, seguirían en ese estado de olvido absoluto.

–Buenos días; ¿es aquí, Pilar Torralba? -preguntó una mujer asomándose por la puer ta; una mujer de esas que disfrutan plenamente visitando los tanatorios, los fallecidos y sus familias.

–No; creo que se ha confundido –contestó el hombre de sesenta y cuatro años, inten tando ser amable.

–Perdone... –dijo la mujer, como disculpa, y se fue.

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Su padre –continuó el hombre de sesenta y cuatro volviendo a sus pensamientos y olvidando rápidamente la interrupción de aquella mujer desconocida–, al enterarse de lo que le ocurría a su esposa, lo comunicó a sus superiores y se fue al hospital en taxi, pues se encontraba en las afueras de la ciudad, cerca de Campanar.

–Su mujer tiene una pleuritis –le dijo el doctor Sanz en la puerta de la habitación, pues salía en ese momento de visitarla–; es una enfermedad seria, de la que, ahora que ya está aquí, no debemos preocuparnos; pese a su gravedad, la pleuritis, hoy por hoy, tiene cura, y vamos a ponernos a ello desde este preciso momento.

–¿Y cómo? –preguntó el padre, ciertamente asustado.

–Parece ser –dijo el doctor– que su hermano mayor la sufrió cuando era joven, des pués de la guerra, y que ella le cuidaba. Posiblemente se infectó en algún momento, pero al ser una chica joven y fuerte, la bacteria se quedó en vilo, sin activarse. Ahora, según me ha contado su esposa, está pasando por unos momentos con las defensas muy bajas, pues parece que, en menos de un año, han faltado sus padres y un hermano muy querido por ella.

–Sí, doctor; así es.

–Pero no se preocupe; tendrá que permanecer algunas semanas aquí, porque la pleu ritis no es un resfriado o una gripe; esté tranquilo, pues estará en buenas manos y debe tener toda nuestra dedicación. Pueden visitarla y es conveniente que lo hagan, puesto que necesita levantar el ánimo y, como le digo, en unas semanas, en casa, a seguir el tratamiento.

El hombre de sesenta y cuatro años recuerda ahora este episodio y otros muchos de la relación de su madre y la Enfermedad; ha sido una mujer fuerte y valiente, que siempre ha ganado todas las batallas que ésta le ha planteado.

Salvo ésta, que ha sido la definitiva; nunca sabremos –aunque podemos intuirlo–como ocurrió, pero después de diferentes intentos, el virus ganó la partida, sin piedad. El hombre de sesenta y cuatro años acudió al hospital a despedirse de ella, dos días antes de que se marchara, y nunca podrá olvidar, porque se le quedó grabado en la memoria, ese rostro cansado, esa mirada inquieta que recorría la habitación de lado a lado, esa soledad y ese silencio que pesaba brutalmente en aquel ambiente lleno de tristeza, lleno de despedida, lleno de muerte.

El hombre de sesenta y cuatro años no es persona de llanto fácil, pero, ahora, ante la caja mortuoria al otro lado del cristal, ha dejado resbalar algunas sentidas lágrimas por sus mejillas, dando el último adiós a la persona que le dio la vida, y con la que espera volver a reunirse algún día, en algún sitio.

De aquí o de allá.

60 En el tanatorio
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La decisión

Ahí está de nuevo. Vaya donde vaya, siempre me acaba asaltando. Da igual si estoy en el instituto como en la calle con mis amigos: nunca dejará de perseguirme. Allá por donde voy, veo surgir su cilíndrica figura de alguna oscura riñonera o de un recóndito bolsillo. Su llamativa banda de color naranja atrapa rápidamente mi mirada, que capta su trayectoria mientras es desenvainado por su dueño. A pesar de que sé lo que vendrá después, ya es demasiado tarde. En seguida me apuntan con su extremo abierto y oscuro, relleno de misterioso contenido. Intento huir, pero las fatídicas palabras llegan a mis oídos antes que pueda reaccionar.

—¿Quieres un cigarro?

Se hace el silencio. Casi puedo sentir en mi piel cada punto en que se clava la mirada expectante de algún asistente. Comienzan a sudarme las manos. Muchos de los que ahora me observan ya lo han aceptado. Oigo el crujir de un mechero al activarse, y percibo aquel olor fétido pero intrigante, repulsivo y al mismo tiempo seductor.

Todo esto ha pasado en una fracción de segundo, y noto cómo pasa el tiempo y tengo que dar una respuesta. Miro a Joaquín, que está sentado a mi derecha. Joaquín es mi amigo de toda la vida: nos conocemos desde que comenzamos el colegio, y siempre he mos sido inseparables. Hasta hace bien poco, pasábamos horas y horas jugando con los Lego que tanto nos divertían: tardes enteras montando algún nuevo set que nos habían regalado a uno de los dos, tras lo cual nos apresurábamos a hacer encajar las pequeñas figuras que incluía en el complejo universo que habíamos ido creando. Otros días char lábamos mientras dibujábamos personajes de libros que habíamos leído, o echábamos partidas de ping-pong en la mesa que tengo en mi casa.

Así había sido siempre, y así era como yo creía que funcionaría todo indefinidamente. Hasta que un día las cosas cambiaron. Comenzó con un presentimiento, una vaga intuición. Noté que aquel día Joaquín no estaba como siempre. Andaba distraído, como si

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estuviera en otro sitio. En el colegio, últimamente se relacionaba mucho con otro grupo de nuestro curso, compuesto por chicas y chicos que salían los fines de semana con gente un par de años mayor que nosotros.

Antes de que me diera cuenta, ese grupo con el que jamás pensé que tendríamos nada que ver, invitó a Joaquín a salir con ellos un viernes.

—Les he dicho que si podía invitarte también, y han aceptado. ¿Vendrás, verdad? — me dijo con esperanza.

—Pero Joaquín, aún nos queda por montar la octava bolsa del Halcón Milenario. Dijimos que la íbamos a terminar este viernes, ¿no te acuerdas? —repliqué molesto. Me había costado meses convencer a mis padres para que me compraran el Halcón Milena rio, hasta que al final me lo habían regalado por mi cumpleaños.

—Eso puede esperar, hombre. Además, no querrás que seamos niños chicos toda la vida.

Finalmente, accedí cuando me prometió que retomaríamos el montaje del Halcón Milenario el sábado, pero no pude quitarme de la cabeza en todos esos días las palabras de Joaquín: “no querrás que seamos niños chicos toda la vida”. ¿Por qué decía aquello? ¿Por qué era de “niño chico” tener ilusión por terminar de montar el Halcón Milenario? Teníamos doce años, ya no éramos “niños chicos”.

A partir de esa semana, comenzamos a salir todos los viernes con los amigos de Joaquín. Pronto descubrí que eran muy distintos a nosotros: decían cosas que no entendía muy bien, y las que entendía muchas veces me hacían sonrojar. Fue entonces cuando apareció por primera vez ese enigmático cilindro. Hasta entonces, yo sólo había visto fumar a los adultos, cuando iba con mis padres a un bar, por ejemplo. Siempre me había parecido asqueroso el olor que desprendían los cigarrillos, pero cuando vi que la mayoría de los del grupo lo consumían, la curiosidad comenzó a crecer de manera incontrolable.

Joaquín pronto sucumbió a la tentación. Recuerdo verle llevándose su primer cigarro torpemente a la boca. Una chica tuvo que encendérselo, y empezó a toser casi en segui da. Se notaba que no le había gustado, pero cuando todo el mundo comenzó a felicitarle y darle palmadas en la espalda, se reconfortó en el acto. Esto no hizo sino reforzar mis ganas de probarlo, pues hasta entonces Joaquín y yo lo habíamos hecho todo juntos. Han pasado varios meses de esos primeros días, y ahora Joaquín se maneja mejor con los cigarros. Lo miro mientras le enciende otro pitillo a una chica, pero recuerdo que sigo teniendo que dar una respuesta.

Vuelvo la mirada de nuevo al cilindro que tengo frente a mí. Su portador me mira como probándome, haciendo que el cigarrillo parezca el cañón de un fusil con el que me está amenazando. Vuelve a preguntármelo:

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—¿Me has oído? Te he dicho que si quieres uno. Anda, cógelo. Al principio sabe mal, pero luego verás cómo te acostumbras.

No puedo apartar la vista del cigarrillo. Es tan fácil: lo tengo ahí mismo. Solo tengo que extender la mano y agarrarlo. Me imagino cómo me felicitará el resto si lo cojo, cómo me sonreirá Joaquín al encendérmelo con su mechero nuevo.

Finalmente, tomo una decisión.

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La decisión
65 Carlos de Francisco Cañón

Maneras de respirar

Lo olvidé, claro. Mi abuela murió hace tanto tiempo, que olvidé a qué “sonaba”. Porque todos tenemos un sonido característico, ¿no? Los niños suenan a diccionario de galimatías; los adolescentes, a géiser; los hombres maduros, a taller de sueños fallidos; y los mayores, a chimenea de tren. No está mal. Suena poético.

Luego, hay excepciones. Yo, por ejemplo, soy un hombre maduro, pero he soñado muy poco. A veces viajo, pero podéis creerme: no sueno a Taj Mahal ni a gañido de Bombonera. Me gustan los países adosados, Portugal y Francia. Me reconozco en la saudade y la chanson de los sesenta. Adoro a Françoise Hardy. Me pregunto qué habrá sido de ella.

Qué diablos, los hombres maduros como yo no sonamos a nada. ¿A taller de sueños fallidos? Venga, no nos pongamos estupendos. Un día amanecemos con el meñique despellejado y no sabemos a qué atenernos, pero tampoco queremos ir al médico y que nos atenga él a nada. Lo dejamos estar y, puestos a esconder el polvo bajo la alfombra, miramos para otro lado si el Manneken Pis orina sangre o nos olvidamos de los títulos de las canciones de Françoise Hardy (ya sé lo que ha sido de ella, lo he buscado en google: un linfoma extranodal contra el que lucha desde el año 2003, la nostalgia de la minifal da, la melena de lady Godiva, los Peeping Toms).

Quiero decir que durante la mayor parte de nuestra vida, entre los treinta y cinco y los setenta más o menos, no prestamos atención a la calidad de nuestro sonido; y no importa si desafinamos o no, porque, al fin y al cabo, nosotros somos los directores de la charanga, o creemos serlo. Si tenemos hijos –y no es mi caso, conste–, nos empollamos como cualquier padre un manual de semántica o un compendio de hidrogeología, y nos esforzamos por interpretar la jerigonza de esos pequeños bastardos. Así, sordamente, va pasando la gloria del mundo.

Porque si la adolescencia es una fiebre que remite pronto, la madurez es una peste de la que no podemos ser aislados. Una oquedad sin brillo. Un cero sin otro atributo que su enojosa redondez. Pero peor que eso, creedme, más penoso o menos simpático –peor, sí, mucho peor–, es la vejez con su chimenea de tren de vapor.

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“Envejecer es tremendo”, piensa Françoise Hardy.

(Este cuento habla de ti, papá, ahora ya lo sabes, no dejes de leerlo, estoy intentando hacerlo bien, sin desfallecer hasta la última línea. Llevo varios años en blanco, pero este cuento me gustaría publicarlo, como he publicado otros, y que tú lo leyeras y sintieras la verdad, el dolor y la alegría que hay en él. Me gustaría que este cuento fuera algo así como un sílex tierno, un hacha inofensiva, nada más).

Mientras almorzaba esta tarde –ensalada y pollo, como todos los miércoles–, me he fijado en la respiración de mi padre y se me ha venido a la cabeza el resuello de mi abuela, que murió hace más de veinte años. Veintitrés, para ser exactos. Por supuesto, no me he sentido tentado de saludar a su fantasma en el sofá, porque sabía perfectamente que mi abuela no iba a resucitar por tan poca cosa: ver comer a su nieto, que ya peina canas, o acompañar a Jordi Hurtado en Saber y ganar. No. Sin dudas, era mi padre el que respiraba: mi padre, que, sin darme cuenta, ha saltado de casilla para acomodarse en el pasillo de colores que precede a la meta, ese en el que no hay cárceles ni seguros y nadie puede comerte, qué alivio.

Respira como mi abuela, esto es, tomando aire en cantidades balénidas para soltarlo después en ráfagas concisas e impetuosas. Así respira mi padre. Es un oso hormiguero que chupa ansioso la caja de humos de la caldera y se percata, tontaina, de que se está quemando la lengua.

Mi padre tiene la edad de mi abuela y yo tengo la edad de mi padre. No es un acer tijo. Es la sustantividad de los hechos. Mi padre suena a mi abuela unos años antes de morir y yo sueno a la calma chicha de mi padre, cuando recorría las playas de Salou, o me subía a hombros para que admirara desde el balcón de su coronilla los monigotes de Cortylandia. Que sonaban a promesa de castillo, al helor de una habitación ausente de caldera, a la excepcionalidad de una copa de champán que estimulaba sueños selváticos, mañanas de resaca, delicadeza.

Pero si aspiro a la honradez a carta cabal en este cuento, no puedo mentir, como he hecho más arriba, y apuntar que la respiración de mi padre, esa suerte de silbido cosido a balazos, me ha pillado de improviso. Los seres humanos declinamos como el sol o las civilizaciones, lentamente. Para entendernos, el jueves negro tuvo que venir precedido por un miércoles gris o un martes plomizo, y, hasta que se abrió el séptimo sello, los animales no hacían más que repetir la letanía esa del “Ven y verás”, quizá para que San Juan no pudiera impugnar el fallo del Apocalipsis.

Yo no he estado en Patmos, lo que no quita para que haya recibido algunas revela ciones, más modestas que las del evangelista pero también más inteligibles. A saber, el modo en que respiramos o la manera en que nos levantamos del sofá. El día en que a mi

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madre le costó ponerse en pie y tuvo que reptar hasta el borde para hacerlo, supe que había dejado de ser joven.

¿Y yo? ¿Qué hay del entomólogo, eh? Porque releyendo lo que he escrito hasta ahora me da la impresión de que veo las edades como compartimentos estanco y de que no voy a quebrar mi voto de silencio hasta cumplidos los setenta. Respira, aspira, respira, aspira, y hazlo con cautela para que la muerte no sepa nunca dónde estás. ¿Acaso no estoy envejeciendo mientras escribo? ¿Cuántos millones de células se me mueren cada día? ¿Quién dijo aquello de “nacemos para morir”? Se quedaría calvo, el tío. Tuvo que ser Little Foot. O Lucy. O los dos a la vez.

Una noche ingresaron a mi abuela en el hospital y, a la mañana siguiente, dejó de res pirar, aunque en la habitación seguía habiendo aire. Mi abuela se quejaba siempre de sus problemas con las branquias, como si fuera un pez, y otras veces se tenía por un ratón: le costaba roer los alimentos. Yo estaba ahí cuando se apagó. La agonía tiene una manera inhóspita de respirar, como de tala amazónica. Es un exorcismo en el que conjuramos la fuerza maligna de la vida. Mis padres lloraron, desconsolados: era otra cuenta más en la cadena del adiós, una nota en el minué de la ceniza. Lo que más le pesaba a mi padre era que ya nunca podría corregir alguno de sus silencios con una palabra o un descuido con un abrazo. Sabiendo, como sabía, que Dios no había señalado a su madre con el don de la vida eterna, a veces había preferido el orgullo a la clemencia. Dejó que las palabras se oxidaran en su alma, y me legó sus aprensiones.

Por la noche, cuando mi padre tose en la cama, deseo envenenarme con las convulsio nes que lo desgarran. Yo podría vencerlas. Todavía soy fuerte. No soporto el abuso sobre los débiles, las lágrimas de los bebés ni el sopor con que la naturaleza gusta de aplastar a los más viejos.

Más allá de la chimenea del tren, está el humo que se desbarata en el aire. En la meta del parchís, susurran los cipreses. Me di cuenta de ello la semana pasada, en un cementerio. Los muertos no juegan a contener la respiración.

Los muertos no respiran. Y envejecer, Françoise, es tremendo. Qué razón tienes.

En el parque de abajo, los corredores jadean. En la cama, jadean los amantes. Jadea el hombre que descarga el camión de mudanzas y, a su manera, también mi padre ja dea. Este cuento va de eso. De jadeos. De nuestra manera de respirar. O, más bien, de la manera de respirar de mi padre. De cómo nos perdemos. O, más bien, de cómo –y cuándo– nos encontraremos.

(Ya me dirás, papá, si te ha gustado).

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69 Alberto de
Dávalos
Frutos

Sin rastro de apnea

La última y más importante decisión que tomé en mi vida fue la de dejar de respirar o, por lo menos, hacerlo muy lentamente. Quería ser lo más parecido a una piedra o, mejor, a un monte, a una arboleda en la que el ruido del viento se confundiera con mi resoplido, pero los médicos no me dejaban. Ellos siempre me han acompañado, no sé si por interés científico o porque acabé siendo para ellos una enorme y exótica mascota.

Mi madre siempre me decía: “Hijo mío, respira bajito, no molestes a nadie; trata de pasar desapercibido y así te dejarán en paz y vivirás tranquilo. Eres especial y a nadie le gusta lo diferente. Mira a tu padre lo que le pasó por llamar la atención, al final acabó entre rejas”.

