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1. Teoría, Objetivos, Política y Gestión Económica

TEORÍA, OBJETIVOS, POLÍTICA Y GESTIÓN ECONÓMICA

I. Teoría y política

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La teoría y la política son dos conceptos a menudo enfrentados. Efectivamente, ya a mediados del siglo XIX, William Nassau Senior y John Stuart Mill, distinguieron entre la “ciencia” y el “arte” de la Economía Política. Pero fue John Neville Keynes (padre de John Maynard Keynes), quien a fines del siglo XIX, separó conceptualmente de modo tajante la “ciencia positiva”, la “ciencia normativa” y el “arte”, diciéndonos que “el objetivo de la ciencia positiva es el establecimiento de uniformidades, el de la ciencia normativa es el establecimiento de ideales, y el del arte la formulación de preceptos”.

La economía positiva describe. Nos dice lo “que es”. Por ejemplo, dadas las condiciones institucionales (leyes vigentes, comportamientos culturales) decimos qué tiende a suceder con el precio de un bien cuando crece su demanda. Estamos pues en el campo de la teoría (Political Economy). La economía normativa trata con el “deber ser”. Con lo que queremos, como sociedad, que suceda. Incorpora juicios de valor. No describe sino que prescribe. Lo que John Neville Keynes llama “la Ética de la Economía Política”. Por ejemplo, dado el caso anterior, ¿es conveniente dejar que el precio tienda a subir, o aplicar alguna medida intervencionista que lo impida, tal como un subsidio, una reducción de impuestos o un control de precios? La respuesta conlleva un juicio de valor…, sea por intervenir o por no intervenir.

Sin duda que las medidas gubernamentales tienen sus consecuencias; y la oportunidad (o momento), forma y profundidad de las medidas deben evaluarse considerando la naturaleza particular del proceso político…, tan alejado de la lógica económica. Para juzgar las decisiones concretas del Estado con ecuanimidad es preciso recordar que éstas responden a complicados procesos políticos. En tal sentido, así como los empresarios pretenden maximizar el beneficio (incluso maquiavélicamente), los políticos electivos y funcionarios intentan “maximizar” el poder (su facultad de decisión y su permanencia en el cargo). Además, como nos recuerda Victor Beker, “La política es normalmente un juego de suma cero. Lo que uno gana es lo que otro pierde (…).En general, (por eso) toda iniciativa del gobierno merecerá el rechazo de la oposición” (Beker, 2005, pag. 117).

Por último, tenemos el “arte” de la acción, de la selección y aplicación de las medidas. Estamos en el campo de la Política Económica (Economic Policy) o Economía Aplicada (Applied Economy).

II. Objetivos de todo sistema económico

Antes de continuar es preciso puntualizar que, hoy por hoy, los objetivos principales de todo sistema económico (sea de mercado o sea de economía centralmente planificada) son: a) el pleno empleo; b) la eficiencia; c) el desarrollo; d) la estabilidad de precios; e) la equidad distributiva; f) equilibrio en la Balanza de Pagos. Entonces, ¿en qué se diferencian? Pues, en los caminos para lograr estas metas. Metas que, a veces, se contraponen entre sí (y, por ende, es preciso llegar a una solución de compromiso; p.ej. sacrificar algo de eficiencia para alcanzar más equidad)

Como el seguimiento de la actividad económica, y del conjunto de metas antes enumerado, implica hablar de números, de cantidades, aquéllos que trabajan en estos menesteres (como teóricos o como gestores de política) se han ido inclinando hacia formalizaciones matemáticas (cada vez más complejas).

Aquí salta el concepto de modelo económico, que consiste en una representación simplificada de la realidad que toma en consideración sólo los elementos y relaciones más

importantes; simplificando deliberadamente esa realidad para tornar su aproximación en más manejable. Así, el conjunto de relaciones suele presentarse a través de una ecuación o sistema de ecuaciones; que consta de un conjunto de variables, las cuales podemos separar en variables datos, variables objetivos a alcanzar (por ejemplo, el pleno empleo) y variables instrumentos (que constituyen los resortes de nuestra política, por ejemplo la emisión monetaria o el nivel de aranceles) (cfr. Grupe, 1981).

