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Territorio no (in)corporado: El deseo queer en la lírica puertorriqueña actual

Territorio no (in)corporado: El deseo queer en la lírica puertorriqueña actual

Juan Pablo Rivera

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[crítica-literatura-estudios queer-pedagogía]

Como es común en las conferencias académicas, el título de mi ponencia promete más de lo que realmente va a entregarles, en parte porque es imposible, en 20 minutos, aproximarse a toda la producción de poesía queer puertorriqueña que, sin llamarse así, “queer”, se ha publicado en años recientes. Lo queer es por definición (y por ideal) anti-magisterial, y le rehuiría al intento totalizador e imposible de hablar de “toda la poesía queer”, como si lo queer y la poesía fueran algo dado ya por definido, finito o terminado.

Hoy, por ejemplo, pude haber venido a hablar sobre la amplia y afro-vindicatoria poesía de Yolanda Arroyo Pizarro en libros como Saeta, the Poems, conversacional como su título indica, directo. No lo voy a hacer.

Pude haber venido a hablar sobre un autor que se instala estética (aunque no éticamente) en el polo opuesto a Arroyo Pizarro, Ángel Antonio Ruiz Laboy, quien con poemarios como El hemisferio de la sombra, escribe desde el lado oscuro del lenguaje, el lado denso, penetrable solo a tientas. Tampoco voy a hablar de él.

Y no voy a hablar sobre dos de los escritores más valientes, honestos y (¿por qué no?) jodones que tiene el Puerto Rico actual, Ángel Lozada y David Caleb Acevedo (alias Elijah Snow), escritores queer a ultranza, mejor conocidos por su prosa innovadora (como el Diario de una puta humilde), que por poemarios alucinantes, raros, como El libro de la letra A, de Lozada, que quizás no es ni siquiera un poemario, y que es un libro que rechaza al lector y lo rechaza, lo rechaza y lo rechaza... Tampoco voy a hablar sobre ellos.

Hoy tengo el honor y el privilegio y la incomodidad compartida de tener aquí en cuerpo presente, encarnado, al autor cuya obra voy a discutir, Carlos Vázquez Cruz. Sostengo que, con su poemario Ares, Carlos encuira o encuera o “queers”, el tan trillado imaginario del campo, de la ruralía puertorriqueña, mediante poemas que, al sumergirse en ese espacio (con cariño, creo), también se distancian del mismo, renovándolo.

Múltiples han sido los esfuerzos por traducir del inglés al español la palabra “ queer”. Algunos de estos intentos han tenido más éxito que otros. Del lado de los menos desarrollados, aunque interesantes, están: (1) el esfuerzo de Carlos Monsiváis en “Los que tenemos unas manos que no nos pertenecen”, donde lo “queer” equivale a lo “rarito”; y (2) la epístola, genuina de espíritu, del filósofo mexicano Bolívar Echeverría, quien relaciona lo queer con lo manierista y barroco. Más sugerentes por su desarrollo, sin embargo, me parecen otras dos propuestas: la de Brad Epps en “The Fetish of Fluidity” y la de Amy Kaminsky en “Hacia un verbo queer”. Ambas merecen ser desentrañadas con más calma.

Traducido al español como un ensayo muy diferente titulado “Retos y riesgos, pautas y promesas de la teoría queer”, el artículo de Epps resulta una invitación a la mesura, una advertencia. Epps insiste en que el vocablo “queer” no funciona de modo translingüe, porque lo queer aboga siempre por un proceso de transducción, no solo de traducción; esto es, por una consideración de la carga simbólica y contextual que pesa sobre las palabras cuando se intenta traducirlas de un idioma a otro. Lo queer, la palabra “queer”, según Epps, es un término que no tiene “calle” en español, y que tiene una historia etimológica y cultural en el inglés demasiado enraizada en un contexto particular de opresión. La palabra es intraducible porque su contexto también lo es, la lucha a la que refiere (y que se bate en un contexto anglo-americano) también lo es.

¿Qué puede, entonces, hacer un crítico ante este impasse? Amy Kaminsky, en “Hacia un verbo queer”, ofrece una posibilidad: el verbo “encuirar”, al que me referí antes, cuando dije que la poesía de Carlos encuira el imaginario del campo puertorriqueño. Escribe Kaminsky:

Reminiscente del verbo encuerar y evocador del acto de desnudar, encuirar significa des-cubrir la realidad, retirar la capa de la heteronormatividad... propone desvestir... como una forma de deconstrucción... que revela también la necesidad de crear y defender identidades alternativas (879).

