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Poema y poesía en El oráculo ardiendo de Juan Hernández Inirio
Joel Rivera
Poema y poesía en El oráculo ardiendo de Juan Hernández Inirio
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El poema se hace; pero la poesía nace. A esta conclusión he llegado después de muchos años de penetrar los distintos laberintos del análisis poético. Un poema se hace con el ejercicio incesante del oficio, con el dominio de la técnica, con el uso adecuado de los dispositivos literarios, con la perseverancia o con el uso continuo de la palabra escrita. Sin embargo, los poemas que surgen bajo estas premisas, muchas veces, resultan insípidos, inodoros e incoloros, porque les falta los ingredientes fundamentales que demanda toda buena poesía: la intuición, la contemplación y la emoción estética.
La poesía, por el contrario, nace con el hombre, nace en su dolor, en sus frustraciones, en sus desvaríos, en su vida dislocada, ¿o por qué no?, en los demonios que le atormentan su existencia. La poesía se encuentra en todo lo que rodea al ser humano: en las rosas y en las espinas, en el amor y en el odio, en la tristeza y en la alegría, en los mares y en la tierra, en lo bello y en lo no bello, en lo dulce y en lo amargo, en el cielo y en el infierno, en la vida y en la muerte.
En toda poesía hay un poema implícito, porque el poema es la estructura discursiva donde la poesía se sustenta; pero no en todo poema hay poesía. La diferencia entre la afirmación y la negación radica, en que si al momento de escribir un poema sólo se aplican las técnicas, quien lo escriba podrá ser un versificador o un herrero de la palabra; pero jamás sería un poeta, y si algún día alcanzara la categoría de poeta sería considerado un poeta menor. El poema es la obra de un producto humano; la poesía es la obra de la esencia humana. El poema es la invención del homo sapiens, la poesía es la creación del homo esteticus. El poema está hecho de palabras; la poesía está hecha de logos. El poema está hecho de juicio; la poesía está hecha de locura. El poema es el pahtos (pasión); la poesía es la ratio (razón). El poema es un hecho de la lengua; la poesía es un acto del lenguaje. Por eso, lo que encontramos en “El oráculo ardiendo” es un derroche de buena poesía, porque Juan Hernández Inirio demuestra en esta obra, que no sólo es un poeta, sino un gran poeta.
Hay dos tipos de poesía: la poesía del corazón y la poesía del pensamiento: algunos le llaman poesía de impulso y poesía de pulso. En la poesía del corazón prima la inspiración y va dirigida a despertar las emociones primarias del hombre. Esta, al ser escuchada o leída, nos acelera los latidos, nos extrae las lágrimas escondidas en lo recóndito del alma o nos hace temblar de pasión, bajo el embrujo de sus versos persuasivos. Es aquella construida con metáforas estrambóticas, adjetivos bruscos, sustantivos relumbrantes y ampulosos adverbios: pero esta poesía, escrita sólo bajo el impulso de las musas, puede erizar la piel pero se desvanece tan pronto cambia el estado de ánimo del lector.
La poesía de pensamiento es la que hace pensar al corazón y razonar las emociones, porque una cosa es sentir y otra cosa muy distinta es contemplar lo sentido. Esta contemplación, que ya ha superado el estado emotivo que produce la inspiración, debe ser repensada para poder producir en el poeta una emoción estética, que sólo puede ser expresada por medio de un lenguaje dentro de un lenguaje: como definiera Paul Válery la poesía. Distinto a la poesía de impulso, en la poesía de pensamiento las metáforas son simples y las palabras cotidianas. Los adjetivos no son impresionantes ni los adverbios complementos asombrosos, porque la intención del poeta no es llegar a las fibras sensibles del lector, sino despertar en él la reflexión estética. Pero esto sólo se logra a través de las imágenes, los símbolos y la sinestesia.
Para Unamuno un gran poeta es aquel que siente el pensamiento y piensa el sentimiento. Por eso, Octavio Paz es considerado un poeta del pensamiento apasionado, porque supo mezclar lo intelectual y lo sensible.
A muchos poetas les toma años hacer la transferencia de poesía del corazón a poesía del pensamiento, muchos lo logran en la postrimería de sus vidas, cuando ya han madurado lo suficiente y han alcanzado el estadio superior de la poiesis, pero otros mueren sin poder hacer el cambio. Sin embargo, el poeta Juan Hernández, a pesar de su corta edad, ha hecho la difícil permuta. Así lo creemos, porque luego de tener en una mano “Musa de un suicida” y en la otra “Oráculo ardiendo”, podemos claramente separar los dos conceptos aludidos. En esta obra el poeta ha demostrado que la poesía emotiva ya es cosa del pasado, porque los versos que hay en ella están llenos de reflexiones estéticas, que además de hacernos sentir nos hacen pensar, estableciendo así lo que afirmaba Jacques Gerelli: “el poema es la expresión de un solo a dos voces –la de la palabra y la del pensamiento–, que son, al fin y al cabo, una y la misma cosa”.