METAS DE TODO SISTEMA ECONÓMICO

En el texto hemos mencionado las metas. Veamos aquí su significado: • Pleno empleo: implica la utilización completa de todos los factores de la producción, en especial de la mano de obra. • Eficiencia: significa asignar cada recurso a su mejor uso alternativo (o sea, a su “tarea” más productiva). • Crecimiento: concepto que incluye una mejora periódica, en niveles satisfactorios, del bienestar de la población (en palabras más sencillas y directas, una expansión del producto por persona). • Estabilidad de precios: su objetivo es mantener el nivel general de precios (evitar el envilecimiento de la moneda; es decir, su pérdida de poder adquisitivo) • Equilibrio de la balanza de pagos: este objetivo apunta a sostener la solvencia en las cuentas externas. • Equidad distributiva: si bien los anteriores objetivos poseen definiciones que responden a un consenso entre los estudiosos, este objetivo resulta de más difícil aprehensión; pudiendo decirse, en una aproximación no muy precisa, que “pretende para cada sujeto económico una remuneración equivalente a su aporte al proceso productivo”..., asunto de difícil medida y abierto al debate.

III. Los juicios de valor

Hasta aquí hemos señalado la presencia de un área teórica y de un área de política económica, en la cual se trabajará con los esquemas y relaciones analizados en la teoría económica para alcanzar determinados fines (u objetivos), en la medida de lo posible, cuantificables.

Como bien sabemos, los economistas no se destacan por acuerdos sino por discrepancias; no obstante existe una realidad concreta: la intervención del Estado ha ido creciendo constantemente bajo el concepto de que su accionar podía “mejorar” los logros de la “mano invisible del mercado”, de la cual hablara Adam Smith (en 1776). En el siglo XX, podemos señalar tres grandes hitos. Cada uno en su medida contribuyó a ordenar y a sistematizar, esa acción estatal o gestión de política:

a) La Economía del Bienestar (cuya partida de nacimiento puede encontrarse en la obra homónima de A.C. Pigou, publicada en 1920 y que, desde entonces, ha tenido continuas profundizaciones). b) La Teoría Económica Keynesiana (que nace en la “Teoría General” de 1936, de J.M. Keynes, y que trazara a grandes rasgos el deambular tanto de la Teoría Macroeconómica como de la gestión de política económica). c) La Teoría de la Política Económica, nacida a la luz de la utilización de modernas técnicas matemáticas, en la década de 1950, con las obras de Jan Tinbergen (Premio Nobel 1969), “On the Theory of Economic Policy” de 1952; y de Ragnar Frisch (Premio Nobel 1969), quien publicara en 1950 un artículo titulado “L’emploi des modeles pour l’elaboration d’une politique économique rationelle” (1) .

POLÍTICA ECONÓMICA Y TEORÍA DE LA POLÍTICA ECONÓMICA

Antes de seguir, es preciso demarcar una distinción clara entre la Política Económica y la Teoría de la Política Económica, entendiendo por esta última “la búsqueda de la solución técnica (preferentemente en términos cuantitativos) más adecuada entre los instrumentos de posible aplicación y los objetivos definidos”; y conceptualizándose a la primera como “el conjunto de las distintas formas de intervención del sector público en la actividad económica”.

Figura 1

Comparativamente a los tiempos prekeynesianos, la posición estatal ha crecido en las argumentaciones teóricas de todas las Escuelas Económicas (salvo la Escuela Austríaca) PERO en un mundo de continuos cambios (tecnológicos y de expectativas), la alteración de precios relativos es una constante, lo cual ha llevado a que los economistas (ante la dificultad de conocer oportunamente los “datos” de la realidad para definir los “instrumentos” precisos para alcanzar las metas) se hayan inclinado desde los `70, preferentemente, por recomendaciones promercado (más liberales) que las emitidas, habitualmente, desde los años cuarenta (Figura I)(2) .

