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La confesión

Asunción Fenoll Cerdá

– Buenos días. Es usted D. Ginés, preguntó en voz baja, tal y como requería el ambiente.

– Sí, soy yo, dígame, ¿qué desea?

– Verá, le he preguntado a mi mujer qué como era usted, bueno, quiero decir que quería saber si usted es un hombre que está al día, perdone, no sé cómo explicarme…

– Pues se me ocurre que todas esas preguntas las puedes responder tu solo, ¿te apetece que hablemos aquí o tomando una cerveza?

– Se lo agradezco mucho, d. Ginés, pero ni lo uno ni lo otro. En un bar no hay suficiente intimidad, alguien nos podría oír y, aquí, en la iglesia, la verdad, no es un lugar al que acudo normalmente y me siento un tanto cohibido.

– Se me ocurre que podemos dar un paseo entonces. Por cierto, todavía no me has dicho como te llamas.

– Es verdad, me llamo Pablo.

– Muy bien Pablo, dime ¿para qué me buscabas?

Pablo le miró, le sonrió y movía las manos sin saber qué hacer con ellas. Finalmente las metió en el bolsillo y miró a su alrededor. Ciertamente era un lugar tranquilo y solitario y se convenció de que nadie les iba a interrumpir.

Empezó a hablar como si se tratase de una novela o una película, algo ajeno a él.

– Verá, D. Ginés. Hace un tiempo empecé a notar cambios en mí. Si me resfriaba, tardaba mucho más que antes en ponerme bien. La tos era casi persistente. Me costaba hacer cosas que antes hacía con normalidad. Decidí ir al médico y cuando le conté lo que me pasaba, me mandó al especialista.

Ya sabe usted como van estas cosas del seguro, una cita para dentro de muchos meses. Así que decidí ir a uno de paga. Me diagnosticó una enfermedad pulmonar que es la segunda causa de muerte en el mundo y la cuarta en España.

Por si se había equivocado, esa esperanza tonta que todos albergamos en nuestro interior, también acudí a la consulta del hospital y me ratificaron el diagnóstico con nombre y apellido: enfermedad pulmonar obstructiva crónica muy grave. Me dieron un tratamiento y unas indicaciones de unos ejercicios y cuidados para evitar coger ninguna infección.

Acudo a usted para que me de otras indicaciones.

– Yo no soy psicólogo, sería mejor que acudieses a un profesional.

– Yo si lo soy y aunque no me puedo tratar a mí mismo, sé las pautas generales. Lo que le pido, lo que necesito de usted, es que me ayude a conformarme con la enfermedad que me ha tocado, que me ayude a no odiar la vida, que me ayude a no vivir con desesperación la poca o mucha vida que tengo por delante.

Hay una serie de cosas a las que he renunciado, por ejemplo, a los amigos. Ya no salgo con ellos para no ir a espacios cerrados como restaurantes, cines o teatros, por temor a contagiarme. Tampoco hablo con ellos porque me he convertido en una persona aburrida y monotemática que no habla más que de la enfermedad. No viajo con mi familia por miedo a que me dé una crisis fuera de mi casa. No trabajo porque me han jubilado por invalidez y me hace mucha falta mi pareja que, también murió por causa del corazón.

Aparte de todo lo dicho, esta enfermedad odiosa es muy difícil de entender y, por tanto, de explicar. Te estás ahogando y te dicen que te tranquilices, que todo son nervios.

Cuando te ingresan, estas en la cama sin hacer nada y con el oxígeno puesto y entonces crees que eres un vago.

Otros opinan que lo que tienes que hacer es espabilarte y no ser una carga para tus hijos, que tienes que animarte y no hacer caso. No hacer caso ¿a qué? ¿a ver cómo te ahogas?

Es una forma de ningunear la enfermedad y eso es imposible porque, aparte de que vas teniendo años y el cuerpo se va debilitando, por la medicación que tienes que tomar, se van dañando otros órganos como el corazón y aparecen nuevas enfermedades como la diabetes.

– En definitiva, D. Ginés, quiero que me ayude a perder el miedo a la muerte. Quiero morir en paz y transmitírsela a mi gente.

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