En El oráculo ardiendo Juan Hernández Inirio demuestra una alta erudición y alta conciencia poética, que lo sitúan como un gran conocedor del oficio. No hay dudas de que ha bebido de los poetas malditos y del simbolismo, pero no colegimos esta afirmación por el simple hecho de que en uno de sus versos haya citado textualmente al autor del La flores del mal. Sino porque el simbolismo propugnaba la autonomía de la palabra poética, defendiendo la idea de que debía emanciparse de la lógica y la gramática, para alcanzar la plena autonomía a través de sus valores intrínsecos musicales y vocales. Muchos de estos preceptos los encontramos en la mayoría de sus versos, donde la palabra, como signo individual, rompe el sentido semántico en el que fue colocada en el discurso poético, para lograr el sentido estético que amerita toda buena poesía. “Baudelaire ha apartado la intemperie de las botellas vacías y me ha dado una balanza para ponderar desiertos. La noche, concebida en el vientre más profano, empapa mis miembros”. Dice Juan Hernández en estos versos. Pero no existe, tal vez, construcciones semánticas más ilógicas que estas: “la intemperie de las botellas vacías”, y “una balanza para ponderar desiertos”, son un absurdo gramatical en el discurso dialógico. Sin embargo, el absurdo parte de la lógica racional del sujeto pensante que analiza el verso, porque toda alta poesía se basa en un misterio semántico, en una dialéctica imprecisa que no puede ser entendida a través del lenguaje racional. Pero, ¿acaso no era eso lo que querían los simbolistas, romper la noción de temporalidad e individualizar la palabra, emanciparla para que tuviera independencia de significado? ¿Acaso Rimabud no establecía una correspondencia entre las vocales y los colores, a través de sus incomprensibles sinestesias? Si para el “Enfante Terrible” los colores eran vocales en su cosmos poético; para el poeta Juan Hernández Inirio los colores son sinónimos de tiempo perdidos en el espacio:
Teníamos una edad verde y así era el mundo, como un leve baile de hojas participando del /sueño… (…) Allá voy finalmente, a mi madrugada inexorable, y todo mi pueblo color cuarto /menguante.
Stéphene Mallarmé, otro simbolista del siglo XIX, es el creador de la teoría de la Correspondencia. Para él toda creación debía “oscilar entre lo sublime y lo diabólico, lo elevado y lo grosero, el ideal y el aburrimiento angustioso”. La abstracción y lo real en la creación poética debían ir de las manos, porque el hombre en su integralidad es pensamiento y carne, amor y odio, estercolero moral y grandeza espiritual, es vulgar y culto: en esencia, el hombre es la relación telúrica del suelo que pisa y del aire que respira. Juan Hernández es poeta pero primero es hombre y luego carne, y como humano también tiene rabia y pasiones retorcidas; por eso, de las entrañas del dolor y la impotencia, brotan estos versos con lenguaje de pueblo:
Los que aquí se joden, tienen derecho a la reencarnación. Han cruzado el cementerio con el guión de la vida a un tris de caer en un charco de larvas festivas”… (…) en una esquina de /marihuana y en las letanías del tiempo. Los que aquí se joden, quieren abordar el fin del mundo… (…) uno escucha el ¡coño! de /cada día, y cada día en las orejas del sol es un cantar sin nombre… (…) Déjenme, pues, alargar también el brazo a la basura, y encontrar un tambor de pesadillas para explicarme mejor…
Estos fragmentos, de poemas distintos, al leerlos enteros podrán notar que mezclan lo vulgar y lo culto, lo simple y lo complejo, estableciendo así la correspondencia aludida por el poeta maldito.
El lenguaje poético es reflexivosocial, afirmaba T.S Eliot. Todo poema subrepticiamente refleja los problemas sociales que yacen escondidos en el poetahombre. Aunque el rapsoda, en su afán de sublimar el lenguaje y querer situarse a las alturas de los dioses, disfrace con finas metáforas la realidad visible que vive cada día. Pero están allí, bajo las huellas de unos pies descalzos, bajo las ruinas del asfalto, sobre los altos rascacielos, en el tejido de un traje Cristian Dior o en el aroma de un Grand Cru; están allí, “en una niña con bombas en los pezones”. Juan Hernández no escapa a esta realidad, pues vive en un medio de males sociales que afectan su sensibilidad, pero la grandeza de este joven poeta es la capacidad de abordar los temas sociales sin caer en la denuncia panfletaria. Sus quejas las envuelve en tan alta poesía, que la delación pasa desapercibida, y sólo puede ser captada por el fino sentido de un agudo lector:
Mi ciudad tiene su propia /muerte, y es tan pequeña, tan mínima, que arrastra hasta el litoral la ficción de su estatura... (…) Voy en una calle de harapos, de niños grises, de corazones minusválidos. Son manos abiertas, transidas por el vacío, con el roce de monedas oxidadas, con la justa dádiva del mal, y atragantadas por toda la derrota /de su siglo. (…) Muchos compañeros se han ido del mañana con su altura miedosa, intrusos como yo en el santuario de las ratas. Se llamaban de muchas formas que ahora garabatea mi memoria. (…) A una niña del barrio también le duele Que el tiempo derribe su inocencia y sus mariposas.
¿Qué más pedirle a este joven brillante que ha escogido un oficio donde el único premio es la pobreza, la indiferencia y el olvido? No puedo augurarle la inmortalidad con esta obra, porque la inmortalidad, en este mundo mezquino, es un azar determinado por el hombre y sus humores enfermos. Sólo quiero exhortarle que siga cultivando la palabra y que siembre poesía al lado de su tumba; porque no importan la indiferencia y el olvido si del polen de sus huesos brotarán estos versos como El oráculo ardiendo.