IV. ¿Buscan los políticos su propio interés?

Es necesario señalar que la teoría convencional de la política económica, desarrollada entre 1950 y 1970, por Tinbergen, Frisch, Mundell y Meade, remarca la importancia de la consistencia lógica en la elaboración de una política económica, y para ello supone que los políticos obran con pleno conocimiento y en busca exclusiva del bien común (y no de sus intereses o ambiciones personales) (De Pablo, 93). Aspecto éste que la “Teoría de Elección Pública” niega, al afirmar que los gobernantes, como todos los sujetos, obran en busca de su propio interés, siendo posible estudiar “el mundo político” con el instrumental tradicional de la Teoría Económica(3). Se analiza así el “mercado de la política”: mercado en el cual se suele decir que los “policy-makers” (o gestores de política) deben tener, para conducir la política, capacidad de resistencia a las continuas presiones

Corriente Mercantilista, en particular en su vertiente alemana, conocida como Cameralismo (siglos XVII y XVIII). 2 Aunque esta tendencia promercado generalizada se vio, en cierto modo, interrumpida por la Crisis Global de 2008/2009, para retornar parcialmente a la línea intervencionista

3 La existencia de fallas de mercado implica que no se cumplen las condiciones ideales de los teoremas de la economía del bienestar (ni el de eficiencia, ni el de poder hacer transferencias de suma fija, sin costos, que permitan alcanzar un óptimo de Pareto). Pero estos criterios optimistas e ideales de la economía del bienestar no contemplan la cruda realidad, que es captada de modo más aproximado por la más “positivista” Teoría de la Elección Pública”. Por otro lado, se supone que la competencia en el mercado elimina la arbitrariedad de los agentes individuales, ya que la atomización asegura su “nula” influencia. ¿Pero, elimina la competencia en el sistema político eleccionario la arbitrariedad de los agentes proveedores de bienes públicos? La experiencia pareciera decir que no. Es una competencia más imperfecta que la del mercado como consecuencia de la menor información disponible por los agentes.

sectoriales y/o cortoplacistas, “que nos hace eludir los problemas en vez de enfrentarlos, nos hace generar propósitos que no podremos cumplir”, y “posponer medidas inevitables”. El ministro exitoso es aquél que mantiene las demandas en línea con las posibilidades, y no incentiva a la gente para que exprese intenciones incumplibles” (de Harberger, en “El economista y el mundo real”, 1989, citado por De Pablo, 1993).

V. Reglas de actuación versus discrecionalidad

La elaboración de la política económica, en su enfoque más tradicional, consiste meramente en determinar los valores de los instrumentos a disposición de la autoridad gubernamental (v.gr. volumen y finalidad del gasto público, presión impositiva, tipo de interés, oferta monetaria, etc.), y por ende los cambios en estos instrumentos, con miras a alcanzar las variables objetivo.

Este enfoque “tradicional” se conoce como política discrecional. En esta versión el gobierno obra sin ajustarse a ninguna pauta previa. Esto es, obra “a discreción” (libremente, sin condiciones). Sin embargo, la concepción discrecional supone un conocimiento suficiente, por parte de la autoridad, de la verdadera situación económica, de los efectos de sus instrumentos, y de los retardos (o demoras) con que actúan éstos.

Pero, ¿qué son los retardos? Es el lapso que va desde producida una perturbación (v.gr. caída del PBI) hasta que la acción de política obre en la economía. Se distingue el retardo interno del retardo externo. El primero, a su vez, se divide en retardo de reconocimiento (tiempo que media de la perturbación hasta que ésta es conocida por la autoridad), retardo de decisión (lapso entre el reconocimiento del problema y la resolución de actuar) y retardo de acción (desfase entre la disposición de obrar y su ejecución efectiva, por ejemplo si se decide que es preciso cambiar la legislación impositiva, el retardo de acción interna es el tiempo de preparación de la nueva ley y su puesta en práctica) (Dornbusch & Fisher, 92, Cap. XII).

