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Tan solo respira

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Y volverme río

Y volverme río

Mayerling Acosta

– Nadie sabe lo que tiene, hasta que lo pierde – repetía siempre mi abuela.

Tuvieron que pasar alrededor de tres décadas para que cobraran sentido esas sabias palabras que en su momento parecían insignificantes, pero que hoy más que nunca están llenas de verdad y reflexión.

Para algunas personas, la pandemia llegó para destruir a la humanidad, pero para otras llegó, para enseñarnos a darle valor a lo que realmente lo merece.

Nunca pensé que nos pasaría algo así. La muerte rondaba cada calle, cada hogar, cada esquina, era simplemente aterrador escuchar las noticias, ver los rostros del personal de salud, quienes se dividían entre el miedo a contagiarse y la vocación por salvar vidas. Era desgarrador saber que tantas personas estaban muriendo a causa de un virus que nos tomó por sorpresa.

Aún así, en casa estábamos tranquilos porque no salíamos de nuestro refugio, nuestro hogar. No teníamos contacto con ninguna persona, salvo vía telefónica con nuestras familias y todos estaban a salvo.

Alfred, mi esposo, recibió una llamada de su jefe. Debía acudir a la oficina solo un día a la semana para poner al día algunas cosas. Accedió por supuesto. Solo era un día a la semana ¿Qué podía pasar?.

¡Y pasó! Alfred llegó dos semanas después con congestión nasal, dolor de cabeza y un dolor en la espalda baja.

– Tienes Covid_19 – le dije con mucha angustia.

– No, no lo es– me dijo dirigiéndose al cuarto de baño para ducharse y “Desinfectarse”.

No dejaba de estornudar y tenía los ojos llorosos. Toqué su frente y no se sentía caliente, no tenía fiebre. Aunque se quejaba de un dolor en la parte media de la espalda.

¡Bueno, no tiene tos ni fiebre, quizás no es Covid! Y el dolor en la espalda puede ser cosas de los cuarenta y tantos –pensé mentalmente.

Alfred se acostó, se sentía muy cansado. Yo tenía mis sospechas y por supuesto mi intuición me obligó a enviar a nuestro pequeño hijo de 5 años con su abuela. Fue doloroso, pues nunca nos habíamos separado, pero sabía que era lo mejor para todos.

Le pedí a Alfred ir a urgencias apenas amaneciera, a lo que por supuesto se negó. Los hombres son un poco más dramáticos que las mujeres, aunque lo nieguen. No me quedó de otra que proponerle un trato.

– Si en dos días continuas con la congestión nasal, el malestar y ese dolor en la espalda, iremos a la clínica – le dije un poco molesta y levantando una ceja, una señal que el conoce muy bien.

– Te prometo que iremos– me respondió.

La mañana siguiente todo empeoró. Un hipo que no se le quitaba con ningún truco de internet. Casualmente mi madrastra me había comentado que el hipo era un síntoma claro de Neumonía, ella lo había escuchado en la red social de una reconocida neumóloga.

– ¡Tienes Covid, ese hipo no es normal y ese dolor en los pulmones es raro! – le dije mientras le ponía la ropa en la cama. Se vistió con dificultad.

Se veía muy cansado, le costaba caminar y no tenía fuerzas para manejar, así que su cuñado nos traslado a una clínica dónde no lo quisieron ingresar porque no había cupo. Eso me alarmó bastante. ¿Cupo? ¿Cuántos contagiados hay?

Llamé a la ambulancia. Me asombro la rapidez con la que Alfred se descompensó, el tiempo que pasó desde que llamé a la ambulancia hasta que esta llego, fue aterrador. Le costaba mucho respirar y casi no abría los ojos.

– ¡Respira!, ¡Tan solo respira! –le repetía llorando. Pero le costaba mucho.

– Sospecha de Covid, niveles de saturación de oxígeno están por debajo de 72 y no creo que sobreviva– me dijo el doctor, mientras tomaba mi hombro. Yo solo lloraba. Por suerte lo recibieron en una clínica y de inmediato lo atendieron. Fueron días terribles. Dos días sin saber si estaba vivo o no, porque en la clínica estaba totalmente clausurada el área de Covid_19. Familiares llorando desconsolados, personal de la salud corriendo por toda la clínica, ojos que denotaban cansancio extremo. Definitivamente un ambiente de desolación y tristeza.

En casa no era distinto. Estaba sola con mi perrito, quien no se apartaba de mí y esperaba a Alfred y a nuestro peque en la puerta, sin saber que pasaría tiempo para que regresaran. Por supuesto yo también tenía Covid, pero asintomático, ya me habían hecho el hisopado.

Pasaba cada noche por la puerta de la casa de la abuela dónde estaba mi hijo y era desgarrador escucharlo gritar: ¡Mami! ¡Mami! – ¿Por qué no vienes? – ¿Dónde está papi?

Seguir de largo a mi casa sin abrazarlo, me partía el corazón. Por suerte su abuela vive muy cerca de nosotros y podíamos gritarnos desde la ventana y enviarnos “Cartas de amor” a través de un ascensor improvisado.

Todos los días me iba a la clínica con la esperanza de saber de Alfred, pero regresaba a casa sin noticias sobre su estado de salud. Hasta que al cuarto día ya no pude más y me fui a la clínica muy temprano. Me colé por el área de riesgo y pude acceder al puesto de enfermeras.

– No puede estar aquí– me dijo una de ellas, visiblemente molesta.

– No me iré hasta que me digan si mi esposo está vivo o no– le contesté.

– Esta bien, la entiendo– déjeme sus datos y le prometo que el doctor la llamará.

