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Cien años después de Oller: Cuatro pequeños formatos

Cien años después de Oller: Cuatro pequeños formatos

Jose Antonio Pérez Ruiz

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[crítica-artes plásticas-histora-estética]

I. Introducción

El surgimiento en el Puerto Rico del siglo XIX de un artista de la talla de Francisco Oller y Cestero (1833-1917), constituye un evento digno de proclamar con orgullo. En la isla caribeña predominaba un ambiente político, económico, social y cultural manipulado por ciertos intereses metropolitanos y una oligarquía criolla, por lo general, enajenada de los sentires populares que actuaban como entes inmovilizantes del desarrollo isleño. Desde muy temprano, nuestro pintor dio muestras de una solvencia cultural y creativa digna de encomio. Su sintonía con todos los estratos del espectro comunitario le condujo a sincronizar acertadamente mitos, leyendas, costumbres, tradiciones, cultos oficiales y esotéricos. También incorporó el elenco suspersticioso en sus producciones artísticas.

No es casual que, en ámbitos donde la existencia es tan restringida, surjan presencias incómodas para las “autoridades” y a esos agentes acomodaticios quienes, desde perspectivas supuestamente de ejemplaridad civil, desarrollan faenas de dudosa buena fe para hacer ver al opresor que son dignos guardianes de la ley y el orden. No obstante, todas sus artimañas resultan futiles ante la ecuación esbozada por un pintor excepcional, los contactos con su realidad y el factor tiempo en su función de suprema fuente de justicia.

Cuando la sociedad sirve de agente acuñador de personajes con la calidad de Oller y una serie de contemporáneos suyos, quienes tuvieron el arrojo de enfrentarse en el ruedo sociopolítico a un imperio, estos se convirtieron en factores ratificativos de una nacionalidad con fundamentos y atributos propios. Durante el siglo XVIII, otro virtuoso autóctono se había erigido en referente ineludible, a los ojos del mundo, del talento anidado en nuestro suelo. José Campeche y Jordán (1751-1809) se convirtió, en opinión de muchos y en la mía propia, en el mejor exponente del “Rococó” en el hemisferio occidental. Tiempo después Oller tomó el relevo al efectuar roles análogos, ahora representando los postulados “impresionistas”. Todo lo expuesto me conduce a pensar en un asunto que puede abordarse a partir de un proceso de historia comparada. Al explorar los avatares del quehacer humano, sentimos evocaciones de muchos territorios y países emergentes que hacen sentir sus presencias como entes políticos autosuficientes, a través de expresiones literarias. Aquí el clamor se acopló durante la segunda mitad del llamado “Siglo de las luces” a las artes plásticas, representadas por Campeche desde San Juan de Puerto Rico y la familia Espada ubicada en San Germán. Luego el bayamonés selló ese período formativo al otorgar a su producción valores internacionales (Constancia de ello fue su designación por Amadeo I, de Saboya, como pintor de la Real Cámara en 1873). Para ese momento, su labor era secundada en el ámbito local por el fluir de una música propia y las letras. Al detenerme en los pensamientos expresados, ratifico la conciencia en torno a los poderes de la cronología, que actúa como filtro distanciador que nos permiten deslindar eventos significativos para salvarlos del hambre permanente de Cronos, dios canibal cuyas presas preferidas fueron sus propios hijos. Nuestro deber es rescatarlos de los torrentes y las fugacidades de lo instantáneo donde tantas cosas se extravían. Sin embargo, considero que, a veces, son las distancias temporales el antídoto capaz de desintoxicarnos de opiniones inmediatas alojadas en los recuerdos, depurándolas de las cortedades discriminatorias y las arbitrariedades de las retóricas oficiales.

Al contemplar retrospectivamente el caso particular de Puerto Rico y meditar lo sucedido en otras latitudes, me percato de que, en el plano isleño, las artes plásticas tomaron la vanguardia representativa de nuestra presencia, extendiéndolas a niveles internacionales. A mi entender esto ha sido factor primario en la proyección de nuestra imagen en el orbe.

II. Oller: Voluntad purificadora

Percibimos en el quehacer olleriano una voluntad purificadora que reta la imaginación. De cierto modo, cada regreso a la patria se traducía en retos noveles a los conservadurismos estéticos promovidos por un oficialismo cultivador de las exigencias academicistas. Lo más azaroso para un creador es realojarse ante los ojos y mentes domesticadas para ser acogidos en el seno de una “elite culta”. En ese caso su misión primordial era llevarlos a reconocer la validez de esos movimientos espirituales e intelectuales capaces de retar los manierismos institucionales. Para efectuarlo, el pintor hizo uso de sus licencias artísticas con las miras puestas a proclamar su libertad para emplear preceptos teóricos que en aquel tiempo colisionaban con los academicismos europeos. Si en los salones parisinos la reacción, ante las novedades, de muchos “conocedores” fue adversa, debemos imaginar cuan chocante fue en este reducto caribeño.