Un elemento interesante y necesario del texto de Kaminsky es que, como revelan sus notas al calce, la crítica tiene consciencia de su privilegio y su propio lugar de enunciación: se trata de una mujer blanca, heterosexual, casada y con cátedra permanente (tenure) que trabaja en una institución pudiente de los Estados Unidos, la Universidad de Minnesota. Esta consciencia (y su reconocimiento) forman parte de la metodología queer-feminista de su artículo. Kaminsky reconoce, además, que el neologismo “encuirar” no es únicamente suyo, sino que surge a partir de conversaciones solidarias con “amigos argentinos expatriados en Madrid”.

Como modo de rendirle honor a esta metodología queer de Kaminsky, vale la pena seguir su ejemplo y considerar como puede “encuirar” funcionar o no (funcionar y no) cuando un crítico se aproxima a la obra de poetas puertorriqueños.

El cuero en Puerto Rico puede ser la piel, tanto la humana como la animal. En Navidades, por ejemplo, nos comemos “el cuerito” del lechón. Puede ser “el cuero cabelludo” de los anuncios de champú, o el cuero de una chaqueta (o mejor, jacket) de cuero. Si alguien dice que “fulana es una cuero”, le está diciendo “puta”, insulto que puede transformarse en cumplido cuando se usa para describir a un hombre: “ese tipo es un cuero”.

“Estar en cueros” es andar por ahí desnudo, como después de la ducha, o como antes se decía de los taínos, “en cuero y taparrabos”. Es poco probable que un puertorriqueño use “encuerarse” como verbo (y menos “encuirarse”, aunque fonéticamente tiene más sentido). Ni un médico ni un amante boricua le va a decir a usted “encuérese”, ni “encuérate tú primero”. Es un término coloquial, de la calle como quería Epps, pero al que también le falta calle. No se usa con frecuencia y, por eso, padece (en menor escala) de las mismas limitaciones que Epps le achaca a “queer”. Sí se relaciona, sin embargo, con la misma idea de desnudar, de revelar y volver vulnerable, de remover el peso de la prescripción social que es la ropa, de quitar disfraces y capas de significado para develar lo presuntamente esencial, que no es sino nuestro más íntimo ropaje: la piel. Al tratarse de un neologismo translingüe, también puede devolverse a su origen en el inglés y asociarse con “inquirí” (encuerar/ inquiry), lo que coloca al crítico literario en una posición a la que ya está acostumbrado, la de un detective o investigador que ofrece más preguntas que respuestas, que husmea y sigue pistas y que, dada la naturaleza esquiva del lenguaje, reconoce la futilidad de su labor, lo pasajero de cada interpretación.

Habiendo fijado ya esta base teórica, analicemos entonces los poemas de Carlos. La referencia anterior al cuero del lechón probablemente pareció gratuita, pero no lo es del todo, porque Carlos, en uno de sus poemas, nos sitúa en frente de una porqueriza, lo que podemos llamar la antípoda del locus amæno tan frecuente en la poesía. Escribe, en “Acorralados”:

ahí nos tienes...

dos cerdos resoplándose la convivencia

despellejándose con furia contra las paredes

cuando el otro lo roza

hozando por las esquinas mientrasn

uestras pezuñas erráticas

dan cuerda al aburrimiento

oscilando de la hartera a la puerta

del matadero

...henos ahí...

un dúo de cochinos enterrando el hocico

entre las cáscaras y los tubérculos

que nos tiran al corral

un par de barrigas cebándose el instinto

de repente puercos rellenándose los intestinos

alguna noche buena para después

rondar cabizbajos la prisión del fanguero

...y aún estamos aquí

dos lechones gruñendo

parece que queriendo

al parecer queriéndose

todavía juntos

buscándole la vuelta

a este lodazal inevitable

Junto a un amante, la voz poética se instala en el sitio máximo de la abyección (la mugre, el fango, la mierda de los cerdos) y, como parte de una conocida estrategia queer-reivindicatoria, crea de lo abyecto un artefacto bello, sublimado: el poema.