Pero la personalidad de cada uno es inevitable, y por mucho que la disimules o disfra ces, no la puedes cambiar. Nacemos cada uno con la nuestra y es única: la personalidad es la huella dactilar de la conciencia o del alma o de como lo quieran llamar, que de todo hay expertos.

Por mi singularidad, siempre he estado rodeado por médicos de todas las especialida des, sobre todo neumólogos, que han intentado, sin mucho éxito, enseñarme a respirar de forma adecuada. Para ellos, todo pasa inhalar y exhalar correctamente: la respira ción es la herramienta de control corporal más importante, con ella podemos activar el cuerpo o desactivarlo. Me explicaron que existen dos tipos de respiración: la intercostal (torácica) y la diafragmática (abdominal).

Después me obligaron a hacer deporte, algo que no es natural en mí y que por ge nética no necesito. Intentaron que aprendiera a utilizar los dos tipos de respiración dependiendo de la actividad que realizara, si lo hacía bien, todo eran ventajas: generaría endorfinas, el cuerpo se oxigenaría mejor y sentiría menos cansancio; pero la cosa no funcionó porque yo lo que quería era dormir, comer y viajar, en ese orden.

Como me tenían encerrado la mayor parte del tiempo intentando enseñarme algo que nunca podría hacer como ellos me pedían, lo único que lograron es que tuviera ataques de ansiedad, y la solución, cómo no, también era cuestión de respirar y de hacerlo más lenta y profundamente.

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Pero en lo que más insistieron fue en cambiar mi resuello mientras dormía. Yo intenté explicarles que formaba parte de la herencia familiar, que aquellos ruidos eran lo normal y que esos parones no eran apneas. Dio igual; se empeñaron incluso en ponerme un aparato con una mascarilla que me cubría la nariz y la boca y que acababa destrozado la mayoría de las noches.

Con mucho esfuerzo y todos los tratamientos y pruebas a los que me sometieron, consiguieron por fin que durmiera un poco peor. Pero fue cuando la conocí cuando las cosas se torcieron del todo.

En una de mis excursiones obligatorias a otros centros médicos, la vi, mejor dicho, primero la oí: aquella risa escandalosa a mí me parecía música divina y al resto del mun do un peligrosísimo bramido. Coincidíamos en las salas de espera y en el comedor. Me encantaba verla comer, disfrutaba con la comida sin complejos. Enseguida simpatizamos y, aunque podíamos mantener largas conversaciones sobre cualquier cosa, no necesitábamos muchas palabras para saber lo que pensaba el otro. A las pocas semanas, teníamos claro que todo aquello que nos rodeaba se quedaba pequeño.

Todo se descompensó: mis inspiraciones y espiraciones se volvieron irregulares y fuer tes, curiosa sensación la de estar enamorado: me sentía arder por dentro y a la vez tenía el corazón congelado.

Para desesperación de los técnicos, nos quitábamos los cables de las pruebas de sueño y nos escapábamos de nuestras habitaciones para mirar juntos la luna desde los tejados.

Una de aquellas noches, nos dimos cuenta de que nuestros resoplidos estaban per fectamente sincronizados y que lo que para los demás era algo a corregir, para nosotros se convirtió en la señal evidente de que entre los dos formábamos algo extraordinario. El resto del planeta se equivocaba, aquello que éramos no era un error, era la respuesta exacta. No estábamos enfermos, solo necesitábamos volar lejos y respirar sin pensar. Misterio resuelto.

Cuando se dieron cuenta de lo que ocurría, decidieron separarnos. Había otros planes preparados para los dos y no podían permitir que se estropeara todo.

A los pocos días, sin avisar y sin despedida, ella desapareció. La pena inicial se convir tió en rabia y dolor, y entonces pasó lo que tenía que pasar dadas las circunstancias. Por mucho que los neumólogos se empeñen en intentar cambiarlo, los dragones es lo que hacemos: respirar aire y expulsar fuego.

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Epílogo

El dragón enamorado y ahora triste y enfadado, obligado a respirar como querían los especialistas, arrasó con todo en varios kilómetros a la redonda; las batas chamuscadas y los cuerpos calcinados se contaron por docenas. El dragón se alejó volando. La leyenda dice que acabó posándose sobre un monte nevado, donde se quedó profundamente dormido. Con el calor de su cuerpo, la nieve se derritió y un hermoso pinar creció sobre su lomo. Hoy, apenas puede distinguirse una garra de una raíz, alguna escama de una roca o un pedazo de mármol de un diente.

En el silencio de las calurosas noches de verano o en las no menos silenciosas noches invernales, si te adentras en el bosque y solo si estás verdaderamente enamorado, puedes distinguir del viento la lenta y pausada respiración del dragón; sin el mínimo rastro de apnea.

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Sin rastro de apnea
73 Guillermo García Jimenez

Adolescente 5.0

Quiero pensar que lo merezco.

Pero claro, es que disfrutar de nuevo del amor, así, con mis 50 a la vuelta de la esquina y mi mochila de vida bien cargadita… se me hace raro.

Que se dice pronto, pero tengo dos enfermedades potencialmente mortales que han venido de la mano, y a la par que la pandemia, y se han cargado de un plumazo parte de mi historia pasada y futura.

Así que ahora me veo, de repente, envuelta en esa ilusión de adolescente, ese brillo en los ojos, esas “mariposas en el estómago” cuando sé que le vuelvo a ver y una sonrisa pintada en mi cara, que entre tanta incertidumbre sobre mi salud y mi futuro, me sor prende y me dejo llevar.

Vamos, que si yo misma me viera, desde el Yo de hace 2 años, me diría:

- Oye, pareces una chiquilla enamorada, ¿es que te has echado novio?

- Pues sí. Y feliz de la vida que soy.

- Olé tú! Pero, escucha… ¿y se puede ser feliz teniendo como tienes esclerodermia con fibrosis pulmonar y cáncer de pulmón?

- Pues sí. ¡Y mucho!, me digo.

Y es verdad. Porque si algo he aprendido con mis diagnósticos es que lo que vale es el “ahora” y disfrutarlo al máximo.

Disfruto de nuevo de los paseos cogidos de la mano. De los besos inocentes. De los besos con deseo. De las caricias. Del olor de su piel.

De las duchas juntos. Del sexo maduro. Del dormir abrazados. Del desayuno en com pañía. De miradas cómplices. Y de risas, muchas risas.

¡Cuánta falta me hacían las risas y no lo sabía! Somos un par de payasos.

La esclerodermia ya formaba parte de mí cuando le conocí. Recuerdo perfectamente el día que me preguntó por ella y cómo afectaba a mi vida. Podría haber salido corriendo en aquel momento y no lo hizo. Le conté todo. Transparencia total, como suelo hacer siempre cuando explico lo mío.

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-Por cierto, separada y con 2 hijos adolescentes.

Y no se fue.

A los pocos meses, algo cambia y mi cuerpo lo nota. En uno de los controles rutinarios de mi esclerodermia, encuentran un tumor en el pulmón. Más cansancio. Más dolor. Vertiginosa espiral de pruebas diagnósticas y ahí seguía él.

Acompañando. Aceptando. Apuntalando esta torre que soy yo para que no caiga durante a la batalla.

Risas, paseos, besos, sexo, caricias, duchas, desayunos. Tequieros. Qué bien me vienen.

Los “tequiero” de verdad a veces no se dicen, se hacen.

Muchos de sus tequieros han sido un bizcocho de café, de plátano, de chocolate…

Arroces de verduras o pescado, guisos ricos…

O regalos sencillos: un retrato en acuarela lleno de color, una camiseta con mensaje, una taza para el desayuno que me encanta…

Son tequieros sencillos y sinceros.

Casi 500 km separan nuestros tequieros. Él vive donde yo paso mis veranos. Pero no importa, le tengo junto a mí a mensaje de Whatsapp.

-Me darán quimio…

-¡Vamos a ello! ¡Tú puedes!

Quimios. 3 ciclos, 3 meses. Carboplatino y vinorelbina.

-¡Superadas! ¡Vengo a verte! Y él me espera y de nuevo esa ilusión de adolescente me recorre entera.

Y entre risas, paseos, besos, sexo, caricias, duchas y desayunos, hablamos:

-Me operarán…

-Te acompaño y te espero.

-Habrá cicatrices…

-Las besaré.

-Siento miedo a no volver a verte…

-Volverás. Y más fuerte que nunca. Habrás vencido y aquí estaré para celebrar contigo la victoria.

Qué bonito.

Hace sólo una semana que me han extirpado los ganglios mediastinos. Esperamos resultados de su análisis para poder programar la cirugía del pulmón. Mi tumor se en cuentra en el lóbulo superior del pulmón izquierdo. Las quimios lo han reducido y adormilado. No tardaré en entrar de nuevo en el quirófano y me extirparán todo ese

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lóbulo. Lo que me quede, pulmón derecho y poco del izquierdo, estará fibrosado por mi esclerodermia. Veremos cómo quedo… Confío en que todo irá bien. Tengo unos doctores increíbles y un gran hospital. Me espera una dura batalla, pero… por mis hijos, por mi gente, por mi amor cercano a distancia... por el lujo de la sencillez y el color de la vida... y sobre todo por mi adolescente interior; la que disfruta tanto de las risas, paseos, sexo, caricias, duchas y desayunos juntos y tequieros comestibles y deliciosos… sólo por lo feliz que soy en éste momento, a mis 50 años… saldrá bien y lo merezco. Estoy segura.

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Adolescente 5.0
77 María Elena García Romera

La primera vez

Sin razón aparente, y para su sorpresa, aquella extraña caricia en su cara le llenó la mente de recuerdos. Esa primera vez le trajo a la memoria otras primeras veces que marcaron su vida.

Cerró los ojos y la vio, en una imagen tan clara y nítida como irreal. “Carla”, musitó para sí. Bella, altiva, burlona, atrevida. “Carla”. Y desfilaron por la oscuridad de sus pensamientos todas las primeras veces con ella.

La primera vez que la vio. La primera vez que le sonrió. La primera vez que la besó. La primera vez que la amó.

Y aquel primer cigarrillo.

–No hay nada como el pitillo de después.

–A mí me gusta más lo de antes –dijo él, y ella rio la ocurrencia.

–Pero nada te impide llenar el después con otro placer.

–En el después me basta con mirarte.

–¡Anda, no seas cursi! Toma uno, te gustará.

–Es que yo no fumo.

–Siempre hay una primera vez.

Todo valía la pena por Carla. Correr, abandonar, reír, llorar, desaparecer, dejarlo todo atrás, saltar al vacío… Fumar.

Se dejó llevar y atrapar. Se dejó seducir por la sensación de felicidad, de seguridad, de placer y de paz que ella le daba. Y, en el mismo camino, se dejó seducir por la falsa sen sación de felicidad, de seguridad, de placer y de paz que creía conseguir envolviéndose en humo.

Abrió los ojos para huir del dolor de los recuerdos. Pero la realidad le golpeó más fuerte y quiso volver atrás.

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Aquel amor eterno duró apenas un año. Un mal día, Carla se plantó ante él. Bella, altiva, burlona, atrevida. Y le expulsó de aquel sueño sin perder la sonrisa. –Necesito espacio. Espacio, libertad, tiempo. Necesitaba aire, le dijo. Oxígeno.

Y le dejó. No supo rehacerse. Y se entregó a la nicotina como quien se entrega a una amante de pago para enmascarar la pena. Fumaba para recordarla y para olvidarla. Fumaba porque la quería y fumaba para odiarla. Fumaba porque estaba mal y para aparentar que estaba bien. Fumaba buscando en el cigarrillo el sabor de sus labios. Convertía cualquier pre texto en razón de peso para no abandonar. Para abandonarse.

Y, poco a poco, el aire que le había cedido a ella empezó a faltarle a él. Primero fue la fatiga. Después los silbidos en el pecho y, más tarde, la tos. Siguieron las muchas visitas al médico, las pruebas, los análisis. Y llegó el diagnóstico, tardío, pero aplastante.

Volvió a abrir los ojos y lanzó un suspiro. Un suspiro corto, ahogado y débil que surgió de sus labios encerrados en plástico. En el plástico de aquella mascarilla que, con una extraña caricia en su cara, le unía a la máquina a la que tendría que estar atado a partir de ahora. La máquina que le permitiría respirar como antes de que la marcha de Carla le cortara la respiración. La máquina que le daría lo que más necesitaba. Aire. Oxígeno. La máquina a la que hoy se conectaba por primera vez.

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Fisiopatología de los injustos porqués

No hay dolor más grande que el resultante de invertir la línea de supervivencia en las subdivisiones de una misma rama del árbol genealógico. No es natural que un progeni tor sobreviva a su vástago. Es una torpeza de la naturaleza.La injusticia de un dios menor que no amerita su trono, que se excusa con el libre albedrío y lo estocástico.

Y lo estocástico se vale de artificios, de lo darwiniano, para no sonrojarse del resultado, para expulsar esa culpa de la que nadie quiere ser padre, ni padrino.

Y se buscan responsables, incursos, histriones, para que carguen sobre los hombros de su conciencia con las etiologías, las razones y los fundamentos.

Y se presenta al tabaco como reo, a las atipias como conniventes de un proceso sin retroceso.

Giró la manilla y la puerta se abrió lo suficiente como para que la pequeña, su nieta, introdujera la cabeza. Una muralla de espeso humo las separaba.

Al otro lado, una señora maltratada por los años, con un cigarrillo entre los labios, dos lágrimas insumisas que resbalaban por su cara, siguiendo escrupulosamente las leyes de la gravedad.

El hueco de una madre, como el humo, se interponía entre ambas. Otra densa fumarada se la había llevado, tras una lucha atroz por vencer en la batalla y suplicar a un dios sordo e inflexible.

La tos sigue siendo protagonista perenne en aquella casa de mujeres. Amonestación y consejo que lucha contra la extinción. Las rutinas se adueñan de aquel anfiteatro en que los gladiadores se cubren con filtro y sin filtro.

Los pasos de la abuela eran cortos y lentos, comedidos, como su respiración trabajosa, consciente, forzada y piante, música desacorde que retrotraía a los últimos estertores de la que ejerció su rol de segunda generación.

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La puerta se volvió a cerrar y la manilla giró nuevamente, tras esconderse aquella cabecita inocente con tirabuzones rubios y una senda por caminar cargada de maneras, tributos y lastres de sus amados ancestros.

Otras dos lágrimas, con el mismo puerto de partida y el mismo suelo en que arribar. Dos lágrimas que navegaban por aquella carita blanca. Otra niñita huérfana sin que la culpa encuentre culpable que la apadrine. Otra y otra y otra madre que acorta su vida sin tener a quien regalar el sobrante de años no vividos. Otra ausencia involuntaria sin que el escarmiento en cabeza ajena lo pueda remediar.

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Negra Sombra

Abrió los ojos gradualmente con la vana esperanza de que todo siguiese igual. Pero no. El techo, de un tono amarillento sucio, había descendido algo más, como todas las mañanas en los últimos tiempos. Intentaba engañarse diciéndose que solo era una mala pasada de su imaginación, pero ya antes de empezar a recorrer el cuarto con la mirada sabía lo que se iba a encontrar. Algo imperceptible quizá para otros, pero no para él. La habitación estaba encogiendo, se hacía cada vez más pequeña sin que él pudiese hacer nada por impedirlo.

Techo y paredes se acercaban más y más, como un decorado de pantomima que alguien estuviese ordenando desplazar sin percatarse de que el actor principal, él, todavía permanecía en la estancia.

Se revolvió de ira durante unos segundos y sintió cierto alivio, porque la furia era pre ferible a la opresión que lo agarrotaba cada mañana. Le dio por pensar que llegaría un día en que las paredes acabarían por aplastarlo definitivamente, y durante unos segundos la idea funcionó como un bálsamo de consuelo. Mejor un golpe por sorpresa que la angustia lenta de tanto tiempo.

Al sentirse completamente superado obligó a su mente a frenar en seco. Probó a cen trarse en algún pensamiento amable que pudiese infundirle algo de calma y consuelo. Pero por más que lo intentó, no pudo encontrar ninguno. Lo había ya ensayado todo. La meditación le había dado unos días de respiro, pero no los suficientes. Su araña interior recuperó enseguida el espacio y volvió a tejer la tela negra que lo envolvía fuertemente y sin piedad, sin dejar ni un solo resquicio por el que huir. Como en aquel viejo poema del colegio, Negra Sombra, nunca me abandonas, en el que veía reflejada su agonía cada instante del día.

Trató de pensar en cómo había comenzado todo, en la primera mañana en la que percibió que la habitación había menguado, y se percató de que no lo recordaba. Le resultaba muy difícil reconstruir sus pasos, sin duda porque su cabeza se negaba a evocar la vida ya olvidada, cuando nadie estrujaba el decorado contra él.