La entrada en escena de maneras novedosas de observar y representar el entorno, propició contenidos ópticos abiertamente revolucionarios. Este venía avalado por las secuelas, y desafíos, de las recién inventadas cámaras fotográficas, las aportaciones a nivel industrial de pomos de color a la venta en el comercio y los estudios sobre la física de los matices como los de Michel Eugène Chevreul (1786-1889). Químico francés cuyos escritos sobre la óptica y la composición de la luz influenciaron, entre otros, a Georges Seurat (1859-1891) en su concepción del divisionismo y, más tarde, a Robert Delaunay (1885-1941). El impresionismo proporcionó alegatos pioneros integradores de los descubrimientos científicos y en dar respuestas al aceptar el duelo presentado por la tecnología. No se hizo esperar la recepción hostil del conservadurismo ante los avances inéditos, empeñados en hacer prevalecer los designios futuristas frente a la actitud de sometimiento propiciados por los mores tradicionales.

Así, los eruditos de salón europeos, al igual de quienes posaban de ilustrados en ultramar (con notables excepciones), se apresuraban a emitir sus respectivas censuras. Los inquisidores del patio, esgrimieron argumentos más bien cándidos, probablemente por desconocimientos inconfesables de conceptos de alcances prometedores. Hubo también en la mayoría de los “compatriotas” de Oller, claros desbordes “incondicionales” que no dejaba lugar a dudas de sus adulaciones a un régimen cuya mera defensa les convertía en anacronismos vivientes. Tanto en el “Viejo Mundo”, como en las garitas imperiales, las reacciones de la mayoría de esos elementos fueron igualmente tóxicas. A mi juicio, la incomprensión fue un acicate para suscitar en Francisco Oller, el ímpetu de dar rienda suelta a sus deseos creativos. De esa manera, sus viajes San Juan–París, y viceversa, cobraron tanta importancia, pues ese vaivén le sirvió de nutriente, y satisfizo sus necesidades urgentes para mostrar a los contempladores su dominio tecnoinspirativo para remitir mensajes rebozantes de significados. La toma de conciencia en pos de lo deseado, y la viabilidad de sus misivas, destilaron a través de los recursos movilizados al demostrar la efectividad de esos medios para alcanzar sus fines. Estoy convencido que al igual que muchos pintores que le precedieron, los óleos ollerianos oscilaron, además, entre sus procedimientos profesionales y las necesidades a su alcance para dar efectividad al discurso sociopolítico que le apremiaba.

III. Hacia una purificación estético–existencial

Si hicieramos una apreciación de conjunto del cuerpo de trabajo de Oller, es menester señalar que todo se ajusta a sus propósitos, pues se trataba de un quehacer coherente con sus convicciones. Al observar la exposición “From San Juan to Paris and back, Francisco Oller and the Caribbean Art in the Era of Impresionism”, cuyo estudio y curadoría estuvo a cargo de Edward J. Sullivan, me parece que hace ver cuan evidente fue esa continuidad. De hecho, la selección y el ensayo que le apoyan me parecen que serán indispensables para reinterpretar y, a la vez, redescubrir el proceso de purificación profesional operado a lo largo de su carrera artística. Solo al ver sus realizaciones en un contexto estético adecuado a sus movimientos vitales, me hace pensar que… ¡Al fin! se le justiprecia en su triple grandeza. A saber, como creador impresionista de primerísima línea en el marco caribeño, quien arrojó luz por sus enfoques criollistas que manaban en la forma de abordar sus temas y en su manera metódica de aplicar las normas aprendidas en Europa, que hizo suyas a través de intervenciones emancipadoras, pues las americanizó magistralmente. Hubo en él una aspiración, la cual no puedo precisar a que grado de conciencia. También se advierte un deseo por liberarse de las reglas adquiridas, con la intensión de dar paso a elementos subjetivos y, por tanto, licenciados de las ataduras escolásticas. Toda esa transformación la efectuó con la delicadeza propia de quien conoce la importancia de dejar que sus criterios filtren a través de las porosidades de las barreras a las cuales debemos sobreponernos para superar las retóricas gubernamentales, privadas y las provenientes de ese tipo de inmediatez irreflexiva, la mayoría de las veces, bochornosamente lisonjeras. Toda la trayectoria de escollos es superable cuando se hace valer esa axiología trascendente impresa en una colección vital que responde a certidumbres y reivindican las aportaciones de los neologismos creativos.

Entiendo que la mayor parte de los lienzos de Oller poseen el sello inconfundible de un impresionismo propio. Es factible que el mismo se haya consolidado durante largos y reflexivos períodos de comunicación con sus compatriotas y el temperamento de las raíces telúricas aceleradoras de su pensamiento. Como todo artista, enfrentó angustias vivenciales provenientes de una clientela con requerimientos y estipulaciones. Con frecuencia les persuadió sobre su visión del arte como parte de su proyecto.

