14 minute read

En defensa del síndrome de Stendhal

En defensa del síndrome de Stendhal

Luce López-Baralt

Advertisement

[música-autobiografía-memoria]

Mi hermana Mercedes ha escrito, con su acostumbrada pasión por la belleza, una hermosa Schubertiada en la que da cuenta de su paroxismo estético ante las melodías exultantes que, irónicamente, el prominente músico austríaco compuso en medio de la depresión psíquica que padeció antes de morir. Sus palabras me permitieron comprender que las dos somos proclives a lo que se ha llamado tanto el “Síndrome de Standhal” como el “Síndrome de Florencia”. Me apena que el psicoanálisis, a partir de la psiquiatra italiana Graziella Magherini (1979), asocie con una “enfermedad psicosomática” ciertos síntomas (ritmo cardíaco elevado, vértigo, confusión, temblor, alucinación) que se suscitan ante la belleza extrema de una obra de arte o un paisaje. Yo prefiero considerar estos momentos en cúspide –siempre y cuando no lleguen al delirio enfermizo– con un paroxismo artístico, más que con una patología clínica. Como se sabe, Stendhal experimentó esta exaltación artística extrema ante la Basílica de la Santa Cruz en Florencia y se refiere a ello en sus memorias de viaje, Nápoles y Florencia: un viaje de Milán a Reggio.

La Dra. Megharini recuerda que precisamente Florencia ha sido el espacio geográfico donde este tipo de reacción estética extrema se suele producir más a menudo: los monumentos excepcionales y la alucinante acumulación de obras de arte de la ciudad suscitan en el viajero estos estados paroxísticos. De ahí que el fenómeno psíquico lleve también el apelativo de “Síndrome de Florencia”. Vale recordar que el síndrome también se ha asociado, por su carácter de arrebato súbito, con las exageraciones emocionales de los románticos ante la acumulación de la belleza. Sospecho, sin embargo, que a despecho de que el paroxismo artístico haya sido asociado a personas, épocas y a lugares específicos, se trata de un síndrome universal, propio de cualquier ser humano sensible. Los genes deben tener su cuota de responsabilidad en ello, ya que, como mi hermana Merce, también yo soy particularmente susceptible a la exuberancia del goce estético. Recuerdo haber vivido varios momentos en cúspide que podrían caer bajo la denominación del “Síndrome de Stendhal”, solo que nunca quedaron asociados a depresiones ni a alucinaciones: simplemente fueron momentos felicísimos de exaltación súbita, en los que en un instante privilegiado accedí al mensaje subliminal, poderoso e inarticulable que el arte o la belleza nos producen de manera inesperada. Estos instantes –que atestigüé también cuando le ocurrían a otras personas– no son para ser puestos en palabras, pues se trata de emociones tan hondas que resultan supraverbales. El que lo experimenta está a un paso del éxtasis, y hay que decir que un artista verdadero siempre se coloca en el umbral del desvelamiento del velo de Isis en el trance de la creación artística inspirada.

Vale parafrasear la reflexión de la gran estudiosa Evelyn Underhill en torno a los secretos de la revelación creadora, que pone en perspectiva la cualidad sacra que el arte tiene en la vida espiritual del ser humano. Como se sabe, todos buscamos la Verdad, pero “donde el filósofo argumenta y el artista intuye, el místico experimenta”. De manera que para Underhill el artista –o el receptor del hecho artístico-– está más cerca del Misterio último que el filósofo racional. Estoy de acuerdo: son experiencias de intelección pura, inmediata y suprerracional, que nos colocan en la antesala de conocimientos espirituales más profundos, marcados ya por la certeza y no limitados tan solo a la intuición.

Quisiera compartir algunas de estas experiencias en cúspide, algunas de las cuales experimenté de manera colectiva, ya que las viví junto a otras personas. Viví uno de los momentos de misteriosa efervescencia artística más impactantes de toda mi vida precisamente junto a mi hermana Merce. Cuando éramos estudiantes de bachillerato solíamos acudir a los ensayos del Festival Casals en el Teatro de la Universidad de Puerto Rico. Esa tarde el maestro Casals ensayaba con la orquesta la Fantasía Coral de Beethoven para piano, orquesta y coro en Do menor, Op. 80, que siempre he amado aun más que a la célebre Sinfonía Coral. Un puñado de siete u ocho estudiantes asistimos al ensayo, y mi hermana y yo éramos plenamente conscientes de que tarde tras tarde asistíamos a un privilegio, pues se nos permitía atisbar las entretelas íntimas de la manera de hacer –y de sentir– la música que tenía el célebre músico catalán. (Puerto Rico había adoptado amorosamente a don Pablo tras su exilio, hasta el punto que le otorgamos la ciudadanía puertorriqueña, algo que ni siquiera tenemos. Merce y yo atestiguamos la ceremonia, en la que el maestro aceptó su nueva carta identitatia puertorriqueña con un emocionado “lo esperaba”...).