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Al dolor por el paraíso perdido se sumó una espantosa sensación de soledad. Antes tenía mujer, hijos y otras personas que lo querían y con los que compartía sus anhelos. Qué iluso, había dado por sentado que aquello duraría para siempre. Su mujer hacía mucho que se había ido. Sus hijos ahora entraban en la habitación pero dejaban fuera el alma. Las pocas veces que iban, él reconocía enseguida su afán irrefrenable por huir. Al principio luchó fuertemente por retenerlos, pero acabó por cejar y así, poco a poco, también ellos se fueron desvaneciendo en el recóndito lugar al que apartaba los recuerdos. Ahora su mundo se reducía a una mujer filipina, muy prolija y atenta, pero demasiado rápida y siempre con una sonrisa boba en el rostro porque no hablaba español. Por eso no era capaz de hacerla entender que muy pronto no sería necesaria su ayuda, que no habría habitación que limpiar.

Reaccionó violentamente contra los recuerdos. El pasado dañaba más que la negra sombra en la que volvió a sumergirse de un modo deliberado. Verse envuelto por la araña era mil veces preferible a rememorar los años en que caminaba y amaba sin imaginar lo que estaba por venir.

Se sintió algo reconfortado al retornar al minúsculo espacio menguante en el que se desarrollaba su vida. No recordaba cuándo había salido de aquella habitación por última vez, pero sí que, cuando se encerró, fue por la certeza de que no sería capaz de volver, de subir la docena de peldaños que lo alejaban de su alegre vida anterior. Decidió girarse, recolocar las cánulas por las que corría el poco aliento que le quedaba y cerrar los ojos para dormir. Sabía que al despertar todo empezaría de nuevo, que los abriría gradual mente con esperanza pero solo para ver que el techo amarillento habría descendido un poco más.

Finalmente se durmió obligándose a no soñar.

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Espuma de amor

Inmaculada Lassaletta Goñi

Después de dos años de pandemia, de haber estado en el ojo del huracán.

Con alegría de ejercer la enfermería, pero con mucha tristeza a la vez.

Con alegría, porque la amo con locura, y con tristeza, por ver la soledad, por no poder dar abrazos y besos.

Después de tantos meses de incertidumbre, empieza un año distinto que ahora os contaré.

En mi puesto de trabajo, unas gafas de oxígeno de una paciente me hacen caer al suelo. A punto de realizar una broncoscopia, mi mente se desvaneció.

Dolor, pérdida de consciencia, y en unos segundos, me veo rodeada de todos mis compañeros.

Mis ojos no querían ver lo que estaba pasando, mi cabeza me daba vueltas sin parar.

De repente, me veo en urgencias y me dicen que me he roto el húmero y que había que operar.

Ahí empezó mi suplicio. Dolor, tristeza, incapacidad, inquietud, nerviosismo, dos operaciones y mucha rehabilitación.

Tenían que pasar los días, con lectura, estudios en línea, y mi mente no para de pensar.

Cicatrices externas, pero también internas, que tardarán en desaparecer.

Todos estos síntomas les pasan también a nuestros pacientes.

¿Los sabemos reconocer?

¿Sabemos darles lo que necesitan?

Ante una crisis asmática, ese aire que no entra en los pulmones, esos ruidos como torcer un papel, esa ansiedad y ese miedo.

Ante una EPOC, ese “no llego a mi casa”, “me tengo que poner un inhalador porque no puedo más”.

La mente nos juega malas pasadas, hablemos con ellos, sintamos con ellos.

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Unas palabras amables, ese juego entre tú y yo, hacen mucho para seguir viviendo.

Esas cicatrices a las que es difícil decirles adiós se hacen más fáciles con nuestros signos de “aquí estoy yo para ayudarte”.

Esas cicatrices se dibujan con palabras de ánimo.

El lunes vuelvo a mi trabajo, y tras esta reflexión, creo que darse cuenta de todos estos pensamientos nos hará crecer a todos, a nuestros pacientes y a nosotros mismos, llenando nuestros corazones de espuma de amor.

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Luísa

Esa noche, de madrugada, falleció. Yo, por un segundo, enmudecí. Recuerdo las mue las apretadas, las manos inquietas, ese dolor en la garganta que te impide tragar y antici pa que no vas a poder soportarlo… Y lloré. Lloré mucho. Por dentro y por fuera.

Siempre he sido muy sensible, pero en ese instante mi alma se hizo un nudo y se puso del revés.

Luisa… sin latido, sin sonrisa, sin futuro. Después de tantas consultas, tantos tratamientos. Después de tanta ilusión y tanto sufrimiento, se desvaneció sin remedio. No se había rendido. Ella no era un ser humano normal. De hecho, era extraordinaria, pero estaba cansada de repetir en cada ingreso la misma Batalla de las Termópilas. “Doctora, eran demasiados”, solía recordarme.

Y mientras todos la miraban, tan delicada sobre esas sábanas ajadas de hospital, yo solo sujeté su mano. En esa prudente oscuridad, la acariciaba una y otra vez con la esperanza de que aún pudiera sentirme. La acariciaba despidiéndome de ella. La acariciaba porque sabía que no podría hacerlo más.

Pocos minutos después, llegaron sus padres. Logramos sacar una media sonrisa y asen timos muy despacio con los ojos. Nos buscamos. Nos abrazamos. Y aquella habitación se silenció. No había nada que decir y, sin embargo, ellos nos dieron las gracias de cora zón. Nos dieron las gracias demasiadas veces y tuve que sentarme conmigo misma para entender que aquella niña lo cambiaría absolutamente todo.

La muerte llegó en medio de la fragilidad. ¡Qué dura! ¡Qué injusta! ¡Qué inoportuna! Y a pesar del final, en esa madrugada hubo amor, respeto, cariño y paz, sobre todo paz. Una paz que inundó cada resquicio de tristeza. Recordé haber leído en alguna parte que puede que la vida sea la muerte, y la muerte, la vida. Pensé en Luisa dándole vueltas a ese manojo de palabras. Ojalá hubiese algo de verdad en ellas.

A la mañana siguiente y durante algunos días, se respiró nostalgia al recorrer el pasillo de la habitación 119. Al verme, los compañeros mostraban gestos de empatía. Me reconfortaba creer que, por un instante, habían percibido la conexión con aquella niña

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delgada y adorable. Eso me transmitía cierta armonía. Yo no era un familiar. Ella no era una amiga. Ella era una paciente. Mi paciente… mi Luisa…

Fue complicado asumir ese dolor desde la calma y la profesionalidad. Porque cuando los pacientes fallecen, duele. Porque en lo más cotidiano de la enfermedad, es difícil de cir adiós. Porque, ese día, la muerte se presentó como una oportunidad y entendí, desde lo más profundo de mi alma, cómo querría ser a partir de entonces.

Ya han pasado algunos años y mis pacientes a menudo me recuerdan a ella… con latido, con sonrisa, con futuro… En la era de los fármacos revolucionarios. La era de los pulmones con segundas oportunidades. ¿Y si estuviera aquí? Sonrío, y me siento de nue vo conmigo misma para darle las gracias a aquella niña que lo cambió absolutamente todo.

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Café con vistas al mar

Laura

Como cada tarde, hago el mismo camino hasta llegar al destino. Atravieso una arbo leda y varias viviendas que ella llama «la maqueta» hasta llegar a su casa. Durante esos minutos fugaces de trayecto, pienso en la luz, los días grises, el tráfico, y en el tema de conversación que tendremos hoy.

Entro en su hogar, recorro el oscuro pasillo y llego hasta su habitación. Allí está es perando. Rodeada de cientos de bolas de cristal de nieve. Esos lugares del mundo que siempre soñó visitar. Me saluda al ritmo que le permite su ventilador mecánico con cada espiración. «¡Ho-la Pau-la!» Marimar tiene una enfermedad neurodegenerativa desde que tiene uso de memoria y el tiempo le ha hecho tener por acompañante una silla de ruedas y un respirador que nunca le han impedido meterse en todos los charcos.

–¡Tengo noticias para ti Paula!

Ella siempre está actualizada gracias a su asistente.

–¡Quieren hacerme una entrevista para comenzar un programa de radio!

El tiempo me ha enseñado que es una de esas personas que no tiene límites en la vida.

–¿Y sobre qué trata ese programa? –pregunto entusiasmada.

–Sobre «dis-capacidad». Me gustaría cambiar la perspectiva de mucha gente que ha perdido la esperanza, que piensan que hay muchas vidas que no merecen ser vividas.

–Tú, Mar, eres una maestra de la asignatura de la vida –digo.

–Me gustaría ser como ese diccionario al que acudimos para encontrar el significado de las cosas y poder trasmitir que, por muchos obstáculos que encuentres en tu camino, tú eres, con tu actitud, quien debe dar valor y sentido a tu vida.

Mar es de esas personas que te zarandea y te da una sacudida de arriba abajo nada más conocerla.

Me lavo las manos y agarro el tosedor, ese aparato sofisticado que le asiste en la lim pieza de secreciones. Es hora de comenzar el tratamiento de fisioterapia. No ha sido una buena semana, ya que le han cambiado la cánula y tiene más secreciones de lo habitual.

«¿Comenzamos?», pregunto. Ella asiente con un parpadeo, para dar el pistoletazo de

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salida como si de una carrera de 100 metros lisos se tratase. Enciendo el dispositivo. Le observo unos segundos y veo cómo se hincha como un pez globo mientras que el clonus, una sucesión de contracciones musculares involuntarias, hace que sus extremi dades comiencen a temblar y su cara se torna de un tono púrpura carmín. Marimar lo siente como si llegase un terremoto que le cortara la respiración, pero después de unos segundos cesa.

–¿Crees que vas a poder con todo?

Con el todo me refería a sus múltiples tareas diarias, tratamientos y posibles contra tiempos.

–A veces no sabes lo que puedes hacer hasta que lo intentas –responde–. Trabajé en una agencia de noticias, y para mí era importante saber si era capaz de trabajar estando en esas circunstancias. Tan solo soy una chica con unas circunstancias distintas.

Esas «circunstancias» son que tiene el 90% del cuerpo paralizado, únicamente puede mover los músculos del cuello y de la cara.

–Fue poco tiempo, pero muy positivo –continua–. En la vida todo suma. Por eso, no desaproveches ninguna ocasión para dejar huella en este mundo y sacar el potencial que tienes.

–¡Desbordas actitud positiva!

Ella irradia ganas de vivir cada minuto y es difícil no contagiarse.

–Nacemos para ser felices, no para ser perfectos –dice cuando recupera el aliento–. Me ha tocado vivir dificultades en el camino, he sentido los límites, las barreras... pero con la vida solo puedes hacer dos cosas, vivirla al máximo o tirarla a la basura.

Yo la miro fijamente y asiento silenciosa con la cabeza.

En un descanso, miro a mi derecha y, entre sondas y tubos, veo unos girasoles preser vados, una acuarela con un faro y una marina de azules turquesas y verdes esmeraldas que me recuerda a una ventana hacia el exterior de un paisaje paradisíaco.

Después de terminar la terapia, comienza a llover y suena el teléfono. Recibe multitud de mensajes. Ha quedado esta semana con unos amigos de visita. De la cocina sale un aroma a café recién hecho. Ese olor que nos recuerda momentos del pasado y reuniones familiares eternas. Se acerca su padre con una taza humeante.

–Siéntate y espera a que escampe para poder salir –dice.

Algunos días que no llevo un ritmo acelerado me quedo unos minutos más y terminamos con las largas conversiones.

–¿Cómo han ido las demás terapias hoy? –pregunto.

Marimar tiene un grupo de profesionales que pasa por su casa cada día. Como dicen

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sus padres, «Esta casa parece una embajada», o como dice entre carcajadas ella misma, «Tengo un harén de fisioterapeutas». Siempre está acompañada, y es una suerte tener a personas que regalan su tiempo y su cariño a que mejore física y personalmente.

–Hoy tengo dolor en las lumbares y más contracturas en el cuello de la postura en la silla de ruedas, pero, ¿con quién me enfado, con el mundo entero?

–Ojalá pudiera ponerme en tu piel por un momento –digo.

Hace tiempo decidió tener una actitud serena y tenaz ante la vida.

–¡Esta es la cruz que me ha tocado vivir! Pero me quedo con lo sencillo de las cosas, lo invisible a los ojos.

Esa tarde me fui a casa con esa reflexión. Ahora hace algunos meses que no la veo. Sin darme cuenta, se convirtió en un tesoro en mi vida. Fue un rayo de luz que me enseñó a relativizar las cosas, buscar el equilibrio, y que arrojó consciencia de mantener los pies en la tierra, de esfuerzo, superación e insistencia, mucha insistencia. Ella decidió luchar por sus sueños.

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Café con vistas al mat
91 Laura Martínez Fernández

Un baile de noche

Ignacio Antonio Martínez Adán

Tres pares de ojos miraban fijamente el monitor. Fuera, dos pares de manos se afe rraban fuertemente unas a otras, como si apretándose pudieran mandar a través de la puerta a la persona tumbada en la camilla. Los tres pares de ojos, alguno con una pequeña gota de sudor cayendo por el borde, seguían con atención el movimiento de la respiración que en la pantalla se reflejaba. Una inspiración, seguida de otra inspiración, con en medio una espiración. Una espiración siguiendo a la inspiración y otra vez vuelta a empezar el ciclo. Un baile en el que los bailarines no se sueltan ni se pueden pisar los pies. Un baile que se inicia con el momento en el que una persona llega al mundo y que cuando cede, y los bailarines se separan para agradecer el aplauso del público, inicia el viaje al siguiente mundo.

En la camilla, ajena a todo esto, una persona respiraba con velocidad y esfuerzo. Una respiración superficial, pero una respiración que se mantenía constante. Enganchada a la cara de esta persona, un tubo de plástico por el que pasaba oxígeno a gran velocidad. En cada inspiración, esa ayuda extra, ese aporte, pasaba a la sangre de la persona, viajando luego por todo su cuerpo. Ese cuerpo, que había sido la alegría más grande de sus pa dres, que había conocido el amor y el desamor, y por el que afuera de la habitación dos personas sufrían en ansioso silencio. Dentro de ese cuerpo, la persona a la que algunos llamaban mamá, otros amiga, uno esposa y casi todos Amparo. Y todo el rato, la inspi ración y la espiración, ajenos a todo, envueltos en su baile vital.

Con el paso de las horas, el baile fue bajando de ritmo. Una aguja se había colado furtivamente a través de la piel de la persona de la camilla, inyectando alguna sustancia cuyo nombre nunca habría sido capaz de recordar ni tampoco entendería realmente cómo funcionaba. Los tres ojos que tan fijamente miraban a nuestra persona habían cambiado el foco de su atención, con dos pares de ellos mirando con admiración al otro par mientras explicaba qué estaba pasando y cómo habría que actuar. Poco después, tres juegos de pasos indicaron que las tres personas que estaban junto a la camilla abandona

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ban la habitación. En la penumbra de la habitación mal iluminada no quedó nadie más que la persona tumbada en la cama. Y si hubiera estado más despierta, y su oído hubiera estado en mejor estado (cosas de la edad), habría oído cómo dos personas se ponían de pie con rapidez. Habría oído también una voz serena que decía: “Está respondiendo, saldrá de esta”, seguido de un llanto suave y el ruido de un abrazo. Pero la persona de la camilla estaba en estos momentos absorta con una danza que se desarrollaba en su cuerpo, una danza que había amenazado con acabar bruscamente. Y tras el amago de separarse, los dos bailarines, Inspiración y Espiración, se abrazaron con fuerza, dirigiendo el baile uno y luego el otro, sin pisarse los pies, incansables, ajenos a todo lo que no fuera su compañero. Esa noche no sería el final del baile.

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Un día como cualquier otro

Miguel está un día más en la huerta. Como todos los días desde que se retiró de su trabajo como contable, ha cogido la moto después de desayunar (café y tostadas) y se ha venido. Tomates a la izquierda, hierbas aromáticas a la derecha. Este año leyó acerca de cómo plantar cebollas y pimientos, así que junto a la verja hay un par de brotes verdes que no solían estar ahí. A mediodía se juntará con sus amigos en el bar del pueblo a tomar una chistorra, jugar a las cartas y tomar alguna cerveza. Pero, ahora mismo, Mi guel está trabajando. Mientras silba alegremente, va quitando hierbajos, que por mucho que la mala hierba nunca muera, él está dispuesto a intentarlo. De rodillas en la tierra, tira con fuerza de cada matojo que se atreve a asomar. Es, sin duda, el mejor momento del día. El olor de la tierra, el olor de las plantas… Miguel coge aire con fuerza, quiere sentir plenamente el placer de su trabajo. Pero algo no va bien. Miguel nota que no está cogiendo todo el aire que esperaría coger. De hecho, ahora que se fija, está respirando un poco más rápido de lo que le gustaría. Se nota un poco cansado, cuando a duras penas ha empezado a trabajar. Y si se fija mucho, cada vez que respira ese maldito pitido en su pecho está ahí. Miguel se levanta del suelo, apoyando firmemente ambos pies, y se dirige a por su chaqueta. De camino, tiene que pararse. Jadeando, con las manos en las rodillas, nota el latido de su corazón en las sienes. Y ese puñetero pitido. Un par de pasos más, y tiene la chaqueta en su mano. Miguel busca en el bolsillo de su chaqueta, en ese de dentro con cremallera que siempre comprueba dos veces antes de salir de casa. Con la mano temblorosa, Miguel saca un inhalador. Tras forzarse a bajar el ritmo de respiración, Miguel repite una vez más ese gesto que tantas veces ha realizado. Rodeando con sus labios el inhalador, aprieta el botón y aspira con fuerza. Repite una vez más, y poco a poco nota que se va relajando. Se sienta un rato a descansar. Al igual hoy toca ir al bar un poco antes que el resto y esperarles con la cerveza en la mano, se dice. A cada minuto que pasa, su respiración se va ralentizando y haciéndose más profunda. Poco a poco, Miguel deja de oír pitidos al respirar, y finalmente se levanta. Anota en su teléfono

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que hoy ha usado un rescate de su inhalador, primera vez en lo que lleva de mes. No está mal, piensa, mucho mejor que con el tratamiento anterior. De todos modos, se lo comentaré a mi neumóloga, que estas cosas es mejor que las sepa. Aún sonríe cuando recuerda lo que tuvo que insistirle su hija para que fuera al médico y le comentara sus episodios de falta de respiración. Es algo que su neumóloga usa una y otra vez para insistirle en que anote todo lo que va pasando. La amenaza de hablar con su hija, el ultimátum que consigue que Miguel se sonría y obedezca. Y ya de paso, piensa mientras se va poniendo la chaqueta y se sube a la moto para ir al bar, a ver si me crecen bien las cebollas y le llevo alguna.