Quienes se han aproximado a los tiempos aludidos conocen ciertos pormenores de la opresión del régimen español durante el último tercio del siglo XIX, sobre todos los aspectos de la vida de los puertorriqueños. Para ser justos, hay que decir que esa situación se extendió bajo la dominación estadounidense casi por media centuria. Si hacemos ese ejercicio de percepción, comprendemos con mayor exactitud los malavares estéticos realizados para acercarse a todos los niveles del pueblo. Oller, no fue la exepción; aun así logró aciertos geniales al buscar y establecer concordancias para mantenerse en el marco conceptual del impresionismo, satisfaciendo a la vez a los compradores potenciales.

Probablemente, su gran acierto fue llevar a efecto concesiones prácticas, aunque no esenciales, para atemperar sus convicciones, a fin de saltar sobre las fijaciones doctrinarias de aquellos seres cuyos conocimientos se mantienen estancados en las poéticas convencionales. El pintor sabía que una comprensión práctica requiere mantener ese tipo de elasticidad dialéctica que descansa en planos subyacentes de las concepciones, dejándolas reposar para dejar condensar la óptica del devenir que a fin de cuentas termina sobreponiéndose a los escollos fugaces y pasajeros.

Al respecto, creo que el artista estudiado no concedió indulgencias a nada ni a nadie. Dan fe de ello, las siguientes pinturas: “Paisaje de la finca El Guaraguao” (1887-88), “Paisaje con Palma Real” (1897) y los panoramas que asoman a las puertas y ventanas de “El Velorio” (1893). El último es un cuadro de gran formato (8’x13’) que no fue bien recibido por la crítica local, ni la extranjera. Se trata de una pieza atípica. Por ejemplo, la campiña divisada desde el bohío del también llamado “Baquiné”, además de ser interpretaciones de facturas intensamente “impresionistas” chocan con el resto de la representación. Esa preferencia por las pendientes es compatible con nuestra semántica geográfica a la cual Virgilio Dávila y Braulio Dueño Colón, tiempo después, le cantaron “…son de fáciles pendientes sus colinas…”. Esa voz sonoramente poética de “La Tierruca” colinda con los panoramas aludidos. Vemos así cómo, al entrar por la puerta lateral de la residencia, las palmas reales le confieren el toque esperanzador a la escena del ritual funerario del “velorio de angelito”, que les llevaba a celebrar la entrada al cielo de un ser inmaculado.

Cuando visitamos estas imágenes, provistas por las “jaldas”, da lugar a visiones donde existe un dramatismo bucólico, digno de mención. Ejemplo de ello son los “Paisajes franceses” (1895 y 1896). Vuelven a ser los declives factores facilitadores de esos toques particulares, pues en dicho tipo de terreno apreciamos la gran intensidad de las luces mediterráneas que preservan algunos parajes europeos. No dudaría en pensar que ese criterio de elección respondiera a vínculos afectivos provocadores de nostalgias que contactan con anhelos y recuerdos. Hay que señalar la presencia humana o de la fauna existente en dichas estampas. En esos casos podemos ver remanentes de un “Romanticismo” cuyas influencias aún mantenian cierto grado de vigencia. Ese sentir mantenía ecos europeos y en América conservaba una presencia aún más fuerte. La tendencia a constrastar la grandeza del universo ante la insignificancia humana es un asunto recurrente en esas pinturas.

Si hago referencia a lo expuesto es porque los panoramas que le inspiraron al otro lado del océano, se destacan por la persistencia de suaves inclinaciones. En una de ellas, un avicultor cuida sus ocas; el mismo es furtivamente observado por un joven, originando un tipo de comunicación entre los protagonistas, la ruralía y el pintor. Cuando divisamos el lado superior derecho de la pendiente observamos los aprestos del pintor para insinuar su presencia marginal. Semejante confluencia de puntos de mira establece un relevo visual constante que va del trabajador al que le atisba y de ahí a quien toma la acción desde el exterior, a su vez éste lo remitirá a los contempladores del siempre cambiante futuro. Esos recursos son comparables al narrador omnipresente de cuentos, novelas y poemas que desde puntos ajenos a sus personajes les dictan su porvenir. Cuando cobramos conciencia de ello, el observador puede sentirse testigo atemporal de instantes muchas veces previos a su existencia.

IV. Las huellas de una aparente realidad

Este ensayo analiza y deja constancia de una pintura de pequeño formato (5 3/4” x 7 1/8”) titulada “Paisaje rural con monjas” (1880). Nos remite a los ya vistos paisajes galos (1895-96) y si nos trasladamos a nuestros lares, al “Paisaje con palma real” (1897) y los de “El Velorio” (1893). Hago mención nuevamente de ellos, por ver un parentesco entre los mismos. La diminuta pintura, fechada en un año coincidente con su segunda estadía europea, parece ser de cierto modo precursora de todas ellas. La aseveración precedente me indica que la composición de 1880 constituye una pieza temprana del mismo linaje.

