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Ha ganado ella
Sonia Morales Montaño
Y vuelvo a despertar. De verdad pensé que sería la última vez. Debo pensar otra estrategia. No encuentro el despertador, pero no para de sonar, creo que lo tiré debajo de la cama del sobresalto de la alarma. Mientras me estiro lo veo detrás de la máquina de oxígeno. Maldita máquina que me conecta a mi realidad. Le quito las pilas al despertador para no conectarlo más. No pienso ir a trabajar hoy, pondré cualquier excusa. Sé que he faltado varias veces este mes, pero no puedo soportar ser cordial hoy con esos clientes nuevos tan exigentes.
Me miro en el espejo del baño y mi cara no puede ocultar mi estado anímico. Aún por la pica del baño quedan los restos de las pastillas de anoche junto a la botella de whisky en un nuevo intento de no despertar. Me miro de nuevo al espejo, me pellizco la cara… no lo logré. Las que quedan por el suelo me las tendría que haber tomado para conseguirlo definitivamente. Pero no fue así. Lo único que he conseguido es una pesadez bestial en el cuerpo, poca lucidez mental y una sequedad de boca que me asquea. Me cepillo los dientes y bebo agua pero no me calma. En fin, consecuencias de no haberlo llevado a cabo bien.
Me visto y cojo el móvil: 6 llamadas perdidas y 20 mensajes. La mayoría son de Silvia. Es más tarde de lo que pensaba y se ha preocupado al no verme en la oficina. Le envío un WhatsApp diciendo que pasé mala noche y que me disculpe ante el jefe y los clientes. Si no le dijera nada se presentaría en mi puerta tirándola abajo. Sé que se preocupa por mi, pero no puedo remediar este dolor interno, este sentimiento que me atormenta. Ella me ha “salvado” de varias de mis intentonas. Parece que tenga un sexto sentido. La quiero mucho y si en algunas ocasiones me he echado atrás en el último momento, ha sido por ella. Y mira que es pesada eh. Ella es la que se esfuerza por nuestra amistad. Siempre dándome cariño y abrazos aunque sepa que no me gusta. Llamándome a cualquier hora del día o de la noche para asegurarse de que sigo aquí. Es todo lo contrario a mi y puede que por eso nos llevemos tan bien. La oficina solo es soportable gracias a ella… como todo. No quisiera verla triste por mi culpa. No se lo merece. Por mí no.
Oigo golpes afuera. No puede ser. Miro por la mirilla y veo a Silvia aporreando mi puerta. Intento poner mi mejor sonrisa y le abro.
– Buenos días Silvia, de verdad que lo siento pero no me encuentro bien.
– Voy a prepararte un café y unas tostadas, quieres mermelada o mantequilla? Da igual de las dos.
Lo dice mientras irrumpe en mi casa empujándome a un lado y dirigiéndose a la cocina. Cierro la puerta con resignación y voy con ella. Ya tiene la cafetera en marcha y está sacando un montón de cosas de 2 bolsas grandes que ha traído.
– Menos mal que he venido a llenarte la nevera porque hay eco ahí dentro. Ay! El café que se sale. Lo necesitas cargado verdad?
Sí por favor (le digo mientras me siento en la mesa de la cocina y veo como me lo ordena todo).
– Eres un desastre Eric, no sé que harías sin mí. Tiene tanta razón, sin ella yo ya hace mucho tiempo que no estaría aquí.
– Ponte tú el azúcar Eric que voy al baño un momento.
– ¡No! Espera Silvia… …silencio…
Regresa y me abraza. Me gustaría explicarle lo sucedido pero es evidente. Sobran las palabras. Noto sus mejillas húmedas en contacto con las mías.
– Silvia no quería hacerte llorar, lo siento tanto. Perdóname.
– No hay motivos para llorar, estas aquí conmigo. Venga vamos a desayunar. Se seca las lágrimas con la manga del jersey y prepara varias tostadas y pone embutido. Me derrumbó al verla tan serena ante la evidencia de lo que intenté hacer. Ya es normal para ella e intenta dejar a un lado su opinión y que parezca una mañana normal. El estrés me ahoga, no puedo respirar. No es ansiedad. Es esta enfermedad que me asfixia. Silvia no para de hablar pero se da cuenta al instante y me trae el nebulizador y me prepara la medicación. Me controla constantes y una vez pasado el susto sigue hablando como una cotorra de nuevo. Una vez más, qué haría sin ella?