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El monstruo gris

Inspiro profundamente…. Espiro el aire…

Inspiro nuevamente, siento que el oxígeno entra por mis orificios nasales y penetra en mí, como una luz, alimentando y purificando mis células, que se nutren a través de cada una de mis inhalaciones. Respiran, se oxigenan y mantienen mis funciones vitales, me mantienen viva.

Exhalo el aire y, con él, expulso el dióxido de carbono.

Y repito una y miles de veces.

He leído en alguna parte que inspiramos y espiramos entre cinco y seis litros de aire por minuto, y que, si lo contabilizamos por respiraciones, ¡realizamos unas 21.000 por día! Y después de cada inspiración, exhalamos dióxido de carbono (C02). O sea… ¡hace mos una aportación diaria al volumen de CO2 de la atmósfera similar a la que emite un coche al recorrer cinco kilómetros! ¡Somos agentes contaminantes ambientales también! Ya lo decía yo: “La raza humana se autodestruye a sí misma”.

Y enredada en estos pensamientos apocalípticos, sigo intentando respirar fuertemente, me propongo hacerlo una y otra vez. Mi saturación de oxígeno en sangre sigue baja, está en 90, y eso es malo, me dicen los que saben, pero el instinto de supervivencia me lleva a aferrarme a la vida.

Intento olvidarme de que una masa densa llena mis pulmones y presiona mi pecho, como si se tratara de un monstruo gris, gelatinoso, pegajoso e invasivo, que sube a un ritmo lento hasta llegar a la parte posterior de mi garganta congestionando mis senos nasales, llenando mi cabeza como si quisiera hacerla estallar, y de una tos persistente que quiere acabar conmigo.

Pero no le voy a dar ese gusto. Me repito una y otra vez que yo puedo más que el virus, que no sabe con quién se ha metido esta vez, que mi fuerza interior puede más que él o ella (ya no se si tiene sexo masculino o femenino, o es un híbrido, ¡qué sé yo! Lo cierto es que no es buen asunto, o lo que quiera ser… NO ES BUENO, y quiero expulsarlo de mí para siempre.

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Sigo con mis gafas nasales alimentándome de oxígeno.

Mis venas frágiles soportando una vía que siempre amenaza con salirse, liberando en mi sangre suero con corticoides, jugando una mala pasada a mis glucemias, que se dis paran y hacen cuadruplicar las dosis de insulina que mi organismo requiere.

La neumonía bilateral y un cansancio generalizado han transformado mi cuerpo en una sombra casi espectral.

¡Pero por dentro sigo siendo yo, la de siempre!

Esta vez aislada y debatiendo con mis propios pensamientos, que parecen Pepito Gri llo, por un lado, machacando y aportando mensajes catastróficos, y por otra parte mi propia esencia luchadora, desafiante, auténtica, positiva y animosa que me invita a vi sualizar escenarios llenos de naturaleza pura, de vida plena, de un futuro rico en buenas experiencias.

Uno de los grandes temores en mi vida siempre fue “morir por falta de capacidad respiratoria”, un pensamiento recurrente que no ha dejado de golpear mi cabeza, y en estos momentos agravado aún más por el miedo a lo desconocido.

Inspiro y espiro.

Inspiro y espiro.

Desde mi nariz hasta los pulmones, todo mi sistema respiratorio ya se ha restablecido, después de un tiempo prolongado.

Inspiro y el oxígeno llega a todo mi organismo, oxigenando mi sangre, sintetizando los azúcares para obtener energía. Todos mis tejidos celulares parecen recuperados con el oxígeno necesario para realizar sus funciones.

Una vez más, David venció a Goliat.

Inspiro… pausa… espiro…

Y la vida vuelve a llenarse de colores, olores, perfumes y sabores. La naturaleza invade mi ser y mi autoestima se fortalece, porque he vencido al enemigo.

Sin embargo, la incertidumbre perdura en mí. ¿Regresará el monstruo gris algún día?

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Aquella tarde que llovía

Siempre dejaba para última hora visitar a domicilio a Julián. No sé por qué, pero siempre lo hacía así. Creo que en el fondo pensaba más en mí que en él. Ya había terminado mi consulta y cuando llegaba a su casa me sentaba junto a él en la terraza donde mirá bamos ambos hacia el horizonte y hacíamos comentarios irrelevantes sobre el tiempo o cualquier detalle sin importancia.

María seguía el procedimiento habitual y me ayudaba con la ropa, el pulsioxímetro, las gafas nasales, la bombona, aunque yo dilataba al máximo el momento de la exploración porque lo que realmente me apetecía era estar sentado junto a él y dejar pasar el tiempo.

Me relajaba su compañía después de una mañana tan larga.

Ese día, Julián tenía una expresión diferente. No era muy alegre nunca, pero su mirada se clavaba en la mía de forma diferente. Le apreté la mano con la mía y suspiró lo que podía.

Se acercaba lo que los dos sabíamos. Y estaba claro el pacto, ya no saldría de casa ni una sola vez más.

María nos trajo una cerveza muy fría que compartimos como tantas veces y Julián quiso chocar los vasos.

Pasó el tiempo de forma rápida sin ser conscientes de ello. Cuando me levanté para irme, le abracé sin apretar, no sea que se me notara, y en la puerta María tenía los ojos con lágrimas pero sin llorar. Solo le toqué el hombro.

Conducía sin estar en ello. Sentía un peso extraño sobre mi cabeza. La lluvia me ayu daba a estar pendiente. Cuando salí de la carretera principal hacia mi destino, orillé el coche, apagué el motor y estuve un largo rato con la mirada perdida pensando en todo y en nada.

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Siempre me gustó la lluvia, desde que era niño, y en septiembre me anunciaba que el verano se acababa y debía abandonar la casa de mi abuela en el pueblo y volver a empezar. Pero ese olor a campo fresco, esa caricia en la frente que me provocaba el agua tan tenue que me mojaba, me hizo darme cuenta que había salido del coche y había comenzado a pasear bajo la lluvia sin pensarlo.

Julián no me hagas esto, espera un poco más.

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Cirugía estética, el nuevo espejo de alma

de

Llano

Una velada perfecta. El marco, un gastrobar de moda que aun siendo accesible a un público amplio no había renunciado a la cocina de autor. La compañía… qué puedo de cir de ella… nada más y nada menos que una G1. Hermosa, culta y con estilo, la pareja con la que cualquiera podría soñar. Una suerte inesperada para un “inclasificable” como yo. Aun así, me sentí impulsado a hablarle con franqueza después del brindis.

–Querida, he disfrutado cada minuto de tu compañía durante este tiempo. Me he reído, me he emocionado, he aprendido y… (guiñé un ojo) hemos bailado en perfecta sincronía, tanto en vertical como en horizontal.

Ella esbozó una sonrisa traviesa.

–Esto suena como la obertura de un oratorio que vendrá a continuación.

Aunque había estado dándole vueltas, la decisión ya estaba tomada.

–Pues sí. He decidido pedirte las fotos de cuando eras más joven. Ya sé que yo soy un “inclasificable” y que carezco de autoridad moral para hacerlo, pero creo también que puede ser un acierto sincerarnos, especialmente cuando estamos pensando en convivir juntos.

Ella no pareció sorprenderse lo más mínimo.

–Verás, estar contigo es lo mejor que me ha pasado en la vida hasta ahora. Te quiero y deseo tanto como tú dar ese siguiente paso. El hecho de que seas un “inclasificable” no ha sido obstáculo para que me enamorase de ti y en ningún momento he tenido la tenta ción de volverme atrás. Sabes que soy G1, y no por ello me siento superior. En realidad, nunca he creído mucho en todas estas cosas, pero si tú necesitas esas fotos, las tendrás.

Aún conmovido por su respuesta, mi pensamiento se volvió hacia el pasado reciente para repasar la cadena de acontecimientos que había desembocado en la necesidad de hacer esta extraña petición a mi pareja. Todo empezó con la publicación de un artículo médico que, en su momento, tuvo una amplia difusión y que todavía hoy puede ser consultado en la red (doi: 10.1016/j.celrep.2022.111257). Un grupo de investigadores, utilizando un algoritmo de reconocimiento facial, identificó parejas de personas con un

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gran parecido. No había ningún tipo de parentesco ni relación entre esos individuos, pero, en muchos casos, eran como dos gotas de agua. Lo original del estudio fue descu brir que la similitud de los rostros se traducía en concordancia genética. Una especie de corroboración científica del dicho popular “La cara es el espejo del alma”. Este primer artículo fue el inicio de un boom en el desarrollo informático del reconocimiento facial y dio lugar a nuevas investigaciones que demostraron que los dobles no solo compartían genes, sino comportamientos individuales y sociales muy similares. Sería, en definitiva, como si existiese un número grande, pero no infinito, de posibles “moldes genéticos” o clústers, por utilizar el lenguaje técnico. Cada clúster, denominado mediante una letra y un número, contiene un número variable de individuos con semejanza genética y un análogo comportamiento vital. Por ejemplo, mi pareja es una G1, un grupo que se caracteriza por una supervivencia más allá de los 85 años en el 92% de los casos, un coeficiente intelectual medio de 125, una probabilidad muy baja de adicciones tóxicas (menos del 15%) y un alto porcentaje (> 75%) de éxito profesional. Yo, sin embargo, soy un “inclasificable”, un sujeto que no encaja dentro de ninguno de los clústeres iden tificados hasta la fecha. Esto, en sí mismo, no es ni bueno ni malo, pero la imposibilidad de hacer predicciones fiables de acuerdo con mis rasgos faciales me convierte en una persona incómoda por lo imprevisible. Las personas, en general, siempre hemos tenido una baja tolerancia para lo contingente, aspiramos a una seguridad que, en el fondo, no es más que ficción.

La identificación de los diferentes clústeres tuvo rápidas y graves implicaciones socia les. Dependiendo del grupo en el que cada persona quedase englobada, las posibilidades de acceder a un buen puesto de trabajo, de vivir en una determinada urbanización y aún de encontrar pareja se hicieron cada vez más restringidas. Los llamados “clústeres bajos” (por ejemplo, el D5 y el V3), quedaron paulatinamente confinados a las barriadas periféricas de las ciudades y destinados a los trabajos más penosos. Por supuesto, surgieron movimientos políticos y filosóficos de firme oposición a un sistema de castas que recuerda la distopía del Mundo Feliz de Huxley, pero sus esfuerzos resultaron inútiles. En último término, es casi imposible que un varón D5 llegue a conocer en persona a una mujer G1, ya que se mueven en ambientes muy diferentes. En la mayoría de los co legios privados ya sólo se aceptan alumnos de determinadas clases (salvo, por supuesto, que haya un cuantioso cheque por medio), y en los clubes y lugares de ocio también se fueron imponiendo limitaciones. Si por casualidad surgiese un vínculo romántico entre dos individuos tan dispares, tendría que sobrevivir a toda la oposición de la familia de la persona perteneciente al “clúster alto”.

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Cirugía estética, el nuevo espejo de alma

Los individuos incluidos en los grupos más desfavorecidos (y que conseguían el suficiente dinero) reaccionaron acudiendo a la cirugía estética, que experimentó un avance rápido y paralelo a los sistemas de reconocimiento facial. No se hacían milagros, sólo se podía transformar el rostro de un “clúster bajo” para encajarlo en un “clúster alto” si había una posibilidad técnica, y la mayoría de las veces no era factible cumplir por completo la expectativa del cliente, pero casi siempre se podía ofrecer una mejora cualitativa. Con el tiempo se hizo prácticamente imposible distinguir quien se había operado de quien no, y esto explica el porqué de la petición de las fotografías de juventud de mi pareja que, por otra parte, también podían potencialmente ser creadas o modificadas por poderosos programas informáticos. Mi ventaja es tener un sobrino internacionalmente reconocido como genio de la informática.

–Te voy a mandar unas fotos para que analices si son auténticas o están modificadas. Recibí la respuesta en un par de días.

–Ya está. ¿Quieres que te lo diga?

Reflexioné un instante.

–No, prefiero que me mandes un correo con el informe de los resultados.

Y aquí estoy yo, ahora, frente a ese correo electrónico dudando si abrirlo o no. Si ella ha sido sincera, todo seguirá igual, salvo que yo habré manifestado desconfianza, algo que no puede ser considerado banal y que podría pesar en contra de nuestra relación. Si ella ha mentido o hecho trampa, me llevaría un disgusto, pero no me sentiría capaz de dejarla por ello. Al fin y al cabo, la quiero y a ella no le importó iniciar una relación con un “inclasificable”, algo excepcional y muy valioso para mí. Aunque, bien pensado, quizás ahí resida la causa de que yo haya actuado de una forma que cualquiera podría considerar estúpida. Para ella es sencillo obrar con generosidad desde su situación de superioridad social, pero quizás yo me sienta inseguro y en el fondo esté deseando que ella no sea realmente una G1... En cualquier caso, nada tengo que ganar mirando el análisis de mi sobrino, así que el dilema se reduce a si eliminar o mantener el mensaje en la bandeja de entrada. La primera opción me permitiría decirle con sinceridad que no he analizado sus fotos, demostrando una completa confianza en ella, la segunda me daría la posibilidad de consultar el informe llegado el caso. Me decido, y le doy a uno de los botones…

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Cosas que hacer con un paciente cuando está muerto

Como cada mañana al llegar al hospital, eché un vistazo al listado de los pacientes ingresados en Neumología. Entre ellos, me llamó la atención un hombre de 57 años con sospecha de cáncer de pulmón. Descargué la radiografía de tórax y no pude evitar una desagradable sensación, mezcla de congoja y compasión. Se veía con claridad una masa de gran tamaño en el lóbulo superior derecho y pequeños nódulos en el pulmón con tralateral que hacían presagiar un diagnóstico y un pronóstico aciagos. Supongo que la primera reacción de un médico es ponerse en el lugar del paciente, quizás de una forma un tanto egoísta (“pobre hombre, no me gustaría estar en su lugar”). Esto solo dura unos segundos, después dejamos a un lado a la persona y nos sumergimos en el caso. Al entrar en la habitación, me encontré a un hombre alto, moreno, que bien aparentaba unos años menos que su edad real. Hola, buenos días, Marcos. Buenos días, doctor. ¿Cómo se encuentra? Bien, hoy no eché nada de sangre con el esputo, no me duele nada… ¿me podría decir qué es lo que tengo? Por favor, con sinceridad. Sí, claro, sospechamos que tiene un cáncer de pulmón. El paciente no mostró sorpresa y esbozó una media sonrisa. Supongo que es el pago a mis pecados. No, hombre, nadie es culpable de las enferme dades que sufre. Además, todavía no sabemos con exactitud lo que tiene, y cuando lo sepamos podremos ofrecerle un tratamiento efectivo. El hombre se encogió de hombros. ¿Le puedo preguntar una cosa, doctor? Claro. ¿El cáncer es la enfermedad más grave de pulmón? Bueno, depende… Ya, ya sé que dependerá del tipo, de la extensión… pero, en general, ¿podríamos decir que lo es? Sí, en general lo es. De acuerdo. ¿Y me podría decir qué factores tienen en cuenta para la adjudicación de habitaciones individuales en esta planta? La pregunta me sorprendió. ¿Cómo? No entiendo. Quiero decir que parece lógico pensar que los pacientes más graves deben estar en habitaciones individuales por estar arriba en el ranking. Reaccioné como pude al asombro inicial. Mire, esto no fun ciona así… se tienen en cuenta factores como la contagiosidad, agitación psicomotriz, si el paciente se encuentra en situación terminal… Doctor, me gustaría una habitación

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de acuerdo con la gravedad de mi enfermedad, que usted mismo me ha dicho que es la de peor pronóstico. Pues mire, Marcos, de momento no tiene usted un cáncer, sólo una sospecha de cáncer. El paciente reflexionó un momento y después se encogió de hom bros. Irrefutable, doctor, tiene usted razón.

