![](https://stories.isu.pub/82929706/images/86_original_file_I0.jpg?width=720&quality=85%2C50)
29 minute read
Museo del Escritor de Madrid: Un lugar en el mundo
Museo del Escritor de Madrid: Un lugar en el mundo
Mariángeles Fernández
Advertisement
[peridodismo-memoria-arte-crónica]
El Centro de Arte Moderno de Madrid alberga el Museo del Escritor, la Libreria, los Editores y la Sala de Exhibiciones.
El Museo del Escritor de Madrid es un lugar único en el mundo. Se diferencia de los que existen relacionados con escritores en que el valor de todo lo que contiene es afectivo, antes que material. Atesora una colección de más de cinco mil objetos, documentos, libros o fotografías que han pertenecido a autores en lengua española.
![](https://stories.isu.pub/82929706/images/84_original_file_I0.jpg?width=720&quality=85%2C50)
Entrada del Centro de Arte Moderno de Madrid.
Lo que tienen en común las piezas de esta original iniciativa privada es que de una forma u otra han estado en las manos de los escritores aquí representados y han viajado desde los lugares más remotos para convivir ahora en las vitrinas del Centro de Arte Moderno de Madrid, que dirigen Claudio Pérez Míguez y Raúl Manrique Girón.
A lo largo de años, ellos han reunido esta colección con el solo propósito de mantener viva la memoria de quienes hicieron y hacen su aporte creativo a través de la literatura. Cada vitrina contiene no solo la cosa, sino la peripecia que supuso conseguirla, el relato de su viaje desde los lugares más remotos, la cadena humana que contribuyó a que llegara segura a su destino, la anécdota que justifica su presencia aquí, o la historia, unas veces trágica, otras divertida, pero siempre gozosa, entrañable, humana.
El recorrido por esta caótica armonía de la mano de Claudio y Raúl confirma que una colección como la del Museo del Escritor, fruto del amor, la pasión y el empeño puede contribuir a un conocimiento diferente, personal y afectivo de quienes para muchos de nosotros son sin duda parte de nuestra familia, es decir aquellos hombres y mujeres, los escritores, que nos han formado como lectores, como seres pensantes, como personas.
Para descubrir este inusual paraíso solo hay que acercarse al Centro de Arte Moderno, en el número 52 de la calle Galileo, en el barrio de Chamberí, en Madrid, donde cientos de vitrinas cubren los muros, junto a los libros de la Librería del Centro, especializada en literatura hispanoamericana, y las ediciones artesanales de Del Centro Editores, que se ocupa de rescatar y publicar bellamente obras inéditas de autores de ambas orillas del Atlántico.
![](https://stories.isu.pub/82929706/images/85_original_file_I0.jpg?width=720&quality=85%2C50)
Sala de exhibiciones.
Hace casi dos décadas, en las maletas de Claudio y Raúl viajaron a España desde Quilmes (Argentina), donde funcionó durante ocho años el originario Centro de Arte Moderno, las primeras piezas que fueron el núcleo del Museo, abierto al público en Madrid el 18 de septiembre de 2010 en este castizo barrio de Chamberí. Aparte de su actual dinámica multicultural, Chamberí simboliza el núcleo de las letras modernas, ya que fue el epicentro de las actividades en Madrid de la llamada Generación del 27.A pocas manzanas del Museo, por ejemplo, está la Casa de las flores, donde vivió Pablo Neruda y estuvo la redacción de Caballo verde para la poesía, y que fue eje de la vida cultural en los años en torno a la Guerra Civil. Un poco más allá estuvo la imprenta La Verónica, de Manuel Altolaguirre y Concha Méndez, donde no solo se imprimió esa emblemática revista sino Cruz y Raya, dirigida por José Bergamín. A pocos cientos de metros del Museo vivieron Antonio Machado, Luis Cernuda, Miguel Hernández, Rafael Alberti, Vicente Aleixandre o María Teresa León. Cerca también hay placas que recuerdan la casa de Benito Pérez Galdós o la de Carmen de Burgos, una de las primeras corresponsales de guerra, o las de los escritores de la llamada generación del medio siglo, Ignacio y Josefina Aldecoa. El barrio también acogió a José Luis Sampedro, o a los filósofos José Ortega y Gasset o Julián Marías. Juan Carlos Onetti, apenas llegado al exilio desde Uruguay, estuvo una breve temporada en un hotelito a dos manzanas del Museo. A muchos de ellos los homenajea ahora el Museo no con placas ni monolitos sino con una variedad de objetos digna de una clasificación borgeana.
