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El largo viaje de "Dinamita" Gómez hacia Itaca

El largo viaje de “Dinamita” Gómez hacia Itaca*

Obed Betancourt

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[historia-periodismo-crónica-deporte]

* Una versión de esta nota apareció originalmente en el blog Prensa Intencional, del propio autor. Fue revisada para su publicación en Exégesis.

La ira heroica de este guerrero causó incontables desgracias entre sus oponentes. Los primeros 32, no contemos de momento el primero, cayeron incapaces no solo de lograr una victoria, aunque fuese pírrica, sino de terminar el pleito de pie. Después, pocos lo lograrían. Valerosos como él los hubo, pero no tan diestros.

El héroe de su tiempo lo es para todos los tiempos, mostró muy temprano Homero, al cantar la ira del pelida Aquileo, de orgullo tan grande y profundo que todo un ejército se escudó tras él. Cobijados a su sombra mientras en la arena defendía él su invicto, su orgullo mismo, intacto, y en agradecimiento por la batalla, por estar en batalla. Pero los años son el enemigo de la heroicidad y Aquileo –como Schubert, Kafka, Rimbaud, Hugo Margenat, Van Gogh, Clemente y otros tantos héroes– de alguna manera supo que solo una vida corta lo convertiría en leyenda. La tensión sobreviene entonces, si mantener esos actos heroicos cuyo único destino posible es precipitar la muerte, o distanciarla al dejar que los actos valerosos languidezcan en aras de tener una vida retirada y confortable en el campo. Hay algo de decisión en ello. Supuesta en esa heroicidad y vida tempranamente marchita, es no llegar a ser un sabio.

Sobrevivir al último acto heroico tampoco es de héroes, parece advertir el aedo griego, pues son figuras trágicas, en conflicto consigo mismo, con lo imposible. Pero los tiempos cambian y hoy tenemos héroes vivos que han sido olvidados, han envejecido, que lograron ser leyendas al mismo tiempo que héroes, pero que el paso del tiempo los redujo a suceso histórico, a memoria deportiva, a recuerdo de mejores tiempos, a video de Youtube, o a entrada en Wikipedia o a meme en Facebook. Estos héroes lamentables tampoco llegaron a ser sabios, sino que sucumben a la nostalgia, a la repetición de hazañas inmutadas, congeladas en un tiempo pasado que, sin embargo, siempre avanza hacia delante, como un fuego arrasador.

La gesta de un héroe, como la de Roldán, solo es posible convertirla en leyenda cuando la precisión de sus actos la inflama la ficción, el rumor, el deseo y la necesidad, la exageración, y el ocultamiento. Por eso en esta época de transparencia total es tan difícil convertirse en leyenda y tan fácil en héroe olvidado.

Más que una “bazooka”, realmente llevaba “dinamita” en sus puños el expugilista Wilfredo Gómez (a la derecha en la foto de la página 101). Una explosividad de irremisible destrucción que recuerda, en su evocación destructiva, la caída de montañas, muros y ciudades.

“Dinamita” fue precisamente el apodo que llevó más temprano en su vida el joven boxeador, quien llegó a pelear y vencer en su época de aficionado a su tocayo y compatriota Wilfred “El Radar” Benítez, reveló en amena charla con este reportero, mientras autografiaba libros en la Librería Laberinto, en el Viejo San Juan, apenas un día antes de los combates Mayweather-McGregor y Cotto-Kamigai, en el que cada vencedor aportó un granito exacto de arena a sus respectivas fajas.

El apodo “Bazooka” sobrevivió a fuerza de notas de prensa del reportero que así lo designó en la década de 1970, y que si recibió el apoyo del pueblo debió ser porque en aquellas mentes aun estaban frescos los destrozos que causaba el armamento militar de EE.UU. en Viet Nam, guerra impopular que entonces iba pasando a mejor vida, aunque no en la memoria de los combatientes americanos, cuyos recuerdos, cuando no sus mutilaciones, habrían de recordar por siempre, y cuando comenzaban a desvanecerse esas memorias torturantes el pueblo se las recordaría, de muchas maneras y no de muy buena gana. De bazookazos también sabemos los latinoamericanos y nuestros palacios de gobierno, más por víctimas que por victimarios. Aunque uno que otro bazookazo, como el lanzado contra Somoza, habrá sido aplaudido por mejores sectores, cuando ha sido en desagravio, por justicia o por catarsis.

Los mismos puños que destrozaron a más de un boxeador durante 15 años justos, ahora en la entrevista se dedicaban a acariciar con delicadeza el papel de un libro que expone al público una vida abierta, tanto de sus virtudes como de sus debilidades, “A Fire Burns Within: The Miraculous Journey of Wilfredo ‘Bazooka’ Gómez”, escrito por Christian Giudice. Los dedos, gruesos, no parecían tener dificultad en afirmar con justa precisión un delgado y común bolígrafo que por momentos parecía desaparecer entre sus manos. Su caligrafía sorprendió, sin embargo. Clara, cursiva y siempre con un mensaje de empatía, y lo que parecía una permanente sonrisa, aunque yo no pondría mi mano en el fuego para asegurarlo; enmarcada, eso sí, en un rostro en el que se van empequeñeciendo sus rasgos, mientras el resto de su humanidad aumenta peligrosamente.

No se ve mal Wilfredo a sus 60 años de edad, no obstante, para la dura vida que decidió. Pocas arrugas, mirada clara, con cabellera suficiente, oscura, aunque pudiera ser a causa de la magia de la industria farmacéutica, y atento a lo que escucha, sin problemas para comentar cualquier cosa que se le pregunte. Se le hace ver y responde el cumplido. “Tú también te ves bien”, me dice cuando se entera que coincidimos en edad. “¿Qué haces para mantenerte delgado?” me pregunta, pero no respondo. No sería justo explicarle el ascetismo que llevo, de una culpabilidad obsesiva y temerosa de peores días futuros. Un ascetismo que por años él practicó, aunque sufrir no estuvo adentrado de manera suficiente en su naturaleza. No lo suficiente. A veces hay que correr el riesgo de tensar el arco más allá de su propia naturaleza. Quién sabe si uno descubre que no se extingue y alcanza nuevos límites. La flecha del tiempo, por ejemplo, aun sigue viajando.

Un puñado de seguidores se sentó a su alrededor en el local, única librería que sobrevive en el Viejo San Juan, pero que llegó a tener cuatro simultáneamente, ciudad murada que logró que pocas cosas entrasen, como los enemigos históricos de España, pero también fue poco lo que dejó salir, como el desarrollo de un pueblo que intentaba formarse, y así todavía. Y Gómez, el mejor boxeador en la historia pugilista de la Isla, y uno de los mejores de todos los tiempos en el marco internacional, tampoco tuvo reparos en conversar con esa voz ronca que ahora lo caracteriza, débil como un soplido y esforzada para que se escuche.

Su conocido instinto para darle remate (killer instinct) a las peleas en el momento justo en que detectaba la herida de su oponente, ahora se reducía a acertar en el papel el nombre del comprador del libro y algunas palabras de agradecimiento. Nadie quiere ser olvidado, y ahora la bondad y no la elegante y mortífera violencia desplegada sobre el ring es su manera de prolongar su recuerdo. No sirve para estos propósitos abrir un restaurante con su nombre y pasar entre las mesas saludando con sonrisa de comediante a los que quieren ver al campeón. Lo hizo el mítico Jake LaMotta. Para eso se requieren otras cualidades y necesidades, como haber aprendido a coger golpes, y a darlos también, sin reparos ni esperanzas, con cierta cara de lechuga.

“Dinamita” Gómez fue exaltado al International Boxing Hall of Fame en 1995, en ese momento solo el quinto en ingresar de manera unánime en su primer año de elegibilidad, así como ingresó el receptor Iván Rodríguez al Baseball Hall of Fame, no por actos sobresalientes, como otros que yacen en esos olimpos, sino por un desempeño que los colocó justo en la punta de la pirámide, en la piñata de los fuera de serie.

Jacinto Fuentes logró lo que ningún otro boxeador que se enfrentó posteriormente a Gómez, que se le reconociese como un igual. Fue el estreno profesional de “Dinamita” Gómez el 16 de noviembre de 1974 en Panamá, y terminó empate la inusual pelea a seis asaltos, en el mismo año en que Gómez había logrado el campeonato mundial aficionado del peso gallo. Mal debut para alguien tan extraordinario, debió advertirse. Era el cuarto combate del mañoso Fuentes (2-1), cinco años mayor que Gómez, que en su previo combate había perdido apenas por puntos contra quien luego sería un extraordinario campeón, el panameño Eusebio “El Alacrán” Pedrosa, que defendió 19 veces el título pluma y cuyo recuerdo igualmente yace en el olimpo del boxeo. Era, para más, la quinta pelea del invicto Pedroza y la tercera para Fuentes.

Sin datos apenas en el archivo de Boxstat, como altura, alcance, peso y ni siquiera una foto, Fuentes, que demostró ser un valiente y algo traía en su boxeo, debió ser más grande físicamente que Gómez, y de hecho terminó peleando en mayores categorías. Luce que no debió ser el primer combatiente para Gómez.

Desafortunadamente, no se me ocurrió preguntarle al “Dinamita” sobre las circunstancias de esa pelea. Mala mía. Otra vez será. En la revancha siete meses después, el 21 de junio de 1975, Gómez, ya entonces con 5 victorias por nocaut y el empate, lo noqueó en dos asaltos. En tan corto interín, el boricua había hilvanado cinco victorias, todas antes del límite. De todos modos, Fuentes ya había logrado inscribirse sin saberlo en los anales del boxeo con el empate contra el que luego sería el más grande de todos los pesos supergallo de la historia. La triste vida boxística de Fuentes terminó con un palmarés de 10 victorias, 11 derrotas y el empate que le hizo famoso. Era un mal momento para ser un buen boxeador de esos pesos bajos. Había que ser extraordinario. Lo mismo ocurre por épocas en otros campos. ¿A quién se le ocurriría ser un escritor con cierto talento entre el 1910 y el 1930, mientras los dadaístas, surrealistas, ultraístas, modernistas, la generación del 27, los americanos en París, los ingleses –incluyo a T. S. Elliot– Joyce y otros irlandeses, Rilke y demás alemanes, Huidobro, Vallejo, Neruda, Chevremont, Hammett, entre otros, campeaban por sus respetos? Había que tener cojones para guapear contra estos en un parnaso atestado.

Ese empate, sin embargo, no hizo más que encender la mecha de “Dinamita” Gómez. Desde ese momento, noquearía a sus próximos 32 oponentes. Diez años después de reivindicar ese empate, Gómez había conquistado tres diademas campeoniles (122, 126, 130 libras) y un récord que permanece (para todos los pesos) de 17 defensas por nocaut de su título mundial supergallo. Gómez daba certeza a lo que se esperaba de él. Hace recordar a Aquileo cuando, tras la muerte de Patroclo, juró desangrar al mundo entero. La mancha del empate con Fuentes debió ser lavada con la sangre de sus enemigos, su cólera se lo permitió, así como Aquileo vengó la muerte de su íntimo, atropellando al héroe pero demasiado humano Héctor y diezmando al ejército troyano.

Entonces, dos eran las organizaciones de boxeo que regían el negocio-deporte, la Asociación Mundial de Boxeo y el Consejo Mundial de Boxeo, lo que hacía más difícil optar y ganar un campeonato. Eran, ciertamente, campeones y rivales con mejor lustre, hasta que en el 1983 se formó la desaguada Federación Internacional de Boxeo. Gómez se retiraría en el 1989, con 44 victorias, de las cuales 42 fueron por nocaut, un empate y tres derrotas.

“¿Derrota?, ¿qué derrota?” Es una buena frase que haría famoso a cualquiera. Esas caídas, como sombras, solo ocurrieron durante un recurrente eclipse, descubriremos después. Homero nos recuerda en la Ilíada que antes de diezmar a los troyanos, Aquileo se negó a seguir luchando contra ellos hasta que Agamenón, su rey, le desagraviara por no cederle la mano de la joven Briseida, ganada en buena lid. Antes de ir finalmente contra todos, Aquileo había ido contra si y los suyos. Gómez también iría, demasiadas veces, contra si mismo y contra los suyos.

Las hazañas de “Dinamita” Gómez son dignas de uno de los mejores de todos los tiempos. Sugar Ray Robinson solo vino a perder su primera pelea en su 91er combate, contra Jake LaMotta. LaMotta no era el mejor, ni el peor, pero era un toro salvaje sobre el ring al que resultaba difícil coger por los cuernos. LaMotta embestía con coraje. Estos dos llegaron a pelear dos veces consecutivas con semanas de diferencia, de las seis veces que se enfrentaron. Gómez encontró en el 33 su número de la mala suerte. La cifra que para los cristianos representa la redención de sus vidas, es decir, vivir más allá de esta vida, es igualmente el de la muerte y el de comenzar otros caminos. Nos lo recuerda Dante, “en medio del camino de nuestra vida me encontré en un oscuro bosque, ya que la vía recta estaba perdida”. Oráculo a consultar pudieron ser los versos que indican, “tan somnoliento estaba en aquel punto, que el verdadero camino abandoné”.

Perderse es tan posible como permitido. Todos nos hemos perdido alguna vez, o varias veces, lo necesario es regresar al camino. Lo importante es levantarse, cuando se cae, es otro proverbio que nos induce a continuar luchando en la rutina que hastía. Pero solo aplica la sabiduría popular a los más, a nosotros, el tipo común. Hay otros que solo pueden perder una sola vez, y es cuando mueren, como Aquileo, una vida que, profetizó el fantasma de Patroclo al presentársele en la noche, estaba destinada a morir “al pie de los muros de los nobles troyanos”. Es decir, en su victoria espléndida contra Troya encontraría su única y final derrota. Y aceptaba su destino el más grande combatiente que jamás vio la antigüedad, al cortar su dorados cabellos y ofrecerlos en honor a su amigo Patroclo durante la ceremonia de cremación. En esos momentos solo restaba llorar. Llorar por su amigo muerto, “llorémosle, que este es el honor que a los muertos se les debe”, dijo esa noche para mala fortuna de los troyanos, pues, recompuestos los aqueos, irían tras una salvaje victoria.

La derrota de “Dinamita” Gómez ante Salvador Sánchez fue tan humillante como imposible. No se le llama derrota a lo que no fue una pelea. Una derrota implica lucha, posibilidades de vencer, aunque sean fallidas. Otra cosa es el abuso. Para Homero hubiese sido impensable una victoria de Héctor sobre Aquileo. No en esa época. Otros tiempos se resistieron a imposibles como ese, aunque ocurrieron algunos. Sánchez, fiel a si mismo, a su mote de Mr. Pulmones, a su disciplina espartana y científica, se preparó para incrementar sus habilidades, muchas, y hacer la pelea más grande de su vida. Se preparó para vencer, o no ser destrozado, y venció demasiado fácil al invencible. Aquí hay gato encerrado.

La pelea debió ser luchada, activa, dos gladiadores dilucidando qué orgullo permanecería de pie frente a todos los acantilados, visto desde el mar, reluciente como un faro en la noche. Pero no lo fue. No fue una auténtica lucha. Fue una paliza. Nada para dejar a la interpretación o a la duda, nada épico, como Durán-Leonard (la primera), Dempsey-Tunney, Alí-Frazier (la segunda), y tantas otras peleas como mejores ejemplos. Peleas que evocan libros abiertos, sujetos a las interpretaciones y por siempre inacabados, como poemas, no obstante el indiscutible triunfo de cada uno de estos sobre su rival declarado y del que surgieron resurrectos en su prueba sangrienta, en su paso a la gloria, y conjurar su destino.

“Dinamita” Gómez no fue ni una sombra pálida de lo que debió ser la noche de 21 de agosto de 1981. Ni siquiera encajó una derrota orgullosa. Tampoco la hizo pagar cara. No se puede estimar con exactitud cuánto aprendió Gómez de ese combate, pero con certeza sí podemos decir que “se revela un saber” (Jean Joseph Goux) de esa pelea. Gómez llegaba con una herida que a ese momento había sido indetectable, de esas difíciles de sanar, de las que van abriéndose poco a poco, a través de los años, y terminan tomando carta de naturaleza. Hay muertes necesarias, algunas muy íntimas, como alguna debilidad que poseemos y que debemos a tiempo hacer arder para destruirla.

No fue una derrota porque no hubo un combate. En mi libro esa pelea lleva un asterisco del tamaño de una isla hundida, del tamaño de la Atlántida, del Dorado, la doy por no vista, no celebrada siquiera. Sin desmerecer, por supuesto, al gladiador muerto por la prisa hormonal de la juventud, camino a San Luis Potosí, que cumplió con dejar ver lo que tenía. Nadie que haya vencido dos veces a Danny “el Coloradito” López pasa sin gloria, aun con la vidriosa quijada del más bien “Rosadito” López. Sin embargo, la pegada de Sánchez no era mortal, como la de Gómez. Laporte le había aguantado todo durante 15 asaltos, inclusive le ganó muchos asaltos y logró conectarle bastante bien, y ni siquiera el guayamés se caracterizaba por una pegada mortífera o una técnica depurada. Gómez luego vencería a Laporte que, gran ironía, había heredado el trono de Sánchez a la muerte de este que, curiosamente, logró en su carrera la misma cantidad de victorias que el Dinamita, con 32 nocaut, un empate y una derrota.

Un posible ejemplo de lo que debió ocurrir entre Gómez-Sánchez lo muestra la pelea Sánchez-Becerra. Becerra le ganó una decisión dividida a Sal en el 1977 por el título gallo mexicano. Sal entonces marchaba invicto en 18 peleas mientras Becerra había noqueado a 17 de sus 25 oponentes, con apenas dos derrotas. Becerra, otro pequeño toro salvaje, sencillamente le cortó el paso, lo asedió con su fuerza y sus fuertes golpes, machacó sus planos bajos y lo llevó a las sogas, donde Mr. Pulmones no pudo desplegar sus largos brazos y su técnica, más bien, se puso en survival-mode, se afirma en la página boxingforum24.com. Los golpes sufridos le restaron estámina. Sin tener la mitad de la habilidad técnica de la que disponía Gómez, y menos con su poder anestesiante, Becerra logró vencerlo. Debió pensarse plausiblemente que esa sería la estrategia que Gómez seguiría. Pero no hubo tal estrategia porque esa presupone una preparación previa, que no hubo.

Al combate no se presentó “Dinamita” Gómez, ya para entonces rebautizado “Bazooka”, sino un tipo común –siempre de valiente corazón– llamado Wilfredo Gómez, natural de la barriada Las Monjas en Hato Rey, amanecido, porque nadie recupera las noches perdidas que, en su caso, pintaron un negro telón de fondo que de tan amplio nubló el escenario en que se presentaba. La dinamita la había dejado muchos meses atrás mal guardada en el gimnasio, húmeda, sin capacidad de explotar.

En los meses previos a la gran batalla Gómez había estado practicando con otro arsenal que no era el de combate, al menos no el de boxeo. Contrario a lo que ocurre en los mitos griegos, en los que las diosas ayudan a la victoria, en esta ocasión sus diosas fueron su perdición, si acaso, fueron lo que el canto de las sirenas para los antiguos navegantes griegos, quienes, seducidos por sus cantos enloquecedores, terminaban estrellándose contra las rocas. Es una historia que tiene varios nombres y apellidos, pero a nadie le interesa a estas alturas, pudo ser cualquiera, con otros nombres y apellidos el resultado hubiese sido el mismo. En el fondo, esa herida que llevaba Gómez indetectable solo mostraba a un ser que, como dice Walt Whitman en un verso, no se pone “el índice en los labios”, no prejuicia demasiado los márgenes-desórdenes que recorrió, o los defectos, ni los vicios. “Nada es igual y todo es bueno”, estableció Whitman en su desprejuiciada forma de ver la conducta humana, y que Gómez posiblemente disfrutó en carne propia. Gómez no quiso atarse al mástil, como Odiseo, para evitar el efecto del canto de las sirenas. Al contrario, se entregó a ellas.

Los héroes lo son durante corto tiempo y mueren temprano, por un error fatal, una flaqueza, o un vicio, o sencillamente porque así está escrito en el libro de la vida. Gómez mostró una flaqueza, que perduraría ocasionalmente, y que se dejó ver muy temprano, apenas a los siete años de haberse iniciado en el boxeo rentado, cuando enfrentó a Sánchez. Apenas tres años antes “Dinamita” Gómez anticipó por un día el regalo de su 22do cumpleaños al noquear al gran Carlos Zárate, quien llegó a su primera derrota con un récord de 52 victorias, 51 de ellas por nocaut. Además, era alto, dominante y un rostro de aspecto tan temible que acobardaba al más lindo. Gómez, que entonces hilaba 21 victorias por nocaut, lucía como un pequeño acorazado. A sus cuatro años en la profesión ya era considerado el mejor en esos pesos chicos. Las 122 libras habían sido un peso intermedio muy recientemente creado. Hasta entonces, los pesos gallo (118) que aspiraran a otro campeonato debían subir a las 126 libras, al peso pluma, un descomunal salto para hombres tan pequeños.

La edad es enemiga de convertir al héroe en leyenda si este ha fallado su rito de iniciación, en ese paso de convertirse de un joven habilidoso y potencial a adulto maravilloso. Es distinto al paso de la infancia a la juventud, pues, como dice en sus memorias otro héroe, el francotirador de la antigua URSS durante la Gran Guerra Patriótica, particularmente en la defensa de Stalingrado, Vasili Záitsev, “se produce de forma espontánea y pueril, sin una visión reflexiva del mundo”. El rito de convertirse en adulto, en el boxeo, consiste en enfrentar al rival declarado y vencerlo a conciencia, matar al monstruo, como indican los mitos griegos. Perseo venció a Medusa, Belerofonte a Quimera, Jasón a la serpiente de Cólcide, Teseo al Minotauro. Desde entonces no para uno de contar, David a Goliat, Daniel a Nabucodonosor, Moisés al faraón egipcio.

Más cercanamente, Durán venció a Leonard porque era “más macho que él”, dijo Manos de Piedra tan pronto acabó la pelea; Tito Trinidad a De la Hoya, porque este se colocó nuevas energizer cuando el flaco de Cupey lo tocó con limón al costado en el séptimo asalto y aquel se juyó el resto del combate como guinea despavorida ante el asedio del más poderoso; Alí a Frazier porque era más lindo y le desfiguró el feo rostro a “Smokin Joe” para que fuese más feo todavía; Hagler destruyó a Hearns porque un invencible como él solo se vence a sí mismo. Todos estos, y otros más, aprobaron sus ritos de iniciación al vencer a su némesis y se convirtieron inmediatamente en leyenda.

Gómez no lo logró, y quiso el destino que no lo lograra jamás. Desde entonces, en su enorme frustración, dejó que su dinamita explotara en la cara de todos y cada uno de los próximos que enfrentó. La muerte, ese dios tan protector como vengativo, se encargó de evitar la revancha con Sánchez, para proteger a este y vengarse de aquél, dejando realengo a un héroe que merecía por todas sus virtudes vencer al monstruo, aprobar su rito de iniciación y convertirse en una de las leyendas más grandes jamás vistas del boxeo, sin que cupiese duda alguna, a nadie. Esa victoria que Gómez se negó a si mismo y que luego la muerte misma le negó, fue el resultado desastroso de su arrogancia y sus flaquezas. El acorazado mostraba una fisura que no le permitió navegar a mayor nudo. Como en el acorazado Potenkim, tuvo un motín en el interior de su poderosa humanidad.

En el momento en que fanfarroneaba sus cruentas habilidades, ese aspecto del boxeo que podemos trazar hasta la misma Ilíada, cuando debió mostrar al mundo su carácter tan heroico como implacable, como lo hiciera Epeo, “el experto en el pugilato”, convocado por el mismo Aquileo a mostrar sus habilidades luego de la muerte de Patroclo y antes de la gran batalla contra Troya, Gómez no llevó consigo sus mejores armas. Con menos incentivos peleó Epeo, y su bocaza era tan grande como sus puños. Tendría el ganador una mula y el vencido una copa de doble asa, grata entonces. “Acérquese el que haya de llevarse la copa doble; pues no creo que ningún aqueo consiga la mula, si ha de vencerme en el pugilato. Me glorío de mantenerlo mejor que nadie. ¿No basta acaso que sea inferior a otros en la batalla? No es posible que un hombre sea diestro en todo. Lo que voy a decir se cumplirá: al campeón que se me oponga, le rasgaré la piel y le aplastaré los huesos; los que de él hayan de cuidar quédense aquí reunidos, para llevárselo cuando sucumba a mis manos”.

Gozaba Epeo de gran confianza en sus destrezas y, como si mostrara sus colmillos, intimidaba y advertía la suerte de su contrario. Euríalo lo retó. “Levantaron las robustas manos, acometiéronse y los fornidos brazos se entrelazaron. Crujían de un modo horrible las mandíbulas y el sudor brotaba de todos los miembros. El divino Epeo, arremetiendo, dio un golpe en la mejilla de su rival, que le espiaba; y Euríalo no siguió en pie largo tiempo, porque sus hermosos miembros desfallecieron”. Epeo cumplió su palabra. Gómez, no.

Ser conocido en México como “el asesino de los aztecas”, como si fuese un nuevo Hernán Cortés, no es suficiente para convertirse en leyenda y tampoco es políticamente correcto describirlo de esa manera, ahora que todos somos defensores de los derechos de los nativo americanos. A final de cuentas, el monstruo que era el mismo Gómez para los mexicas fue vencido por el propio salvador de estos, quien sí venció a su peor enemigo y, al morir temprano, se convirtió de inmediato en leyenda. Para que vean lo que estaba en juego. Pero no tuvo nuestro héroe, reitero con Záitsev, “una visión reflexiva del mundo”. El francotirador luchó contra fuerzas superiores que no dejaron piedra sobre piedra en la ciudad de Stalingrado, entonces descrita como un infierno, bombardeada diariamente con bombas incendiarias y de destrucción, un ejército agresor más numeroso y equipo militar con el garante de la tecnología nazi. Sin embargo, en un momento el agresor ya “había dejado de creer en la victoria fácil”, asegura Záitsev, en su desesperada defensa de la ciudad y las vidas rusas. Y terminaron derrotados los fascistas, una victoria imposible que hasta fue reconocida por el propio Roosevelt como el turning point que benefició la victoria de las naciones aliadas.

“Contra Sánchez fueron muchos los inconvenientes. Lo subestimé y me descuidé”, me dijo Gómez. Por supuesto, no se me pasa por alto que lo ha repetido en entrevistas anteriores. “Dinamita”, a ese momento, había noqueado a 10 mexicanos, es decir, a todos los que se había enfrentado.

“Físicamente me descuidé”, agrega, y todos le creemos porque es la única explicación para el resultado de la pelea. No quiso ser Gómez como el lobo flaco, “cargado de todas las hambres”, como dice Dante, y por eso su peligrosidad. Sino que llegó henchido de si mismo al encuentro, “jarto”, diría mi abuela. ¿De haber entrenado en la forma que usualmente hacías, otro hubiese sido el cantar? Responde que sí. “Hubiese sido diferente. Totalmente, hubiese sido diferente”, señala sin arrogancia ni fanfarronería, solo como una cuestión de hechos que nunca se confirmarán. Y recuerda entonces su gran entrenamiento contra Guadalupe “Lupe” Pintor, un azteca que, de haber luchado en la recuperación de su tierra ante la invasión española, habría logrado él solito la victoria de la resistencia mexica en la guerra de Tenochtitlan en 1512.

Por sus talentos es indudable que hubiera vencido a Sánchez, y si no lo logró fue porque se dedicó a cultivar sus debilidades y no a afirmar sus capacidades. El gym lo trasladó a los hoteles de lujo, a la noche en las calles, al placer de la vida que, pensó, creía merecer.

No entendió Gómez que a los héroes se les niega la buena vida. Para ellos se les ha separado la mala, la vida esclava, la del trabajo, la del empleado que si no poncha su tarjeta laboral no come, y solo acumula algunos días al año para descansar de su rutina miserable. “Valor y sacrificio”, lo resume Pedro Albizu Campos. Debió cumplir el púgil con el mandato divino de vencer siempre, a eso se reducía su libertad. El héroe es siempre el más sufrido, el que deja la piel “pegá”. Gómez, que llevaba desde chamaco dejando el cuero pega’o en el gimnasio para luego venderlo caro en el ring, se negó a si mismo un nuevo nivel de sufrimiento y la oportunidad de ser único entre los únicos. Lo que no sufrió preparándose por algunos meses, sin embargo, lo sufriría el resto de su vida. Pocos boxeadores en la historia han pagado tan caro una sola derrota. Ni siquiera Mike Tyson cuando perdió ante “Buster” Douglas perdería tanto.

Un héroe solo vence a su rival luego de vencer su propia naturaleza. Aquél que se conquiste primero a si mismo, escribió Koléntiev, según citado por Záitsev. “Coraje, adiestramiento y un aplomo inquebrantable”, asegura. Nosotros los mortales evitamos el sufrimiento, queremos una vida llena de placeres, amar, la libertad. Todo eso que no puede quererlo un héroe, pues le corresponde sacrificarse para que el hombre común lo obtenga. “Dinamita” Gómez escogió el cuadrilátero para trascender su naturaleza. Curiosamente, y en aportación a mi tesis, el pensador Béla Hamvas relaciona la superación de si mismo con el ascetismo, “así se vuelve el hombre más fuerte que él mismo”, al romper con su propia identidad, explica, “renunciar al yo… renunciar al narcisismo” y convertirse en ese Otro que pugna por surgir. Nada trascendió Gómez esa noche. El narcisismo, ese espejo inmenso que nos devuelve una imagen distorsionada de nosotros mismos, daba los primeros destellos que deslumbrarían posteriormente a toda la humanidad, hasta concretarse en cosas como Facebook.

No dejó de ser el mejor, aun así, pues regresó y nos dio el placer de ver una de las peleas más violentas de todos los tiempos (Gómez-Pintor) y acumuló más fajas para su cintura. Pero su temor a elevar el nivel de sufrimiento en el gym recurriría y revelaría el talón de Aquiles de nuestro héroe. Si hay algún pugilista en la historia completa del boxeo que debió ser imbatible, fue él. Pero de sus últimas cinco peleas perdió en dos nuevas ocasiones, contra Azumah Nelson y Alfredo Layne, un ganapán con suerte el segundo y un fuerte boxeador sin destellos el primero. Marciano se enfrentó a boxeadores más grandes y fuertes que él. Jersey Joe Walcott y Edzard Charles, entre otros, eran moles de granito y buenos técnicos. Marciano solo traía consigo su deseo único de ser imbatible, además de su mortífera pegada. Ira o cólera, como sea la correcta traducción del griego antiguo, guiaba al italo-americano. Un escritor de esta época ejemplifica el deseo de vencer: Roberto Bolaño. Sabedor de una muerte inminente, dejó al mundo una estela literaria de la que continuamos agarrados como al rabo de un buey. No disipó los últimos 10 años de su vida entregado al placer, a los caminos trillados, ni al pesar ni a la compasión. Sencillamente, apresuró hasta la muerte la obra que debía dejar.

Para esos últimos combates, me asegura tristemente una fuente que más tristemente aun no puedo revelar, y que estuvo muy cerca de los hechos, Gómez volvió a ser como aquel niño de Las Monjas –cuyo rostro de inocencia al sonreír me recuerda por momentos al de Linares– que solo quería jugar en la calle y con la noche. Juegos que, ya de adulto, tienen mayores consecuencias, como no convertirse inmediatamente en leyenda, por ejemplo, al permitir la violación de su cuerpo, tierra sagrada para sus fanáticos, nuestro Stalingrado. “Ya no eres un chiquillo”, le dijo el abuelo a Záitsev, cuando le obsequió al joven cazador su primer arco y flecha. Al hacer el regalo, el abuelo solo le mostró su confianza de que ya podía enfrentar responsablemente el peligro, la vida, su deber.

Sus derrotas fueron causadas por las propias debilidades que no pudo trascender, más que por la mejor calidad de su oponentes, se sabe. Pero esa es una realidad que yo no puedo reconocer tan fácilmente, así de manera tan flat, y tampoco debe serlo. Por eso la problematizo. En el papel, en la historia que se fija en blanco y negro, en la de las palabras escritas, eso fue lo que ocurrió. A fin de cuentas, a sus enemigos no les tiene que importar las condiciones en que se presenta a la guerra el enemigo combatiente. Ellos harán lo propio para vencer, o no perder, o no ser destruido en el camino. Sánchez, Nelson y Layne cumplieron.

Contra todo pronóstico, y asumiendo el absurdo como forma de ver las cosas, a riesgo de parecer testarudo, esas derrotas son para mi una realidad que no voy a reconocer tan fácilmente, porque no acogen interpretaciones, porque no tienen biografía, porque son una verdad-engaño, una verdad que esconde lo real-desconocido, porque son insuficientes, porque no las alcanza la razón. Esas derrotas solo pueden explicarse mediante la ficción, la literatura, para que se vea su verdad completa. Gómez se negó a ser un héroe de papel, de imprenta, de notas de periódico, un héroe en blanco y negro, histórico. Gómez se negó a ser el héroe que todos esperaban que fuese, el invencible, el que se suponía que fuese, el que descartó la heroicidad griega, la muerte temprana y el olvido y la gratificación pospuestos. Definitivamente no era Bolaño.

En la entrevista, “Dinamita” me dejó ver claramente hasta dónde llegaba su confianza como boxeador, que rayaba en la soberbia, en la locura. Pensó que hasta con poco entrenamiento, en el caso contra Azumah Nelson, podía vencer. Con Layne ni siquiera entrenó. Arriesgó Gómez en esos enfrentamientos algo más que su récord, es evidente, sin embargo, esa es una línea de investigación que no cabe en este reportaje, si nos fijamos en que arriesgó la vida solo por estar celebrándola.

Debió Gómez ver su error, si es que lo es, pero le faltó una mirada más larga. Precisamente esa mirada larga que había sacado a nuestros ancestros de su condición primitiva, cuando pudieron caminar sobre sus piernas y ver a lo lejos. Cuando Aquileo, el destructor de hombres, decidió reincorporarse a la batalla contra Troya al morir su amigo Patroclo –que se había investido con la armadura del recluido semidiós, y el troyano Héctor al confundirlo en la noche con Aquileo, lo mató– aun en medio de su dolor, ordenó una nueva armadura, la mejor jamás forjada, y el dios Hefesto, ¡quién mejor forjador de metales!, la fabricó. Hasta el gran Aquileo se preparaba, mejor que nadie, para la batalla.

Desperdició Gómez la oportunidad que pocos han tenido –de hecho, solamente dos–, Marciano y Mayweather, que convirtieron el sufrimiento del gimnasio en placer de vida –o sencillamente eran obsesivocompulsivos–, al retirarse sin haber sufrido la derrota. Pero la debilidad de “Dinamita”

Gómez demostró también que la ira, la cólera –esa fuerza incontenible que obliga la victoria o a participar en el más profundo de los sufrimientos, siguiendo a Sloterdijk (Ira y tiempo), que airea toda esta nota–, no es suficiente para vencer, sino que se construye, o se destruye, apelando también a la astucia, a la inteligencia, como finalmente ocurrió cuando Odiseo se ideó el caballo de Troya, como herramienta indispensable para la victoria. Pero Gómez pertenece al grupo de héroes que vencen derramando la sangre de sus enemigos, destruyéndolos, no mediante argucias, como Odiseo, o con inteligencia, como Edipo al contestar los acertijos de la Esfinge, o con sabiduría, como Daniel.

“Dinamita” Gómez logrará, tarde o temprano, la más grande legendariedad que él mismo se negó con su incapacidad de acceder al más grande de los sufrimientos, el de la soledad, pero que se merece. La distancia deberá empequeñecer sus fallas y dejará ver, solitaria como una luna en el firmamento, sus grandes hazañas. Será cuando apartemos la luz que sobre su vida hemos impuesto y se deje de mirar esas debilidades que ahora, en esta época en que no soportamos héroes sin mácula, somos tan proclives a destacar en perjuicio de la grandeza, cuando nos demos cuenta de que la santidad no consiste en no pecar, sino en realizar las proezas que a cada cual toca realizar.

Pero ha escogido Gómez el camino largo, como veremos, el tortuoso, el de la completa iluminación de sus actos. En ese sentido, “Dinamita” Gómez sería el único guerrero que logre su status de legendario sin haber vencido al monstruo, al fracasar en su rito de iniciación. Ya un caso ilustrativo, en Edipo Filósofo, había sido planteado por Goux, aunque, hay que decirlo, con fatales resultados, por un lado, pero necesarios por el otro. O tal vez me equivoque. Es posible que lo logre, si fuesen esas sus intenciones, pero solo cuando la humanidad entienda al mismo tiempo que no debemos aspirar a lo inalcanzable. Entonces, podríamos entender qué es lo que intenta Gómez yendo por ese camino, el de la expiación continua. De momento, aunque pudiera estar de acuerdo, no me lo figuro. Si bien, comprendería por otra parte que es un mecanismo para liberarse y vengarse de “los canallas”, por ejemplo, – como hizo el Conde de Montecristo con los que lo condenaron a la cárcel injustamente y lo empobrecieron–, y finalmente aplacar su ira heroica.

Los viejos héroes no afrontaron sus pruebas sin la ayuda de los dioses, hoy desaparecidos. Se requiere ahora más esfuerzo propio y no abonar a que las luces continúen transparentando la vida como lo hace un estudio de rayos X o un MRI. Tampoco, de otra parte, ha querido Gómez ser una escultura ociosa que pocos jóvenes reconocerán, incapaces de diferenciarlo de Sixto Escobar o Benítez, entre otros grandes, y claramente nunca confundirían con Cholo Espada o el campeón sin corona, el peso ligero Pedro Montañez (que ganó 92 peleas –56 por nocaut– perdió apenas 7 y empató 4), el llamado “Torito de Cayey”, considerado uno de los mejores boxeadores de la historia que no logró ganar un título mundial. Logró 88 victorias en línea y fue exaltado al salón de la fama del boxeo internacional.

El misterio, creo, siempre es necesario, o, como señalara F. Schlegel, algo queda en la oscuridad que no debemos alumbrar, una fuerza caótica que no podremos (no debemos) atrapar. “Dinamita” Gómez, sin embargo, insiste en la ruta de la total transparencia, en la revelación de todo su ego, del que no se ha podido desprender. No se ha revelado todo en el libro sobre su vida, dice. Hay más que quiere dejar ver.

“Este libro es parte de mi vida. Faltan muchas cosas que se van a hacer (por decir), que no se hicieron en el libro (de Giudice). En el próximo libro que voy a hacer, las voy a decir”, me indicó, como si no fuese suficiente el insoportable calor de esa luz “transparentosa” que ha recibido desde el 1974. Dar golpes y recibirlos, debe pensar, es hasta el final.

Para que escriba el libro piensa en el periodista Chú García, otro veterano combatiente que, como los arqueros, acierta de lejos. “Chú García me conoce desde niño. El sabe mi vida. ¡Quién mejor que Chú García!”, lanza esas palabras con la misma certeza que un gancho de izquierda. Solo que a Chú García no le ve hace tiempo, pero es algo de lo que alguna vez habló con él. “Chú es mi amigo y es un buen escritor”, lanza ahora su largo recto de derecha, rematando. Entonces, en un rápido paso lateral tan sorpresivo como característico en sus peleas, también se lo propone a este reportero. Algo que yo solo consideraría si Chú García no está disponible, le señalo, porque en asuntos de palabras no debe haber competencia, sino reconocimiento.

“Yo estoy claro con lo que he hecho en la vida”, admite sin problemas. La carne, como se revela en las Sagradas Escrituras, a veces tiene vida propia, independiente, a la que el espíritu o un sagrado objetivo no logra dominar, someter. Pues que surja la vida y se cuelgue al sol para que termine de secarse a la vista de todos, pienso yo, ahora que ha domesticado su ira. Pero, ¿por qué querría hacerlo, si ya debe saber que no es el camino a convertirse en la grandiosa leyenda que merece ser?

Para aportar a la otra posible interpretación, tal vez al explicar hasta la saciedad su vida logre Gómez expiación y redención, pagar la culpa: es decir, buscar comprensión y ser perdonado por sus flaquezas, por no convertirse en el más grande de todos a pesar de su potencial de serlo, y de paso exponer a los canallas al revelar los intrincados movimientos a los que se tiene que enfrentar un boxeador en ese tinglado gelatinoso que es la industria del boxeo, cuya lona recubierta de dinero, más resbaladizo que las cáscaras de guineo, ha hecho caer a más de un boxeador.

El poeta Kavafis, contrario a las intenciones del Odiseo de Homero, fue partidario de un viaje largo de regreso a Itaca. Ha sido largo también el camino de“Dinamita” Gómez hacia el reconocimiento, desde el día en que decidió partir para destruir hombres de su mismo peso por todo el planeta. Kavafis en su propuesta reconoce, y sin proponérselo Odiseo lo logra, que aventura y sabiduría –una vida– encontrará en ese penar. Intima el poeta griego, sin embargo, tener siempre presente a Itaca como destino.

Y es aquí cuando a Gómez, la mirada larga que no logró una vez, vuelve a fallarle. Debió pensar más en su legado y no detenerse complacido y complaciente a dejarse llevar por el canto que carcomió la base de su leyenda. Erigió él mismo ante su camino aquellos enemigos que, advertía Kavafis, solo se yerguen si se llevan en el alma, en vez de aquellas emociones selectas “del espíritu y el cuerpo”. Pero eso es solo, debo aclarar, un punto de vista. Hay otro, el del propio Gómez, que puede haber definido lo que es “vida” a su mejor manera y del que está dispuesto a hablar. De todos modos, son otros tiempos con nuevas maneras de ver las cosas. Posiblemente Gómez haya fundado al héroe de esta nueva era, aquel que también desea vivir la vida al mismo tiempo en que logra ser el más grande. Para mí, siempre un asceta, eso es “sucio difícil”. Tyson fracasó en ese mismo empeño. Reconozco, sin embargo, el carácter inmanente de esa actitud, su búsqueda de libertad, su materialidad en oposición al destino divino que debió seguir. Y Gómez mismo reconoce el pago que debió hacer para lograr asumir las riendas de su propia vida, y no elude su responsabilidad. Más bien, no se cansa de hablar de ello, de reconocerlo, aunque siempre solicitando cierto grado de clemencia.

A este momento ya se habrán preguntado por qué un reportero apela a la mitología y a la literatura para redactar una nota sobre un viejo boxeador, aunque no se trate de uno cualquiera. Y por más, de una manera tan seria y pesada. Debo ser parco en esto para no añadir más confusión al reportaje. Hay variadas escuelas de interpretación sobre los mitos, antropológicas, sicológicas, literarias. He tomado muy a mi conveniencia de cada una lo que me ha servido, según las he entendido, para interpretar la odisea de Gómez hacia la inmortalidad deportiva, ya ganada, por supuesto.

Ha sido A. W. Schlegel (el hermano gemelo de F. Schlegel), a través de una reseña de Daniel Vázquez sobre su obra (en el blog El vuelo de la lechuza), quien me ha dado el más simple y poderoso argumento para entrar en esos campos fuera de mis dominios. Los mitos son “poemas que reclamaban realidad por su propia naturaleza”, indica, porque si bien resultan de la fantasía, esta es precisamente “la facultad fundamental del espíritu humano”, con lo cual quedo inmediatamente convencido.

Las hazañas de Gómez pueden ser inscritas dentro de la piedra que aprisionó a Excalibur, y espero que comprendan con indulgencia mi exageración. De los mitos, verdaderos en cuanto surgen del espíritu humano, siguiendo a A. W. Schlegel, se desprendía un conocimiento universal, cuando aun no distanciábamos la fantasía del entendimiento. Una interpretación de la vida de este pugilista provee entonces un marco que puede ser aplicado sobre otros fuera de serie que marcaron épocas. Este es solo un racionamiento, entre muchos otros posibles, y una sola perspectiva entre otras tantas.

La fatalidad de esta figura trágica (en el sentido clásico), y a la que en ningún momento se le niega su grandeza y valentía en el rudo deporte-industria del boxeo, y al contrario, consiste en los caminos de ida y regreso que ha tomado. Alejado de los dioses que trazaron un corto camino para su heroicidad, el púgil debió pensar que rutas más largas, como si fueran un rito órfico, le evitarían ser el sueño de esos dioses. De cierta manera la idea me evoca la película Angel Heart, en ese afán de buscar zafarse de pagar su compromiso siniestro para alcanzar la gloria. “La lucha nunca cesa. La vida es lucha toda”, parece decir Gómez con el poeta nacional en “Distancias”, que bien habla de aquellas cosas distantes “habiendo estado otrora tan cercanas”.

Hay mucha autoconciencia en este boxeador, demasiada tal vez, en su camino de regreso a su propia Itaca. Debemos recordar en este momento que el poeta, como representación de las aspiraciones del Hombre, no siempre puede explicar todos los versos que escribe, hay mucho flujo del inconsciente y también hay otras fuerzas que no domina, “musas” les llamaron alguna vez a aquellas señoritas que llegaban y se iban a capricho, como “fantasma del presentimiento” (Corretjer) o del recuerdo. En el boxeo, como en la poesía, hay una música que se baila sin conocerla muy a fondo, así también en la vida, fluida, líquida, que lo inunda todo.

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