Pasaron los días y se hicieron las pruebas pertinentes. Adenocarcinoma pulmonar estadio IV. Se lo comuniqué al tiempo que le ofrecí información de las posibilidades de tratamiento. Marcos, quiero transmitirle que hoy en día disponemos de inmunoterapias muy efectivas. El paciente reflexionó unos momentos. Vale, pero ahora sí tengo derecho a una individual ¿verdad?

Empezamos la medicación sin efectos adversos indeseables. Le dije que no necesitaba más tiempo de ingreso y le felicité por su entereza. Doctor, como decía Homero, los queridos de los dioses mueren jóvenes. ¿Para qué llegar a anciano y vivir la pena y humillación de ir perdiendo poco a poco todas las capacidades adquiridas? Nunca tuve especial interés en cumplir muchos años. Además, no sé si se imagina la sensación de poder y libertad que proporciona una condena a muerte. Protesté. Usted no tiene por qué mo rirse, puede responder a la medicación… Doctor, no soy idiota, su inmunoterapia puede prolongar mi vida, pero no me va a curar, es cuestión de tiempo. ¿Y qué se puede hacer en ese tiempo? Pues no hay muchas opciones, o seguir haciendo lo que se ha hecho hasta la fecha o hacer lo que no se ha podido. Y, fíjese, casi todo el mundo opta por lo primero, pocos corren a tirarse en paracaídas o viajan a un todoincluido caribeño… Pero hay una tercera opción. Nadie toma represalias contra un moribundo, ¿verdad? El paciente se acercó y, sin más, me dio una sonora bofetada. ¡Ay! ¿Está usted loco? No, doctor, es una simple demostración. ¿Se da cuenta? Le he dado un buen cachete y usted ni me lo va a devolver ni me va a denunciar. Se quedará con él. Creo que es una buena oportunidad para divertirme un rato. Me acaricié la mejilla. Definitivamente, no está usted bien de la cabeza. Se rio. Quién sabe, lo mismo es un efecto secundario de la medicación… Me di media vuelta y me fui. El informe se lo entregó una enfermera.

Las semanas siguientes pensé de vez en cuando en Marcos y en su extraña conducta. Me sentí tentando de atribuirle algunos hechos insólitos que aparecieron en la prensa local. La destrucción de detectores de velocidad en las calles de la ciudad, la rotura del escaparate de un banco, las pintadas en la fachada del edificio de hacienda, e incluso el audaz robo de una de las copas de Europa del Real Madrid (concretamente la 11). Poco a poco me fui olvidando del paciente hasta que la secretaria del servicio me entregó una carta manuscrita. En ella no sólo me apremiaba a acudir a la fiesta de su suicidio, sino que me exigía que le aplicase la eutanasia con un cóctel de fármacos, argumentando su derecho legal y mi obligación de prestarle asistencia como médico responsable. No me lo

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podía creer. Pensé en mandarlo al cuerno, pero, por alguna razón, me sentí comprometido, o quizás amenazado, por ese hombre que me desconcertaba por completo.

Marcos me recibió con una sonrisa en la fiesta de su eutanasia. Me presentó a su tam bién sonriente mujer y a unos hijos ya adultos. Todos muy amables y educados. El piso estaba lleno de un animado grupo de familiares y amigos que comentaban anécdotas sobre Marcos mientras daban buena cuenta del generoso catering que habían dispuesto los anfitriones. Así me enteré de que mi paciente era un afamado arquitecto, que había jugado en las categorías inferiores del Atlético de Madrid y que era un habilidoso ju gador de póker. Poco o poco, la gente se fue marchando, despidiéndose de Marcos con un fuerte abrazo, hasta que quedé yo solo. Bueno, doctor, ¿se ha divertido? No supe qué contestar a eso, así que le dije que estaba preparado para hacer mi trabajo. Me miró dubitativo. Le voy a pedir un último favor… me apetece echar el último polvo con mi mujer… seguro que usted es capaz de comprenderlo… es una buena forma de despedirse. Así que, si no le importa, le voy a dejar aquí con una copa y el mando a distancia. Está usted en su casa.

Como un idiota, me quedé frente al televisor, luchando contra el sueño y contando las horas. A eso de las cuatro de la mañana, mi paciente entró en el salón. Lo siento mucho, doctor, he abusado de su confianza… y no sé cómo decirle esto… pero estando en la cama, con mi mujer, he cambiado de idea y he decidido esperar unos días más antes de ponerle fin a mi vida. Una vez más, confío en su comprensión. Esta vez no me sorprendió, había tenido mucho tiempo para pensar. Marcos, después de muchos años de ejercicio, creo conocer bastante bien la naturaleza humana. Ya había contado con esto, así que no se preocupe. En mi maletín está el cóctel que había preparado para su eutanasia, pero también la dosis de medicación que le tocaba para su cáncer, así que le pondré ésta y esperaré pacientemente a que me vuelva a llamar. Esta vez el asombrado fue él. Titubeó. ¿De verdad que no está molesto, doctor? Ni mucho menos, Marcos, le entiendo perfectamente. Acérquese a que le ponga su medicación. En cuanto extendió el brazo le aticé un buen chute del Dormicum que tenía preparado. No sé si imaginé una expresión de reproche en su rostro antes de que se quedase profundamente dormido, pero me dio igual. Le cogí una vía y le inyecté una dosis letal de curarizante. No esperé, recogí mis cosas y, al salir, pensé que hubiera sido feo llevarle la contraria a Homero.

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Cosas que hacer con un paciente cuando está muerto
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Luis Alejandro Pérez de Llano

La dopamina se paga con bitcoins

Luis Alejandro Pérez de Llano

Después de una breve comida con mi mujer, me dirijo al ordenador para conectarme al metaverso. Debo aclarar que soy un 50/50, una persona que divide equitativamente su tiempo entre el mundo real y el virtual, aunque la frontera entre ambos se está ha ciendo cada vez más difusa. Mi mujer es 30/70 y está cerca de alcanzar el tope fijado por la ley: no se puede estar más del 80% del tiempo en el metaverso, porque cuando se alcanza ese límite se produce la DF (desconexión forzada). Aunque sea superfluo, diré que el tiempo que cada persona habita en la realidad virtual es variable dentro de todo el espectro posible: están los objetores, que nunca entran en la realidad virtual, y los ausentes, que sobreviven en el mundo real a través de las cada vez más poderosas ESVs (empresas de soporte vital básico), que cubren sus necesidades más elementales: comida, sanidad, limpieza corporal... El dinero fluye de un entorno a otro con naturalidad, y las criptomonedas que se ganan en el metaverso se pueden emplear fácilmente en el otro lado. La tendencia general es pasar cada vez más tiempo conectado a la red, y ya nada podrá invertir el flujo: lo virtual tiene muchas ventajas. Echando la vista hacia atrás, no cuesta aceptar que fueron las redes sociales, ese escaparate de vidas envidiables, sonrisas deslumbrantes, cuerpos retocados por aplicaciones informáticas y paisajes paradisíacos, las que allanaron el camino a lo que había de venir. En el metaverso nadie tiene por qué sufrir las humillaciones de la vejez, la calvicie o la halitosis. El sueño de la eterna juventud al alcance de cualquiera, tentador para todos, irresistible para los ancianos.

Me despido de mi mujer antes de conectarme. Ella sabe a qué me dedico en el metaverso, pero yo no tengo ni idea de quién es ella o qué hace allí. En realidad, esto es lo común, hay un acuerdo tácito de privacidad entre las parejas que permite lo que al principio se llamó “vacaciones matrimoniales”, pero que poco después se convirtió en una costumbre generalizada y sin restricciones temporales. Ya dentro, adopto el aspecto de mi avatar, un tipo de unos 40 años, bien proporcionado, pero sin una musculatura excesiva (algo que aquí se considera de mal gusto), con pelo entrecano, barba recortada

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con esmero y traje de marca. Mi dinero me costó cuando decidí acudir a uno de los más afamados DAEs (diseñadores de avatares de excelencia). Un buen envoltorio siempre puede ocultar un contenido vulgar.

Camino por el centro de Zuckerville entre personajes ociosos o apurados, esquivando alguna figura inmóvil (está sancionado con severidad abandonar un avatar en la vía pública, así que es de suponer que pertenecen a recién fallecidos y que el servicio de limpieza los retirará con prontitud), saludando a algunos conocidos. Es una zona cara y hay pocos avatares básicos, los que por defecto concede el sistema al conectarse por primera vez. Me paro un momento al cruzarme con un rostro desfigurado, víctima de un ataque viral encargado a un hacker nigromante por algún enemigo. Pobre tipo, la ci rugía virtual es un lujo al alcance de pocos. Llego al edificio donde tengo mi consulta, un despacho alquilado en el rascacielos art noveau que diseñó el afamado arquitecto virtual He Jankui. Saludo a mi secretaria, ella me sonríe porque la pasada semana la invité a sexo (los orgasmos -el sistema operativo libera dopamina en centros cerebrales estratégicos- se pagan en el metaverso, aunque no son caros). Confieso que pasé un buen rato. Ella me dice que ya hay un paciente en la sala de espera. Me dedico a tratar lo que podríamos llamar “trastornos existenciales”. Como mi edad biológica es de 66 años, mi título de psicólogo lo obtuve de la prestigiosa universidad antigua de Yale, hoy prácticamente desaparecida en favor de su versión virtual, NewYale.

Hago pasar al tipo. Tiene un avatar DAE y porta un buen traje. Se sienta frente a mí y enciende un cigarrillo. Debo precisar que el uso del tabaco está generalizado en el meta verso; libres de sus efectos nocivos, los usuarios compran los paquetes para que el sistema operativo libere con cada calada una cierta cantidad de dopamina en el locus coeruleus cerebral. En los tiempos que siguieron a la inauguración, era habitual conectarse a la realidad virtual bajo los efectos de opiáceos: el metaverso era un caos de sujetos colocados que hacían el memo mientras les duraba la dosis, pero el consiguiente aumento de mortalidad hizo que las autoridades persiguiesen el tráfico de drogas en el mundo físico. Esto fue sustituido por la drogadicción virtual. Pago mediante, los hackers nigroman tes podían piratear el sistema para liberar endorfinas en el cerebro del cliente, pero los efectos eran prácticamente los mismos que con las drogas reales, tolerancia y necesidad de más dosis, muerte por sobredosis, así que las autoridades también las prohibieron, aunque todavía opera una clandestina red a la que acuden los adictos.

El tipo empieza a hablar y el traductor universal del sistema convierte al inglés el con junto de quejas habituales. La inicial euforia que desató el metaverso fue mutando pro gresivamente en hastío, estrés y lamentaciones cuando los usuarios comprobaron que los problemas de allí se reproducían aquí. Algunos, no tantos, optaron por la desconexión

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definitiva. El paciente dice que está deprimido y que necesita medicación. Yo le contesto que se limite a contarme lo que le ocurre, los diagnósticos son cosa mía. Le paso un test de Horbach. Su resultado confirma mis sospechas: disociación total. La mente de algu nas personas ha evolucionado hasta el punto de separar por completo la realidad virtual y la física, así que un antidepresivo en el mundo real no serviría de nada. Me dispongo a proponerle el plan de rehabilitación psíquico estándar, pero algún extraño resorte se activa súbitamente en mí y me sorprendo a gritándole:

-¡Cállese de una vez! ¿Quién coño le ha engañado diciéndole que nacimos para ser felices? ¿Algún coach de pacotilla? Es usted uno más entre todos los occidentales blan dengues, tristones y autocompasivos del mundo, un tipo ansioso y neurótico, y no po dría ser de otra forma porque todos sus antepasados han sido así, los que no lo eran fueron devorados por animales hambrientos o se mostraron incapaces de competir en una sociedad exigente y hostil. ¡Déjese ya de lloriqueos y quejas! ¡Deberíamos dar gracias a los dioses por tener un cuerpo que funciona por sí mismo y un grifo por el que sale agua caliente! ¡Váyase a su casa y dedique diez minutos al día a la autocompasión si no lo puede evitar, pero después échese un buen polvo, joder! ¡Fíjese en el mundo virtual que hemos creado! ¡De esto no se puede culpar a ningún dios, y resulta que es idéntico al mundo físico! No queremos ser felices... ¡Es una puta mentira! ¡Lárguese ya! Yo no puedo curarle, y usted me enferma a mí.

No sé por qué actué así, simplemente no lo pude evitar. El tipo se queda estupefacto durante unos segundos y después, sin más, se levanta y se marcha. Le digo a mi secre taria que anule todas las citas pendientes y me bajo al bar de Pete. Pago por el efecto de un whisky doble y saco mi móvil virtual para ver qué ocurre en las redes sociales (sí, en el metaverso también hay redes sociales). Como todo se graba, espero ver mi discurso acompañado de comentarios injuriosos, pero ocurre justo lo contrario. Atónito, contemplo lo que mi paciente ha dicho: “El doctor Wineduke ha visto el fondo de mi alma y me ha hablado con sinceridad, soy una persona nueva”. Le pido un cigarrillo a Pete y dejo que el whisky adormezca dulcemente mi conciencia. Al rato, mi secretaria me llama para decirme que hay un aluvión de peticiones de consulta y yo me río al decidir, sin dudarlo un instante, que no tengo la menor gana de fustigar a un grupo de adinerados masoquistas. Que se busquen a una madame enfundada en cuero negro, yo me voy a desconectar a ver si convenzo a mi canosa mujer para que comparta una botella de vino conmigo, algo más quizás sería ya mucho pedir, pero por intentarlo no pasa nada. Pete, ponme un último whisky y que le den bien a todos los blandengues reales o virtuales. ¿Quién quiere vivir para siempre?

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La dopamina se paga con bitcoins
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HomeHealthcare

Inc.

de Llano

Durante un tiempo, todo fue bien. Cumplíamos sobradamente todos los criterios que se supone definen una relación sana y productiva: intereses comunes, valores comparti dos, diversión, buen sexo… un sobresaliente en cualquier test de revista de peluquería. Quizás haya sido el tiempo, que nunca suma, o el desgaste que inevitablemente aparece en las convivencias prolongadas, pero yo tengo la convicción absoluta de que un hecho concreto abrió una expansiva brecha en nuestra relación. Un hecho y una fecha, aquella en la que decidimos contratar HomeHealthcare.

-Venga, Sergio. No es caro, todos nuestros amigos lo han instalado ya.

El programa no era una novedad, pero sí había supuesto un avance en la pujante industria de las aplicaciones de salud. Por lo demás, su funcionamiento era el habitual: un wearable, un cierto número de señales que se transmiten a una estación donde un algoritmo las analiza y finalmente las devuelve en una interfase que en este caso consistía en una pantalla de televisión instalada en el dormitorio a través de la cual una amable señorita llamada Cindy resumía el estado de tu salud. Un ejemplo: “Buenos días, Sergio. Tu tensión arterial es hoy 130/90, tu nivel de glucemia 120 mg/dl, tu colesterol en san gre alcanza los 210 mg/dl, has dormido un total de 6 horas y 12 minutos, de los que 41 han sido de sueño profundo, caminaste 4.753 pasos en las últimas 24 horas, el cortisol en plasma es de 13 mcg/dl y has ingerido 85 gramos de alcohol desde ayer. Tu índice de masa corporal es 25,3. Deberías esforzarte por mejorar tu dieta, caminar más y reducir el consumo de cerveza. Hoy hace un día fantástico, soleado y templado, disfrútalo”.

Debo confesar que la aplicación nunca me gustó. Por varios motivos. No me hace ninguna gracia que un algoritmo me diga lo que debo hacer, y nunca estuve seguro (a pesar de que la compañía lo garantizaba) de la completa confidencialidad de los datos. A pesar de todo, al principio fue objeto de bromas bienintencionadas.

-Oye, Sergio, Cindy dice que ayer roncaste durante 47 minutos, menos mal que a mí me dice que tengo un sueño profundo… tienes suerte conmigo, cariño.

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O bien:

-¿¿Qué?? ¡Oye! ¿Has visto tus constantes hoy, Sergio? ¿Estás enfermo?

-No te preocupes, reina. Ayer Koke durmió con el wearable.

-Jajaja. Serás payaso…

Koke es nuestro perro. Tuvo la suerte de no padecer todas las actualizaciones que con asombrosa celeridad HomeHealthcare implantaba en la aplicación y que iban desde la medición del nivel de estrés mediante la concentración de catecolaminas en sangre hasta la intensidad de los orgasmos de Marta. Con todo, la iniciativa empresarial fue un éxito y su uso se generalizó con gran rapidez. Los parámetros de salud se hicieron motivo habitual de conversación entre amigos y no tardó en llegar el momento en que el bien estar físico se convirtió en un valioso activo que, como el dinero, establecía diferencias sociales.

-Sergio, ¿puedo hablar un momento contigo?

-Claro, jefe. Cuéntame.

