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Cena de Navidad
Asunción Fenoll Cerdá
Todas las moléculas de oxígeno estaban muy atareadas. Que si el baño relajante con espuma y cremas varias para cuidar su piel, que si un peinado perfecto y, sobre todo, ponerse las mejores galas. Una ropa elegante y a poder ser cómoda porque, quien sabe a qué hora terminará la cena. Lo normal es que acabe en desayuno y hay que aguantar el tipo con toda la dignidad posible.
La cena de Navidad es el encuentro con los compañeros, el contar las anécdotas laborales y, ya con el postre y las primeras copas, se empiezan a desatar las lenguas y a olvidar la presencia de ciertos elementos que pueden utilizar tus confesiones durante el trabajo del año siguiente.
A mitad de la velada se van repartiendo por grupos según afinidades y empiezan las muestras de cariño y confesiones, aderezadas por el alcohol de las copas y combinados.
– A mí lo que más me gusta son los niños, sin problemas, todo nuevecito.
– Los ancianos tampoco están mal, hay pocas variaciones.
– No digáis tonterías, lo mejor es cuando son jóvenes y felices, endorfinas y oxitocinas por todas partes.
Esta era el tema de conversación de un grupo de moléculas de oxígeno que hablaban del tipo de cuerpos en los que resultaba más cómodo trabajar.
– Lo malo es cuando hay una infección vírica, las bacterianas se atacan mejor.
– Cierto. Notas fluidos que te vuelven loco. Te pueden arrastrar o frenar en tu camino, cuando no te llegan a expulsar.
– ¿Y cuando notas al cuerpo como funciona de mala manera? Eso es lo peor de todo.
– Lo peor es el fragor de la batalla. Los glóbulos blancos en plena lucha contra los invasores y el cuerpo perdiendo fuerza y ganas de ayudarnos con su respiración.
Este era el grupo más triste. Daban vueltas a como mejorar estas intrusiones de virus y bacterias que tanto daño hacían a los cuerpos. Todos estaba de acuerdo en que se deberían inventar nuevos sistemas para evitar esas invasiones dan dañinas y mortíferas en algunas ocasiones.
Había un tercer grupo que no paraba de reír y bailar. Uno de ellos, con cierta dificultad, logró subirse a una mesa y golpeando una cucharilla contra una copa, llamó la atención de los presentes.
Una vez todos callados y le buscaron con la mirada y quedaron quietos esperando sus palabras con el asombro pintado en sus caras.
– Escuchadme todos –empezó diciendo.
“somos los mismos, tenemos el mismo trabajo todos, llevar oxígeno a los órganos del cuerpo humano y puedan generar energía. Pero hay veces que sufrimos invasiones, lo que los humanos llaman enfermedades, y eso dificulta y hasta impide nuestro trabajo”. Se oyó un murmullo general y todos asentían y decían que tenía razón, pero ¿cómo podrían solucionarlo?
– No lo sé, dijo la molécula que estaba sobre la mesa. Lo importante es que estamos de acuerdo en que tenemos que avisar a los humanos de que deben tomar medidas para no enfermar y, al grupo de humanos que se hacen llamar médicos, se procuren herramientas para curar esas enfermedades.
– Pero ¿cómo podremos comunicarnos con ellos? Dijeron todos a la vez.
– De nuevo debo decirte que no lo sé, contestó el cabecilla. Es algo que tenemos que averiguar, pero os adelanto que somos fuertes e importantes para el humano. Le intentaremos dejar mensajes a través de la velocidad que llevamos, podemos correr más o menos, podemos saltarnos el estómago para que se encuentren mal y vayan al médico para estudiar el motivo de nuestro cambio y también podremos acumularnos en el cerebro para que piensen más. Este va a ser nuestro objetivo para este año: hacer ver a los humanos que deben evitar infecciones bacterianas y víricas y que se investigue mucho más el prevenirlas.
Morir de amor
Josefina Fernández Díaz
Personas que ves y ya no están, libros que leíste y continúan para llenar de vida la muerte. La simbología de la poética.