Pero volvamos a aquella tarde de los años sesenta en que Don Pablo ensayaba la Fantasía Coral. Dados sus años, Casals dirigía sentado en un taburete alto sin soportes, pero lo hacía con una energía contagiosa y con un control de su arte que nos parecía admirable. Lentamente, las voces del coro comienzan a hilar las notas jubilosas de la Coral, que constituye un himno (de autor desconocido) a la belleza, a la armonía, al amor unitivo y a la gracia divina. El júbilo creciente del coro sube y sube, en un arrebato paroxístico musical típico de la intuición prodigiosa de Beethoven a punto de estallar de belleza. En el instante preciso en el que el coro comienza a entonar las líneas finales --Wenn sich Lieb’ und Kraft Vermählen / lohnt den Menschen Göttergunst--(“Cuando el amor y la fuerza fueron unidos, / el regalo al hombre fue la gracia divina...”), la melodía queda sostenida gloriosamente en la frase “und Kraft”. En ese preciso instante Casals deja inesperadamente de dirigir y, avasallado, se pone de pie y mira absorto al coro como quien contempla un prodigio que lo sobrepasa. El primer violín, Alexander Scheider, comprende, o más bien queda contagiado del instante mágico; abandona su instrumento de golpe y se pone de pie junto al maestro contemplando al coro como quien contempla un altar o como quien se siente en presencia de Dios. Los siete u ocho que atestiguábamos el momento de prodigio, nos sentimos instintivamente convocados al paroxismo artístico del maestro y, como un resorte, sin pensarlo, nos pusimos de pie al unísono. Segundos después la Coral llegaba a su fin, y al concluir las últimas notas del coro, Casals se confunde en un abrazo con Scheider, y ambos estallan en un llanto incontrolable. Imposible expresar en palabras la percepción suprema de la belleza que fue de todos en aquel momento irrepetible. De súbito comprendimos el prodigio de Beethoven cuando roza el cielo y tiene la generosidad de devolvérnoslo íntegro.

Demás está decir que cuando esa noche asistimos al concierto, más obligadamente formal, nada semejante ocurrió. Por más, ni Merce ni yo volvimos nunca a ver al maestro Casals vivir un instante así. Simplemente, nos tocó compartir de cerca aquella experiencia incomparable de su vida de músico extremado. Cuando don Pablo moría, su esposa Martita le colocó unos audífonos para que volara al cielo escuchando la Pasión según san Mateo de Bach, su compositor favorito. De ser posible, yo querría morir oyendo la Fantasía Coral de Beethoven.

Momentos de esta tesitura misteriosa me han permitido sospechar que cuando fray Luis de León celebra que ha ascendido “al cielo empíreo” mientras escucha la música de su amigo el compositor y organista Francisco Salinas en la “Oda” que lleva su nombre, no habla de una experiencia mística, como se suele creer, sino de un paroxismo estético muy alto. Al referirse a los místicos, fray Luis había dejado dicho que “no soy uno de ellos, con dolor lo confieso”. Pero de seguro le sería dado vivir un instante en cúspide merced al arte de la música. Lo que experimentó no era para ser puesto en palabras, y de ahí que se desborde en exclamaciones que un místico auténtico podría haber hecho suyas, pues se trata, como dije, de experiencias supraverbales. Tampoco Pablo Casals podría haber explicado en palabras lo que le aconteció aquella tarde mientras ensayaba la Fantasía Coral en el teatro de la Universidad de Puerto Rico.

Otro de estos instantes en los que el alma accede a la gracia lo viví junto a Danny Rivera. El P. Darío Carrero y yo habíamos presentado unos libros y Danny estaba en casa celebrando la ocasión. De súbito decidió cantar. Pensábamos que cantaría algo tradicional de su repertorio, pero no fue así. Algo extraño le sucedió y optó por entonar uno de los versículos de Nuri de Bagdad, un místico del siglo IX que yo había traducido del árabe en uno de los libros que festejábamos esa noche. Danny cantaba con los ojos cerrados, poniendo toda el alma en ello, pero la música hermosísima que concibió en esos instantes no se parecía a la suya; más bien sonaba a los gemidos desgarradores del flamenco, o a una melodía arrebatada muy antigua, de sobretonos orientales. Cuando cesa el cante, pregunté ansiosa a Danny qué lo había impelido a cantar así: asombrado de sí mismo, me confesó que no tenía idea, pero sí me aseguró que jamás podría volver a cantar aquella melodía.