Progresivos verbales esdrújulos como “resoplándose”, “despellejándose”, “cebándose” y “rellenándose” le añaden un sentido de inmediatez a la escena y sumergen al lector en la acción –hacen que él también se empuerque. Los sonidos de las zetas y otras sibilantes (“paredes”, “roza”, “hozando”, “pezuñas”) imitan el resoplido de los cerdos que, hiriéndose, se aman, pues el amor lírico desde Safo ha sido eso: conflicto, sufrimiento. La violencia del poema, por su parte, remite a una visión de la relación homosexual donde el sexo entre hombres está ligado a la dominación, entendida esta como el ejercicio de la masculinidad, el modo en que dos hombres se aman. El poema contiene, finalmente, elementos instructivos que le hacen parecerse a una geórgica, el género popularizado por Virgilio: al leerlo aprendemos cómo criar cerdos en la porqueriza, que aquí funciona como una prisión de la cual solo se puede escapar al morir. Arcaica y coloquial, la fórmula presentativa “henos aquí” en medio del poema subraya de un lado el estatismo de la escena (estos cerdos no van para ninguna parte), a la vez que refuerza la construcción del ambiente rural. Los cerdos viven el sueño de los amantes en buena parte de la poesía amorosa: logran que el tiempo se detenga, para así permanecer por siempre juntos, hasta que el matadero los separe.

Desplazándose de la fauna campesina a la flora, en “Cornucopia” el poeta llena su cuerno de la abundancia con frutos que, desde “acá”, el Midwest de los Estados Unidos, pueden parecer exóticos, pero que desde “allá” son autóctonos y conectan al amado directamente con la tierra como una figura telúrica, esencial. Vázquez Cruz escribe:

mi caña, mi parcha, mi granadal

mi guanábana, mi guayaba, mi

uva playera, mi caimito, mi

cilantrillo, mi jengibre, mi sal

tu tamarindo, tu guineo, tu

almendra, tu quenepa, tu pajuil

tu mamey, tu jobo, tu perejil

tu anís, tu orégano, tu laurel, tú

aguacate yo mango tu habichuela

yo china tú grosella yo acerola

tú culantro yo clavo tú canela

tú mamey tú haba tú carambola

tú limón tú toronja tú ciruela

tú pepinillo yo caverna y cola

La caña, el mamey, el pajuil, la grosella, la acerola son frutos que antes abundaban en la geografía isleña. Hoy son frutos escasos, que resaltan la excepcionalidad del amado. Predominan imágenes gustativas que le otorgan al poema un aire de sensualidad juguetona, reforzado por el hecho de que estos sustantivos podrían funcionar como apodos de cariño entre amante y amado. Los pronombres posesivos consolidan, por su parte, el lazo sexual y amoroso que une a ambos personajes, a la vez que le conceden un ritmo que la penúltima estrofa trastorna visual y sonoramente. Luis Palés Matos hubiese estado orgulloso de este poema.

Pese a la referencia a frutos largos y redondos, el poema en sí mismo tiene muy poco de “queer”, excepto el último verso, con su símbolo fálico (el “pepinillo”) y la voz poética que le ofrece al amante el chora kristeviano, el hueco esencial desde donde emana el lenguaje, un vacío prelingüístico, inapalabrable –que en este caso también es el culo y las caderas.

Conozco la ansiedad que le provoca a nuestros estudiantes de pregrado el estudio de la poesía. Por eso quería concluir con un ejercicio pedagógico “útil”. En How To Read a Poem and Fall in Love with Poetry, Edward Hirsch sostiene que de niños amamos la poesía (los romances, las letrillas, las canciones de cuna), pero cuando el estudio de la misma se formaliza en la escuela, el género nos repele con la incomodidad de lo incierto. “No sé qué quiere decir”, es por lo general la respuesta del estudiante frustrado en busca de sentido. Una mejor estrategia, me parece, consiste en preguntar no “¿qué quiere decir el poema?”, sino “¿qué está tratando de hacer la poeta en este texto?” La intencionalidad literaria ha tenido mala reputación por lo menos a partir de los años cuarenta, cuando Wimsatt y Beardsley publicaron su ensayo sobre “la falacia intencional”. Propongo, sin embargo, que en el salón estudiemos la intencionalidad no como raíz o fuente del poema, sino como un efecto: ¿qué logra hacer aquí el poeta? En el caso de Carlos Vázquez Cruz, y su Ares, el “encuiramiento” del campo que el poeta logra forma parte de una misión que la literatura siempre ha tenido de cara al cuerpo, una misión imposible y, por eso, urgente y titilante: hacer que el cuerpo se haga presente en la página, que aparezca.

Obras citadas

Epps, Brad. “The Fetish of Fluidity.” Homosexuality and Psychoanalysis: An Introduction. Tim Dean y Christopher Lane, eds. Chicago: U of Chicago P, 2001. 412-431.

Kaminsky, Amy. “Hacia un verbo queer”. Revista Iberoamericana vol. 74 núm. 225 (2008): 879-895.

Vázquez Cruz, Carlos. Ares. San Juan, Isla Negra: 2014.

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