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Entre schubertiadas y arrebatos
Entre schubertiadas y arrebatos[música-autobiografía-memoria]
Mercedes López-Baralt
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[MÚSICA - AUTOBIOGRAFÍA - MEMORIA]
“No existe música alegre,”, sentenció el rey de la melodía hace casi dos siglos. Pobre, desoladamente feo y bohemio de profesión, Schubert tenía razón de sobra para alimentar su melancolía. La fama lo evadió en su corta vida, y solo pudo tocar su milagrosa música entre amigos, en veladas que ganaron el desdeñoso apodo de schubertiadas. Pero sobre todo, fue un gran solitario. Y en su soledad me buscó. Tímida pero insistentemente.
Tramontó barreras de tiempo y espacio para asediarme. Con trampas y emboscadas se fue metiendo en mi vida. Yo lo conocía hacía tiempo, pero aun no habíamos intimado. Quisiera decirlo en palabras de San Juan de la Cruz: “cuán delicadamente me enamoras”. No puedo, porque no fue así. No me enamoró con sutilezas, sino estrepitosamente. El resultado siempre fue un arrebato. O el síndrome de Stendhal, que casi se desmayó ante la belleza de la Basílica de la Santa Croce en Florencia. Confieso que lo padezco ante “un árbol bien plantado, más danzante”, para robarle el verso a Octavio Paz, ante la hondura sin fin de la mirada de un gato, o ante “Take this waltz”, la genial reformulación del “Pequeño vals vienés” de Lorca en la voz de Leonard Cohen.
Pero ahora hablamos de Schubert. Siempre furtivo, una de sus tretas preferidas era la de acorralarme en el carro. En medio de la cotidianidad, del trajín de las diligencias. La primera vez guiaba mi Toyota color crema, al que bauticé con el nombre del pueblo costero catalán de donde zarparon los Baralt hacia América: Arenys de mar. Prendo el radio –siempre WIPR– y escucho una melodía contagiosa, alegre, vibrante. Y cantarina. No sabía de quién era. Pero llegué a mi destino y tuve que bajarme del carro, in media res. Como se trataba de la tienda de unos amigos, los obligué a poner el radio de inmediato para poder identificar su autoría. No más oirla, uno de ellos exclamó: “¡Es el quinteto de la trucha, de Schubert!” Entre nieblas la reconocí, pues zarzuelera que soy, me había asomado a sus ecos en una de las arias de Doña Francisquita. Compré el cd volando para embriagarme con su alegría en la mayor. Años después, y hace muy poco, otra vez en mi carro, me saludaría Schubert desde la maravillosa versión cantada –en alemán, naturellement– del tema principal de “La trucha”. Demás está decir que poco a poco me he ido apertrechando de su música.
Para su segundo encuentro, el gran romántico se enmascaró. Nada menos que en la voz de Thomas Mann. Leía con fruición La montaña mágica, cuando me dí cuenta de la importancia de sus intertextos musicales. Uno de ellos era el leitmotif de la novela: el lied “Der lindenbaum” (el árbol de tilo), basado en un poema de Wilhelm Müller sobre el árbol de la vida y de la muerte. Musicalizado magistralmente por Schubert.
Esta vez desde la melancolía. Rauda y veloz, busqué en Youtube la canción, y la escuché en la voz de su mejor intérprete, el barítono Dietrich Fischer-Dieskau. Armada de la letra original junto a la traducción inglesa, procedí a derretirme. Poco después pude constatar que este lied también recorre de inicio a fin la versión fílmica (alemana, por supuesto) de la famosa novela de Mann.
El encuentro más reciente fue dramático. Otra vez en mi Toyota; uno nuevo, porque el anterior se lo llevó el huracán María. Fiel a lo que Salinas llamó “la dicha de cristianar”, le puse el nombre que Mallarmé, Darío y Antonio Machado le dieron a la poesía: “Azur” (más tarde Juan Ramón se pasaría tres pueblos, al decir: “Dios está azul”). Camino a Plaza las Américas me agarra Schubert. No lo reconocí. Pero la alegría me inundó de tal forma que sentí que salía de mí misma, y que me veía girar cual derviche en espirales, danzando por los aires. En medio de tal elevación, llego al valet parking (nada más prosaico para sacar a uno del éxtasis), me dan el boleto, y pido permiso para aparcarme en un rincón. Quería saber de quién era esta “música de las esferas”, como llamó Pitágoras a la más sublime de las artes. Llamé a WIPR, y Mónica Frontera, la directora de programación, me contó que se trataba del primer movimiento (Allegro moderato) de la Sonata Arpeggione de Schubert. Me olvidé de las compras y volé a escucharla en internet en su mejor versión: la del guitarrista australiano John Williams. Supe luego que el arpeggione desapareció muy pronto como instrumento, y que el protagonista de la sonata suele ser el cello: es el caso de la versión de Yoyomá. Pero nada para mí como la de Williams, porque insiste en sugerir la danza.
Yira, yira. Girar: círculo, perfección, eternidad, plenitud. El primer movimiento de la Arpeggione fue un regalo insuperable que me tenía guardado Schubert: un estallido de dicha. Que a su vez, como las cajas chinas, guardaba otro tesoro.
Comencé estas palabras citando una sentencia ominosa del tardíamente célebre compositor: “No existe música alegre”. Validada por la desolación que le revela a un amigo en una carta de 1824, cuatro años antes de morir. Vale escucharlo:
...me siento el hombre más infeliz, más miserable del mundo. Imagínate a un hombre cuya salud ya no mejorará nunca y que en su desesperación solo empeora todo en lugar de mejorarlo, imagínate a un hombre cuyas más brillantes esperanzas han quedado reducidas a nada, al que la felicidad del amor y la amistad no ofrece otra cosa que sumo dolor, al que el entusiasmo (al menos estimulante) por la belleza amenaza con desaparecer, y pregúntate si no es este un hombre miserablemente infeliz. Mi tranquilidad ha desaparecido, mi corazón está oprimido, no lo encuentro nunca; así ahora puedo cantar todos los días, pues todas las noches, cuando me voy a dormir, confío en no despertar ya nunca, y cada mañana me anuncia solo la misma pena del día anterior.
He aquí el tesoro. El hombre que escribió esta carta al borde del abismo, ese mismo año compuso un memorable salve a la vida: la sonata Arpeggione. Inventó la alegría que no tenía para dispendiarla a manos llenas. Ayudándonos a vivir. Gracias, Franz. Lección recibida.