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“Luvina” el paisaje que corroe
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ALEXANDRA AGUIRRE ROJAS
La dureza y hostilidad del ambiente – y esa amenaza, escondida e indefinible, que siempre flota en el aire nos obligan a cerrarnos al exterior, como esas plantas de la meseta que acumulan sus jugos tras una cáscara espinosa.
Octavio Paz “Máscaras mexicanas”
El lector está habituado a percibir el paisaje como telón de fondo, como escenario, como marco de una historia. A veces, ve en él una especie de acento que enfatiza la acción; sin embargo, en la prosa y en la fotografía de Juan Rulfo, el paisaje suele tener una presencia tan avasalladora que su papel supera los límites de la anécdota para convertirse en eje, en personaje. Así sucede en “Luvina”, uno de los relatos del Llano en llamas, en el que nos encontramos con una voz que describe lacónicamente al pueblo San Juan de Luvina. Gradualmente, nos vamos enterando de que esa voz pertenece a un viejo desesperanzado que habla a un viajero cuyo destino es ese poblado reseco y triste. Este personaje-narrador carga con todo el peso del relato y por eso hay quien lo considera como protagonista : sin embargo, él es solo un agente que hilvana el relato, es un corresponsal. Es más, podemos afirmar que es tan contundente la presencia de Luvina que el narrador no puede dejar de hablar de él: fue poseído por el espíritu nefasto del pueblo al punto de ser incapaz de callar.
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Ese viejo, beodo y hablador puede ser imaginado de dos formas. Una, como alguien obcecado por el recuerdo, ávido por deshacerse en palabras de él. O, dos, como alguien tan poseído por la memoria que queda reducido al silencio. En “Todos santos, día de muertos” (1993), Octavio Paz habla de la confidencia y la borrachera como espacios análogos a la Fiesta, en los que el mexicano condesciende, desde su hermetismo, para mostrar algo de su ser íntimo:
Cada vez que necesitamos expresarnos, necesitamos romper con nosotros mismos (…) El mexicano, ser hosco, encerrado en sí mismo, de pronto estalla, se abre el pecho y se exhibe, con cierta complacencia y deteniéndose en los repliegues vergonzosos o terribles de su intimidad (…) La manera explosiva y dramática, a veces suicida, con que nos desnudamos y entregamos, inermes casi, revela que algo nos asfixia y cohíbe. Algo nos impide ser (P. 58).
En el caso de este personaje, la imposibilidad de ser proviene del efecto devastador que la atmósfera y el paisaje de Luvina desencadenan en él. El viejo profesor ha sido separado de su lugar ideal, según las expectativas que se había hecho por el nombre de pueblo: “San Juan Luvina. Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre” (P. 30). La desilusión está pletórica de “tristeza y de miedo [que] son las expresiones de la soledad y de la disjunción, esto es, de la separación con aquello que se desea y se busca y que sólo existe como idea” (Jurado: 2005; 94).Y, esa escena que le permite desarrollar su extenso monólogo se da por la presencia de un anónimo que se insinúa como un par; quizá no de su presente, sino de aquel profesor del recuerdo que –presumiblemente- hace quince años llegó a San Juan Luvina.
Como recordamos, la escena se sitúa en algún lugar lejos de Luvina, al que ha de arribar el sucesor del dialogante. Por contraste, este es un sitio pletórico de vida; la descripción del narrador omnisciente lo prefigura así: “Hasta ellos llegaba el sonido del río pasando sus crecidas aguas por
las ramas de los camichines, el rumor del aire moviendo suavemente las hojas de los almendros, y los gritos de los niños jugando” (P. 19). No obstante, el viejo hace caso omiso de la afabilidad del ambiente que lo circunda y se deja arrastrar por el monólogo que, monotemático, recalca una y otra vez el ámbito desolador de ese pueblo fantasmal. Es esta insistencia la que dota de vida al paisaje; sin embargo, la vitalidad no puede entenderse en términos facilistas que la asimilen a exhuberancia y fertilidad. No, Luvina es el territorio limítrofe con la muerte, allí “anida la tristeza”. El Tiempo no existe, o su existencia es insoportablemente lenta; todo es pesado, precario y asfixiante:
-Me parece que usted me preguntó cuántos años estuve en Luvina, ¿verdad…? La verdad es que no lo sé (…) pero debió haber sido una eternidad… Y es que allá el tiempo es muy largo. Nadie lleva la cuenta de de las horas ni a nadie le preocupa cómo van amontonándose los años. Los días comienzan y se acaban. Luego viene la noche. Solamente el día y la noche hasta el día de la muerte, que para ellos es un descanso (P. 27).
El y el nos impiden olvidar que el relato de Luvina proviene nadie ellos del recuerdo, de la visión totalizadora de una realidad ya vivida – y por el tono, seguramente mascullada muchas veces-, lo que implica una enorme carga subjetiva emancipada de la representación mimética: “Es decir, todos los espacios exteriores y los interiores se libran de todo realismo, y entonces, todo se interioriza, creando de esta manera la ficción total, la ficción lírica” (Onstine: 1976, 95). Las palabras que permiten el denso fluir de lo evocado descubren una impresión tan profunda que sólo puede expresarse mediante la animización de los elementos. El monólogo sirve de puente para encontrarse con el paisaje, por él se deslizan las imágenes de lo telúrico y lo aéreo con una agresividad marcada por los símiles, los verbos y los adjetivos que desbordan el relato. De este modo:
Sí, llueve poco, tan poco o casi nada, tanto que la tierra, además de estar reseca y achicada como cuero viejo, se ha llenado de rajaduras y de esa cosa que allí llaman ‘pasojo de agua’, que no son sino terrones endurecidos como piedras filosas, que se clavan en los pies de uno al caminar, como si allí hasta a la tierra le hubieran salido espinas. Como si así fuera (Rulfo: 2008, 20).
