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Un respirador que proyectó el amor
Marisa Lahoz Alloza
Mi madre murió de alzhéimer cuando todavía yo era muy joven. Lo cuidados exigidos por uno de estos pacientes, a veces puede ser extenuante.
Una vez recuperada de su marcha hacia otra galaxia, comencé a hacerme varias preguntas como por ejemplo, «si podría ser hereditario».
Soy enfermera de profesión y me entró la curiosidad de aprender algunas partes de nuestra fisiología, desconocida a pie de calle. Todo sobre el alzhéimer, me lo sabía de memoria, y, precisamente comencé a interesarme por todos los problemas relacionados con la memoria. Una compañera de trabajo, me recomendó visitar ASENARCO «Asociación Española del sueño». Allí imparten varias actividades, entre ellas, cursos sobre la memoria. Decidí investigar, ya que mi madre comenzó a perderla desde el principio de su enfermedad.
Tuve una buena acogida en aquel maravillosa grupo, consolidado desde hacía tiempo. Fue allí donde lo vi por primera vez. Nos reuníamos todos los jueves por la mañana, así que lo vi un jueves, otro y otro. Pasado un mes comencé la investigación de acercarme a él. Supongo que algo había notado, porque no me costó mucho convencerlo de que sentía algo por él.
– Yo sentí lo mismo –me contestó–, el mismo día que te vi por primera vez.
Todo resultó fácil al principio. Yo tenía turnos en el hospital y él trabajaba en La Confederación Hidrográfica del Ebro, solamente por las tardes. Entre los dos, conseguimos programar nuestros encuentros, siempre por la mañana «decisión suya» que acepté sin remilgos, pero había una condición indispensable: sería siempre en mi casa, aunque algunas comidas y cenas excepcionales, las hacíamos en restaurantes. En las mencionadas cenas excepcionales, lo provocaba para que me llevase a su casa. En esos momentos, lo atrapaba un nerviosismo que no podía controlar, hasta que me atreví a preguntarle qué le sucedía. Me contestó que estaba lleno de miedos que no podía sacar de su cabeza.
– ¿Tienes algún motivo especial que te provoque tus miedos?– le pregunté.
– Esto me sucede todos los días, cuando empiezo a subir las cuatro escaleras que me conducen al ascensor, y no se me pasa hasta el día siguiente. Me levanto tarde con el tiempo justo para hacerme la comida y marchar hacia el trabajo. Solo madrugo los jueves con la ilusión de verte. Me recargas las pilas hasta que te vuelvo a ver. Antes me sucedía de vez en cuando, pero desde que te conozco, mis miedos se han agravado.
– ¿Me estás diciendo que tienes miedo de estar solo en tu casa? Si es así, podemos vivir juntos en la mía. Te lo he sugerido muchas veces y siempre has rechazado mi propuesta y te lo he respetado. Ahora te lo pido de nuevo y no aceptaré un no por respuesta. Buscaremos una solución.
– Eso es imposible. Mis miedos son de otra clase. Algo que no puedo explicar.
– Si me lo cuentas, a lo mejor entre los dos podemos superarlo. Te haré una proposición. Si te parece, mañana me invitas a cenar y luego vamos a tu casa y, allí me cuentas todo lo que debo saber de ti.
– Me pides un gran sacrificio, pero lo intentaré.
Aquella noche, la comenzamos con una cena que había preparado con mucha ilusión. A continuación se decidió enseñarme todas las habitaciones de su casa. Me detalló el salón en el cual estábamos cenando, cuadro por cuadro etc. me enseñó la cocina, «bastante moderna» y me comentó que le gustaba cocinar. Luego conocí el baño, dos habitaciones individuales y finalmente, entramos en la que me comunicó que era la suya. Yo le hacía comentarios normales. Esto me gusta, esto no tanto, todo normal, hasta que le hice una pregunta.
– ¿Qué es eso que tienes en la mesilla?
– Trataré de explicártelo. Padezco AOS. Puede que ya sepas lo que es por tu profesión, pero simplificando es una apnea «ausencia de respiración durante varios segundos y varias veces a lo largo de la noche». Eso me lo controla esta mágica máquina. Estos son todos los miedos que tanto me aterrorizan. «Que no me aceptes, que no me entiendas y que un día decidas abandonarme.
Me abracé a él y aquella noche me quedé a dormir en su casa y todas las noches, dándole el sí quiero para toda la vida.
