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SEGUNDO PREMIO
Los héroes de Antón
Jennifer Ramos Vázquez
Todos los niños del mundo saben que existen los héroes, –en este caso no hablo de los que tienen superpoderes y llevan una capa colgando en su espalda–, para mí, la palabra héroe significa “motor de mi vida”, y ¿sabéis por qué? Porque me guiaron en mi camino, son mis protectores, mis ángeles guardianes.
Pero como en todo cuento, tiene que haber una terrible villana, y así apareció en mi vida la llamada Fibrosis Quística, una enfermedad rara e incurable.
Mientras todo esto sucedía, una niña llamada Valeria jugaba en el parque con sus padres. ¡Me daba gusto verlos jugar juntos! Después de jugar un rato, los padres se acercaron para contarle una historia, la de “Antón y su maldición”, o eso creía Antón.
“El misterioso niño llamado Antón, siempre estaba tosiendo, era su maldición. En el colegio, no podía hablar con sus compañeros de clase, sin que no estuviese la dichosa tos de por medio. Tampoco podía jugar al fútbol, porque no corría tan rápido como los demás. Por lo tanto, los amigos fueron alejándose de él, y el pobre Antón se sentía muy solo. Antón pensaba que nunca más iba a tener amigos.”
«“Y al final, ¿Antón se quedó sin amigos, mami?”» dijo Valeria al escuchar a sus padres con un titubeo. La madre, viendo que su hija estaba prestando atención, siguió contando el cuento.
“Antón era un niño encantador, pero sin amigos. Siempre estaba muy triste, porque no paraba de toser, y muchas veces, lo que hacía…
«¿Qué hacía?», dijo Valeria muy preocupada, a lo que la madre le respondió, ¡intentaba esconder su tos! pero… le era realmente imposible.
Hasta que un buen día, conoció a Jesús y Concepción, sus héroes, o así los llamaba Antón.
Jesús y Concepción llevaron a Antón a una asociación, ahí conoció a los amigos que tiene hoy. «Son como yo», exclamó Antón, estaba muy contento y alucinado de la emoción.
Además, estos héroes encontraron el punto débil de esta maldición. Antón solo tenía que tomar unas pastillas. Esas pastillas eran mágicas, porque cuando Antón las tomaba la tos…
¿Qué pasó con la tos? interrumpió Valeria, a lo que su madre contestó: “¡La tos desapareció, en un abrir y cerrar los ojos!”. Valeria muy contenta por Antón preguntó: ¿y qué pasó después mamá? a lo que la madre de Valeria respondió:
Antón se dio cuenta que su tos no era una maldición, sino su solución.
Tercer Premio
Aurora
Leire Vázquez Astorquiza
– … ¿Lo comprende usted, señora Ramírez?
La mujer no apartaba la mirada de la ventana, desde la que se podía observar el cielo tiñéndose de los hermosos colores del atardecer. Sujetaba un rosario entre sus manos, y su expresión era indescifrable. Apreté con fuerza mi cuaderno y me situé detrás del doctor, casi esperando que su impoluta bata blanca ocultase mi presencia.
El doctor se mordió el labio. Se le veía incómodo, como si fuera incapaz de manejar una situación tan delicada.
– Se que es complicado de procesar, señora…
– Aurora. Llámame Aurora, hijo– la dulce voz de la anciana hizo que me sobresaltara. No la había oído pronunciar ni una palabra en toda la semana que llevaba ingresada.
– De acuerdo, Aurora – continuó el doctor, recolocándose las gafas – Solo quiero asegurarme de que comprende lo que le he comentado.
Aurora giró lentamente la cabeza, y me miró con curiosidad. Después, posó la mirada en los papeles que traía consigo el doctor González y suspiró.
– Claro que lo he entendido, hijo. Tengo cáncer de pulmón y me quedan, como mucho, un par de meses. Y aunque quisiera someterme a una operación o recibir quimioterapia, mi cuerpo no lo soportaría.
La serenidad con la sentenció su condición hizo que el doctor González y yo nos quedásemos sin palabras. Un incómodo silencio inundó la habitación. Solo se oía el sonido de los respiradores de la habitación contigua y la persistente tos de algún otro paciente de la planta de Salud Respiratoria. El doctor carraspeó ligeramente y colocó la mano sobre el hombro de Aurora.
– Es una situación difícil, señora Ramírez. Como profesional, creo que la mejor opción sería comenzar los cuidados paliativos para mitigar su dolor al máximo posible.
Empezar la quimioterapia a los 89 años… Es, bueno…
– Una condena a muerte, ¿no?– dijo Aurora, desviando la mirada de nuevo al amplio ventanal de su habitación. – Y si no lo hace la quimio, el cáncer acabará conmigo igualmente. No tengo mucho donde escoger, ¿no es cierto?