Mi jefe es un tipo trabajador, agradable, y podría decir que íntegro.

-Verás, es que no has compartido conmigo tus datos de HomeHealtchare… Ya sé que no es obligatorio, pero todos lo hacemos, y creo que su finalidad es buena. La empresa se preocupa por la salud de los empleados e incluso está dispuesta a ayudar a corregir todo lo que no esté bien.

-Gracias, jefe. Lo pensaré.

-Venga hombre, anímate. Eres un empleado modélico. No me gustaría ver cómo te quedas a un lado. Si te opones al progreso, te convertirás en un dinosaurio.

Marta era (y lo sigue siendo) una mujer alegre y de buen fondo. No dejó de serlo incluso cuando empezó a tomarse en serio todo lo relacionado con la aplicación de sa lud. Dietas, entrenadores personales, running y otras prácticas similares fueron ganando importancia en nuestras vidas.

-Querido, ¿no crees que deberías hacer algo más por mejorar tu forma física?

Ella lo decía con su mejor sonrisa, pero el espejo del baño le daba la razón cada ma ñana, mi índice de masa corporal de 26 asomaba en forma de ondulantes michelines y las ojeras eran el testimonio visible de la mala higiene de sueño. Al mismo tiempo, debo reconocerlo, ella estaba cada día más radiante y atractiva, aunque a mí me habría gustado de cualquier manera. Lo intenté. Durante una temporada cambié mis hábitos de alimentación, me inscribí en un gimnasio… pero todo ello suponía un sacrificio. Lo mío es un sillón con un buen libro y una cerveza sobre la mesa. No tardé en abandonar. El siguiente paso de la compañía (brillante desde su punto de vista) fue crear una red social para que todos los usuarios de HomeHealthcare pudiesen compartir sus experien

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cias, cómo habían corregido los pequeños desajustes que iban apareciendo, qué cambio físico, psicológico o incluso espiritual se había obrado en sus vidas… Se establecieron afinidades y se organizaron fiestas. Marta me insistió para ir a una de ellas. Fue un error, creo que en toda mi vida me sentí tan fuera de sitio. La gente tomaba bebidas biosaluda bles y reía comentando los progresos que había hecho en las últimas semanas. Mi mujer charlaba animadamente con un tipo alto y musculado. Quizás parezca una idiotez, pero no pude soportarlo, comprendí que hacía mejor pareja con él que conmigo, me marché sin avisar y me metí un par de whiskys de penalty. Estaba triste, sentía que todo esto había terminado con nuestra complicidad, que habíamos tomado caminos diferentes y que la separación no era más que una cuestión de tiempo. Además, me juzgué culpable por no haber podido acompañarla en su trayectoria, por no haber tenido la fuerza de vo luntad necesaria para ello. No era más que una ruina precoz con sobrepeso y un nivel de colesterol peligrosamente alto. Llegué a casa de madrugada, borracho como una cuba. Marta me estaba esperando despierta. Farfullé una disculpa.

-No sigas, cállate. Antes de decir nada, ¿no notas un cambio en la habitación? Aún en el estado en que me encontraba fui capaz de comprobar que la pantalla por la que Cindy asomaba su imagen diariamente había desaparecido. Me quedé estupefacto. -Anda, idiota, ven aquí. Me importas más tú que un algoritmo… Además, no sé por qué le tenías tanta manía, calificaba mis orgasmos con muy buena nota y algo tendrás tú que ver con ello…

Nuestra vida siguió adelante sin Cindy. No puedo decir que la eche de menos, pero a veces, cuando veo a Marta consultar su móvil con tanta frecuencia, medir las calorías de cada comida o madrugar para ir al gimnasio, no puedo dejar de preguntarme si real mente se ha ido o si finalmente ganará el pulso.

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HomeHealthcare Inc
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Tres Marías

–¿Bronco… qué?

–Bronquiolitis, señora. Bronquiolitis.

Volví a mirar a María a través del plástico y la niebla que la cubría mientras empezaba a dudar si haberla traído al hospital fue la mejor opción. Aunque no había otra.

Aquel pequeño cuerpecito de apenas tres meses se debatía a menos de un metro de mí, pero era como si estuviera en el fondo del océano. No lo podía abrazar, ni tan siquiera tocar, si excluíamos su pequeña manita conectada a una botella con líquidos sobre su cuna y que yo acariciaba subrepticiamente con miedo a que la enfermera me regañara.

Sentada a su lado, observaba lo que era mi vida a través de las lágrimas, que a duras penas podía retener, y la tienda con niebla oxigenada que la envolvía tornándola borrosa a la vista. Sólo era un cuerpecito que movía rápidamente su abdomen, mientras perma necía quieto sobre el fondo de la cuna, elevado el colchón para facilitar su respiración según me acababa de explicar el médico residente de pediatría.

Continuamente somnolienta, únicamente cubierta por el pañal y con la cara y el pelo húmedos, mi niña permanecía forzosamente obligada a estar boca arriba, sujeta por gasas en sus muñecas y tobillos, para que no se quitara la vía venosa de la medicación ni la sonda de alimentación que salía de su naricilla. Aquella manita que yo acariciaba a escondidas era lo único que veía claramente de su cuerpo. No me consolaba ver esa misma imagen, multiplicada por seis, de madres sentadas acariciando manitas que salían de tiendas nubladas como la nuestra.

Era invierno dentro y fuera de mi corazón.

–María, no te preocupes, tú tuviste lo mismo, y mírate.

Hablaba intentando consolar a mi hija, sentada junto a ella en la cafetería del mismo hospital donde la tuve ingresada veinte años antes.

–Sí, mamá, pero yo nunca estuve en la UCIP y Pepín sí.

Me había llamado porque la doctora que atendía a Pepín –su hijo y mi nieto, ingresa do en la planta de lactantes con bronquiolitis desde hacía dos días– le acababa de decir

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que se quedaría más tranquila si lo tenían vigilado más de cerca, por si hubiese que intubar y ponerlo en respiración asistida. Y ahora estaba esperando que los médicos de la UCIP, donde lo habían trasladado hacía ya casi una hora, hablasen con ella.

Terminamos nuestros cafés y tomamos el ascensor a la segunda planta. Era la hora. En seguida apareció una joven y atractiva doctora enfundada en un pijama azul, con una bata blanca sobre él y el fonendo al cuello. Al vernos, se dirigió a nosotras invitándonos a pasar a la salita al otro lado de la puerta de entrada de la UCIP. Iba acompañada de otra mujer más joven todavía; nos invitó a tomar asiento mientras ella se apoyaba en el hueco de una ventana.

–¿La abuela de Pepín, supongo?

Ambas, mi hija y yo, respondimos afirmativamente. Y María no pudo menos que preguntar:

–¿Lo ha intubado ya, doctora?

–No. No hay prisa. Hay otras cosas que podemos hacer y a las que Pepín esta respon diendo bien. Sólo quería que lo supiesen. Tranquilas. Me quedaré toda la noche con él. Rosy –señaló a su compañera– será su enfermera.

Nos miró con una sonrisa cómplice y añadió.

–Tengo que informar a otras familias. Les sugiero que se vayan a descansar. Hablaremos mañana.

Al salir, me puso una mano en el hombro y, mirándome a los ojos, añadió como si me leyera el pensamient.

–No se engañe. Tengo tres niños. Y experiencia. Se quedan con Rosy.

–La doctora García es así. Guapa, chula y lista. Mucho. Qué asco, ¿verdad? –Rosy lo dijo guiñándonos un ojo con picardía.

–Si ella dice que no lo intuba, no lo intuba. Pueden estar tranquilas. Además, Pepín me cae bien. Tuve un novio asturiano…

Salimos de allí mucho más tranquilas diciendo que, no obstante, nos quedaríamos en la sala de espera.

A Pepín no lo intubaron y volvió a planta a las 48 horas de su ingreso en UCIP. Bron quiolitis por VRS, nos dijeron al alta.

–Abuela…

Era mi nieta María la que me hablaba mientras terminábamos de merendar en la cafetería de El Corte Inglés. María la segunda, la llamábamos en familia, era la hermana pequeña de Pepín. Lucía un bonito embarazo de ocho meses. Una niña. María la tercera, me temía.

–Abuela, he estado esta mañana en el Materno… Para revisiones y eso.

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Di un respingo en mi silla y ella prosiguió:

–No, no te preocupes, todo esta bien. Al terminar la consulta, la tocóloga me dijo que una pediatra quería hablar conmigo. Apareció la Dra. García, tu amiga, la guapa; la que trató a Pepín cuando lo ingresaron. Cuando se dio cuenta de quién era yo, me dijo que quería ponerme una vacuna para proteger a la niña de lo que tuvo Pepín. Que era un ensayo clínico, que te diera estos papeles y que tú me explicarías.

Me tendió un sobre donde se detallaba el proceso. Efectivamente, era un ensayo clínico de una vacuna contra el Virus Respiratorio Sincitial; administrada a la embarazada, protegería al bebé de la bronquiolitis durante sus primeros meses de vida, cuando la infección daba más problemas.

–¿Tú qué crees, abuela? A mi estas cosas me asustan.

Me lo decía mirándome con temor desde el otro lado de la mesa, mientras yo proseguía la lectura de los papeles.

–Si firmas ahora mismo, te regalo mi pluma Montblanc, María.

Y la saqué del bolso para que lo hiciese.

El VRS y yo estábamos a punto de romper relaciones. Para siempre. Y la tercera María no lo conocería nunca. Si la Dra. García y yo, su bisabuela, podíamos impedirlo.

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Tres Marías
119 Javier Pérez Frías

La pastilla roja

Yo soy Morfeo: “Si eliges la pastilla roja, te quedarás en el país de las Maravillas y yo te enseñaré hasta dónde llega la madriguera de conejos”. Matrix, 1999. Morfeo le propone a Neo salir de un mundo irreal, sometido a máquinas que le insertan en una realidad frustrante. Cuando salí del cine, sabía que había visto una genialidad.

Sí. Hoy yo soy Morfeo. Recibo en la consulta a Marta, desnutrida, con una capacidad pulmonar limitada, una tos que pone los pelos de punta, gérmenes con nombres raros en el esputo… toda la vida enferma. Una herencia caprichosa del azar. Una sentencia: fibrosis quística. “Seguro que la lotería no me toca, pero estos genes, sí. Delta F no-séqué”. Marta siempre sonríe. Es positiva cuando los demás no lo son y tiene un humor negro como si fuera cirujana. Si hubiéramos ido al mismo instituto, nos habríamos llevado bien.

Hace algunos años que viene sola a las visitas. Aunque su madre siempre la llama, in cluso antes de salir de la revisión. Se cuida a su manera. Se fía de mí más que de Google. Cumple con el tratamiento salvo cuando sale de fiesta. A su edad, tiene que salir. Sólo quiere ser como las demás. “De las vitaminas me olvido muchos días, pero para ti no son importantes ¿verdad?”. Creo que nunca me ha hablado de usted. No tendría sentido. La veo con más frecuencia en consulta que a muchos de mis amigos fuera del hospital. Le he conocido dos novios y cinco tatuajes. “Algún día me tatuaré la fecha del trasplante”. Sabe que tiene su futuro escrito en la doble hélice de ADN. O eso pensábamos los que la habíamos tratado hasta ahora.

“Marta, nos han aprobado el fármaco. Si lo toleras bien y te lo tomas, te va a cambiar la vida.” Frunce el ceño, ladea un poco la cabeza sin creérselo del todo. Su vida es ésta. Tos, antibióticos, mucolíticos, fisioterapia respiratoria, una senda trazada desde la concepción. Pero elije la pastilla roja. Yo ya lo he visto en otros pacientes. Algunos lo notan más, otros menos, muchos son efusivos y te repiten que no se creían que algo así llegaría. Los hay que ponen freno a su alegría porque llevaban tiempo esperándolo. Ninguno se

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ha arrepentido. A ella sé que le va a funcionar. Lo deseo. Como Morfeo, yo también quiero sacar de su realidad a mis pacientes. Para ellos, cien mililitros más de capacidad son una fiesta. Ganar tres kilos de peso, un esfuerzo, y llegar a los cuarenta sin oxígeno, una utopía. E-flow, Pari, Respironics… su Matrix particular.

Me suena el teléfono corporativo: “Doctor ha venido a consulta Marta. No tenía cita. Dice que quiere hablar con usted, que es importante”. La tengo que ver. ¿Habrá tenido una reacción grave? Sólo hace dos semanas que empezamos. Sería raro, pero… busco un hueco en consulta: “¡Esto es flipante! ¡¡No toso!! ¿Así es como respira la gente? ¡Bua! Solamente quería darte las gracias. ¡Es como si no estuviera enferma!”. Recuerdo a Neo cuando despierta en la nave preguntar: ¿así que esto es real? Mi susto inicial se convierte en ternura. Tengo ganas de ver sus pruebas funcionales. Tengo ganas de su salud, de su bien, de su futuro. Recuerdo algunos rostros que ya no están. Que no viven este cambio. Sus miradas. Sus historias. Sonrío: “Ahora tienes que empezar a volar”. Puede que el trasplante se aleje de ella. Quizá nunca más se trasplanten mis pacientes. Yo seguiré luchando con ellos para vencer a su Matrix particular. Alegrándome con sus alegrías. Dicen que eso es la vocación. Tal vez sean mis propios deseos de eternidad.

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Pacto con el asma

Eran las once de la noche y estaba llegando al aeropuerto. Sabía que esta vez sería dis tinto. Triste. Parte de incertidumbre, parte de ansiedad. Aún me esperaban doce horas de vuelo; el reencuentro con mi hermano en Ezeiza; la puesta al día de todos esos sucesos familiares que no se cuentan por teléfono; los ruidos de la gran ciudad y el gris de la autopista cada vez más desgastada. También los abrazos de bienvenida; las lágrimas por todo aquello no compartido y el nudo en la garganta. Y recién entonces, vería a papá, que estaba literalmente muriéndose.

Todo transcurrió según lo imaginado, aunque ver a mi viejito fue impactante. Su estado parecía más frágil que en las últimas fotos que me habían enviado, elegidas con cuidado para no herirme demasiado en la distancia.

Lo habían afeitado y perfumado. Para recibirme, él quiso que lo sentaran en una silla de ruedas haciendo un esfuerzo mayúsculo para que pudiéramos disfrutar de ese día de reencuentro. Su voz apenas salía de sus pálidos labios. Poco pudimos hablar, pero ambos pudimos expresar el amor que sentíamos.

A pesar de todo, me sentí contento: al fin podía verlo. Todos me advirtieron con asombro que estábamos presenciando la mejor versión de papá de las últimas semanas. Oí varias veces el comentario que, desde que supo que yo iría, volvió a tomar líquidos con mayor entusiasmo. Me estaba esperando…

Mi presencia consolaba a mamá y aliviaba al resto. Hacía demasiado que no nos veíamos. Además, podría aportar un poco de la tranquilidad que tanta falta hacía ante tanta desolación. El único médico en la familia y tan lejos en ese momento, separado por miles de kilómetros y por una insensible pandemia que todo lo complicaba.

Dentro de lo que cabe, fue un día de fiesta: no faltó el interminable banquete (centro de toda reunión de nuestra familia) y los sentidos abrazos de hermanos, primos y so brinos que venían a recibirme y, sin quererlo, a despedirse de papá. Por momentos fue

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inevitable quitarnos las mascarillas, abrazarnos y llorar por una mezcla de emociones que incluían la tristeza.

Al día siguiente, el estado de papá se derrumbó: ya no quiso ni pudo volver a sentarse, y otra vez apareció la dificultad para tragar los líquidos. Todos estuvimos de acuerdo con cumplir su voluntad de no volver al hospital. El postoperatorio de la cirugía de cadera había sido muy duro, principalmente por las restricciones de las visitas. No quería volver a estar solo. Deseaba estar rodeado de los suyos.

Sus piernas adelgazadas se movían con debilidad en la cama y su mente comenzaba a volar por horizontes desconocidos… Cuando alguien lo acariciaba, con mucho esfuerzo acercaba su mano sin abrir los ojos, y respondía con unas palmaditas tan características de él que creo que ya era un acto reflejo… Y así continuó apagándose durante los diez días de mi visita.

La tos se limitaba a la dificultad para tragar. Afortunadamente, sus broncoespasmos habían remitido casi por milagro. Al auscultarlo, no advertía ni roncus ni sibilancias, y cada vez que lo hacía, notaba un gesto de alivio y tranquilidad en su cara. Tuve la suerte de sentir que él percibía mi presencia. Inesperadamente, el asma, que siempre tan mal lo trató, se apiadó de papá durante sus últimos días. Respiraba tranquilo. Con poca fuerza, pero sereno.

El asma había sido muy cruel con mi padre desde su juventud. Lo había estigmatizado hasta tal punto, que no lo recuerdo sin su inhalador. Siempre cerca, en la mano o en el bolsillo. Desde niño, he visto la evolución de todos los dispositivos de inhalación. Desde aquellos que venían con pipetas de cristal y una pera de goma hasta los dispositivos más modernos de todas las formas y colores. Múltiples nebulizadores han pasado por casa, hasta el punto de convertirse en un mobiliario indispensable del salón comedor. Re cuerdo la fatiga, que, desencadenada por el ejercicio, le obligaba a abandonar los juegos familiares y a aplicarse uno o más “chutes” del broncodilatador.