Si no hubiera visto aquella máquina en su mesilla, nunca habría tenido la suerte de conocer a mis dos hijos, Raúl y María.
Hoy vengo sola doctora.
No reparé en su intención en ese momento. Me observó con los ojos entornados, con esos ojos que quieren mirar pero no se dejan ver, no sea que algo trasmitan. Después de sentarse, con la mirada aún hacia el suelo esperó a oír mis monótonas preguntas, y sin responder a ninguna de ellas me dijo:
– Ya sé leer, y firmar, y hago cuentas.
Entonces, recordé lo que habíamos hablado en la visita anterior. Creo que ella se percató, porque Irene me vé, aunque mire hacia abajo, y por primera vez alzó la vista y pude apreciar sus ojos, negros, tristes pero vivos.
Irene es gitana, de mi quinta, rebasa los cincuenta, tiene diez hijos y no sé cuantísimos nietos. Es asmática desde niña, un asma grave que nunca ha cuidado; por su inconsciencia, porque siempre había a quien cuidar antes que a ella misma, porque un marido, diez hijos y sus correspondientes retoños consumen toda la paga.
– Yo no sé leer doctora. – Me decía unos meses atrás, cuando yo le reprochaba que no hiciera caso a mis informes.
– ¿Cómo vas a mejorar Irene? No tomas la medicación, en tu casa fuman todos. Tienes que decirles que no lo hagan, que te sienta mal; ni siquiera eres capaz de mirar los informes para saber que tienes que tomar. – Todo ello con desdén, con ese aire de superioridad que nos otorgamos cuando creemos que el paciente no mejora porque no quiere.
Irene gesticuló sutilmente e intentó evitar que siguiera hablando así. Él la acompañaba ese día y pude notar que no la miraba bien.
– No, no, ellos salen al patio a fumar, de verdad, los míos me cuidan, es que yo tengo muy mala cabeza y se me olvida el tratamiento, y como no sé leer.
La entendí, claro que la entendí. Irene no quería problemas al volver a casa; sin duda él le reprocharía su impertinencia, o vete tú a saber que más. Pero en lugar de escucharla, de hacerle saber que había entendido su mensaje, le contesté: –pues aprende.
Hoy venía sola. Lo dejó claro nada más entrar; hoy no había testigos molestos, y orgullosa me contó que sí, que había aprendido a leer. Irene se quedó viuda a los pocos días de la última consulta. Con mucha pena pero con una valentía admirable decidió hablar con los Servicios Sociales del ayuntamiento de su pueblo: quería ir a la escuela de adultos. Él ya no estaba para impedírselo, para burlarse de ella. Irene, sabía escribir su nombre, leía todos los rótulos de las tiendas y se atrevía con algunas cuentas fáciles.
– Doctora, ya puede darme los informes a mí, que los leeré cuando algo se me olvide.
Estuvimos hablando un largo rato. Yo me esforcé en halagarla, en darle la enhorabuena, en hacerle llegar mi admiración y reconocimiento por semejante proeza. Irene también había mejorado mucho de su asma.
– Mis hijos, doctora, son muy buenos, no me dejan hacer esfuerzos. Antes era más difícil, pero ahora...
Fue delicada, respetuosa, no lo nombró en ningún momento, él ya no estaba y no había porque mencionarlo, pero a ambas nos quedó claro. Irene empezó a disponer de su vida desde el momento en que su marido murió. Empezó a respirar, en el más amplio sentido de la palabra. Y para ello no le importó la edad, ni los hijos, ni los nietos, decidió abrir la boca e inspirar profundamente todo lo que hasta ese momento no se había atrevido: el aire, la vida, su propio respeto.
No la he vuelto a ver, pero la recuerdo casi a diario porque, desafortunadamente, hay demasiadas Irenes asmáticas que acuden a la consulta, acompañadas o no, pero que no mejoran porque no solo depende de ellas.
Mi Irene aprendió a leer, mejoró y me dio fuerza para seguir creyendo en las demás Irenes. Recuerdo el tono imperativo y poco cariñoso de aquel –pues aprende, y sigo notando un pellizco de vergüenza, pero me compensa la sensación de admiración hacia esa mujer que consiguió aprender a leer y a respirar.
Hoy venía sola.
Soufflé
Cristina Martín Minguillón
Jamás revelaría su nombre. Una mujer como ella, despampanante pero discreta, que nunca querría que hablasen de ella en otro contexto distinto al mundo de las pasarelas.