Además de los retardos internos existe el externo, que consiste en la distribución en el tiempo de los efectos de la política económica una vez aplicada ésta. Por ejemplo, la acción rezagada de una medida de política monetaria (que a fines de los 80 se estimaba en una duración de 8 a 12 trimestres).

La adición de todas estas demoras llevaron a criticar el manejo “ad libitum” de los instrumentos, alegándose que su uso en vez de estabilizar los ciclos (suavizándolos) introducía inestabilidades; ya que una decisión, por ejemplo de expandir el gasto, adoptada en una fase contractiva no producía efectos durante ese período de recesión, sino en una etapa de expansión posterior (acentuando la fluctuación). Se proponía, entonces, una política de reglas de actuación en vez de una política discrecional. En este caso, la autoridad debe ajustarse a pautas predefinidas. Lo cual exige acuerdos, previos a los hechos, sobre las reglas de decisión. Existen, incluso, reglas activistas y reglas no activistas, aspecto que aquí no discutiremos.

¿COINCIDE EL INTERÉS DE LOS POLÍTICOS CON EL DE LA SOCIEDAD?

Según la teoría de Buchanan, en los esquemas que manejamos en los libros habituales de texto se supone un capitalismo de economía de mercado en el cual los agentes obtienen ingreso de su actividad en el mercado económico, pero bajo el capitalismo de Estado, que es hoy el predominante (habitualmente llamado Economía Mixta), también hay agentes que obtienen ingresos por la actividad en el mercado político, los cuales no tienen los mismos efectos, ni en eficiencia ni en equidad, que los provenientes del mercado económico. Y esos agentes del mercado político siguen, igual que los del mercado económico, su propio interés; pero esto

no es necesariamente ruin, ya que ese interés incluye mantener el poder, y para ello deberán atender las necesidades de sus votantes. Con lo cual, de modo indirecto, los intereses personales de los políticos tienden a coincidir con los de la sociedad que los elige.

VI. La credibilidad de las políticas

La “discrecionalidad” del punto anterior se vincula a la llamada “coherencia temporal” o inconsistencia temporal (que desarrollaron en 1977, los economista Kydland y Prescott, Premio Nobel 2004). Por eso no debe olvidarse el llamado problema de la inconsistencia temporal (o dinámica), que surge cuando una política adoptada, óptima en su momento, deja de serlo en una fecha posterior. Situación por la cual a la autoridad gubernamental le resulta conveniente cambiar la política que antes había anunciado. Esto se vincula con el tema de la credibilidad de las políticas (lo cual es fundamental para el éxito de algunas de ellas, por ejemplo las políticas antiinflacionarias). Si una política es vista por los agentes como inconsistente en el tiempo (es decir, se piensa que es incumplible) no será creíble.

A menudo la tradición “tramposa” de las administraciones (como las que han gobernado, sucesivamente, Argentina, durante 50 años) hace poco creíble sus anuncios. Una típica política poco creíble, en Argentina, ha sido la política cambiaria (ya que para la Administración resulta ventajoso un súbito cambio de regla, devaluando el peso; y, a veces, por esa vía licuar sus deudas, cosa que aconteció en el año 2002 por ejemplo). Con el Plan de Convertibilidad, se intentó retomar la credibilidad, y para eso fue necesario renunciar a la discrecionalidad en el manejo del tipo de cambio. La discrecionalidad genera beneficios en el corto plazo, pero como compromete la credibilidad también puede

generar costos a lo largo del tiempo.

VII. ¿Mercados “Libres” o mercados “Administrados”?

Normalmente se piensa en términos de mercados de competencia libre, aquella mano invisible de la cual hablara Adam Smith, como el mágico medio por el cual se asignan eficientemente los recursos…, y algunos (optimistas o ingenuos) también sostienen que el mercado retribuye equitativamente el resultado del esfuerzo productivo.