Es como si a Danny le hubiera “entrado el duende” por decirlo con una frase que Lorca recoge del folklore andaluz y convierte en teoría literaria. Algo debe tener esa música orientalizada, porque volví a atestiguar cómo un colega arabista “accedía al duende” al cantar. Era Pablo Beneito, traductor al español de Ibn ‘Arabi, el más alto místico del Islam. Estábamos juntos en Ávila en ocasión de un congreso de misticismo y después de una cena distendida entre amigos, mi amigo se anima a cantar. Pero algo le sucede, porque canta una melodía desconocida y extraña para él mismo, a manera de cante jondo. Como Danny, al terminar de cantar Pablo, quedó absorto y me confió que jamás podría repetir aquel cante inspirado, pues ignoraba incluso qué extraños resortes artísticos le impulsaron a cantar de esa manera.

Otros instantes en cúspide que he vivido se relacionan con la poesía. En una ocasióne me encontraba en la Universidad, enseñando los versos de san Juan de la Cruz, e iba explicando a los estudiantes la angustia del poeta, quien, afásico ante la magnitud de su experiencia mística, sabía que le era imposible traducirla en un puñado de míseros signos verbales. Según hablaba, de repente sentí a manera de un bajón profundo de conciencia –no veo otra manera de decirlo, pero fue una sensación psíquica de tesitura espacial– y me fue dado comprender realmente, ahora a niveles hondísimos, lo que estaba intentando explicar a los estudiantes con argumentos racionales. Tan honda fue esa comprensión y ese goce artístico, que aun hoy me resulta totalmente inarticulable: al parecer había accedido a niveles de conciencia que ya no eran verbales. Son experiencias que no se pueden ni comprender ni precipitar, ni mucho menos repetir.

Me sucedió otra vez escuchando leer un poema a José Hierro. El poeta de Posguerra había invitado a su casa en Madrid a un grupo pequeño de amigos para leernos algunos poemas que acababa de escribir. Pepe Hierro incluyó en su lectura a viva voz uno de los poemas más emocionantes de su madurez poética: “Lope. La noche. Marta”. Los versos se inspiraban en los últimos años de Lope de Vega, ya sacerdote anciano, y Marta de Nevárez, su último amor. Marta era célebre por la belleza de sus ojos verdes, aquellas “vivas esmeraldas” que Lope había cantado una y otra vez. Pero ahora ha quedado ciega y ha perdido la razón, y en una noche cuyas tinieblas lo envuelven todo el dramaturgo dialoga con ella, que ya no puede ver su rostro ni comprender sus palabras. El último verso que sirve de broche culminante al poema hay que entenderlo dentro de su debido contexto poético, que aquí no puedo reproducir. Sí puedo decir, sin embargo, que cuando Pepe Hierro lee las palabras finales del Fénix a su amada, “Abre tus ojos verdes, Marta, que quiero oir el mar”, una exclamación aturdida se me escapó de los labios. En un instante ajeno al tiempo había comprendido toda la grandeza del poema y su apretadísima polivalencia artística. Pero no la podía articular. Tardaría un año en comprender y en poner por escrito algunas de las claves y resortes literarios que me habían impactado de una manera tan dramática en aquel instante de intuición privilegiada. Se trataba de otro paroxismo artístico, que mi buen amigo Pepe agradeció con su humor desacralizante franco y campechano: “¡Qué bien! Eso quiere decir que no estoy gagá!”

