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¿Qué hace un poeta trabajando en un supermercado?: Sobre un poemario de Carlos A. Colón
Elidio La Torre Lagares
¿Qué hace un poeta trabajando en un supermercado?: Sobre un poemario de Carlos A. Colón
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Uno piensa en hambre y evoca un cuerpo. Un cuerpo es un lugar, un sitio desde donde se vive y se piensan las cosas del mundo. Es decir, donde habita la poesía.
Ahí radica el Hambre nueva, de Carlos A. Colón: un poemario donde las preocupaciones clásicas de la poesía moderna se asumen como hambre de mundo. La inmortalidad del arte ante lo precario de la existencia, la ciudad como reducto de la erosión de la modernidad y el desplazamiento del poeta ante el utilitarismo capitalista son parte de este libro. Más que pensar y luego existir, el hambre es aserción de la existencia, porque es el indicio de un camino seguro hacia la muerte. De este sentido, el hambre se nos muestra como la certeza que funda la primera duda. “[T]odo parece acabar/ quedándonos sin decisiones finales/ quedándonos en un vacío que se alimenta de/ nuestra duda”, dice el poeta en el poema que da título al libro.
El vacío se alimenta de la duda igual que la idea de comida se subordina a la cuestión del hambre. La inseguridad alimentaria toma forma poética. Científica. Filosófica: ¿Qué sucede si no como? Dicen que la duda mata, mas en el poemario de Colón la duda alimenta. Así, se privilegia el tema del hambre sobre lo alimentario, lo que a su vez revierte en una fenomenología de la comida que no puede existir sin el hambre. No puede pensarse la comida sin hambre igual que no puede pensarse poesía sin el mundo.
«Hambre nueva», como título, es sugerente. Complicado. Animal. Humano. Hambriento.
«Pensé que estaría muerto — con el mundo/ entre mi estómago y el bolsillo/ del mismo pantalón de hace unos años/ viejo y roto como yo», dice el poeta en «Acantilado».
La precariedad a la que refiere la voz es contenida con el lenguaje. Si bien la poesía no se come, sirve de sostén para esa otra hambre de la que hablaba Nietzsche es Así habló Zaratustra, que es el hambre de eternidad con la que se identifica Colón. «[C]iertamente todo ha cambiado», dice, «excepto que estoy vivo para contar/ que me llevaré una flor al infinito/ y la dejaré caer poco a poco/ a ver si su aterrizaje me ayuda a entender/ el acantilado de mierda entre/ el mundo real y mis sueños». De lo precario se sustrae un valor: en la poesía se sostiene la vida.
El hambre, a fin de cuentas, es necesidad. Sugiere un presente inmediato de escasez. Algo está incompleto. Nos falta algo para poder proseguir con vida. Saciar el hambre es vencer la muerte (aquella que la poesía también desafía). Solemos decir que «hace hambre» para subrayar que el hambre acapara tiempo, modo, aspecto y significado general de acción. Saciar el hambre es una actividad presente que se colma con algo que está fuera de nosotros. En el hambre, somos.
No hay compasión ni felicidad relativa.
La finalidad de todo trabajo es obtener acceso a la comida. Nadie trabaja para ser feliz: se trabaja para tener con qué comer. El hambre se encarga de recordarnos que, en efecto, tenemos dependencia de una realidad objetiva. Y el artista debe entregarse al sistema de labor y producción capitalista para no morir de poesía.
El poema «El gondolero» tiene un verso genial, que bien puede o no puede ser una pregunta retórica: “¿qué hace un poeta trabajando en el supermercado?” La contestación es una aporía.
El supermercado es la glorificación de la técnica que tanto preocupaba a Heidegger, pues el supermercado almacena productos, los transforma y los distribuye para el consumo. El supermercado, un invento de la modernidad, encarna el estómago en las ciudades, y de ahí que, «ningún hombre merece un corazón de/ ciudad», como pregona el poeta en el poema que sustrae el título de este verso. El supermercado oculta la violencia contra la naturaleza y su explotación. No es subsistencia, es sumisión. Por ello, no hay creación. No hay «poiesis». No hay poesía.
Entonces, ¿qué hace un poeta trabajando en un supermercado? ¿Es acaso una tragedia?
A lo largo de la lectura del libro, hay un sentido convulso de la inevitabilidad. Para Baudelaire, la belleza tenía siempre, y sin tregua, una doble composición (lo eterno y lo relativo); igualmente, la poesía que Carlos apalabra es una unidad binaria: se mece entre lo ideal y lo pragmático. El trabajo mecánico nos instala en el mundo; la creación nos salva, pero se nos pierde.
En el poema «El pájaro y el limpia rascacielos» por ejemplo, el poeta observa que «la sangre de un pájaro en el cristal/ decora el más reciente edificio/ con mira al mar/ justo donde solían estar los manglares». La violencia del urbanismo y su impacto sobre los escenarios de vida natural desplazan la vitalidad el paisaje mientras un limpiador de rascacielos limpia la sangre que ha dejado un pájaro al estrellarse contra los espejos del edificio. Para que exista una sombra debe prexistir una luz que la provoque. El limpiador de rascacielos cumple su tarea «para darle de comer a sus hijos».
En «Bolsillos», la preocupación por la automatización laboral se poetiza: «qué se les pierde en los bolsillos?/ ¿un reloj de cincuenta horas de trabajo?», y luego se lamenta: «se nos pierde el pan/ se nos pierde el descanso». Hay una búsqueda de un sentido ulterior que apetece poesía, que sigue siendo el género literario anticapitalista, y se cuela entre la precariedad de la vida y la obligación de subsistir.
Nos vamos remitiendo así, casi por necesidad, como quien busca refugio de la antinomia, a un sentido perceptiblemente romántico, en donde la naturaleza consuela, calma y ampara, y hasta hay una identificación con ella en poemas como «Conquista», donde dice: «soy como el árbol que no quiere dar frutos»; o como en «Cojimar», donde la propia naturaleza busca una promesa rota. La naturaleza, para Carlos A. Colón, también es inclemente y toma forma de volcán. De erupción. «Todo anda en el suelo» («Erupción II») y en la contingencia, y la única constante es la duda.
¿Por qué dudar? ¿Es la duda una forma de certidumbre?
«[D]udamos como si la duda fuese un intento de vida», dice Colón en «la duda».
Luego, el giro.
En «Finales tristes», la voz rememora la infancia, un lugar al que a los veintitantos años que tiene Colón, no es frecuente visitarse. Trazo generacional o no, la añoranza por el tiempo irremediable también informa «Finales tristes», el mejor poema de la colección, y el que nos asoma al próximo estadio lírico en la poesía de Colón donde la memoria será interlocutora, una preocupación enteramente de grandes poetas, que es el destino que le depara a Carlos.
Por ahora, ¿qué hace un poeta que trabaja en un supermercado?
Enterarse de lo oculto, para desocultarlo.
Esa siempre es el hambre vieja.