Debo indicar que al ver la obra previo a su restauración, me forjé una visión que luego repensé parcialmente. Agraciadamente, el Sr. Luis Larrazabal no solo restauró la obra acercándola a su condición inicial, sino que supo conservar las huellas posiblemente ulteriores que permiten efectuar pesquisas en torno a su aspecto al momento en que la intervino. En la percepción inicial de este panorama destacaban densas brumas, a mi entender, suscitadas por capas sobrepuestas de barniz. Estas se habían asentado sobre el soporte, cual si se hubieran aferrado a la representación, y a la vez se advertían en sus estratos ciertos brotes de oxidación. De hecho, la química natural provocada por la interacción de las veladuras, al igual que los efectos lumínicos internos y externos, en complicidad con el tiempo, se confabulaban para mostrar una imagen idílica. Esa impresión primaria me condujo a condicionarlas de acuerdo con las posibles influencias contemporáneas que le pudieron servir de referentes. Aun conservo la sospecha de que Oller pudo intentar un experimento exótico sobre tan minúscula composición. Tal suposición, apoyada por las improntas conservadas sobre el soporte, me permiten ingresar en un campo donde los remanentes indelebles dan espacio a la conjetura hasta cierto punto detectivesca. Pudo suceder que los resultados captados en el golpe de vista inicial se revelaran paulatinamente, como sucede con las distancias cronológicas que permiten el fenómeno del palimpsesto o los llamados “arrepentimientos’” de Diego Velazquez (1599-1660), y de tantos más.

Debo señalar que, afortunadamente, el hallazgo de unas huellas dactilares, que acertadamente el restaurador en su labor preservó, posiblemente sean las del pintor. Con esa evidencia también retuvo parte de la cortina nebulosa legada por los viejos barnices. En torno a ese espacio aparece una visión meridiana donde liberó la flora, las estructuras y los parroquianos que ocupaban el espacio en ese momento. Semejante hecho, me permite ahora sustanciar lo antes pensado, empleando como recurso la facultad de trascender provista por la memoria. Me pareció verosímil pensar que ese diminuto panel viniera entre los apuntes tomados al aire libre durante aquella estadía parisina. Aquí, las presencias humanas pautan la escala del contexto. De igual manera, la elevación del terreno a la izquierda la transformó en recurso para potenciar la sensación de lejanía del otro lado. A distancia se preserva la presencia de lo que de inmediato podría percibirse como ruinas de una antigua edificación. Se hace notable cómo el manto gaseoso anterior retuvo ese aspecto estructural. De esa manera, la imprimatura se sostiene proporcionando toques melancólicos que actúan como agentes sustantivos. Al inicio, la aparente gradación de las brumas intensificaba el impacto de la perspectiva. No obstante, cuando se despejaron, el alcance de la óptica normal más bien reforzó esas ilusiones, al punto que los estudiosos tienen un espacio preservador de un rincón provocador de estados oníricos. Al ver el antes y después del cuadro, constatamos cómo Oller había asimilado los estudios de la óptica y el comportamiento del color ante la conjunción de luces y sombras en el interior del tejido provisto por las influencias atmosféricas. Igualmente es posible que haya tenido contactos con las obras de William Turner (1775-1851), pero sabemos que conoció e interactuó con Claude Monet (1840-1926). Para entonces, el francés era el gestor más prominente de esos ensayos, los cuales llegaron a su cenit con la serie de óleos de torno a los efectos solares sobre las gamas cromáticas de “La Catedral de Rouen” (1894).

Así mismo, la aparición de museos expuso al público, lienzos, esculturas y otras manifestaciones artísticas que antes descansaban en colecciones privadas. En realidad fueron los requerimientos filantrópicos impulsados por los “ilustrados” quienes impulsaron el movimiento museológico que proliferó luego de la Revolución Francesa. Por tanto, esos conocimientos antes eran restringidos a círculos elitistas o a intelectuales con intereses estéticos. Entre las obras que más llamaron la atención, se encontraban aquellas que reclamaban efectos emocionales. En esa propensión, sirvieron como agentes abonadores las tendencias por sustentar principios respaldados por algunas escuelas al mantener la confianza en razonamientos greco-romanos que sostenían normas más que milenarias reactualizadas por el Renacimiento. Todo ello exteriorizó en las artes representativas del siglo XIX tonos variados y, al mismo tiempo, sostenidos de idealismos: el neoclasisismo, el romanticismo, el costumbrismo, el naturalismo, el modernismo, y otros. Entre los tesoros pictóricos del siglo XVII, que se mostraban en el Louvre, llamó la atención de los ojos cultivados, una composición que fue reveladora, la obra “Et in Arcadia Ego” de Nicolás Poussin (1594-1665). Se captaba en ella un sentimiento inspirador del espiritualismo que floreció en ese período. Se trataba de una alusión artístico-poética a Ovidio (47-17/18 a.C) y Virgilio (70 a.C–19 d.C), que muestra un conjunto de personajes en torno a un sepulcro cuya principal inscripción dio título al cuadro. De alguna manera, rememoraba el encuentro de Dante Alighieri (Florencia 1265-Ravena 1321) con dichos poetas en su “Purgatorio” y la incorporación a su ficción le llevó a proclamarse, o más bien autoproclamarse, genio. Esto lo demostró de inmediato, al quebrar la tradición impuesta por la iglesia de mantenerse en anonimato, para acreditarle a Dios la inteligencia dispensada a los hombres. Lo que realizó fue un reto, al dar a conocer su autoría y de paso firmar su obra.