De anciano, verlo toser con tanta dificultad por las mañanas era desgarrador, y oírlo mientras hablábamos por teléfono era sumamente preocupante. Parecía que se iba a des vanecer por la hipoxia, tal como había ocurrido algunas veces. Incluso la risa le generaba accesos de tos tan violentos que en ocasiones llegaba al síncope. Últimamente, yo evitaba contarle cosas graciosas por eso.

Siempre estaba ilusionado con cada nuevo medicamento o aerosol que le indicaban. Sin embargo, la tos y las sibilancias siempre volvían. Era optimista para todo. Le gustaba estar informado sobre asuntos médicos que intentaba comprender, transformándose en un tema de conversación frecuente entre nosotros, ambos asmáticos.

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Yo heredé el asma y las alergias. Habitualmente lo controlaba bien. Sin embargo, durante esos días padecí una crisis asmática como nunca. Incluso tuve que tomar corti coides y duplicar la dosis de mis inhaladores tras descartar infecciones respiratorias y el temido covid.

Y así llegó el día de mi regreso. Era imposible diferir mi retorno a España. Fue durísi mo despedirme de papá en plena agonía y de toda la familia inmersa en ese sufrimiento. Aquel abrazo a mamá es imborrable en mi mente. Subí al avión con lágrimas y con el inhalador en mi bolsillo. Mal. Seguí con broncoespasmo durante varias horas en el vuelo hasta que pude descansar algo. Ya en casa, agotado y mal dormido, recibí el llamado de mi hermana avisándome que papá había partido. No queríamos que sufriera ya más.

Al siguiente día, apenas quedaban rastros de mi crisis asmática. Volví a la normalidad de mi asma leve casi súbitamente. La remisión de los síntomas de papá coincidiendo con mi crisis asmática fue solo casualidad… O tal vez, manifestaciones del estado emocional de ambos, del aumento o descenso de los niveles de ciertas prostaglandinas relacionadas con diversos factores exógenos, del cambio de clima o latitud. O de la combinación de todos ellos…

Muchas mañanas, aunque soy consciente que esto no funciona así, mientras inhalo mi aerosol me gusta fantasear que cargué con el asma de papá durante los últimos 10 días de su vida, liberándolo de ese mal hasta su sereno ocaso. Como si de un absurdo e ilógico pacto con la enfermedad se tratara…

Dedicado a mis amados padres y hermanos

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Pacto con el asma
125 Carlos A. Rombolá

La superflua sociedad ama el tabaco

El día que por primera vez vi un pulmón, me impresionó su color: era negro mate con algunas manchas de tono rosado. Era distinto al color que muestran los libros. El cora zón latía tan intensamente que parecía querer salir por la toracotomía. El profesor De La Torre señalaba con la punta de su pinza las distintas estructuras anatómicas y algunas zonas con enfisema, que, según él estaban muy marcadas. Yo, subido a un escalón de madera, podía ver la mayoría de sus indicaciones por encima del hombro de su ayudan te, el doctor D’Agostino, que afortunadamente no era de gran estatura. De repente, el profesor preguntó a los alumnos con tono increpante: ¿Alguno de ustedes fuma? Ulises contestó afirmativamente con cierta timidez, aunque algo desafiante. Todos conocíamos la respuesta: “Sigue fumando, que así de negros quedarán tus pulmones”.

Era una clásica pregunta que el profesor hacía a los estudiantes cuando un pulmón tenía esa horrible coloración, con la intención de persuadirlos de que abandonen el tabaco y transmitan eso a sus futuros pacientes. Casi involuntariamente, pregunto lo mismo a los alumnos que pasan hoy en día por mi quirófano. Y es mayor el impacto, si previa mente habían presenciado alguna cirugía de pacientes no fumadores, cuyos pulmones, al insuflarse, adquieren un color rosado intenso y homogéneo que contrasta con aquellos marcados con las improntas de nicotina y alquitrán.

Actualmente no hace falta ser alumno de medicina. Toda la población lo sabe. No debe existir ni una persona que ignore los efectos tóxicos del cigarrillo y que no sepa el daño que ocasiona a los pulmones principalmente... Fotos de pulmones negros también aparecen en algunas cajas de cigarrillos buscando un efecto disuasorio. Pero esto da igual. Los pulmones no se ven. Puedes seguir fumando hasta reventar, que nadie sabrá cuán negro estás por dentro.

Cada vez me resulta más curioso el comportamiento de fumar. Me cuesta entenderlo como un fenómeno social que por mera frivolidad roza con lo autodestructivo. Muchos intereses económicos y una falsa necesidad son razones que encantan a nuestra sociedad. Similar a otras tantas conductas de las cuales la humanidad se avergonzará en un futuro, espero que no demasiado lejano...

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Al juzgar por cada caso individual, obviamente comprendo que cada fumador es una víctima. Pueden existir miles de razones para comenzar a inhalar humo durante la ado lescencia o la juventud; y miles de razones que impiden dejarlo después. Inseguridad, rebeldía, modas, el querer aparentar o parecer interesante y otros asuntos psicológicos bien estudiados por los publicistas contratados por las tabacaleras. Los efectos químicos adictivos que esclavizan la voluntad de cada individuo también contribuyen con lo suyo. Claramente, si fumar provocara manchas negras en la cara como las provoca en el pulmón, nadie fumaría. Sería horrible. Grotesco. Inaceptable para la sociedad. Por su puesto que nadie hubiese querido imitar a esos veteranos de guerra que volvían con un cigarrillo en la mano, ni mucho menos a las estrellas de Hollywood del siglo pasado que tras cada aventura encendían un cigarro como señal de éxito y exhalaban el humo con un placer manifiesto en su rostro. Ningún compañero del colegio o de la facultad con la cara salpicada de alquitrán hubiese podido convencer a otros de los beneficios del tabaco. Ni siquiera con todos los esfuerzos y artimañas de todos los medios publicitarios.

Pero todos tranquilos, que solo tiñe de negro al órgano vital imprescindible para res pirar. Está bien escondido entre vasos sanguíneos también dañados por el tabaco. Lo destruye lentamente. Nadie lo ve. Solo lo ven en el quirófano, los cirujanos, enfermeros y sus alumnos mientras se extirpan los lóbulos pulmonares afectados por el enfisema y corroídos por el cáncer más mortal de todos. También lo notan los gobiernos, que deben destinar anualmente una ingente cantidad de dinero para diagnosticar, tratar o paliar todas las enfermedades directamente provocadas por este evitable mal.

Así de superfluos somos. Así nos va… Pronto ha de cambiar.

Dedicado a tantos maestros que me han enseñado

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El abrazo del baobab

Cierro los ojos y, como cada noche, intento conciliar el sueño. Doy más de una vuelta en la cama y al final es el cansancio el que me vence y me duermo.

Sueño con un árbol enorme, es un baobab con hojas de un color verde precioso. Es un árbol inmenso, repleto de hojas en movimiento. Me siento bien, estoy en calma y comienzo a caminar hacia al baobab.

A cada paso que doy, el árbol crece, se eleva un poco más y yo comienzo a elevarme también. Al mirar hacia abajo, veo que el suelo ha desaparecido, y cuando miro hacia arriba, las ramas del baobab comienzan a acercarse a mí, me rodean por completo y me abrazan. En ese momento, me doy cuenta que soy parte del árbol, ya no hay dolor, y respirar resulta tan fácil…

Hace 18 años me diagnosticaron una enfermedad rara autoinmune, una de esas en fermedades congénitas que afectan al tejido conectivo y que te cambian la vida por completo.

Recuerdo el día del diagnóstico como si fuera ayer, la cara del especialista mirando la pantalla del ordenador, su cara de asombro al mirar los informes, y recuerdo también cuando se dirigió a mí para explicarme todas las cosas que cambiarían a partir de ese momento.

Durante estos últimos años, he superado más de un brote, algunos más importantes que otros, y he aprendido también a caminar con la enfermedad. Yo siempre digo que ella es mi compañera de viaje, una compañera con la que tienes que lidiar quieras o no. Prefiero conocerla bien, aunque es algo traicionera y siempre me sorprende.

Son muchas las veces que pienso en el árbol de mi sueño, me imagino que sus ramas son mis bronquios. Quiero liberarlos de la dureza que soportan con la enfermedad, quiero que me abracen como las ramas del baobab y que desaparezca el dolor.

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Hay días que me cuesta tanto respirar que la medicación no es suficiente, entonces el abrazo del baobab es apretado y me ahoga.

En cambio, hay días en los que siento que me fundo con el baobab, que soy parte de él. Es entonces cuando abrazo la vida y vivo el momento.

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13 de octube de 2016

–Estás todavía aquí? Vuelve, tenías razón –suplicó con preocupación. Por un momento, me quedé sin respiración y todo se detuvo a mi alrededor. Por supuesto que seguía ahí. Simplemente había bajado a renovar el ticket del parquímetro. Ya sé que todos esos trámites ahora se pueden hacer desde el móvil, pero la tecnología nunca ha sido mi fuerte; de lo contrario, no habría abandonado el hospital. Mi mano estaba rígida, los dedos me temblaban y no acertaban siquiera a cerrar la cremallera del monedero. Maldita sea, llevaba meses queriéndome comprar uno nuevo porque siempre se atascaba. “Como para unas prisas”, solía pensar.

Hacía apenas un par de semanas que me había mudado a Italia, con todo lo que ello significaba. Vivíamos en una pequeña ciudad al sur de Milán. Recién graduada y con toda una carrera profesional por delante, decidí embarcarme en la que sería toda una aventura en el extranjero. Supuse que lo más inteligente (o eficiente, quizás) era llegar allí en avión y una vez que tuviéramos piso –sin saber cuánto tiempo nos iba a llevar este proceso– volver a España para hacer la gran mudanza en coche. Todo tenía sentido en mi cabeza.

Llevaba conmigo lo puramente esencial: ropa para unos cuantos días, mi funda con las cosas de hockey, un neceser básico y una carpeta con mi currículum traducido de aquella manera al italiano. Con las prisas, los nervios y mi afición por la procrastinación, lo terminé imprimiendo en la residencia de ancianos en la que vivían mis abuelos unas pocas horas antes de la salida del vuelo.

Ese día fui a despedirme de ellos. Me desearon un feliz viaje y mucha suerte en esa nueva etapa. Mi abuela Carmen me dio 20 euros a escondidas como era costumbre. Tanto si se me caía un diente como si aprobaba Selectividad, el obsequio era siempre el mismo. Muchas veces bromeaba con ella sobre el día de mi boda y el regalo que me haría. “Al menos nos darás veinte a cada uno, ¿no?”, me solía burlar. “A este paso nunca te vas a casar”, sentenciaba resoplando. Me consuela que pensaba exactamente lo mismo de todos sus nietos.

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Se habían mudado allí en febrero y apenas estaba finalizando el verano. Recuerdo perfectamente el rostro de mi abuela aquella mañana antes de partir: una sonrisa tímida y ligeramente forzada y una mirada algo triste que parecía esconder dolor. Llevaba días con molestias en la espalda y con pocas ganas de salir a la calle. El pequeño hilo de voz que escapaba de sus labios sonaba entrecortado. Lejos quedaban aquellos gritos que me pegaba desde su sombrilla en la playa de Gandía para que saliera del agua y nos fuéramos a comer.

Todo marchaba bien por la llanura Padana. Casi perfecto, se podría decir. Casi. Em pezaba a chapurrear un nuevo idioma, me compré un libro de 1001 recetas para hacer con pasta, probé el helado de pistacho de la mayoría de gelaterie de la zona y comencé a jugar en un nuevo club. Y sí, también me harté a comer pizza.

Hacía pocos días que había aterrizado. Todavía no me había dado tiempo a echar de menos el jamón serrano y las croquetas de la Carmencita que ya estaba de vuelta en Madrid para recoger mis enseres y llevarlos a mi nuevo hogar. Fueron apenas 4 días los que estuve en la capital, pero me parecieron años. Mi abuela estaba ingresada en un hospital del centro porque ya había dejado de caminar e íbamos todos los días a visitarla. Su aspecto físico no era del todo malo, pero los resultados de los primeros análisis que le hicieron revelaban una alteración en los niveles de sodio. El próximo paso sería hacerle una tomografía computarizada de tórax para descartar algo que los médicos no nos quisieron explicar en ese momento. Se la llevaron a la sala de rayos en una camilla que hacía un ruido insoportable.

Año 2013. Aula 6. Facultad de Enfermería y Fisioterapia de la Universidad de Alcalá de Henares. Asignatura de afecciones médicas. Hacía frío y la mitad de las sillas estaban vacías. A pesar de ello, yo ocupaba las últimas filas. De frente y a lo lejos, una presenta ción de Power Point que emanaba antigüedad en cada diapositiva: “La hiponatremia es un trastorno electrolítico muy habitual en los pacientes oncológicos”. Mi mente estaba allí fijada. Estaba reviviendo una y otra vez ese momento que había vivido años atrás en clase. En mi cabeza resonaba sin cesar esa misma frase. “Papá, esto pinta raro, yo creo que la abuela...”. Me detuve. ¿Cómo le dices a una persona que quieres que crees que su familiar tiene cáncer de pulmón basándote únicamente en un vago recuerdo universita rio y una corazonada? Algo dentro de mí estaba seguro de ello y necesitaba compartirlo. Mi padre se quedó callado. Ausente. Pensativo. Con la mirada perdida. De repente, un sonido bastante molesto nos hizo volver a la realidad. Era la alarma del móvil: que daban 5 minutos para que se terminara el ticket de la hora. La siguiente vez que volvió a sonar el teléfono sería mi padre para darme la razón y pedirme que volviera.

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Meter todas mis cosas en el coche fue una gran odisea, aunque no tanto como lo fueron las casi 18 horas de viaje hasta Pavía. Nada más llegar, la típica llamada proto colaria para decir que todo estaba bien, pero algo me decía que al otro lado las cosas no andaban tan bien. Esa noche la dediqué a comer techo en su totalidad pensando en todos los posibles escenarios que podrían acaecer. Nos terminamos mudando el primer día de octubre, coincidiendo con mi cumpleaños. Una vez “instalados” –por llamar así a tirar todas las cosas en 8 metros cuadrados de habitación– nos fuimos a celebrarlo con nuestras nuevas compañeras de piso. Me acuerdo de estar toda la tarde pendiente de si mi pantalla se iluminaba. Nunca me he sentido tan desconectada en la era de la cone xión que estamos viviendo.

La noticia llegó poco después de una semana. Yo estaba en Roma jugando el segundo partido de liga y un frío “ven ya, está muy malita” fue el responsable de que me plantara en menos de media hora en el aeropuerto de Fiumicino. Iba con lo puesto y un exceso de 30 kilos de ansiedad como equipaje de mano. Así me encontraba: en el aire, con difi cultad para respirar y suplicando poder llegar antes de su último suspiro.

Cuando aterricé, fui directa al centro de paliativos donde pasaría los últimos días de su vida, y afortunadamente llegué a tiempo para tenderle la mano. Ya no era capaz de abrir los ojos, ni siquiera gesticulaba. Y allí me encontraba yo, sentada a su lado, abrazando el recuerdo de la última vez que pude escuchar su voz hacía apenas un par de días. Solas ella y yo. Solo se oía nuestra respiración.

El día antes de que nos dejara, el hospital se llenó de invitados. Según los trabajadores del centro, hacía muchos meses que no veían a tanta gente. Era festivo nacional y todo el mundo aprovechó para visitar a sus familiares y poder darles un último adiós. Por unas horas, la clínica se llenó de sonrisas y carcajadas, de abrazos y caricias, de instrumentos y canciones.

De pronto, la noche se sumergió en un profundo y placentero silencio. Yo me quedé dormida en un incómodo sillón de la sala de espera, y fue otra corazonada la que hizo que me despertara de golpe: esta vez parte de mi corazón se lo llevaba ella. Y aunque en su lápida no quisimos que grabaran sus datos vitales, a mí ese día me cambió la vida: 13 de octubre de 2016.

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13 de octubre de 2016
133 Andrea Sánchez Fernández

Manual de

síntomas

Francisco Sanz Herrero

Paciente varón, de 87 años, que es traído al hospital en estado comatoso, por presentar un cuadro de escalofríos intensos acompañados de dolor torácico opresivo y aparición de disnea en reposo. Al parecer, el cuadro se inicia en los últimos cinco días con sensación intensa de fatiga.

Informo a los familiares del mal pronóstico y de la posibilidad de un desenlace fatal en las próximas horas.

Que mis escalofríos sean más leves que cuando nos bañábamos desnudos en el río, en aquel verano.

Que la presión que ahora siento en mi pecho seas tú, acurrucada en mi torso, de madrugada. Y si no puedo respirar, que sea porque te estoy besando tanto…

Y si me llega la fatiga, que sea menos dulce que cuando hacemos el amor.