Pero la realidad actual está bien distante de aquella imagen mítica, casi romántica. La gran empresa (y la no tan grande) ha ido reemplazando con su organización y su gerenciamiento al mercado en su accionar. Así que nos hallamos ante la mano visible del management. Un autor, G. Means, en 1935, nos decía que “junto al mercado tradicional en que se equilibran la oferta y demanda mediante un precio móvil, hay un nuevo mercado administrado (…). El precio administrado lo fijan (directamente) las grandes empresas (…)” (citado en Beker, 2005, pag. 32).

¿ES LA COMPETENCIA UNA EXCEPCIÓN?

Las grandes empresas “actúan como fijadoras de precios. La concurrencia de precios es hoy sólo una rara excepción (…). Los ajustes de cantidades son la norma; las fluctuaciones de precios constituyen la excepción (…). Ello no significa que no exista competencia sino que ésta se libra por otros medios (…). La organización (de las empresas) ha desplazado al mercado del centro de gravedad (…). El mercado juega un rol pero es un rol subordinado.” (op. cit. pag. 32/33) Es decir que aquella firma sin poder de mercado de la teoría neoclásica, que seguía la soberanía del consumidor, ha fenecido. Hoy, la gran firma, a través de

su departamento de marketing induce al consumidor sus necesidades y le señala qué debe comprar…, y por su departamento de ventas le fija el precio casi como un monopolista, ya que administra el mercado. No es tomadora de precios, como la

teoría tradicional postula. Lo fija.

El rol de aquel mercado de libre competencia, con un consumidor soberano, no existe ya. “El mercado como instrumento para la asignación de recursos por medio de los precios es cada vez más una reliquia del pasado” (Beker, 2005, pag.33). A la hora de diseñar políticas como funcionario y de juzgarlas como ciudadanos, es preciso tener bien presente esta realidad.

VIII. El proceso de gestión del estado

Dentro de las dificultades del proceso de la Política Económica no es la menor la

inconsistencia temporal de objetivos. Digámoslo de un modo más sencillo, lo que en un momento se prefiere poco después se descarta..., pero no necesariamente por los gobiernos o administraciones, sino por el electorado. Quizás haya pocas cosas más volátiles que la voluntad de conjunto de los votantes. Esto conduce a dificultades para definir políticas de largo plazo, consistentes en una sucesión de políticas de corto plazo. Esto hace que tanto los hombres de la política como los funcionarios estatales de carrera se vean en figurillas para definir y sostener en el tiempo los programas públicos. Como escribe el profesor Beker “Los programas públicos (...) no son instituidos por gobiernos ideales (...) sino que responden a complicados procesos políticos. Aun cuando funcionarios y políticos se comporten con honradez, la naturaleza del propio Estado puede ayudar a explicar sus fallas” (Beker, V. 2005; Estado y Mercado, Cap VII, Sudamericana, Bs.As.).

Nosotros diríamos, siguiendo en cierto modo a V. Beker, que los políticos tratan de mantener el poder y otras prerrogativas; y así también los funcionarios (sean o no de carrera), y tal poder, en el caso de estos últimos, está relacionado con el tamaño de sus organizaciones y responsabilidades. “Compite con otros funcionarios por fondos. La competencia burocrática reemplaza a la competencia del mercado” (Beker, op. cit.). Lo cual no necesariamente coincide con acciones eficientes. Esta operatoria, muy comprensible mirada desde la “sociología política”, se torna incomprensible para la gente de la economía para quienes las soluciones eficientes tienen prioridad absoluta. No comprenden finalmente la sociedad, sólo a una parte de ésta: al subsistema económico. Vilfredo Pareto sí comprendió este choque de visiones, y por eso introdujo en el análisis las acciones lógicas (llamando por tal a las económicas) y las acciones alógicas (que no son ilógicas, sino sencillamente que no responden a la mecánica de los economistas).