No es raro que esos residuales intensionales fueran retomados por artistas como Oller, para complementar sus producciones con chispas provistas por remanentes de acciones pasadas, reinsertándolas en una especie de tiempo extraordinario. Si un asunto destaca en tan diminuta tabla, aquí considerada, es su carácter atípico en la narrativa olleriana. Señal de ello es cómo apeló a rigores miniaturistas, aunque con intenciones, a mi ver, de ulteriores desarrollos.

Soy de opinión que no podríamos descartar una mirada futurista a la referida pieza. Eso es así porque lo ya plasmado reafirma las capacidades para raptar realidades esquivas, aun para los más avezados artistas cuyas vidas transcurrieron en latitudes donde las impresiones fugaces de la ionosfera asignan puntos suspensivos a las distancias. En fin, la regresión parcial efectuada para recuperar el estado inicial de la pintura nos provee, además de un punto de vista para lo que fue una constante en Francisco Oller, su capacidad para mantener trazos que consciente, o intuitivamente, generan reencuentros con sus experiencias existenciales. Infiero en su caso que se trató de un proceso gratificante sustentador de su carrera.

V. El “Camino Real” conducente a la iglesia de San Mateo

Existen cuadros en que el ensimismamiento y el impulso creativo se funden. En ellos las teorías aprendidas emergen cual si fueran funciones incosncientes, posiblemente han sido internalizados de manera tal que emergen como trances automáticos. En esas conjunciones, energías infrecuentes y reflexiones se conjuran para generar visiones que nos dan acceso a las huellas de un ayer aún vigente. La aseveración anterior se hace notable en “Subida a iglesia de Santurce” (San Mateo de Cangrejos), que fue expuesta en el 1893 durante las actividades de celebración del “Cuarto centenario del descubrimiento de Puerto Rico”, según consta en una de las fotos de la exposición celebrada en el “Palacio de Santurce”. Se trata de un paisaje donde lo urbano colinda con remanentes rurales. Allí Oller nos conduce a captar la pausada elevación terrenal que lleva al templo, vista desde lo que parece ser un “camino real” semiurbanizado. Actualmente ese sendero existe convertido en pequeña calle que discurre transversalmente. Las palmeras y el resto de la flora han cedido ante la necesidad de viviendas producto del empuje demográfico. Esta imágen, que guardó para la posteridad las características de paraíso bucólico, se transforma además en documento histórico, pues la alineación del incipiente caserío, al borde del atajo, ya anunciaban próximos episodios de crecimientos vecinales.

Si fueran examinados independientemente los efectos luminotécnicos estampados sobre el lienzo, arrojarían resultados significativos, pues al observarlos de cerca parecen equiparar los lindes entre arte y naturaleza: suscita una dilusión unificadora de ambos coeficientes. Basta un acercamiento a los efectos ópticos de las texturas reales ,y las que afloran por los efectos cromáticos de la tierra del camino, para descubrir cómo sus enfoques pictóricos procesaban claridades y sombras cual si fuera una membrana osmótica que alterna, integra y, en otros casos, coagulan realidades e imaginaciones. Además, es notable la intensidad subjetiva de esta pieza, donde, sin apelar a contrastes agudos, provee los materiales emocionales indispensables para hacer aflorar inquietudes y añoranzas. Si a ello agregamos que el panorama general ostenta el potencial de condensar el tiempo, quizás debido a una especie de contradicción, pues la paz del lugar provoca emotividades hiperintensas.

Otro asunto relevante es hacer notar cómo el pintor aprovechó los supuestos provenientes de las investigaciones científicas en boga durante el siglo XIX. De ellas los impresionistas, con Paul Cezanne (18391906) a la cabeza, sacaron los máximos provechos, al acoger el acierto de aquellos estudiosos que apuntalaban el hecho de que las sombras proyectaban el color de los objetos que las provocaban. Basta con mirar detenidamente el óleo al que nos referimos para ver que las penumbras tejidas por el entramado vegetal, alineada a la vera de la cañada, constata cómo tradujo esa conclusión estético-teórica en el contexto de una panorámica tropical durante esos instantes cuando los resplandores solares ciertamente se proyectaban en pleno apogeo. Debemos reclamar al contemplador una apreciación del diseño hilvanado por el tronco y la cresta de palmas que presiden la estampa. En ese marcado cruce sombrío de la vereda, a mi juicio, deja ver el toque de maestría ostentado por los grandes creadores.