Los últimos casos que comparto del “síndrome de Florencia” tienen que ver ahora con las artes plásticas. Uno me ocurrió, curiosamente, en la mismísima ciudad del río Arno. Visitamos la Galeria Uffizi y me toca contemplar el lienzo de la Anunciación que Boticelli pinta hacia 1480. Al verlo, de repente accedo al arrebato inexplicable del arte y una exclamación admirada vuelve a escapar mis labios de manera instintiva. Allí, en fracciones de segundo, me fue dado comprender la totalidad de los secretos recónditos del mensaje artístico profundo del lienzo de Boticelli. Pero no hubiera podido ni describirlos, ni siquiera comprenderlos en aquel momento abreviado. Pasados muchos años, puedo pensar que acaso me conmovería la intensidad de los vibrantes ocres rojizos de las figuras del ángel y de María, que se recortan frente al gris de las paredes y al paisaje flamenco de la ventana. El visitante celestial anuncia y María acepta. Las figuras, envueltas en pliegues de tela que les ciñen el cuerpo delicadamente, parecerían detener la danza de su escorzo físico en el instante sagrado de la Anunciación: es como si Boticelli intuyera que el tiempo se ha congelado porque no se atreve a discurrir ante el prodigio. El ángel, humillado de rodillas, quiere tocar a María, plegarse a ella, conllevarle su anuncio supremo, y le extiende la mano sin osar acercarse más; la Virgen, por su parte, igualmente inmóvil, parecería declararse indigna de acceder a la gracia inimaginable que le ha sido concedida: su mano tampoco alcanza a rozar la del ángel. Ambas figuras dubitan, detenidas frente al portento, sus manos intentando acoger en el aire, sin atreverse, el mensaje sin par. Boticelli ha pintado un instante en cúspide. Pero no hagan caso de mis palabras en torno al célebre lienzo: son muy posteriores al momento portentoso que viví al verlo. Lo entendía sin entenderlo, en un abrir y cerrar de ojos. Confieso que me ensimismé de tal manera frente al cuadro que alguien, de seguro ducho en estos ensimismamientos de los visitantes de la Galería Uffizi, me arrancó el pañuelo que pendía de mi brazo y lo perdí para siempre. Pero no hubiera cambiado por nada el gozo de aquel momento artístico de sobretonos sagrados en el que entendí a Boticelli sin entenderlo.

Vaya un último caso de felicidad estética súbita. Esta vez me ocurrió frente al Taj Mahal. Habia soñado largamente con ver el portentoso Mausoleo fúnebre que Shah Yahan mandó a construir en memoria de su amada esposa Mumtaz Mahal en la Agra del siglo XVII. Al fin había llegado y el instante tan largamente ansiado del encuentro con la joya arquitectónica estaba cerca. No esperaba, sin embargo, que el acceso al Taj estuviera cubierto por unas espesas puertas de madera. Pero he aquí que alguien las abre de par en par, y aquel desvelamiento súbito fue para mí como oir el chirriar las puertas del Paraíso al abrirse. Juro que no estaba preparada para tal azote de belleza. Otra vez se me escapa la exclamación ensimismada del rapto artístico, del júbilo altísimo ante una maravilla sin par. Mirar aquello era como orar. Jamás había pensado que un edificio pudiera provocar una emoción tan inarticulable, tan exaltada, tan incomprensible. No había como compendiar el prodigio: aquello parecía esculpido en aire, labrado con suspiros. La pureza de las líneas del mausoleo, casi inmateriales, armonizaban de inmediato el alma del contemplador. No creo que haya nada en esta tierra que pueda describir el edificio de Mumtaz Mahal, ni artista que lo pueda imitar. Recuerdo que, una vez pude reaccionar, me eché a caminar hacia el Taj bordeando el estanque donde se reflejan suavemente sus contornos. A medida que me acercaba tenía la sensación clarísima de estar penetrando un sueño. Al fin llego a sus paredes y tiendo mi mano, tutta tremante, para acariciar la maravilla: entonces veo asombrada que no eran blancas, como parecían a lo lejos, sino que diseños diminutos de flores hechos de piedras semipreciosas se incrustaban sobre el mármol. Ello daba al edificio una opalecencia misteriosa durante el día y un indescriptible brillo lunar por las noches. Dicen que Shah Yahan mandó a cegar al arquitecto del Taj Mahal, para que jamás pudiera reproducir aquel mausoleo con sabor a portento. Que Dios se lo perdone.

Estos momentos en cúspide que me he animado a compartir con la misma sinceridad que mi hermana Merce cuando escuchaba a Schubert no me parecen síndromes psicosomáticos, pues en nuestro caso no implicaron ningún tipo de desorden mental ni de confusión patológica. Antes, fueron el producto de un instante supremo en el que la Belleza nos inundó el alma y nos aleccionó en misterios tan hondos que la palabra humana no puede alcanzar. Ojalá se nos vuelvan a repetir. Pero no somos dueñas de provocarlos, sino de atesorarlos como una bendición sin par.

This article is from: