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Sobre Rumor de río de Luis Martín Gómez
José Alcántara Almánzar
Sobre Rumor de río de Luis Martín Gómez
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Un padre que ha perdido la memoria y se halla extraviado en los laberintos del olvido; un hijo que intenta reconstruir un pasado compartido; una memoria propia que en parte es también la del padre; un barrio poblado de personajes singulares con un modo de vida característico; una época de naufragio colectivo signado durante décadas por una represión feroz que llevó a muchos a la tumba, y más tarde por la contrainsurgencia con la que se pretendía aplastar los últimos vestigios de rebeldía popular. Todos estos elementos confluyen en el meollo de Rumor de río, de Luis Martín Gómez, un texto que cabalga entre el relato extenso y la novela corta, sin que importe mucho la clasificación genérica, pues lo que en verdad cuenta es el aliento poético de la pequeña obra, como se advierte desde el principio en «Remolino» y en otras muchas páginas, incluido el final («Recuerdos»).
Conmovido por la desmemoria del padre amado, el personaje-narrador lleva a cabo una ardua empresa que consiste en rehacer lo que ocurrió en su niñez y adolescencia: recomponer el mapa barrial del Ensanche Ozama, urbanización modélica construida por Trujillo para militares y asimilados, con sus amplios solares arbolados, sus jardines con flores, sus viviendas modestas tan similares, que eran albergues de aspiraciones y sueños comunitarios que quedaron anclados en el tiempo. Pero nada hay tan inconstante y mutable que la memoria, la cual cambia y reacomoda los recuerdos. Nada es fijo allí, en ese territorio de emociones, sentimientos e imágenes que uno lleva más en el corazón que en la mente, y que nos empujan a modificar, sin quererlo, sin advertirlo siquiera, hechos y datos asentados en ese reservorio particular e intransferible.
Para traer al presente el escenario barrial de los años setenta del siglo pasado, el narrador descarta el método tradicional, que no es otra cosa que la crónica de unos sucesos que marcaron a su generación y a su grupo de amigos, para decantarse por una prosa que desdeña la puntuación convencional y en la que se enseñorea un humor regocijante, irónico casi siempre, que no evade el morbo sexual ni la descripción de intimidades escabrosas. Los personajes se comunican en su jerga barrial, con sus procacidades y detalles peculiares, sin pretensiones heroicas. Se llama a las cosas con los nombres que el pueblo emplea, y el autor ha evitado edulcorar su ficción sin transformarla en una estampa de urbanidad al gusto de ciertos lectores puntillosos.
Numerosas historias personales se entrecruzan en la obra, y un capítulo se encadena al siguiente, no como una sucesión de cuentos aislados ‒tendencia que el autor, ducho cuentista, ha eludido‒, sino como piezas de un tablero que asumen sus papeles con mayor o menor intensidad para formar un conjunto heterogéneo pero verosímil. Algunos son típicos de la vida barrial, como Miel de Abejas, Don Giacomo, Anafe, Luis su Alteza, entre otros, y el trío que forman Felo, Chago e Ito, inseparables del narrador, núcleo que crea la intriga en torno a la búsqueda de supuestas armas y una caja de alimentos enlatados que soldados norteamericanos enterraron durante la Revolución de Abril del 65. Son antihéroes anónimos, cuyas aventuras y hazañas, impulsadas por la curiosidad y el gesto cómplice, colorean la vida barrial sacándola de la rutina y la intrascendencia de los años setenta del siglo XX.
La tesis central de la narración la expresa el propio narrador:
Un grupo de niños, padre, es la unidad más sólida de la sociedad. No es el matrimonio, ni las oenegés, ni los partidos, ni el ejército. Es la pandilla infantil, ese colectivo ingenuo y unido monolíticamente alrededor de la amistad, sincera, pura, solidaria, que actúa movido por la imaginación y los sueños.
Rumor de río, título que el autor ha elegido para su obra, alude a la presencia sonora del río Ozama, en uno de los límites del barrio, y a su carácter de mudo testigo del acontecer cotidiano en esa parte de la ciudad.
La imagen del río como una sucesión dialéctica que se transforma sin cesar es también un acierto narrativo, ya que el Ozama ha sido, desde la fundación de la ciudad hace más de quinientos años, hasta nuestros días, una masa de agua que pareciera eterna y que lo arrastra todo hacia el mar: la basura y los sueños, lo atroz y lo inconfesable, renovando su piel cada mañana, como si la contaminación y las algas no le afectaran; como si el detrito humano que la destruye sin remedio pudiera diluirse con las lluvias torrenciales de verano.
Pese a su brevedad, la obra hace acopio de un sinnúmero de referencias que permiten trazar el perfil sociocultural de un momento histórico definido por la frustración y la amargura de un cambio político abortado por la ocupación norteamericana y los Doce Años de Balaguer. Cada capítulo ofrece imágenes de una ciudad insomne y de un barrio ubicado en la margen oriental del río Ozama como una especie de enclave, con su propio código y prácticas sociales, con sus hábitos y costumbres inconfundibles, donde un grupo de niños crecía tejiendo sueños, bajo la mirada de adultos inmersos en el trabajo y las banderías políticas del momento.
La intertextualidad, las citas de canciones, filmes, refranes, comics, la mención de lugares y prácticas sociales sirven de apoyaturas válidas que enmarcan la acción de los personajes hasta desembocar en un final anticlimático, con la muerte de los guerrilleros en el kilómetro 14 de la autopista Las Américas, y el cierre poético, con un enunciado triste y resignado que lo dice todo:
Tú quisieras recordar y yo olvidar, pero no podemos. El recuerdo se te ha fugado como una novia infiel y a mí me persigue como una amante obsesionada. A ti te ha librado el alzheimer, yo sigo prisionero del recuerdo.