La suma de estas secuencia de circunstancias (preferencias del electorado, volatilidad de los votantes, competencia burocrática, cerrando con soluciones no “eficientes”) nos

lleva a comprender mejor el particular hecho de que el Estado no busque maxi-

mizar beneficios y, por tanto, tampoco se interese en reducir costos (lo cual explica la técnicamente llamada “ineficiencia x”). Esto significa que el Estado no es, según la teoría económica ortodoxa, eficiente. Pero ya hemos explicado el porqué: el Estado, y dado que no persigue como el empresario privado maximizar ganancias, no trabaja con costos mínimos (la “ineficiencia x”)

A este hecho se adiciona que en la sociedad moderna, de Estado de Bienestar, uno de sus objetivos es la equidad (definida según los criterios que se entienden predominantes en cada sociedad y en cada momento). Por lo común para alcanzar el objetivo de equidad es preciso redistribuir ingresos..., lo cual modificará incentivos, y con ello conductas de beneficiarios y de perjudicados. “(..)si el resultado previo a la redistribución era eficiente, el posterior a ella ya no lo será. Modificar la distribución del ingreso o la riqueza

supone normalmente algún sacrificio (...) de eficiencia. En tal sentido, corresponde a la sociedad y no a la teoría decidir qué peso relativo asignar a eficiencia y (...) equidad: se trata de un (...) juicio de valor” (Beker, op.cit. cap I).

Como el lector puede apreciar, los objetivos no son necesariamente consistentes (alcanzar la eficiencia, buscando la equidad), y el Estado (con sus gobiernos conductores) se

encuentra en un tira y afloje, en general de muy difícil solución.

ECONOMÍAS MIXTAS, FALLOS DE MERCADO Y FALLOS DEL ESTADO

La teoría convencional supone que el mercado libre asigna recursos con eficiencia. Pero también admite que hay casos que alejan de la eficiencia. Son los fallos del mercado, p.ej. externalidades, rendimientos crecientes a escala, presencia de bienes públicos y preferentes, riesgo moral, etc. Estas causas llevan a propugnar intervenciones por razones de eficiencia, llevando en los hechos a “Economías Mixtas” (mercado + Estado). La Escuela de la Elección Pública sostiene que existen también fallos del Estado, entre los cuales se citan las imperfecciones del mercado político (interés propio de los funcionarios, burocracia, escasa preparación técnica, clientelismo, etc.). Lo cual llevaría a la necesidad de evaluar, en cada caso, cuáles fallos serían mayores, si los del mercado o los del Estado, para decidir intervenir.

IX. Estrategias ante un escenario de desequilibrio

Hay diversos escenarios de desequilibrio posibles: precios relativos alejados de los “costos de oportunidad” (especialmente “costos de oportunidad” internacionales), tipo de cambio distante del nivel conveniente para una adecuada competitividad cambiaria, alto déficit fiscal, balance comercial peligrosamente negativo, entre otros. Todo esto habitualmente acumula otras distorsiones no mencionadas, que se van profundizando con el paso del tiempo. Ante ello, tres serían los posibles planes de acción: • Una Actitud Pasiva, plan en el cual se admite continuar con el desequilibrio…, hasta donde se pueda sin desactivar la bomba. Sería como esperar que no explote de milagro (p. ej. un cambio favorable en los términos de intercambio externo: suba de precios de exportables y baja importables) • Un Plan de Shock, en el cual se intenta cambiar radicalmente la situación • Un Plan Gradual, en esta variante se trata de realizar cambios pero de manera paulatina.

Los dos últimos, el Plan Gradual y el Plan de Shock, apuntan a la corrección de los desequilibrios: (a) de precios relativos en general; (b) del precio más relevante, el tipo de cambio real (con el arrastre consiguiente a los bienes comercializables); (c) del precio relativo de los bienes públicos provistos por el Estado(a través del gasto público) versus el precio de los bienes privados provistos por el mercado.