VI. De Carolina a Fajardo

“Terrera blanca con dos bohíos” es un lienzo adherido a un panel de 10” x 12”. Este provino de la colección de Enrique Carbia y Matilde Montilla y en 1991 fue vendida por Ramón (Tito) Carbia al Sr. Arnold Benus. Quien subscribe, se topó por primera vez con esta notable tela en una fecha cercana al traspaso a su dueño actual. Recuerdo que en aquel momento le comenté a un amigo sobre la conveniencia de auspiciar un estudio donde se destacaran los componentes denotadores de la vida rural en Puerto Rico, desde el último tercio del siglo XIX hasta los años cercanos a 1970. En ese momento, soñaba con la realización de una o varias fuentes documentales con materiales audiovisuales sobre la existencia campesina ofrecida por Oller y sutentada por aquellos que le emularon. A mi juicio, son cada vez más imprescindibles las publicaciones consultivas donde historiadores, sociólogos, científicos y, en fin, represen- tantes de las disciplinas humanistas, se habitúen a las ambientaciones existenciales de períodos dados.

La digresión precedente fue esbozada cuando observé las siluetas de los habitáculos que interrumpen el trazado panorámico de los llanos costaneros, en contraposición a las lomas que les sirven de fondo. Debemos hacer constar que el eminente historiador de arte, crítico y pintor Dr. Osiris Delgado (1920-2018) especula que la toma debió “…ser pintada en torno a 1906, en ocasión de un viaje de Oller por los campos y pueblos entre Carolina y Fajardo”. Aunque enfoca las estructuras señaladas en el título, es necesario indicar los elementos circunstanciales utilizados por el autor para guiar la mirada de los interesados. Me refiero a las palmas reales encargadas de escoltar la ubicación de las estructuras centrales. Existe, además, a escasa distancia una pequeña área baldía cercana al extremo superior izquierdo, que parece servir de espacio mediador entre el abrupto horizonte y el cielo. Destacaba así la línea geográfica que zurca ininterrumpidamente el soporte, acoplándolo al discurso meteorológico habitual de la zona. Otra corriente conductora, viene a ser la vereda que culmina en el batey de la vivienda principal. En esa explanada, la presencia, a penas esbozada, de una mujer proporciona el roce humano al lugar. Por supuesto, hay que agregar la mano omnipresente del artista que desplaza toda una antología de pinceladas desde planos ausentes a la representación; claro está, su destreza actúa de cicerone para dejar que las miradas se sumerjan en la grandiosidad elemental de la estampa que le inspiró.

De manera semejante obran los contrastes blancos y ocres de los habitáculos. Con ellos provoca una suave colisión con la multiplicidad de verdes. Suscitó así actividades a niveles retinianos en los que sincronizaba irregularidades reales o insinuadas, donde el pincel se transforma en batuta concertante para ofrecer ritmos visuales a los ojos. Esos movimientos suyos muestran una capacidad poco común para captar desajustes ópticos que dan paso a aspectos intangibles, como las humedades ambientales y el curso de las corrientes del viento al hacer denotar los azotes de la brisa sobre la hierba y los penachos de las palmas. Los componentes integrados al cuadro poseen el poder de remitirnos a esferas contemplativas, porque movilizó devenires cromáticos para liberar su talento innato y conferir a las tonalidades hipersensibilidades valorativas. Surgen cual asaltos cromáticos integrados por un repertorio de brochazos, a veces diminutos, insinuadores de flores silvestres. También recurría a sucesiones de pigmentos para amplificar los reflejos solares sobre los techos o utilizar ligeros chispazos lejanos, indicadores de algún tipo de vida. En fin, un balance espectral que concede sensaciones oftálmicas que retan los perímetros físicos, y encuentran dimensiones metafóricas donde se fraguan proyecciones que rebasan la realidad.

VII. Un recodo de los “Baños de Coamo”

Para 1887-88, Oller y Cestero pintó “La peña de los Baños de Coamo”, 23 3/4” x 20”, pueblo que visitaba para instalar su cuadro de “Ánimas” (1887 – 88) en la parroquia de la localidad. Durante ese lapso residió en la hospedería que da nombre al paisaje rústico existente en esa finca donde se encuentran las famosas aguas termales, y donde muchos se alojaban en busca de salud. Esta concepción perteneció a las familias Costa-Santiago y Usera Santiago. La misma cambió de manos en 1991, cuando la obtuvo su anterior dueño, el Sr. Juan Vicente Usera. Es de rigor hacer saber que durante las postrimerías de la década de 1970 el Museo de Arte de Ponce la solicitó para exponerla por algunos años.

