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Soplo de esperanza

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Y volverme río

Y volverme río

Inmaculada Bosch Racero

Pie derecho, pie izquierdo, media vuelta. Para, coge aire, y vuelve a empezar. Pie derecho, pie izquierdo, media vuelta. Conoce la coreografía a la perfección, pero hoy algo no va bien. Se sienta y respira costosamente. El cansancio de la semana está haciendo mella, se dice.

Se despide de sus compañeras, bajo el pretexto de llegar tarde a una cita, y camina a casa haciendo paradas cada dos escaparates.

Al llegar, se prepara una cena ligera y sale al balcón. La noche es cálida, y un cielo raso hace las veces de escenario para su habitual momento de relajación y ensimismamiento al final de la jornada. En el horizonte, las luces de la ciudad destellan y se mezclan con el humo de su cigarro, como si de una extensa red que atrapara luciérnagas se tratase.

Los días siguientes se suceden compartiendo el mismo cansancio y la dificultad para respirar. En un intento de pasar desapercibida ante los viandantes, finge todo tipo de maniobra de distracción, como una llamada telefónica, el avistamiento de un conocido o la búsqueda de algún objeto en su bolso. Cualquier cosa que justifique una parada en su marcha. Por su mente, pulula un pensamiento, cada vez con más fuerza.

Tras meses de hesitación, esa idea deja por un momento de batir sus alas, para posarse y tomar forma. De modo que, pisa la colilla en la puerta del hospital y sube a la cuarta planta, al servicio de Neumología, aún convencida de que sus síntomas están relacionados con el estrés y la fatiga más que con cualquier patología; sin embargo, la siguiente visita supone la incorporación a su léxico cotidiano de una sigla, hasta entonces desconocida: EPOC.

Mientras el médico, con el resultado de la espirometría en la mano, le explica en qué consiste, las pautas y las recomendaciones a seguir, toda su atención se centra en dos palabras: crónica y tabaco.

Sale de la consulta con cierto grado de incredulidad, aferrándose a la mínima esperanza de que todo aquello no se trate más que de un error; un mal diagnóstico, en definitiva.

Esa noche, el humo que emana de entre sus labios se le antoja más espeso y oscuro, y observa atónita cómo sepulta en sus entrañas el fulgor del mosaico que forman las luces de la ciudad. Sentada en la misma butaca que un día colocó con gusto entre las macetas, se ha imaginado historias de toda índole, desde una ciudad en llamas, hasta multitud de velas prendidas a la par. A veces, la madrugada la sorprende allí sentada, tras haber abierto la puerta a la imaginación.

Dada su querencia hacia las alturas, había elegido ese piso por las vistas. Pequeño pero suficiente. Sin embargo, por primera vez en su vida, siente vértigo. Releyendo el folleto informativo sobre su nueva condición, se siente una funambulista caminando a ciegas sobre una finísima cuerda; bajo ella, una profunda negrura espera la caída a la que está abocada.

Cierra los ojos, y visualiza un torbellino de palabras confusas, de botellas de oxígeno, de tubos, de máscaras, de los zapatos del baile guardados en el armario. Es entonces cuando una lágrima recorre su mejilla, y la ciudad parece haberse apagado.

A partir de esa noche, no vuelve a salir al balcón. Cambia su rutina nocturna por un libro. Ha escogido uno de los que tenía en una estantería. Una historia sobre una amistad en medio de una aventura. Un tanto infantil, pero le entretiene. Somos niños con un disfraz de adulto, se dice, mirándose las manos arrugadas.

A ese libro, le sigue otro, y otro más. De la librería del barrio, por la que antes apenas había pasado, es ahora clienta asidua. Los libros la acompañan a dónde quiera que va: en el bus, en la cola del supermercado, en la sala de espera de Fisioterapia.

En la consulta, aprende la técnica de respiración con labios fruncidos, y, sobre todo, aprende, que puede seguir bailando, despacio, a su ritmo.