Era imposible que pasara desapercibida, caminaba erguida y daba los pasos como si el suelo tuviera una inercia especial para ella. Se deslizaba sobre él y se movía balanceando los brazos muy rítmicamente.
El primer día que la vi, le pregunté que por qué venía con tacones a fisioterapia. Me contestó que ya no podía llevar otros zapatos, que sus piernas se habían acortado a la medida de esos andamios.
Le puse un pulsioxímetro y le pedí que cerrara los ojos. Quería ver su patrón respiratorio sin que se sintiera demasiado observada. Vi cómo hiperventilaba de una forma dantesca, activando ECOM y escalenos más que cualquier intercostal.
Abrió los ojos para decirme que no iba a dejar de pintarse las uñas, que le daba igual que ese aparato no funcionara bien si llevaba esmalte. Aquel día solo pretendía hacer una valoración, pero la sentí tan alterada que, decidí enseñarle una técnica de coherencia cardiaca en la que, debía poner toda su atención en la cantidad de aire que cogía por la nariz y sacaba por la boca.
– Vengo aquí cada verano. El oxígeno está más limpio en estas montañas. Me ayuda a respirar mejor, me siento bien cuando me voy de aquí.
Le dije que iba a estar en el grupo “Mélezin”. Tenía nombre de una de las montañas del lado Francés de los Alpes. Los grupos de pacientes se denominaban con los nombres de las cimas más próximas, siendo el Chaberton, con sus 3131 metros, el que contaba con los pacientes con mayor capacidad física.
El Mélezin tenía agendada dos salidas semanales al parque del pueblo donde bajábamos con una furgoneta a los pacientes. Una vez allí, les colocábamos sus diferentes dispositivos de oxígeno y los monitorizábamos durante la marcha. La cité para una de esas salidas esa misma tarde. La estuvimos esperando durante 10 minutos en la entrada del hospital, pero no apareció.
Cuando regresamos, fui directa a su habitación para saber por qué no había venido. – No me gustaba caminar, me dijo.
Subí a mi cuarto, el cual estaba 3 plantas encima del suyo y que también pertenecía al hospital y me tumbé en mi cama articulada. Poco entendía de aquella mujer tan arisca y transigente.
Preparé mi sesión de “ejercicio terapéutico en el sistema respiratorio” con el grupo “Prorel”, en la cual hacíamos movilizaciones lentas de todo el cuerpo a la vez que manteníamos una frecuencia respiratoria constante y adaptada a ellos.
Cuando salí de la sesión, ella me estaba mirando desde fuera. Estaba sola, como de costumbre. Yo había acabado mi jornada laboral, pero le propuse un pequeño paseo. Esta vez lo aceptó, tenía ganas de hablar con alguien. Le dije que me asombraba la elegancia de sus ropas. Aunque lo que más me había llamado la atención era la cantidad de maquillaje que se ponía por toda la cara y que tan bien le quedaba. Nunca me había gustado ver a personas mayores muy maquilladas, pero en ella era diferente, como si tuviera la dosis de color exacta.
Durante el paseo en los alrededores del hospital me habló de moda y de su experiencia trabajando en las pasarelas. –Cuando me casé, Chanel me regaló mi vestido de novia. Había desfilado con ellos durante casi diez años y conocían cada centímetro de mi cuerpo, así que, lo hicieron para mí.
Vi entonces cuánto le costaba respirar a la vez que hablaba y caminaba y le propuse una parada. Madame Cocó, la heredera de aquel vestido, estaba diagnosticada de un asma severo que le impedía respirar con normalidad y su tirria por el ejercicio no le ayudaba mucho.
Durante aquel verano en el que vivía en el mismo lugar que mis pacientes, pasaba muchas noches con ellos en la terraza del hospital jugando al Scrabble. Me gustaba conocer sus hábitos de vida y cómo repercutía en ella la patología respiratoria.
Una noche, tras echar la partida, les pregunté que qué les había parecido la sesión de educación terapéutica que habíamos tenido esa semana.
Me sorprendió oír que les había gustado conocer las perspectivas de los otros y comentar las dificultadas del día a día. Monsier M, no dijo nada. Le pregunté que qué le pasaba, y me dijo que, “se sentía una víctima del Estado”. Después, admitió que, no entendía cómo había podido haber llegado a estar tan mal por culpa de su rutina de fumarse dos paquetes al día. Que nunca se hubiera imaginado acabar así con menos de 50 años y mucho menos que la venta de ese tóxico todavía fuera legal.