Resulta interesante la manera de presentar la espesura de una flora cuyo entramado parece guardar un muestrario del ambiente selvático precolombino. Ello sirvió de base de operaciones para desarrollar un estudio sobre el comportamiento de la vegetación en tan especiales condiciones. Quizás, el único indicio de la presencia de plantas traídas del exterior es el tronco de un cocotero que fue importado al país, en fecha aun no definida, probablemente de Islas Canarias. A mi entender, la contemplación de obras donde podemos contactar con un espectáculo que ostenta el imaginario de lo aún incorrompido, le acercó a los postulados teóricos del impresionismo. Estos venían cargados de reclamos enérgicos y crecientes, de voces de un mundo civilizado que proclamaban el ideal representativo de la armonía ecológica para evitar desastres a largo plazo. También debemos recordar la atracción del bayamonés por los lugares donde existen elevaciones, en este caso la presencia pétrea al extremo derecho que pone límites al campo visual a fin de retornarnos a la empalizada que marca el camino. Es menester hacer un breve alto para indicar al lector en torno a la difusión lumínica que obviamente pasa a través del tamíz formado por el entrelazado techo de ramas y condiciona todo el espectro que cobija. Semejantes irradiaciones tejen, a su vez, los resplandores que los óculos aún no ocupados por las crestas de la arboleda. Esos espacios parecen empecinarse en monopolizar las dósis de fulgores nutrientes generadas por el astro rey. Son esos claros los que apretadamente dan paso al sol para asegurar la persistencia del follaje cobijado bajo la enramada. No sé hasta qué punto Oller incide en una especie de darwinismo en ese tipo de presentaciones. Pero debemos llamar la atención que, fuera de los retazos blanquiazules celestes, el resto de la composición fue concebida en una alternancia de verdes profundos enlazados a ese sin fin de verdores a veces propiciadas por las particularidades de los filums vegetales y otras, por esas resistencias condicionadas a la lucha por conservar la existencia. Puede que el autor estuviera apelando a la hipótesis de la supervivencia del más apto al hacer notables las distintas porciones de clorofila que van desde los distintos grados de descomposición de la hojarasca, hasta la escasa cuota ambarina a nivel del suelo retenida por las hierbas que aspiran alfombrar el sendero.

En fin, el acercamiento a las cuatro obras previamente consideradas me responsabilizan a justipreciar a este precursor de las artes quien dotó a su pueblo de una fuente inagotable de afirmación puertorriqueñista.

VIII. Conclusiones

Al cumplirse el primer centenario de la muerte de Francisco Oller y Cestero (18331917) podemos peregrinar retrospectivamente en su vida y legado. Es imperativo examinar las situaciones circunstanciales vigentes en sus realidades vivenciales, pues ellas marcan las angustias y deseos movilizados para borrar las cicatrices dejadas por los cautines, perturbadores de las memorias de los seres cuyas conciencias les convidan a resistir las acciones retorcidas que lastiman los sentimientos. Como artista, definió polos perceptivos ratificadores de giros filosóficos particulares que sustanciaron la producción y que expuso en los estratos visibles y subliminales de sus trabajos. Los mensajes extraídos de lo cotidiano le sirvieron de agentes facilitadores para que, sin perder aquellos de vista, permitieran las intensidades espirituales y las expresiones emocionales derivadas de ellas. Supo arrancarle al gesto humano y a la floresta ese poder metafórico de su productividad, dotándoles de contenidos anímicos únicos en los que desenterró los estados catárticos colectivos. Si de algo Oller estuvo convencido fue de la capacidad de las artes para desbordar hacia las generaciones venideras.

Si ingresamos en su obra a plenitud, corroboraremos que podría ser desplegada como un conjunto unitario. Se debe a que su ética se centró en develar la verdad desde los interespacios más sublimes del entendimiento, sin apartarse del sentido dimensional de lo tradicional en su cometido dinamizador del carácter transcendental de los pensamientos. Si hicieramos el ejercicio de proyectarlo servirán de apoyo para comprender, fuera de toda duda razonable, el talante del pensamiento latinoamericano forjado desde este enclave caribeño. Con creadores de este linaje, nuestro suelo se convirtirtió en redoma propiciadora de un mestizaje artístico-filosófico abierto a lo universal.

Cuando aventuramos nuestra vista en la intimidad de sus óleos, nos convencemos de cuan estrecha fue su integración al medioambiente. Al respecto apreciamos destellos de una educación europeizante traída, aclimatada y sincronizada en trazos continuos, y sin accidentes de una interpretación propia que aspira a la pureza metafísica. En ella, el sentido pagano de la belleza fue consustanciado con la espiritualidad judeo-cristiana. En sus tiempos se hacían necesarias semejantes asociaciones por su adaptabilidad a las luchas nacionalistas de resistencia contra imposiciones doctrinarias de carácter excéntricas. No obstante, también se recoje en ellas visos estéticos dúctiles para ser interpretados dentro de los parámetros de una cosmología bonafide. De igual manera, la sutileza del discurso olleriano, ensamblado por una voluntad orientadora con el propósito de viabilizar sus alusiones, llegará a sus coetaneos y a la prosesión ininterrumpida de generaciones que le siguen admirando. Es obvio que toda obra centrada en realidades particulares, reflejan su época, pero además deben poseer un carácter futurista. Estoy convencido de que nuestro Francisco Oller marcó los pasos a quienes desearon conservar sus cuerpos de trabajo como espejos ambientales que atestiguaran y, simultáneamente, fueran guías en caso de que eventualmente hubiera que acometer proyectos de reconstrucciones ecoambientales.