El doctor me llamó, pero un día después. ¡Alfred estaba vivo!, había pasado una crisis muy fuerte dónde casi lo ingresan a la UCI. Estaba mejorando lentamente y recuperando la capacidad pulmonar, tenía neumonía bilateral y había pasado de una severidad de grado 3 a frado 2. Fueron días muy duros.

Más de 3 semanas después le dieron el alta. Estaba delgado, pálido y sin fuerzas, ¡Pero en casa! Tenía que estar conectado a un concentrador de oxígeno, hacer ejercicios con el espirómetro y lo más duro de todo, era que debíamos estar 40 días más aislados. No podíamos ver a nuestro hijo. Aunque entre llamadas telefónicas y videollamadas pasábamos horas conversando o jugando.

Durante este tiempo, la falta de empatía y la maldad de algunas personas quedó en evidencia, lo que debías pagar por un concentrador de oxigeno equivalía un viaje en crucero, pero solo así te das cuenta de que tan importante es respirar por tus propios medios, el oxígeno es gratis y no te das cuenta hasta que tienes que pagar por él. Pasaron los 40 días y finalmente pudimos volver a estar juntos los cuatro, cómo siempre y para siempre.

Esta experiencia nos dio una gran lección. A veces nos quejamos por lo que nos falta, pero no agradecemos lo que tenemos, lo imprescindible, lo que realmente necesitamos para estar vivos… ¡El Oxígeno! Y es gratis… Por eso hoy cobra tanto sentido la frase que una vez resulto insignificante: “Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde”. Aprendamos a valorar lo realmente importante, disfrutemos de los pequeños momentos, de las risas, de la familia y cuidemos nuestro cuerpo, no esperemos a enfermarnos para reaccionar y hacer algo para sentirnos bien.

La ingravidez del ser

Cristina Aljama Vizcarra

Inhalar... Exhalar... Inhalar... Exhalar... Llenar los pulmones y vaciarlos con la misma intensidad. De repente, el mundo se vuelve ligero; arriba, el cielo espumoso por el vaivén de las olas, debajo, una oscura inmensidad. Me impulso con fuerza hacia el fondo, lejos del aire y del mundo conocido. Primero un pie, luego el otro, un brazo realiza un arco mientras el otro le sigue. Y uno vuela de una manera peculiar. Son los caprichos del agua donde la dirección se enturbia como las mismas corrientes.

Un reflejo capta mi atención, son los rayos de un sol de media tarde sobre un fondo de rocas y coral donde asoma un tímido cangrejo. Me acerco movida por la curiosidad, despacio, para no asustarle. El animalillo está posado sobre una roca de su mismo color, o igual tras tanto tiempo, es la roca la que iguala el color del cangrejo. Le observo durante unos segundos, a la expectativa. De repente, con un gesto veloz sale disparado entre las rocas dejando tras de si un rastro de miles de burbujas livianas.

Un ardor en los pulmones me recuerda que llevo demasiado tiempo en la ingravidez del mar, un ardor que trae recuerdos difíciles de olvidar, recuerdos de momentos más pesados. Agito la cabeza para alejar esos pensamientos y me centro en lo importante, utilizo todas mis fuerzas para salir a la superficie. Inhalar... Exhalar... Inhalar... Exhalar... y volver a empezar. Dicen que la curiosidad mató al gato, pero… ¿Y a los cangrejos? Desde luego a los humanos sí, porque intrigada en que habrá bajo esa roca, sin darme tiempo a recuperarme, me vuelvo a sumergir y nado más deprisa.

Regreso a las rocas más rápido de lo esperado, me queda energía para una exploración en condiciones. Paso la mano por la piedra, siento el tacto frío recorrer la palma de mi mano. Discurro entre los pequeños arrecifes de las profundidades. No hay ni rastro del pequeño cangrejo, me enfurezco por mi lentitud y doy un puñetazo al agua, consiguiendo perturbar muy poco al mar que me rodea. Todos los movimientos parecen hechos a cámara lenta y me permito dar una voltereta mientras mis oídos se quejan por el cambio de posición. Capto un brillo en el fondo con el rabillo del ojo, y mientras me giro y esquivo las burbujas que se crean con mi movimiento, me sumerjo más hondo.

El brillo se ha trasformado poco a poco en una pequeña caja de metal corroída por el efecto de las corrientes que descansa sobre la arena. Estiro el brazo y mis dedos se aferran alrededor de una cadena que no había visto al principio. Acerco el extraño objeto a mi cara y, para mi sorpresa, se abre de forma inesperada y aparece una persona que me mira desde el otro lado. Es una chica con el pelo despeinado y a su libre albedrío, con unos ojos curiosos que se intuyen verdosos bajo un velo que le cubre las esquinas y esconde una sonrisa torcida. La figura del espejo me sonríe tras el descubrimiento inesperado y la dejo ir. Merece mirar a los ojos a miles de buceadores descuidados que busquen cangrejos de forma obstinada.

Y mientras floto en medio de la ingravidez, una luz se asoma entre las rocas, pero es una luz muy diferente a aquella de un octubre de 2020, aquella vez rodeada de la oscuridad, aquella con un tono lúgubre, poco acogedor, trasmitía miedo, más miedo del que nunca había llegado a sentir… pero no está vez. Esta vez es una luz de esperanza y calidez, una luz que me recuerda que sentirla en cada célula de mi piel vale la pena. Y floto hacia ella y, de repente, mi cabeza rompe la superficie helada del mar. Y una brisa marina me acaricia el rostro, y sonrío, y respiro.

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