Leo y releo, aún sigo descubriendo detalles inéditos, escondidos en la simbología del lenguaje, en la metáfora del mensaje. Me recibiste en forma de libro, un envío que nace del conocimiento de tu avidez por la lectura. Era la vía para ampliar tus perspectivas de vida a través de experiencias ajenas y viviéndolas como propias. Poseías la capacidad de mimetizarte e involucrarte con los personajes de la obra, vislumbrabas lo que no estaba impreso. Se producía una simbiosis entre lector y autor. Te convertías en un cuerpo inmerso en palabras.
Corría la década de 1860, un poeta del romanticismo se debatía entre el apasionamiento y el desdén de su amada que le arrastraba a un estado de profunda melancolía. Recuerdo que te cuestionabas la debilidad del poeta, su sensibilidad casi enfermiza, circunstancia esta, que casi te llevó a diseñar tu propio final de la obra. Al cabo del tiempo, nuestro protagonista se encontró enfermo con intensos dolores torácicos, dificultad respiratoria, tos persistente y expectoración sanguinolenta. Fue entonces cuando le diagnosticaron “La enfermedad de los poetas”, la tuberculosis. Para él, como para tantos otros autores del romanticismo, significaba morir de amor, era una suerte de suicidio por no ser correspondido, una pasión que consume, una estética de los elegidos que confiere una personalidad romántica y una sensibilidad casi mística. En muchos casos abocados a un destierro de final trágico, obligado reposo que activaba la creatividad intelectual, que permitía el tránsito del pensamiento a la palabra, cuerpos ocupados por palabras, palabras llenas de verso.
Metáforas poéticas, morir de tuberculosis era morir de romanticismo.
Fui yo quién me apoderé del personaje de mi obra, fui yo quien se mimetizó con él. ¿Cómo decirte lo que me estaba sucediendo, amor? Solo quería trasmitirte que morir de tuberculosis era morir de amor, el que yo te profesaba. Que ahora, hablar de tuberculosis ya no es hablar de muerte, es también hablar de esperanza, de vida. No hace falta que cambies el final de la obra, ellos, mis queridos neumólogos, ya lo han conseguido. No hace falta morir de tuberculosis para morir de amor, el que yo te profeso.
Aire
Raúl Godoy Mayoral
Mi única petición, lo único que yo deseaba, era estar cerca de ella y protegerla.
Y… me ha sido concedido.
La vi por primera vez en el parque, andando desenfadada con aire felino, ágil. Unas piernas larguísimas, una cintura estrecha y una piel pálida y nívea constituían sus características definitorias. La cara era perfecta, con unos preciosos ojos en los que una lágrima negra surgía de su pupila invadiendo su iris de color verde. Los rizos rubios de su pelo enmarcaban su cara, protegiéndola y ensalzándola como pasa en los mejores cuadros.
Y su boca requería un apartado. Los labios rojos parecían pintados de forma natural. Allí fue donde mi mirada atrajo al deseo, esa boca fue la que se convirtió en mi obsesión.
La conocí y la amé, pero el tiempo fue demasiado corto y no pudo satisfacer todo lo que yo tenía, todo lo que yo deseaba. Yo estaba enfermo.
Déficit de alfa1, me dijeron, el caso es que me enteré tarde de que no debía haber fumado, llegué tarde al diagnóstico y no salí del tratamiento. Y en el último momento quise estar cerca de ella, protegerla y darle lo que yo ahora no tenía.
Ahora estoy con ella, juego con su boca y sus labios. Ella disfruta con mi ser, me necesita. Soy todo lo que siempre quise ser, en un ciclo eterno en el que me he vuelto imprescindible para ella. En un ciclo en el que la libero del veneno y la revitalizo. Salgo y entro de su cuerpo, renovándola y llevándome el carbónico que puede matarla. Siempre estoy con ella, purificándome para ella en el exterior y protegiéndola. Yo soy Aire, como la canción de Mecano.
Guardia
Raúl Godoy Mayoral
5:00 am
Llevo todo el día y gran parte de la noche corriendo por el hospital. Son más de 50 llamadas las que tengo apuntadas.