Que si al final me quedo dormido, pueda despertar a tu lado, con la cama revuelta, en primavera.

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Mariama, resistente

Francisco Sanz Herrero

Cuando miro el mar, recuerdo los ojos de Mariama Nana, tan vivos, tan curiosos y tan azules. Mariama tenía 17 años cuando la conocí, o al menos eso me hacía creer. Venía de Ghana, de un pueblecito cerca del lago Volta llamado Bagamsi. Mariama se casó a los 13 años, pero pronto se quedó viuda, aunque para ella lo más triste fue perder el bebé que esperaba: ser madre, aunque viuda, le daba opciones para integrarse en su comunidad con las demás mujeres. Quizás por eso se marchó. O por cualquier promesa evanescente que contaban sobre Europa los vendedores de pescado salado. A Mariama no le gustaba hablar de su viaje de dos años a través de Burkina Faso, Mali, Argelia y Marruecos, de hecho, pensó muchas veces en desistir, pero a la vez se convencía de que cada día que pasaba estaba más cerca de su sueño. El hambre, las tres violaciones que sufrió y los trabajos más duros que le tocó realizar no eran lo peor, sino la incertidumbre de cuándo llegaría a su destino. Pero como le decía su abuela cuando volvían de recoger caracoles: “Ves, más lento o más despacio, todo llega”.

Mariama, a pesar de todo, se sentía aliviada estando en el Centro de Internamiento de Extranjeros de Zapadores, en València… algunos le decían que había tenido suerte, que València era una ciudad cálida y bonita, y eso le hacía sentirse más feliz e ilusionada, aunque nunca la conocería.

La llamada a las cuatro de la madrugada por una hemoptisis me hizo acudir rápida mente a Urgencias. En el box de críticos había una chica delgada, africana, de entre 15 y 17 años, que no paraba de expulsar sangre por la boca. Aunque uno nunca se acostumbra, eso no fue lo que más me impresionó, sino cómo me clavó la mirada a la vez muda y vociferante pidiendo ayuda. Hacía mucho tiempo que no veíamos una tuberculosis como la de Mariama. Los residentes se pasaban las fotos de las radiografías como una rareza y su caso se comentaba en sesiones clínicas. El informe de la broncoscopia con firmaba, en rojo, toda esa extensión. Me costaba ver a Mariama como una radiografía en blanco y negro cuando lo que más notaba de ella eran sus ojos azules detrás de la

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mascarilla que pedían y esperaban una buena cura. Al principio, Mariama se sentía como en un hotel de lujo, con una habitación para ella sola, con varias comidas al día y con personal médico y de enfermería que la visitaba y al menos le decía algunas palabras amables. Un día, Eva, la enfermera de la sala, le regaló dos muñecas que Mariama no dejaba de peinar: podría haber sido una buena peluquera. Sin duda, parecía que estaba tocando un poco su sueño. Los primeros días, durante el pase de visita hablábamos de su enfermedad, de sus síntomas, de cómo le sentaba el tratamiento y de qué planes estableceríamos cuando se fuera de alta. Durante las semanas siguientes, todo cambió. A peor. La fiebre persistía, seguía perdiendo peso, y volvió a aparecer sangre cuando expectoraba. Mariama notó en seguida mi preocupación. Las lesiones han progresado. La tuberculosis es resistente. La mascarilla de oxígeno ya no era suficiente. Y después, todo pasó muy rápido: noches de lectura de guías, solicitud de medicación especial, repetición de pruebas y más pruebas, discusiones, consultas…

Parece que el destino tenía fijado que nos viéramos otra vez a las cuatro de la mañana, esta vez, para ir a la UCI. Antes de intubarla, Mariama me volvió a mirar con esos ojos tan azules, ahora ya no suplicantes, sino confiados y esperanzados, que acompañé con un apretón de la mano que no tenía goteros ni vías.

A veces intento imaginar cómo hubiera sido la vida de Mariama si la hubiéramos tra tado más precozmente, si hubiéramos tenido la medicación que nos faltaba. La imagino incluso anciana, seguro que con un poco de tos por aquellas secuelas pulmonares de la tuberculosis y con sus ojos azules vivos, sonriendo a sus nietos.

Cuando miro el mar, recuerdo los ojos de todas las Mariamas que han pasado y pa sarán por mi vida y trataré de acariciar sus vidas para que consigan cumplir sus sueños.

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El camino de ida

Llevaba toda la tarde con el punto de cruz. Quería tener terminado el cuadro bordado como agradecimiento a lo que habían hecho por ella. Hacía ya muchos años que esta tarea representaba una forma de hacer que los días fueran más llevaderos. Esta tarea en la que solo empleaba sus manos y que a su vista no le suponía un gran esfuerzo.

Suena el telefonillo. Se levanta de la silla sintiendo el molesto hormigueo en sus pier nas debido a las horas que lleva sentada.

-¡Buenos días, Queca! -le saluda de forma entusiasta el cartero.

-Buenos días, Pedro. ¿Qué traes para mí hoy?

-Sí mujer, unas cuantas cartas tengo para ti, alguna certificada. Firma por aquí.

Respiró profundamente intentando controlar las palpitaciones y el aviso de que se acerca una pequeña crisis de ansiedad. Ya sabía cómo controlar el bucle de pensamientos que le atropellaban la cabeza. Sabía bien que todas esas cartas eran avisos del banco de devoluciones de recibos, de saldos negativos y avisos legales de que su situación finan ciera no era la más adecuada.

Su situación actual era, como mínimo, lastimosa, había días en que lo llevaba mejor, sobre todo cuando no recibía ninguna llamada del banco.

-Bueno hijo, hasta la próxima, que sea leve el día.

-¡Hasta la próxima, Queca!

Bien era cierto que volvería la semana próxima con más cartas.

Volvió a su punto de cruz. En la mesilla tenía sus inhaladores habituales, decidió echarse dos inhalaciones del que ella misma llamaba el de “emergencia”, en un afán de calmar el peso que sentía en el pecho y al mismo tiempo de frenar todo lo que le preocupaba.

La semana próxima tenía la revisión con su médico. De alguna forma, esas revisiones periódicas le generaban momentos de tranquilidad y esperanza. Se sentía cuidada y querida por su médico.

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Entrada la tarde, hizo en esfuerzo por prepararse algo para cenar, lo poco que tenía en el frigorífico. Un tomate aliñado con el poco aceite que le quedaba y un trozo de pan endurecido del que decidió hacer picatostes y pasarlos por la sartén. Posó su cuerpo en el mismo sillón donde hacía el punto de cruz, pero esta vez puso la radio nacional. El programa habitual solía poner música de los años setenta y, de vez en cuando, alguna tertulia sobre temas triviales.

Pasada la media noche, decidió irse a la cama, colocó dos almohadas en un intento de abrir más sus aquejados bronquios.

-Hola, soy la neumóloga de guardia, te llamo para comentarte una paciente.

-Buenooo, estamos hasta arriba, tú cuenta, a ver qué podemos hacer –le respondieron con desdén desde el otro lado.

-Es una paciente mujer de 72 años, asma moderada-grave con control parcial, hace un año ingresó en planta por broncoespasmo moderado en contexto de gripe A. Buena situación basal, independiente. A pesar del tratamiento en planta, hemos tenido que pasar a reservorio, no remonta más del 80%.

-Dime la habitación. Ya vamos.

-Sí, es la 19. 02 -contesté de forma aliviada, porque ya sabía que al verla no dudarían en llevársela a la Unidad de Cuidados Intensivos.

Me parecía llamativo la tranquilidad y la parsimonia que mantenía la mujer. Nos in dicaba que le pasaran su móvil y una bolsa que tenía en el cuarto de aseo. Todo esto con una mascarilla de reservorio a quince litros de oxígeno, una enfermera intentando coger otra vía periférica y otra colocando sulfato de magnesio.

Volví a realizar la auscultación, al menos algún sibilante espiratorio me daría un poco más de tranquilidad. En ese momento, me indicó que le retirara una especie de pulsera de hilo que llevaba en su muñeca derecha, intuía que tenía algún valor sentimental para ella y le indiqué que no estorbaba de momento.

-Buenas noches, Enriqueta. Somos los médicos de cuidados intensivos. La llevaremos con nosotros para tenerla más vigilada. No se preocupe, todo irá bien.

Sentí una especie de punzada en el epigastrio, no sé si por las horas que llevaba despierta o por escuchar esa frase fatídica de “todo irá bien”. Desde hacía años, estaba con vencida de que, cuando le dices eso a un paciente, todo se tuerce.

Un día estás bien y al día siguiente ya no.

Decidí bajar en el ascensor con la paciente, no porque me correspondiera, sino por el compromiso moral de acompañar. Cuando no podemos curar, acompañamos.

Al subir nuevamente a mi habitación, me costó bastante conciliar el sueño. Siempre que tenemos un pico de adrenalina pasa esto. Respiré profundamente, cogí el inhalador

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de rescate que tenía en la mesilla del cuarto de guardia y realicé dos inhalaciones. Lentamente, sentía como me pesaban los párpados. Como si de un corto tiempo se tratara, el despertador de mi móvil sonó de forma estrepitosa. Sentía la opresión en el pecho y la incomodidad de ese taponamiento en la nariz junto con la cabeza embotada. Me lavé los dientes y subí a la planta.

-¿Qué tal ha ido? -pregunté a la compañera.

-Fatal, acabamos de intubarla.

En cierta forma, lo esperaba. Pero sentía cómo el peso de la guardia caía sobre mis hombros. El mundo me parecía un lugar gris, triste.

Cogí el coche y me dispuse a llegar a casa a descansar; tras otras dos inhalaciones de mi inhalador de rescate, parecía encontrarme un poco mejor.

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El camino de ida
141 Perla Valenzuela

La muerte de Lucky

Cada día suponía un reto. Llevaba muchos años enfrentándose a la incertidumbre, al malestar y al dolor físico. Respirar era recordar que seguía con vida contra todo pro nóstico médico. Las mañanas representaban para él una batalla, la insoportable tos y las espesas flemas. El ritual de ejercicios respiratorios que le habían enseñado los terapeutas parecía una danza a algún dios.

-Buenos días, Pepe, ¿quieres azúcar en el café?

-No, hoy ponle sacarina.

-Aquí está. Recuerda tomarte la medicación. Me marcho ya a misa, hace un rato que suenan las campanas.

Le pasó el pastillero; en la división de la mañana se podían contar unas 10 pastillas. Tomaba cada una de ellas despacio, con la calma que le permitía el temblor fino de sus frágiles manos.

Sonaba el teléfono. Dejó que sonara varias veces porque sabía quién era. Su hija mayor solía llamar sobre las diez. Le costó levantarse del sillón.

-Hola, papá. ¿Cómo estás?

-Hola, Nina, estoy como siempre. ¿Cómo sigue Lucky?

-Ahí va, le cuesta respirar cada día más. El veterinario ha dicho que le queda poco.

-Bueno hija, ese perro ya ha cumplido con su expectativa de vida, son ya veinte años. Tanto él como yo creo que sobramos ya.

-¡No digas eso, papá! ¿Cuándo tienes revisión con el médico?

-Este viernes. Me echará la bronca, como siempre.

-Bueno, te dejo papá, que salgo a comprar.

Se disponía a levantarse de la silla cuando un dolor súbito en el costado izquierdo le cortó de cuajo la respiración.

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El perro daba el último suspiro. La chica le colocaba la cabeza en la almohada como si con esa acción le ayudara a disminuir el tiempo de agonía.

Al abrir la puerta, le encontró desplomado junto al teléfono. Con la parsimonia que le caracterizaba, comprobó que respiraba aún, el pulso era débil pero mantenido. Llamó al 112.

La enfermera que intentaba coger una vía estaba agotada, era el tercer pinchazo y no lo conseguía. La vía periférica que traía de la ambulancia se estropeó en el paso de la camilla a la cama de urgencias. Ya terminaba su turno y al llegar su compañera le pidió ayuda. Necesitaba salir y coger aire. Estaba exhausta.

Sus ojos se cerraban del agotamiento, la serenidad que había desarrollado a raíz de los múltiples ingresos de su marido le daban un aire fuera de este mundo.

-Florencia Gutiérrez de Sandoval, pase por información.

La llamada para que le informaran. Un segundo en el que su corazón da un vuelco con una mezcla de miedo, frío y desamparo.

-Florencia, esta vez le está costando mucho. Su corazón no está colaborando. Esta en insuficiencia cardíaca.

La cara del médico le era familiar, le había ya atendido en varias visitas.

-¿Puedo pasar a verle?, le preguntó con un hilo de voz.

El monitor marcaba 80. Por las veces anteriores, sabía que esta vez podría ser el final.

El perro y Pepe habían decidido partir el mismo día. Sus cuerpos, maltratados por la edad y por la enfermedad, partieron del plano físico.

-Hija, tu padre acaba de fallecer.

El silencio se hizo de ambas partes. A lo lejos, en la zona de urgencias, el sonido de órdenes, máquinas y algún grito de un paciente mantenía el día de marcha. Un día más. Uno menos.

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El último paquete

Perla Valenzuela

No podía recordar nada de lo sucedido. De una forma u otra, su mente había decidido olvidar los sonidos y lo poco que recordaba de ese día. Fue todo tan rápido, que los recuerdos se agolpaban en su estropeada memoria.

Ese día, buscó la furgoneta de reparto e inició su jornada laboral como de costumbre. En total, cuarenta y dos paquetes para ser distribuidos antes de las 14:00 horas. Llevaba consigo el bocadillo de chistorra que tocaba los jueves y dos botellas de agua. Desde hacía algunos días, notaba que el apetito había disminuido y que un sabor metálico predominaba en su boca. Lo atribuía todo a los turnos extras que estaba realizando para reunir el dinero que debía enviar a su país.

Arrancó el motor del vehículo, se abrochó el cinturón de seguridad y se puso en marcha. Hoy le molestaba incluso el cinturón. Sentía una opresión en el pecho que asociaba al catarro que siempre presentaba para estas fechas. Sin embargo, la tos se había vuelto más molesta en las noches y le había despertado en dos ocasiones seguidas. A esto se sumaban las malas noches que había pasado su hija de 4 años, y aunque su mujer procuraba no despertarlo, ya lo hacían esos molestos síntomas de este extraño catarro.

-Buenos días, señora, paquete de Amazon. ¿Me abre?

-Sí, un momento por favor.

-Cof, cof…

-Aquí tiene. Cof, cof. Que tenga un buen día.

-Gracias, igual.

Sentía el cuerpo destemplado, un dolor de cabeza que no había sentido jamás se apoderó de él. Miró la cabina de la furgoneta y los paquetes restantes le suponían dos horas más de reparto. No se veía capaz. La chistorra se había quedado ya fría, pero su cuerpo era incapaz de sentir hambre, solo tenía sed, pero incluso el agua ya le empezaba a provocar ganas de devolver.

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Sin pensarlo dos veces, en el trayecto de la zona sur decidió desviarse y entrar directamente al aparcamiento de urgencias. Con las fuerzas que le quedaban, se dirigió al mostrador de admisión, presentó su documento de identidad y se desplomó.

En la tele de la sala de médicos se oía la voz del presidente del gobierno.

-Buenas tardes, estimados compatriotas, en el día de hoy, acabo de comunicar al jefe del estado la celebración mañana de un consejo de ministros extraordinario para de cretar el estado de alarma en todo nuestro País, en toda España, durante los próximos quince días...

Nadie miraba la tele. La atmósfera se tornaba lúgubre por momentos. Una de las auxiliares de enfermería reclamaba a la supervisora la dotación de mascarillas y trajes de protección.

En uno de los pasillos, se oye la conversación del pase de guardia de uno de los médi cos a los compañeros que le relevaban.

-Cama 7: es un varón de 54 años, neumonía bilateral grave, PAFI 130, intubación hace 12 horas. Pendiente del resultado para SARS-CoV2.

Continuaba dando el pase con algún caso similar en el que lo único que variaba eran las edades de los pacientes.

-Buenos días, Tomás, ¿qué tal te encuentras hoy?

-Ahí vamos, doctorita, creo que estoy un poco mejor, usted me dirá.

En cierta forma, haber pasado por aquella situación no había sido lo peor. En total, 135 días de ingreso. Su situación actual le agobiaba por momentos. Su mujer había fallecido, llevaba un año en el paro, y hacerse cargo de sus tres hijos siendo dependiente de lo que él llamaba “el aire que me da la vida´” le suponía todo un reto.

Las palabras de su médico a veces caían como piedras sobre su cabeza. Durante el año que estuvo con las pastillas que le ayudaban con la inflamación estuvo bien. Pero su médico le explicaba que había que dar un paso más porque sus pulmones se habían estancado. Le había enviado a otro centro donde le valorarían para cambiarle los pul mones. A veces, al andar por la calle le avergonzaba que la gente le viera con la máquina del oxígeno.

En los días en que la vida se le hacía cuesta arriba, se preguntaba por qué le habría tocado esto. Hacía preguntas y se decía a sí mismo que ese habría sido su último paquete y que aunque su mayor deseo era volver el tiempo atrás, la vida le tenía preparado esto.

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