Vi la importancia de esa charla que habíamos tenido. Se sentían más apoyados por nosotras porque nos importaban sus inquietudes y, ellos habían aprendido muchas cosas que no conocían de la enfermedad. Ese día habíamos hablado de la EPOC y de cómo afrontarla. Les repartimos unos dibujos con forma de árbol en los que escribieron sus miedos en el tronco y donde, entre todos, escribimos algunas soluciones en la copa. Frases como, “viajar sin restricciones” o “recuperar mis actividades de antes de perder el aliento” se tallaron de una forma ensordecedora. Muchos de ellos todavía no habían conseguido dejar de fumar. Monsier Be, en concreto, se quitaba sus gafas nasales para encenderse el cigarrillo y fumaba durante el tiempo que aguantaba sin ahogarse.
La mañana siguiente, salí a correr por allí antes de trabajar. Me encontré a mi vecino de pasillo, un joven con un neumotórax con muchas complicaciones que, estaba en medio de un camino tocando la guitarra. Sentía cierta pena por él. Le dolía mucho respirar, literalmente, especialmente cuando aumentaba lo hacía a altos volúmenes. Intentaba disimularlo, pero durante las movilizaciones de tórax sentía una presión tan fuerte que se le agotaban las palabras y se le inundaban los ojos. Él estaba en el Chaberton, donde también hacía 3 salidas de marcha semanales por el Vallée de la Clarée. Un recorrido entre cordilleras, repleto de lagos y ríos con flores. Era un momento para conectar con la naturaleza, gestionar la fatiga y reencontrarse con su fortaleza interna.
El movimiento adaptado mezclado con pedagogía, era la fórmula secreta en aquel edificio en el que, Cocó volvió a pedirme compañía para salir, Monsier Be dejó de fumar y el niño de la guitarra volvió a cantar sin dolor en la azotea de la clínica.
El corazón a 200
Andrea Martínez Baladrón
Mientras pedaleaba a toda velocidad, sentía que el pecho le iba a explotar.
Acababa de oír la nota de audio: Miriam se despedía. “Lo siento, Rober. Ojalá pudiéramos habernos despedido en persona. Cuídate mucho”.
Roberto se quedaba sin aire. Todavía quedaba un buen trecho hasta la estación de tren, pero se asfixiaba. Nunca lo lograría.
El verano había sido increíble, pero Miriam debía perseguir su sueño de estudiar Medicina y, para ello, tenía que irse del pueblo. Rober había evitado llorar hasta llegar a su casa, no había querido ponerle las cosas más difíciles.
Frenó la bicicleta y se bajó a duras penas. No conseguía dar ni una pedalada más. Se agachó en la acera, intentando recuperar el aliento. Seguro que los pitidos de su pecho se oían a varios kilómetros a la redonda.
Miriam le había enviado un mensaje al WhatsApp para que la acompañase a la estación y despedirse. Le decía lo mucho que lo iba a echar de menos, y las ganas que tenía de abrazarlo por última vez.
Recordó, de pronto, que su madre siempre le dejaba inhaladores en todas partes, para que los usara en caso de emergencia, aunque él fuera tan reacio a ello. Miró en el kit de la bici, donde debería haber un parche para la rueda en caso de pinchazo: allí estaba el milagroso salbutamol.
Rober no había contestado a aquel mensaje. Cegado por el dolor, pensó que, si de verdad lo quería, no se iría. Pero oír su voz en aquel audio lo había sacado de su absurdez: era Miriam, su Miriam. Por supuesto que quería un último abrazo.
Mareado por la falta de aire, hizo un esfuerzo mental por recordar cómo se utilizaba aquel cacharro. Lo agitó, se lo puso en la boca y lo accionó mientras aspiraba.
De pronto, notó sus bronquios expandirse. Se subió a la bicicleta y, en menos de un minuto, llegó a la estación.
Ni siquiera se preocupó de ponerle el candado a la bici. Bajó de un salto y corrió hacia el andén, donde no le fue difícil localizar a Miriam: siempre parecía estar rodeada de un halo de luz.
Antes de que la chica pudiera reaccionar, Rober la estrujó entre sus brazos. El corazón le latía a 200 por hora.
Y nunca supo si fue por la loca carrera, por el salbutamol o por lo enamorado que estaba de Miriam.