Todavía fue más allá, pues a medida que nos acercamos evocativamente a sus haberes artísticos, saltan a la palestra una serie de niveles fenomenológicos que nos llevan a inferir intenciones de consolidar ánimos psicointelectuales premonitorios de la conservación del entorno. Suscitó así sentimientos que amalgaman objetividades que le sirvieron de punto de partida e impulsos subjetivos desde los cuales proyectó vibraciones místicas emanadas de lo matérico y sostenedoras de deseos perennes de renovaciones. Trajo, así, las razones pregonadoras de consistencias prometedoras de un “zeitgeist” continuo. Afloran, además, las intuiciones que le llevaron a dar a quienes se acerquen a sus obras, libertades captativas que no admiten sustancias anecdóticas que puedan expresar el mutismo recogido en una plegaria.

Si algo Oller supo resistir adecuadamente fueron los comentarios envidiosos, y de mala entraña, del servilismo pseudoilustrado siempre dispuestos a ser aduladores automáticos del poder monárquico. Aquellos que, bajo el antifaz de “críticos”, seguían cantando ditirambos o un régimen agonizante que aún contaba con ese auspicio miope, infame y vociferante de esos acólitos. A ellos, supo ignorarlos con valentía, tratándolos como testaferros oficiales. De igual manera despreció el cuchicheo, a veces epistolar, de “amigos” en el extrajero que otrora le reconocieron. Su respuesta fue proseguir la ruta trazada sin desvíos. Sabía que el gentilicio que nos distingue enlazaba a todo un continente que progresivamente cobraba conciencia de la real importancia del mestizaje. Para reafirmarno, basta leer “La raza cósmica” del mexicano José Vasconselos (1882-1959), “La gran promesa” del chileno Eudosio Ravines (1897-1978), o “Letras de un continente mestizo” del uruguayo Mario Benedetti (1920-2009). A lo largo del siglo XX estos, y tantos más, reiteraron la importancia de un asentamiento étnico, social, intelectual y psicológico que ya es irreversible y define nuestra América. Si algo Oller mantuvo fue una tenacidad irreductible por la preservación artística de la imagen de Puerto Rico y, cónsono con ello en el plano personal, proclamó su puertorriqueñismo frente a aquellos que se autodenominaban “españoles en ultramar”. La verdad fue su norte y así la pintó. Además rechazó las quimeras de aquellos que afirman ser lo que no son. Denunció los escudos virtuales que se crean ilusoriamente adoptando arrogancias ajenas cuyo inevitable sentido demagógico las diluye en el tiempo.

De igual manera, su labor pedagógica, apoyada en principios de autenticidad, fue filtrada a sus alumnos. Transmitió con acierto, los denominadores comunes de visiones artísticas particulares matizadas con los nutrientes aportados por su formación europea. Enseñó a sus discípulos a alcanzar expresiones propias y supo impartir directrices aprendidas en momentos especiales de su desarrollo artístico. Las enseñanzas del pintor tenían el sello particularísimo del impresionismo en su dimensión más pura. Compartió sin controles todo cuanto sabía. Él provenía, por formación, de la matriz primigenia de la mencionada escuela que tanto aportó a la civilización occidental. Su participación en las primeras exposiciones de ese movimiento fueron demostrativas del talento que detentaba.

Francisco Oller, levantó el telar necesario para consolidar el tejido que serviría de soporte a la profundidad intelectual, que ingresa con franqueza en el trasiego comprensivo y permite reclutar nuevos postuladores de mensajes bien articulados en diferentes esferas de las artes.

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Imágenes

Pág. 266. Paisaje rural con monjas, Colección: Hugh Andrews.

Pág. 267, Subida a iglesia de Santurce, Colección: Arnold Benus.

Pág. 269, Terrera blanca con dos bohíos, Colección: Arnold Benus.

Pág. 270, La peña de los Baños de Coamo, Colección: Arnold Benus.

Nota a las imágenes

Todas las imágenes son fotos de los originales tomadas por el maestro John Betancourt.

Esta edición de Exégesis: revista transdisciplinaria de la UPR en Humacao, segunda época, núm. 1, año 31, otoño 2017-primavera 2018, se terminó de imprimir en diciembre de 2018 en los talleres gráficos de Editora Búho en Santo Domingo, Rep. Dominicana.

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