Puede decirse que las semillas del Museo del Escritor llevan los nombres de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo o Victoria Ocampo, aunque luego se multiplicaron como en un exquisito invernadero que exhibe en transparentes vitrinas los más variados tesoros junto a la identidad de sus antiguos propietarios en inesperadas e insólitas vecindades.
En la exposición permanente del Museo el visitante actualmente puede aproximarse a los recuerdos de ciento ochenta y tres escritores de unos veinte países aunque, como el Universo, sigue en expansión. Al igual que las constelaciones de Jean Cocteau o las figuras de Julio Cortázar, las personas se ponen en contacto cuando ideas así calan hondo porque revelan el lado más humano de quienes tal vez solo conozcamos por su obra y por el nombre que figura en nuestros libros, pero desconocemos en su faceta íntima, privada, familiar, política.
Esos vínculos, esas redes, son los que recrea Raúl Manrique para contar, por ejemplo, cómo Gabriel García Márquez llegó al Museo de la mano del escritor mexicano Jorge Hernández: El día del sepelio del escritor colombiano en ciudad de México, mientras la urna con las cenizas reposaba en el Palacio de Bellas Artes, la familia y los presidentes de Colombia y de México salieron al balcón del Palacio y desde allí soltaron millones de mariposas amarillas de papel en homenaje a Gabo. Hernández recogió una, la hizo enmarcar y nos la trajo, porque se acordó del Museo. Es una historia muy bonita que vincula, aunque sea de soslayo, a García Márquez y a Jorge Hernández, quien a su vez generosamente se desprendió de aquel símbolo del homenaje. Aunque es difícil arrancar a Claudio y Raúl la confesión sobre su pieza preferida, cada visitante puede decidirlo una vez conocida la historia de cada objeto. Muchos de ellos han atravesado los siglos, como una carta de Domingo Faustino Sarmiento, que fue presidente de la República Argentina entre 1868 y 1874, y es el autor de Facundo, considerada la primera novela propiamente rioplatense. Esta carta manuscrita, en la que aparece su monograma y su firma, es el documento más antiguo que se exhibe en el Museo. Está fechada en Buenos Aires en 1885 y en la misiva Sarmiento recomienda a una amiga suya.
![](https://stories.isu.pub/82929706/images/86_original_file_I0.jpg?width=720&quality=85%2C50)
Publicaciones de Del Centro Editores
Entre otras curiosidades, el Museo exhibe Recordando, el único libro que escribió Lucía Láinez de Mujica Farías, madre del escritor argentino Manuel Mujica Láinez (Manucho), que ella dedicó a Álvaro Melián Lafinur, primo del padre de Jorge Luis Borges, si bien solo tenía seis años más este último, y que formó parte de su biblioteca personal. Es así como un solo objeto pone en danza toda una cadena de relaciones, de anécdotas, de recuerdos.
De su afamado hijo, en cambio, hay un pequeño tesoro inédito, el cuaderno manuscrito que Claudio y Raúl llaman “Mikinai”, que es el diario de Manucho en el que relata un viaje a Europa. Han conseguido establecer que los apuntes coinciden con el período en el que investigaba y reunía datos para su monumental novela Bomarzo –a finales de los 50 y principios de los 60– y que el cuaderno fue comprado en la escala que el barco hizo en Brasil.
Claudio y Raúl, no obstante, aseguran que a su juicio “es insuperable” en riqueza y emotividad el legado de Antonio Gamoneda. Recuerdan que, el 23 abril 2013, cuando se celebra el Día del Libro, después de la ceremonia de entrega del Premio Cervantes a José Manuel Caballero Bonald, y antes de regresar a León, Gamoneda se presentó en el Centro de Arte Moderno.
Traía consigo un tesoro del que quizá otra persona no se habría desprendido jamás: el poemario modernista Otra más alta vida, de Antonio Gamoneda, el único libro escrito y publicado por su padre, en 1919. Nacido en Oviedo en 1931, pronto quedó huérfano de padre, que murió en 1934. Su madre, Amelia Lobón, debido a su frágil salud, y por consejo de los médicos, se trasladó a León, donde tenían familia. En 1936, al estallar la Guerra, cerraron las escuelas, por lo cual el pequeño Antonio no pudo asistir a clase.
La que sigue es, como cuenta Gamoneda en Un armario lleno de sombra, su autobiografía de la infancia, que comprende desde los primeros recuerdos hasta que cumple catorce años, la historia más amorosa que pueda conocerse. “Considero imposible que, con la muerte por medio, pueda darse una relación más real entre un padre y un hijo que la que aconteció en mi infancia”, ha escrito. Claudio y Raúl reviven con emoción el relato del escritor al entregarles aquella tarde el precioso libro de su padre.
“Como él quería aprender a leer”, dicen Claudio y Raúl, “su madre le dio el único libro que había en su casa, casa de una familia muy pobre. Antonio perseguía a las visitas con este libro pidiéndoles que le enseñaran cómo se leía una letra con otra. Así aprendió dos cosas: por un lado a leer y por otro el amor por la poesía heredado de su padre”. Este testimonio se refiere no solo el inigualable vínculo con el padre muerto, sino a una parte de la desgarrada historia de España, ya que en su relato se comprueba que los estragos de la Guerra Civil lo alcanzaron todo. Como bien señalan Claudio y Raúl, también simboliza el poder de la palabra, el efecto reparador de la literatura, el bálsamo salvífico de los actos simbólicos ligados al amor y, no menos importante, la grandeza de quien, en un inmenso acto de generosidad, confía su tan preciada posesión a quienes ha sentido como los mejores guardianes de un objeto que, lo que tiene, por supuesto, es valor afectivo, sentimental.
![](https://stories.isu.pub/82929706/images/87_original_file_I0.jpg?width=720&quality=85%2C50)
Maquinilla de Gastón Baquero.
Claro que no es la única historia de amor entre padres e hijos que resuena en el Museo. Una más de ellas puede ser la de Verónica Zondek (Santiago de Chile, 1953) escritora, poeta y gestora cultural, residente en Valdivia. Ella depositó en el Museo un ejemplar de El Quijote que perteneció a su padre, K. Zondek Wendrine y que este, inmigrante judío polaco-alemán, le entregó cuando ella tuvo que leerlo en la escuela. Es un libro publicado en 1938 por Editorial Ercilla, y lleva el número 9 de los que se distribuían bimensualmente con el semanario Excélsior. El relato de Verónica reconstruye la historia de su padre, que llegó a Chile de niño, a bordo del barco Reina del Pacífico, después de una embrollada travesía junto a su familia para escapar del nazismo. Berlín, Amsterdam, Panamá, Valparaíso trenes, barcos, incertidumbre, miedo, valor, esperanza, ilusión... Todas esas palabras inspiran el texto que se exhibe junto al ejemplar que fue de su padre. “Cuento todo esto”, dice Verónica, “porque ya que estamos frente a un ejemplar de Don Quijote es bueno reconocer que los refugiados en general tienen que tener, tal como los aventureros, algo o mucho de ese gran soñador y sobreviviente que resulta ser el Hidalgo de la historia, para así ser capaces de llegar a tierra otra y comenzar de nuevo”. Verónica cree que su abuela compró el tomo usado en alguna tienda o kiosco para cumplir con la exigencia del profesor de Castellano del Liceo donde acudía su padre, el titular de la inicial K. (Klaus, luego Claudio) porque duda de que “haya tenido un manejo acabado del castellano el año en que tuvo que leerlo”, ya que llegó a Chile junto a sus padres y hermana en junio de 1939. Se permite, de todos modos, imaginar que su padre “lo habría leído con gusto y hambre insaciable” conociendo por un lado su inclinación por las buenas historias de aventura y los cuentos de expediciones y viajes y, por otro, “tomando en cuenta su carácter rebelde, soñador, tozudo y llevado de sus ideas”.
En cambio, para Verónica, “este libro ya entonces de páginas ocres y olor a viejo, no hace sino devolverme hoy el entero y fuerte placer material que me cuelga como memoria sensorial de la nariz, aunque confieso nunca haber leído este ejemplar”. Así, los buenos recuerdos del libro “no radican en su lectura propiamente tal, sino en el gusto de que mi padre me lo haya regalado. Es decir, en un tesoro venido de sus manos morenas”. Verónica valora el hecho de que su padre le cedió “una especie de posta” que ya no podrá entregar a ninguno de sus hijos. Para ella “la razón profunda y justificada para interrumpir esta posta” y donarlo al Museo, reside en “la poca fe que tengo en que este libro sobreviva fuera de los vidrios de una vitrina” por la precaria calidad del papel. Además, encuentra placer en pensar que “este tesoro oloroso llega a puerto y se instala al menos cerca de donde la historia que cuentan sus páginas acontece” tanto como en homenajear a su padre contando la historia, que a su entender “es un modo de aumentar y ceder el tesoro que me entregó para dejarlo vivito y coleando durante algunos años más”.
![](https://stories.isu.pub/82929706/images/88_original_file_I0.jpg?width=720&quality=85%2C50)
Sombrero de Max Aub.
Parece una constante que el patrimonio del Museo se enriquezca por el amor y la devoción que los allegados profesan a los autores. Notables son, entre otros, los gestos de cónyuges, hijos, y también amigos, que han elegido desprenderse de sus recuerdos, a veces pequeños utensilios de uso personal o ligados a la vida íntima o familiar, cuyo valor pueden atestiguar porque saben el que les conferían sus propietarios.
Claudio y Raúl resaltan, por ejemplo, el gesto de Elena Aub, la hija de Max Aub, el escritor que la Guerra Civil empujó al exilio en México, donde murió en 1972. Elena quiso entregar al Museo muchas cosas de su padre, entre ellas unas gafas, discos, una lata de tabaco, un mechero… todas de uso cotidiano y que hablan de sus costumbres, aficiones, gustos. Pero añadió algo tan invalorable como la corbata de seda que llevó su padre el día su boda con su madre, Perpetua Barjau, el 3 de noviembre de 1926. ¿Cómo no considerarlo un acto de amor?
Otro tanto podría decirse de las variadas pertenencias de Miguel Delibes que exhibe el Museo: unos tirantes, una corbata, su petaca, la credencial de reportero de los cines Maniatan, de Valladolid, en cuya fotografía se lo ve con las gafas que están a su lado, así como su cartuchera de caza muy usada. Su hijo, el biólogo Miguel Delibes de Castro, también ha creído que todo ello hablaría amorosamente de su padre en las vitrinas del Museo.
No menos magnánima ha sido la decisión de Dorothea Muhr, es decir Dolly, o sea la viuda de Juan Carlos Onetti. Su vida entre Madrid y Buenos Aires la obligó en los últimos años a desmontar la casa de Avenida de América, 31, donde el escritor murió en 1994. Así fue como entregó al Museo cientos de volúmenes de la biblioteca personal del autor de La vida breve junto a objetos tan dispares como manuscritos, su máquina de escribir, un globo terráqueo, una foto de Gardel, sombreros, gafas, ceniceros, documentos de identidad o una peculiar campana de cerámica para pedir ayuda cuando estaba enfermo que le regaló su ahijada Biche. Por eso puede decirse que el Museo es en sí mismo como un iceberg. Es decir que la mayor parte de los objetos permanece oculta. Esta circunstancia se debe no a la voluntad de sus responsables sino a la magnitud del patrimonio y, sobre todo, a las dimensiones de algunas piezas.
![](https://stories.isu.pub/82929706/images/89_original_file_I0.jpg?width=720&quality=85%2C50)
Exhibidores del Museo.
Es el caso de la que puede considerarse la joya del conjunto del legado de Onetti. Esta no puede ser otra que la emblemática cama alrededor de la que el escritor uruguayo hacía girar su vida, sobre todo en los últimos años. La cama y los imprescindibles complementos como mesillas repletas de libros, papeles, vasos, lápices y alguna que otra botella de whisky. Todo ello forma parte de los fondos del Museo, que periódicamente salen de los depósitos para exposiciones monográficas, que recrean el universo onettiano, como la realizada en Casa de América, en 2014, por el vigésimo aniversario de su muerte, o la del Museo de Alicante, en 2016.
Otro tanto ocurre con los objetos e innumerables documentos ligados a Jorge Luis Borges o Julio Cortázar, que giran en exhibición en instituciones culturales y bibliotecas de toda la geografía no solo de España, sino de Europa. Madrid, Sevilla, Valencia, Barcelona, Badajoz, Alicante, París, Roma, Bucarest, etc.
El Museo ofrece numerosas muestras de los polifacéticos intereses de los escritores. Raúl Manrique destaca que siempre trata de resaltar ese aspecto, a veces desconocido, que revela las aficiones de los escritores. “Muchos de ellos pintaban o dibujaban” –dice– y recuerda entre otros trabajos presentes en el museo los de Fernando Iwasaki, José Hierro y Rafael Alberti
Del propio Mujica Láinez, por ejemplo, se exhibe el dibujo de un gato. Es toda una rareza, ya que él solía dibujar muchos tigres, algunos leones y muchos menos gatos. Por supuesto, está dedicado a su destinatarios: “A mi querido amigo Pedrito Larralde y su Analía, este recuerdo cordial de Manuel Mujica Láinez”.
En esa categoría también se destacan dos dibujos de Silvina Ocampo, de su cuaderno de bocetos de 1971, en los que se ve a su hija y yerno en grafito y en el otro, en tinta, a su primer nieto Florencio, recién nacido en París. Silvina estudió pintura con grandes maestros, entre otros Fernand Leger, y aunque siempre pintó y dibujó, nunca lo hizo de manera profesional.
Es sabido que Pepe Hierro, como se lo conocía popularmente, tenía dos grandes pasiones, la escritura y la pintura, ambas presentes en el Museo. De su familia, Claudio y Raúl recibieron un manuscrito con las plumas y tinteros que utilizaba habitualmente y dos pinturas: una marina y un autorretrato acompañados por su caja de acuarelas y sus pinceles.
Aparte de sombreros o corbatas, en otro apartado bien pueden incluirse piezas del ajuar tan originales como el tokoyal legado al Museo por el poeta guatemalteco de la lengua maya kiche Humberto A’Kabal. Es un manto ceremonial, uno de los que utilizan los chamanes de su etnia para sus rituales religiosos. Humberto lo vistió durante sus recitales a lo largo de varios años, el último en la sala del CAM. Al finalizar lo entregó para que pasara a formar parte de la colección del Museo.
![](https://stories.isu.pub/82929706/images/90_original_file_I0.jpg?width=720&quality=85%2C50)
Poema mecanografiado de Alejandra Pizarnik, de 1954, bajo el pseudónimo María Pisserno, que usó en sus inicios.
En esta categoría también se incluyen las dos prendas de vestir que donó el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal, y que lo identifican sin confusión posible, como su boina vasca y la cotona, la camisa de algodón que utilizan los campesinos de su país.
Sin duda, todos los escritores son lectores, aunque no siempre queden huellas de la recepción de su lectura. El Museo cuenta con muchas muestras de la apasionada reacción de muchos escritores ante los textos ajenos que, en algunos casos, son toda una propuesta crítica sobre los libros en cuestión. Un ejemplo de esto pueden ser algunos volúmenes que formaron parte de la biblioteca de Azorín, pseudónimo de José Augusto Trinidad Martínez Ruiz, gran exponente de la llamada Generación del 98. Raúl Manrique señala que es muy interesante ver cómo Azorín, “de su puño y letra, apuntaba en la contratapa de los ejemplares una palabra clave y el número de página y de esa forma indicaba lo que le había interesado en el libro”.
La génesis de la escritura puede considerarse uno de los apartados más interesantes del Museo. Cuadernos de apuntes, libretas, papelitos, hojas sueltas, servilletas. Muchos escritores los han depositado en el Museo y en ellos son visibles sus certezas, sus vacilaciones, sus correcciones. Entre otros pueden apreciarse los entregados por los españoles Antonio Muñoz Molina, Rosa Montero, Javier Lostalé, el peruano Iván Thays, el chileno Héctor Hernández, el argentino Tomás Eloy Martínez, o los apuntes para estudiar chino mandarín del historiador y geógrafo español José Ovejero.
No están excluidos del Museo del Escritor los placeres a los que solían, y suelen, entregarse los creadores. Quizá el “vicio” más extendido esté ligado al tabaco. En las vitrinas hay profusión de pipas, boquillas, ceniceros, mecheros e incluso alguna cajetilla a medio consumir. Utensilios tan pedestres no habrían ascendido a la categoría de objetos afectivos si no vinieran avalados por la historia que los liga a sus ilustres propietarios.
De un fumador tan empedernido como Juan Carlos Onetti el Museo atesora, por ejemplo, dos ceniceros, ambos publicitarios, uno de Amaro Petrus y el otro del Coñac Larsen, que coinciden con los nombres de personajes del territorio mítico de Santa María que aparecen en sus novelas El astillero y Juntacadáveres. Sin embargo, a veces los objetos también se empeñan en evocar la tristeza. Así, entre los recuerdos de José Agustín Goytisolo, que su esposa Asunción Carandell y su hija Julia entregaron al Museo, está su mechero y la cajetilla de cigarrillos que dejó empezada cuando se produjo su trágica muerte el 19 de marzo de 1999.
Recorrer el Museo es también traspasar las distintas etapas de la escritura a lo largo de la historia, al menos de los últimos dos siglos. Desde manuscritos en papel amarillento, escritos con pluma de ave con tinta que parece desvanecerse –como la carta de Sarmiento mencionada– a mecanoscritos corregidos hasta la extenuación junto a testimonios de una tecnología que avanza tan vertigionosamente que ya es imposible acceder a los contenidos. Es el caso de los discos flexibles de 5 1/4 que contienen la primera novela del nicaragüense Sergio Ramírez, Castigo divino, escrita en el primer ordenador que tuvo y almacenada en los cinco discos ahora en poder del Museo.
![](https://stories.isu.pub/82929706/images/91_original_file_I0.jpg?width=720&quality=85%2C50)
Libro dedicado por Oliviero Girondo.
Uno de los ejemplos de corrección de un original puede ser el cuento “Donde duermen las estrellas”, de Carmen Posadas, en el que puede apreciarse la minuciosidad de su trabajo. Entre otras cosas, la escritora también aportó una pequeña muñeca, similar a la que aparece en la cubierta de su novela Invitación a un asesinato. Se la regalaron al finalizar la presentación del libro y formaba parte de la escenografía que habían preparado los organizadores.
Un testimonio similar de la evolución del diseño de la portada de un libro puede ser el de Clara Obligado sobre La muerte juega a los dados, publicado en 2015. Su hija Julieta, diseñadora, hizo una fotografía que luego transformó en puzle, del que hizo solo un ejemplar, que a su vez fue fotografiado para la cubierta del libro, y que ahora se conserva en el Museo.
El fetichismo juguetón de muchos escritores también está representado en el Museo. Un ejemplo son los distintos animales de la colección de Augusto Monterroso que legó al Museo su esposa, Bárbara Jacobs, también presente en la colección. Salvo la tortuga disecada que adquirió el escritor en París al terminar la fábula “Aquiles y la Tortuga”, el resto son juguetes: un burro de madera, comprado por él en un mercadillo de México; una mosca de porcelana, regalo del escritor Sergio Pitol, es una especie de alhajero, que dentro, en un rollito de papel, conserva la nota con la dedicatoria de Pitol. La oveja, la vaca y el dinosaurio son regalos de lectores. La botella de vino “La oveja negra”, que él disfrutó, es una edición limitada, en su honor, de una bodega de La Rioja
Otro ejemplo de divertimento en torno a los libros lo representa la poeta, novelista, traductora y ensayista española Clara Janés, que ha dejado uno de los libros artesanales que disfruta haciendo totalmente a mano, en los que incluye textos e imágenes, también de su autoría. Antimisiles, es una de esas ediciones de solo siete ejemplares, ahora en las vitrinas del Museo.
Los responsables del Museo valoran el hecho de que familia, amigos, allegados e incluso agentes literarios hayan sido fieles cancerberos para garantizar que tales posesiones siguieran una cadena fiable de custodia, algo que no siempre es fácil, como confiesan Claudio y Raúl.
Una anécdota digna de mención se relaciona con Terenci Moix y su hermana, Ana María Moix. Ella, también escritora y representada asimismo en el Museo, accedió a regalar el uniforme escolar del escritor. No obstante, demoraba la entrega aludiendo a la complicación de organizar el envío, algo que en principio resultaba incomprensible para Claudio y Raúl. Luego la propia Ana María murió y entonces entró en escena la agente literaria Carmen Balcells. Con la eficacia que siempre la caracterizó, de inmediato cumplió el mandato de Ana María. Cuando llegó al Museo una enorme caja, se desveló el misterio. Contenía el maniquí de un niño, de tamaño real, que regalaron unos amigos a Terenci, y que lleva puesto el prometido babi, con las iniciales R.M (o sea Ramón Moix) bordadas.
![](https://stories.isu.pub/82929706/images/92_original_file_I0.jpg?width=720&quality=85%2C50)
Libro que perteneció a Jorge Luis Borges, con su firma.
Los avatares de la historia han dificultado la posibilidad de reunir algo que haya pertenecido a autores como Luis Cernuda, que se exilió de España en 1938 para nunca más regresar. No obstante, está representado en el Museo. El poeta nació el 21 de setiembre de 1902, en la calle Conde de Tojar, 6, actualmente Acetres, de la ciudad de Sevilla. En su libro Ocnos describe sus patios, sus habitaciones, sus vivencias. De uno de los cuartos de su casa natal –ahora ocupada por una cristalería– proviene la baldosa original que se exhibe en el Museo.
Obtener algo de Federico García Lorca ha sido quizá el mayor desafío para el Museo. Es cierto que todo está bien custodiado por la Fundación que lleva su nombre en las distintas casas museo del poeta en su Granada natal y por eso es casi imposible sustraer algo de aquellos contextos. Sin embargo, Claudio y Raúl siempre encuentran los vericuetos para salvar las imposibilidades iniciales.
La familia García Lorca pasaba los veranos en Lanjarón, al pie de la Sierra Nevada, en la Alpujarra granadina, donde su madre disfrutaba de los baños termales. En este hotel los García Lorca tenían habitaciones fijas reservadas, y allí también los visitaban sus amigos, como Manuel de Falla, o Salvador Dalí, entre otros. Los huéspedes habituales utilizaban una vajilla especial. El Museo exhibe una copa, con el monograma del Gran Hotel España, que formó parte de la vajilla que durante varios veranos usaron los García Lorca en sus descansos, donada por los actuales propietarios del establecimiento. Junto a ella, aparece Federico en una fotografía al lado de la fuente del pueblo, frente al hotel. ¿Por qué no pudo haber estado esa copa de cristal en las manos del poeta en aquellos veranos aún felices?
Sin embargo, han conseguido algo que con certeza estuvo en las manos de Lorca. Cuando el poeta visitó Buenos Aires, en 1933, recibió numerosos homenajes. Entre otros, una cena a la que asistieron representantes de la intelectualidad porteña como Oliverio Girondo, Amado Alonso o el Viz-
conde de Lescano Tegui, que se le ofreció en el restaurante La Marmita. Recordemos que aún se sentían los efectos de la crisis de 1930 y a eso se refería Lescano Tegui en una carta al mencionar que “A todos les va mal, menos a Federico, que tiene un éxito extraordinario”. Un escritor que trabajaba en la embajada de España en Buenos Aires tuvo el acierto no solo de guardar una copia del menú, sino ¡de hacérselo firmar a Federico García Lorca! Ochenta y cinco años después, ese exquisito recuerdo es otro de los tesoros que acaba de ingresar al Museo.
Queda por mencionar uno de los apartados más entrañables del museo: los libros dedicados. Como muestra sirva el último de los que ha llegado al Museo, nada menos que un ejemplar del libro Poetas en el destierro, que perteneció a Pablo Neruda, dedicado a él y a Matilde Urrutia por Rafael Alberti, y en el que además el Nobel dejó unos versos manuscritos, en su clásica tinta verde.
![](https://stories.isu.pub/82929706/images/93_original_file_I0.jpg?width=720&quality=85%2C50)
Cenicero de Juan Carlos Onetti.
Claudio y Raúl prefieren soslayar otras historias, que aluden a la incomprensión del proyecto por parte de familiares a quienes han solicitado colaboración, o a la desconfianza y, algunas veces, por qué no decirlo, a la avidez de algunos herederos. Pero al recorrer la colección se verifica que esos casos son los menos y por supuesto no merece la pena empañar el nombre de los autores a cuenta de la necedad o la ignorancia de quienes por azar administran la memoria de los escritores.
Suele decirse que la ambición de un coleccionista no encuentra jamás satisfacción y, seguramente, menos aún cuando es imposible acotar el marco de interés. De modo que el Museo del Escritor seguirá siendo un proyecto vivo, que se realimenta gracias a la amistad, la generosidad y el empeño de Claudio y Raúl, que solo desean mantener viva la memoria de quienes imaginaron tantas historias, entre las que cabrían, con todo derecho, las aventuras hacia las vitrinas del Museo que aquellas cosas que ahora los recuerdan.
Entrevista Mariángeles Fernández:
¿Cuál es el sentido del Museo del Escritor?
Claudio Pérez Míguez: La base del Museo es la lengua. La prenda de unión entre todos los escritores es esa. Todos son escritores en español. Creo que la idea es mejorar el conocimiento que existe de la lengua. Latinoamérica no lo ha sabido hacer y España tampoco, es decir no ha aprovechado la potencialidad que significa que tantos países compartan la lengua. Insisto en esto porque siempre se dice que somos quinientos millones de hispanohablantes, pero hay más chinos que hablan chino. Lo que pasa es que solo hablan chino los chinos. Entiendo que la gran riqueza es que alrededor de veinte países en el mundo comparten la lengua. Y cada uno con su historia, algunos con una gran población indígena, otros no; algunos con una influencia afro muy importante, otros no. Eso supone una gran riqueza cultural que debería ser más explotada. Entonces ese es uno de los objetivos del Museo, dentro de nuestras posibilidades. Por ejemplo, hay autores que son muy importantes, como Ana Istarú, una poeta importantísima en Costa Rica, y aquí es casi totalmente desconocida. Y al revés. Y cuando se publica aquí un autor es cuando ya se derrama por su importancia en su país. Este es el sentido de la exposición “Los nuestros” que se realizará en Sevilla [en preparación en el momento de esta entrevista]. Hasta ahora hemos hecho exposiciones sobre determinados autores (Borges, Cortázar, Onetti, Darío, Las vanguardias), pero esta es una exposición realmente sobre la lengua. Sobre cómo la lengua ha sido un puente de ida y vuelta, de acuerdo a circunstancias socioculturales, económicas. Desde Darío, que modernizó toda la literatura en español viniendo desde Nicaragua; luego el ultraísmo de España fue llevado por Borges a Argentina; después el exilio español, a causa de la Guerra Civil, que enriquece entre otras las culturas argentina, mexicana, chilena, portorriqueña. Recordemos que gran parte de las novelas del boom han sido escritas en Europa, entre ellas Rayuela o Cien años de soledad, y la llamada Generación del 50 en España es la que recibe esa influencia y esa nueva mirada. Creemos que realmente ese es un capital en el que no se hace hincapié. Siempre parece que la defensa del idioma está en el número y a mí eso no me resulta tan importante. El inglés también lo hablan muchos millones, pero no tiene tantos matices como en los sitios donde se habla el español.
![](https://stories.isu.pub/82929706/images/94_original_file_I0.jpg?width=720&quality=85%2C50)
Mariángeles Fernández, Claudio Pérez Míguez y Raúl Manrique.
Mariángeles Fernández: ¿Cómo se sostiene el Museo del Escritor, ya que es una iniciativa privada?
Claudio Pérez Míguez: No tenemos ningún tipo de apoyo oficial. El Museo se financia por una parte con las ventas de la librería, con cierto tipo de merchandising que estamos haciendo ahora, así como con el montaje de las exposiciones monográficas con material del Museo que se hacen fuera del Centro. También sumamos los ingresos del módico precio que se cobra por las visitas guiadas, y con los ingresos por un taller asociado a estas que se llama “Cómo se hacía un libro”. Durante unas horas los participantes, entre ellos muchos alumnos de escuelas e institutos, aprenden cómo se componía un libro con los tipos móviles de la pequeña imprenta que tenemos en el Centro, cómo se encuadernaba. Pueden componer una frase y llevársela impresa. Hay padres y maestros que tienen que explicarles a los niños lo que es una máquina de escribir. Ahí comprobamos lo que ha significado el cambio tecnológico en especial para el libro. Cuando ven lo que se tarda en componer una línea y piensan en que por ejemplo El Quijote se hizo así. Es un mundo que se abre tanto a niños como adultos y que los deja encantados.
Raúl Manrique Girón: Otra fuente de recursos para el Museo del Escritor son los recorridos literarios por el barrio de Chamberí que iniciamos en 2017 y que buscan resaltar la potencialidad de Madrid como centro de la Lengua y la Literatura y en especial la producida a partir de la llamada Generación del 27, ya que muchos de sus representantes vivieron en este barrio y son el eje de los programas.
Claudio Pérez Míguez: Además, aprovechando las posibilidades positivas que da internet, hemos lanzado una campaña de micro mecenazgo, “Ayuda al Museo del Escritor”, a través de la plataforma gofoundme.com para ayudar al sostenimiento del Museo, que es muy complicado, porque hay que pagar el alquiler, la luz, adquirir vitrinas, comprar materiales. Pero también lo hemos hecho para lograr mayor compromiso y más implicación de la gente. Si hay algo que a mí me gusta, si estoy disfrutando de algo bonito, tengo que poner algo de mi parte, según las posibilidades de cada uno. Esta campaña admite contribuciones desde 3 euros. Es cuestión de voluntad y de tomar conciencia de que si hay algo que me gusta alguien lo está sosteniendo.
Creemos que habría que desarrollar en la gente más la conciencia de que la cultura hay que sostenerla entre todos y que la sociedad la construimos entre todos, lo que también garantiza una cultura menos conservadora, menos burocrática. En Europa se da una situación diametralmente opuesta a la que vivimos en los ocho años que tuvimos abierto el CAM en Argentina. Allí todo el mundo parecía tener conciencia de que la cultura la hacía cada uno o no la hacía nadie. Es algo negativo, porque no hay apoyo, pero por otro lado aquí, sobre todo en las épocas mejores, hubo una gran cantidad de recursos para cultura por parte del Estado y como contrapartida negativa hizo que la gente considere que no debe contribuir con nada a la cultura. Y no se trata solo de dinero. Nadie piensa, por ejemplo, que tengan que darle una cerveza gratis. Por lo mismo, la gente que va al Museo del Prado paga una entrada, y no parece irrazonable. Nosotros no podemos cobrar entrada, ni queremos hacerlo por las características del Museo, pero la iniciativa del micro mecenazgo es como pagar una entrada, voluntaria. Creemos que uno tiene que sostener, dentro de sus posibilidades, los proyectos que le resulten interesantes. Esa es una de las ideas por las que hemos lanzado la campaña de micro mecenazgo.
Quienes deseen saber más del Museo pueden visitar estos sitios web: https://www.facebook.com/ pg/www.centrodeartemoderno.net/ photos/?tab=album&album_id269719646 416789 https://www.facebook.com/ centrodeartemoderno http://www.centrodeartemoderno.net/ https://artedemadrid.wordpress. com/2014/02/06/museo-del-escritor/