– Cuando vi esta mañana que no contestabas, recordé lo raro y ausente que estabas ayer y le dije a nuestro jefe que fuimos a un chino y nos sentó mal. Vamos que le he colado que nos hemos intoxicado los dos, así podemos estar 2 o 3 días sin aparecer por la oficina. A que soy genial.
Y se ríe sola de su ocurrencia y me hace reír a mi con ella. Algo en ese momento hace click en mi cabeza. Voy al baño y cojo todo lo que quedaba por el suelo y lo tiro por el retrete. Silvia viene corriendo detrás de mí asustada y al verme sonríe y me ayuda a tirarlo todo. Me ayuda a volver a empezar. Con ella todo se ve de otro color. Alguien que me hace reír así no merece que yo la haga llorar.
Acabamos el desayuno y la ayudo a recogerlo todo. Hoy es un nuevo comienzo para mi. La veo pletórica, triunfante. Ha ganado ella.
Examen práctico Medicina Interna
Alejandro José Pozo de la Cámara
Hospital Clínico, 1973, ala Norte, todos los alumnos de Medicina Interna en los pasillos, nerviosos, esperando. Uniformados por el mismo patrón, tanto mujeres como hombres, bata impoluta, con raya planchada que demuestra las dobleces de la prenda.
Fonendo al cuello, un littmann clásico, gris de toda la vida, el mío no sé por qué lo compré de cable corto y me tenía que acercar mucho a los cuerpos y a veces veía las pelusas de los ombligos. En el bolsillo superior, varios bolis y cuadernillos de laboratorio para tomar notas, libro de resultados normales de análisis.
En el bolsillo inferior derecho, un martillo de reflejos y en el otro el otoscopio, espátulas y demás, como burros con las alforjas a rebosar. El ruido del entrechocar de los instrumentos se confundía con el castañeteo de los dientes.
Una secretaria de la cátedra nos iba llamando, los que estábamos como alumnos internos nos conocíamos a los enfermos y sabíamos de sus patologías, era una pequeña ventaja. La enferma en su cama, guapísima, hasta el pijama del hospital la sentaba bien, me sonreía, yo con el fonendo colgando y el otoscopio y el martillo de reflejos en las manos, me acerqué lentamente, y me senté a su lado saqué la hoja para la anamnesis y la empecé a preguntar por su historial médico también por su teléfono, que me lo apunté en la mano, el profesor que estaba vigilando puso muy mala cara. Después de preguntar lo humano y lo divino di por concluida la anamnesis y me preparé para la exploración. Menos mal que esto ocurrió en el siglo pasado, en éste hubiera entrado en la cárcel. Empecé explorando los pares craneales, me entretuve bastante y el profesor me apremió a terminar y continuar.
Mi fonendo me obligaba a acercarme mucho a la paciente, en la espalda no importaba mucho, pero cuando tuve que colocarme por delante mis ojos no sabían dónde mirar, ella me sonreía y yo cada vez más nervioso.
Cuando empecé a palpar el abdomen que era blando, me entretuve alrededor del ombligo y al bajar hacia las fosas ilíacas, el pelillo como de melocotón rizado me enervó y al incorporarme alterado, me tropecé con el borde de la cama y caí de bruces sobre ella, suspendí.
En septiembre me tocó una persona mayor con un autocuidado que dejaba mucho que desear pero que a mí me vino bien para aprobar.
Algunos salían con los ojos llorosos, que si me ha tocado un paciente que no colaboraba nada, que si me engañaba en la anamnesis, otros, que me ha soplado lo que tiene y me ha dicho que tiene hígado a tres traveses de dedo. Durante años, casi todo lo medía en traveses de dedo y cuando las chicas me preguntaban por qué, enseguida yo les decía que casi era ya médico, tenía un punto ganado en la cuestión de ligar.
Yo ya sabía curar el hipo, el profesor Rives de anatomía de Orts Llorca nos enseñó a presionar con el pulgar en el triángulo supraclavicular y un día que estaba en una consulta de un podólogo por un papiloma propio, la sala de espera a rebosar, una señora empezó a hipar sonoramente, nadie sabía donde mirar, hasta que yo, en un arranque de valor profesional, me levanté y me ofrecí a curarla de su mal, diciendo que era estudiante de medicina en el Clínico. El silencio se hizo, me acerqué y yo creo que se le quitó por el susto, pero fue imponer la mano y se acabaron los espasmos del diafragma.
No aplaudieron de milagro, se me acercaron y me rodearon con efusión, se abrió la puerta y entró la enfermera que se quedó en el quicio al ver el revuelo, nos hizo sentar y a mí el dolor del papiloma ya no me parecía importar.
Fue mi primera operación extracorpórea.