Esa noche, al llegar a casa, se atreve a salir al balcón. Varado, en un rincón entre las plantas, se encuentra el último paquete de tabaco, vacío. Lo mira con una mezcla de rencor y tristeza. Pero no hay tiempo para arrepentimiento; la vida está ahí delante.

La luna corona todo un jardín de lucecitas bullentes. Se acerca a la barandilla, mira al horizonte, cierra los labios sin llegar a tocarse y sopla, como había hecho en la consulta. Ante ella, la ciudad nocturna es un campo gigante de velas encendidas. Sopla, girando la cabeza de un lado a otro. Allí a lo lejos está el futuro, en el horizonte. Al pasado: pie derecho, pie izquierdo y media vuelta.

220 D As

Macarena Campos Morales

18h del 19 de mayo: Nos espera una revisión rutinaria y mucha ilusión por verte 22h del 19 de mayo: Tensión al ingresar de urgencia

13.45h del 24 de mayo: Pánico al encontrarte tan diminuto e indefenso detrás de una incubadora, con las venas que se podían percibir a través de tu diminuto torso.

Día tras día, gota tras gota llegaban a través de tus vías dosis de medicaciones y transfusiones, pinchazo tras pinchazo, pitido tras pitido, gramo tras gramo logrado. Nos reúnen para decirnos que medicamente no hay más posibilidades... que es cuestión de ti, de tu propia fuerza y lucha.

Mientras unos entraban, otros salían y a otros, les despedían... pero tú seguías. Viendo la vida pasar ante tus ojos, caricias a través de un cristal, horas lentas, miradas que buscan respuestas, vínculos que creas con las personas que te cuidan... todo pasa en el mismo lugar, donde paradójicamente acontece lo peor y lo mejor de la vida.

Al llegar a casa: los brazos vacíos, el alma rota y mis lágrimas brotan. La puerta de tu habitación cerrada, el olor a hospital impregnado en la ropa y los sonidos constantes metidos en la cabeza. Y la llamada de cada noche, con la respuesta que más nos podía reconfortar: está estable.

Un día más y vuelta a empezar, el mismo camino que cada día nos lleva a ti, a tu box, en bucle sin saber si es lunes o sábado, junio o septiembre, sin pensar si me duele la cicatriz de la cesárea o si ayer cenamos.

Tras 4 meses probando los distintos soportes respiratorios que puede haber en una UCI

Neonatal: no hay avances, queda agarrarse a la traqueostomía…y que palabra tan fea. Nos reúnen, nos explican el procedimiento, pros y contras el 20 de octubre entras en quirófano y de nuevo, al filo de la muerte: diversas neumonías y una atelectasia complican el camino hacia la vida. Altas dosis de sedación, fibrobroncoscopias, el Ambu en la cabecera de la cama, cambios continuos en el respirador y el ventilador de alta frecuencia oscilatoria a tu lado, dispuesto para usarlo si fuera necesario.

Un mes más que vives en este entorno tan hostil, mientras hacemos nuevos compañeros en otra UCI, la de pediatría. Más historias que conocemos, más miradas entre padres que se buscan apoyándose.

En tu sexto mes, avanzas a planta, donde aprendemos unos cuidados más allá de los que cualquier bebé debería precisar. Ya no será la preocupación por si tuvieras cólicos, por la muerte súbita... por situaciones hipotéticas que leímos en ese libro y en esos cursos que supuestamente te preparan para ser madre.

Viviendo en un rol que jamás imaginamos y adquiriendo conocimientos que nunca pensamos: cambios de cánula, tipos de tubuladuras, cuidados de ostomías, sondajes, interpretar parámetros de un pulsioxímetro y de un respirador, hacer una reanimación...

Y al séptimo mes de vida, un 29 de diciembre, sentiste la luz natural: un rayo de sol de invierno acarició tu cara. Por fin te quitaron las vías y te pusiste ropa de bebé para ir a tu casa, aunque fuera en una ambulancia. Pero fuiste recibido entre aplausos de todos aquellos que acompañaron nuestras amarguras, intentando que las pudiéramos sobrellevar cada día de esos eternos 220 días.

Y así aprendimos que lo cotidiano es extraordinario. Que nos diera el sol de invierno en el rostro es pura magia, que escuchar el trinar de los pájaros es una perfecta sinfonía y que una sonrisa tuya es una cura para nuestras heridas.

Maria del Mar Castaño

Sonó el despertador. Me levanté y fui a su habitación.

– ¿Qué pasa, hoy no nos levantamos? Le dije a mi padre mientras él sonreía.

Sonreía porque es nuestro tipo de humor, ya que, desde hace unos meses no podía levantarse ni caminar por cuenta propia. Le diagnosticaron hace un año una enfermedad llamada ELA (Esclerósis Lateral Amiotrófica), concretamente ELA bulbar y ELA espinal, una enfermedad progresiva del sistema nervioso que afecta a las neuronas en el cerebro y a la médula espinal,causando pérdida del control muscular, y con una esperanza de vida de 3 a 5 años. Así nos lo dijeron los médicos, pero para mi padre fue una sentencia de muerte, ya que en algún momento la enfermedad le impediría moverse por si mismo y respirar.

Mi madre ya se había levantado y le había dado la medicina. Vino a la habitación y vestimos a mi padre.

Mi madre y yo lo levantamos y lo pusimos en la silla azul, lo llevamos al salón para prepararlo para el fisio. Al terminar de prepararlo a él y a nosotras, le cambiamos de nuevo, pero esta vez a la silla eléctrica. Nos montamos en la furgoneta y nos fuimos a Málaga para su sesión de rehabilitación.

– ¿Qué tal Juan? Le preguntó Virginia, su nueva rehabilitadora.

– Pues aquí estamos preparados para el ejercicio.

Empezaron con los movimientos de mano, muñeca y hombros. Posteriormente pies, tobillos y caderas. Y por último, con los ejercicios de respiración.

A la vuelta a casa, ya era la hora de almorzar, así que, una vez más hicimos el cambio de silla, le preparamos su agua con espesante y empezamos a comer. Durante la tarde le llegó su nueva máquina, la BiPAP, un dispositivo que se usa para ayudar a que llegue el aire a sus pulmones. Con esta presión de aire, la máquina ayuda a abrirlos. Esto se llama ventilación con presión positiva.

Esa noche teníamos que empezar a usar la máquina. Mi padre siempre ha sido una persona positiva y activa. Si le venía cualquier problema, él siempre veía una solución. Si tenía que trabajar todo el día y luego salir con los amigos lo hacía. Siempre me ha gustado esas dos facetas suyas. Ahora con la enfermedad, le costaba ser positivo y se sentía frustrado por no poder hacer él nada sin ayuda. Y más cuando tocaba un cambio. En este caso el uso de la BiPAP.

– Así no es. Para, me haces daño en la oreja. Decía mi padre mientras le intentábamos poner mi madre y yo la mascarilla de la BiPAP.

Era un momento difícil para todos como he dicho antes, pero más para él, porque el que se tenía que poner la mascarilla y pasar la noche así era él. Cuando por fin se la pusimos, encendimos la máquina. Empezó a sentir que el aire le entraba a los pulmones, una sensación nueva y extraña, y un poco agobiante. Pasó la noche, sonó el despertador. Me levanté y fui a su habitación.

– ¿Qué tal la BiPAP? Le pregunté.

– Pues se me seca la garganta. Me agobio un poco y no puedo aguantar la noche entera. Pero sino podría ponérmela a la hora de la siesta un par de horas.

Él seguía buscando soluciones, a pesar de todo. Él seguía luchando.

– Es una idea estupenda. Pero bueno venga levántate que ya es tarde, le dije. Y él se quedó sonriendo.

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