– El doctor González suspiró. Noté como mis ojos se llenaban de lágrimas, las cuales sequé rápidamente con la manga del uniforme. Era la segunda vez que realizaba mis prácticas en el hospital, pero nunca antes me había enfrentado a una situación tan descorazonadora. Y no sabía cómo hacerle frente. Tras otro largo silencio, Aurora comenzó a toser con fuerza, y el pitido del pulsioxímetro nos indicó que sus niveles de oxígeno descendían notablemente. Me apresuré a colocarle su mascarilla y abrir el flujo de oxígeno.
– Tranquila Aurora. Coge aire por la nariz, y suéltalo por la boca. Respira con calma le dije, sujetando su mano. Tras unos minutos, la respiración de la mujer recobró la normalidad, y señaló al doctor con una mano temblorosa.
– Usted es el medico aquí. Si cree que lo mejor es que reciba cuidados paliativos, así lo haré. La muerte me aguarda de todas maneras.
Pasaron un par de semanas hasta que Aurora volvió a pronunciar palabra. Estaba retirándole la mascarilla y preparando su medicación, cuando noté su mirada fija en mi espalda.
– ¿Sabes, hija? Vi como te limpiabas las lágrimas aquel día, cuando me dieron el diagnóstico. Me entristece pensar que no quede nadie que me vaya a echar de menos, pero al verte con los ojos llorosos… – aguardó un momento antes de continuar – Bueno, me sentí acompañada por primera vez en muchos años.
Las dos nos miramos por unos segundos, y ella continuó hablando.
– Hice mucho el tonto cuando era joven, ¿sabes? Fumaba todos los días, y así lo hice durante muchos años. Nos creemos inmortales en nuestra juventud, pero los errores acaban pasando factura.
– No se martirice tanto, señora Ramírez. En su época, los efectos del tabaco eran prácticamente desconocidos. No había manera de predecir que esto acabaría pasando.
Aurora esbozó una tenue sonrisa.
– ¿Estarías dispuesta a escuchar el consejo de una anciana moribunda? – asentí lentamente. – ¿Cuál dirías que es el tesoro más valioso que puede llegar a poseer una persona?
Muchos responderían cosas tan superficiales e insignificantes como la fama, la riqueza, el poder. La salud, hija. Ese es el bien más preciado que tenemos, y está en nuestras manos cuidarlo. Nunca lo olvides.
Tras nuestra profunda conversación en aquella lluviosa tarde de abril, le fui cogiendo cada vez más cariño a Aurora. Siempre que podía, me saltaba el descanso para visitarla y que me contase historias de su juventud. Tenía que ayudarla a recuperar el aliento en muchas ocasiones, ya que la falta de aire la atormentaba con mayor frecuencia, acompañada de una dolorosa tos que hacía que su cuerpo convulsionara bruscamente.
– Aurora, respira hondo. Tienes la mascarilla de oxígeno puesta, intenta tranquilizarte, no va a pasarte nada. Vamos, como hemos practicado… Coge aire por la nariz, y suéltalo por la boca… Estoy a tu lado, no te preocupes. – solía decirle mientras sujetaba su mano con cariño.
Pasaron varias semanas, y, aunque no quisiera aceptarlo, podía ver como Aurora iba apagándose poco a poco. Una soleada mañana de mayo, cuando el turno estaba a punto de finalizar y los enfermeros escribían en sus ordenadores, el grito de una auxiliar se escuchó por encima del pitido de los respiradores.
– ¡Es la mujer de la 206! ¡El oxígeno no para de bajar!
Pude ver cómo el mundo se movía a cámara lenta a mi alrededor. Varios enfermeros empezaron a levantarse de sus sillas, y sentí como mi cuerpo se movía solo hacia aquella habitación que tan bien conocía. La 206. La habitación de Aurora.
Irrumpí en la estancia sin pensármelo dos veces, mientras observaba a los doctores desesperados por aumentar los niveles de oxígeno de la mujer, sin éxito alguno. En medio de todo el caos, la temblorosa mano de Aurora me señaló, y me indicó que me acercara. Con lágrimas resbalando por mis mejillas, sujeté la mano que me tendía y le susurré que todo iría bien, que era una mujer fuerte y que creía en ella. Con los ojos cerrados, Aurora esbozó una sonrisa.
– Vamos Maia, vas a ahogarte en tus lágrimas. Venga, como tú me has enseñado. Coge aire por la nariz, y échalo despacio por la boca. Respira hondo… Muy bien, lo estás haciendo muy bien cariño…
Suspiré mientras apretaba con fuerza la mano de Aurora. Lo siguiente que recuerdo es el sonido de las máquinas pitando estrepitosamente, el silbido del respirador… Y después, las palabras del doctor González.
– Maia, se ha ido.
Han pasado 5 años desde la muerte de Aurora Ramírez, pero sigo visitándola y llevándole flores en el aniversario de su muerte. Siempre me quedo en silencio unos minutos, agradeciendo todo lo que me enseñó y lo que me hizo crecer como persona. Y, antes de despedirme de ella, cojo aire por la nariz, y lo echo muy despacio por la boca, para después cerrar los ojos y sentir la calidez de su manos sobre mis hombros. O al menos, eso es lo que me gusta creer.