El Plan Gradual tiene la habitual ventaja de resultar expansivo, en el corto plazo, del nivel de actividad y contar con menor resistencia en los agentes afectados. Sin embargo, tiene la desventaja de mayores probabilidades de fracaso en el largo plazo, como consecuencia del menor impacto en las variables a corregir (lo que llevaría a prolongar los desequilibrios). La Estrategia de Shock (que suele llamarse ajuste) presenta mayores posibilidades en el largo plazo, pero en el corto plazo, al caer la demanda interna (v.gr. por reducción de gasto público o devaluación de la moneda), puede tener efectos recesivos. Un partidario del método de shock, Jeffrey Sachs, dice, en hábil analogía, que “no se puede salvar un abismo en dos saltos”.

La historia argentina nos habla de numerosas estrategias gradualistas fracasadas: Plan de Martínez de Hoz (1978), Plan Alfonsín-Grispun (1983), Plan Primavera (1988), Plan

De la Rúa-Cavallo (2001), Plan Macri (2016/2019). También hay ejemplos de shock fracasados, como el Plan de Celestino Rodrigo (1975, que dio paso al llamado “rodrigazo”), pero también los ha habido exitosos, como el Plan de Convertibilidad (1991/1996, aunque a mediano plazo comenzó a generar distorsiones por no “abandonarse a tiempo” el tipo de cambio fijo).

SHOCK O GRADUALISMO

La necesidad de un ajuste macro (en sector externo, en sector público) está generalmente aceptado hoy (2018). Pero “parece evidente que el ajuste sólo puede ser gradual y (…) provenir del crecimiento económico” (Garriga 2018, pag. 48). Sin embargo, como apunta Remes Lenicov, desde el retorno al modelo democrático en 1983 “hubo solo dos períodos de alto crecimiento y ambos por políticas de shock, que se pudieron hacer porque la herencia era terrible (hiperinflación de 1989 e hiperrecesión en 2001) que predispuso a la sociedad y a la dirigencia para aceptar esas medidas” (Garriga, 2018). Esto está en línea con la opinión de Milton Friedman (Nobel 1976): “las crisis dan lugar a un cambio: permiten aplicar medidas que antes eran políticamente imposibles para convertirlas en políticamente inevitables” (Garriga, 2018)

X. Clasificación de las políticas

A esta altura de la exposición se impone una presentación esquemática, con las limitaciones del caso, de las políticas disponibles. Una primera clasificación toma como criterio “el plazo” hacia el cual apuntan estas políticas, distinguiendo: a) coyunturales o de corto plazo; b) estructurales o de largo plazo. Las primeras tienen metas alcanzables en el corto plazo, y reciben el nombre genérico de “políticas de estabilización” (del ciclo económico, de la balanza de pagos, del nivel de precios). Las segundas miran hacia metas alcanzables en el largo plazo, y son las llamadas “políticas de crecimiento” (o más ampliamente de desarrollo).

En una clasificación más fina (Figura II) debemos hablar de Políticas Macroeconómicas (que apuntan a “controlar” el nivel de actividad, el nivel de precios, la distribución del ingreso, el nivel de empleo) y de Políticas Microeconómicas (que intentan mejorar la asignación de recursos, con vistas a la eficiencia, o al alcance de ciertas metas puntuales tales como un determinado nivel de industrialización). Estas últimas son habitualmente catalogadas de “políticas de oferta”, pues normalmente obran sobre ese “componente” de los mercados. Ejemplos de políticas micro son aquellas que se dirigen a un mercado en particular (y no al conjunto agregado), como son los subsidios a una industria, las regulaciones a un sector o el control de un monopolio. Ejemplos de políticas macro son aquellas que apuntan al agregado, tales como la emisión de moneda, el aumento del gasto público, la disminución de los aranceles aduaneros, etc.

En la Figura II se entrega un cuadro sinóptico, y se puntualiza en cuáles capítulos del presente libro se tratará centralmente cada una de ellas, aunque las referencias cruzadas se encuentran a través de (pari passum) toda la obra.

Figura 2

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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