Esta última llamada me ha dejado con un sabor agridulce: he conseguido que el paciente mejore, le he sacado de las puertas de la UCI. Mis compañeros de otra especialidad le habían hecho gasometrías seriadas comprobando el aumento de carbónico en sangre y ya, a las 3 de la mañana, cuando vieron que al paciente le constaba mantenerse consciente, me avisaron. No puedo dejar de pensar que debería haber empezado a ventilar al paciente por la tarde, en vez de a estas horas, pero gracias a Dios él ha respondido.
Por fin, voy a poder estirar las piernas, espero que por un par de horas. La verdad es que estoy agotado, se me cierran los ojos. Antes de tumbarme voy a conectar el busca a la corriente, con el trajín que he tenido está casi descargado.
– Ahhhh!– me duele todo el cuerpo, hace veinte años soportaba mejor todo esto. Ahora cada me vez estoy más cansado y me cuesta recuperarme más después de cada guardia. Apoyo la cabeza en la almohada y…
– Tiititititiiiii tititititiiiii tititititiiiii
El corazón me ha dado un vuelco, creo que se ha detenido momentáneamente y, cuando la presión llegaba al límite, ha vuelto a latir, pero a latir a cien por hora. Parece que se va a salir del pecho, lo siento en las sienes.
– No me lo puedo creer– pienso mientras salto a por el teléfono.
– Hola, dígame– contesto con una voz sorprendentemente calmada, a pesar de la tormenta desatada en mi interior.
– ¿Neumología?– Pregunta una voz cantarina que me hace pensar en una chica joven.
Sí, dígame. – Te llamo por el 327.
Ese es el paciente que he ingresado hace unas horas, el de la neumonía, ¿verdad?
– Sí, es que tiene fiebre.
– Y a parte de la fiebre, ¿pasa algo más?
– No, simplemente era para informarte y decirte que como pones en el tratamiento que si tiene fiebre hay que ponerle un paracetamol, se lo voy a dar.
Me quedo callado, me ha dejado sin palabras, no me lo puedo creer. Voy a saltar, siento que mi interior bulle, siento que un calor me sube hasta la cabeza y tengo que dejar escapar la presión.
– Ok, gracias– digo en el último momento antes de perder la compostura y cuelgo. Estoy angustiado, apenado, agobiado, ¿con qué tipo de personas trabajo?
– Mañana pongo una queja a la supervisora. Voy a hacer un escrito a la dirección porque esto es inadmisible – pero sé que no voy a hacer nada.
Apoyo mi cabeza nuevamente en la almohada, pero no puedo dormir. Mi pensamiento recorre las diferentes llamadas, mis actuaciones a lo largo del día. Ha sido una mala guardia, pero el 90% de las llamadas eran superfluas, absurdas. Solo en un 10% de las mismas era necesaria la actuación urgente de un médico y en solo un 6 % (lo que se reduce a unas 3-4 llamadas) se necesitaba un neumólogo. Si me hubieran llamado solo en ese 10% de ocasiones, la guardia hubiera sido muy buena.
Seguía meditando en el tema y….
– Tiititititiiiii tititititiiiii tititititiiiii
Esta vez casi deseaba oír el sonido, no podía descansar y los pensamientos me llevaban en una deriva que no me gustaba. La llamada me permitía dejar la cama y ese hilo de ideas que me estaba amargando. – Diga
Hola, tengo un paciente de 30 años con fiebre. Lleva 3 días así. Le he puesto antibiótico y un paracetamol y le ha bajado la fiebre – ¿Está estable?, ¿cómo es la radiografía?
Sí, está estable, satura al 96% y te llamo porque en la radiografía no sé si hay un infiltrado.
Me quedo callado, voy a saltar, voy a decirle que si no sabe si hay un infiltrado pregunte a su adjunto responsable, pero no sé si es un residente o el propio adjunto. Voy a decirle que llame al radiólogo o …
Miro la hora 6:50
Voy
Veo al hombre. Está durmiendo, afebril, eupneico. Analítica perfecta con algo de leucocitosis con desviación y en la radiografía un pequeño infiltrado subsegmentario. Escribo, pauto tratamiento y doy el alta por mi parte. Voy a hacer un comentario.
7:15
Me callo, a lo mejor todavía puedo tomar un café antes del pase de guardia.