Luvina es un lugar muy triste. Usted que va para allá se dará cuenta. Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara. Y, usted, si quiere, puede ver esa tristeza a la hora que quiera. El aire que allí sopla la
Así, resulta muy indicativo que en un texto tan corto aparezca mencionado el viento (aire, vendaval) diez y ocho veces, y en sólo dos ocasiones sus calificativos no sean negativos. La primera, que ya hemos citado, cuando el narrador omnisciente habla de “el rumor del aire moviendo suavemente las hojas de los almendros” connota, precisamente, una cualidad pacífica y benévola, pero no debemos olvidar que en esta ocasión se habla no de Luvina, sino del pueblo en el que se establece la conversación del viejo y el nuevo profesor. La segunda, -tal vez es exagerado decir que es positiva- es planteada por los habitantes ante la afirmación del viejo de que el viento “acabará con ustedes”: “- Dura lo que debe durar. Es el mandato de Dios -me contestaron-. Malo cuando deja de hacer aire. Cuando eso sucede, el sol se arrima mucho a Luvina y nos chupa la sangre y la poca agua que tenemos en el pellejo. El aire hace que el sol se esté allá arriba. Así es mejor” (P. 30). Es decir que para los habitantes, hijos de la resignación piadosa, el viento es el menor de dos males. Pero en las ocasiones restantes, el viento es caracterizado como una furia ciega que arrastra y devasta todo a su paso. Verbos como desmenuzar, morder, , entrañan la violencia llevar, rascar, arrancar, escarbar, remover, bullir de ese elemento que lo único que deja en pie es la tristeza:
revuelve, pero no se la lleva nunca . Está allí como si allí 2 hubiera nacido. Y hasta se puede probar y sentir, porque está siempre encima de uno, apretada contra de uno, y porque es oprimente como una gran cataplasma sobre la viva carne del corazón. (P. 21)
Es tan fuerte su presencia, que es la detonadora del ritmo de vida de los habitantes, quienes como en un remolino se dejan arrastrar hacia ningún lado, en un vaivén incesante, pero inútil, inocuo a tal punto que no puede llamarse vida la estancia en esa tierra. De tal modo, que quienes permanecen allí son los nonatos, los viejos, los muertos (todos relacionados por el contacto con una instancia, anterior, en espera o posterior a la muerte) y las mujeres, “sin fuerza, casi trabadas de tan flacas”, que encarnan la imagen de la Parca; porque los “niños que han nacido allí se han ido… Apenas les clarea el alba ya son hombres. Como quien dice, pegan el brinco del pecho de la madre al azadón y desaparecen de Luvina” (P.28), ya que en esa tierra estéril no nace nada. Sólo se les ve esporádicamente, como a la lluvia, en caso de que retornen alguna vez.
El territorio es flagelado por el frío y por el sol inclementes, pero sobre todo por el silencio, que a quien no mata, como al viejo, lo convierte en un escéptico: por eso, constantemente corrige las impresiones de los otros: “El aire y el sol se han encargado de desmenuzarla, de modo que la tierra de por allí es blanca y brillante como si estuviera rociada siempre por el rocío del amanecer; aunque esto es un puro decir” (P. 17). O, “Dicen los de Luvina que de aquellas barrancas suben los sueños; pero yo lo único que vi. subir fue el viento, en tremolina, como si allá abajo lo tuvieran encañonado en tubos de carrizo” (P. 18). Otro ejemplo: “Dicen los de allí que cuando llena la luna, ven de bulto la figura del viento recorriendo las calles de Luvina, llevando arrastras una cobija negra; pero yo, siempre que lo llegué a ver, cuando había luna en Luvina, fue la imagen del desconsuelo…siempre” (P. 20). El desconsuelo nace de cómo las condiciones que desgastaron a Luvina los desgastaron a todos. Aquí radica la importancia del paisaje, en que funge como el causante primordial del detri-
mento de quien llega al pueblo. Sin embargo, hay una diferencia fundamental en el resultado que dio ese desgaste: para los raizales las condiciones han sido invariables por generaciones, están más que acostumbrados: es su forma de vida, la única manifestación de su sino. Pero para el extraño, la comarca representa el no-lugar, y el no-tiempo. Recuerda a Orfeo cuando baja al Hades en busca de Eurídice –su razón de vida-, va pleno de esperanza pero su retorno con las manos vacías índica no sólo la perdida del viaje, sino de las expectativas y de la propia confianza. Incapaz de vivir sólo le queda la espera y el monótono rumiar de recuerdos:
San Juan Luvina. Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero ello es el purgatorio. Un lugar donde se han muerto hasta los perros y ya no hay ni quien le ladre al silencio; pues en cuanto uno se acostumbra al vendaval que allí sopla, no se oye sino el silencio que hay en todas las soledades. Y eso acaba con uno. Míreme a mí. Conmigo acabó. Usted que va para allá comprenderá pronto lo que le digo. (25)
Como todo El llano en llamas, “Luvina” es un texto doloroso, en el sentido de que sus figuras parecen estar amarradas a una tierra dura, seca, asolada que difícilmente fructifica y sin esos frutos no hay forma posible de crecimiento: no crecen los seres humanos ni sus pasiones. Tanto las personas como sus afectos parecen nacer como los rastrojos y sostenerse en la existencia con una fuerza desconocida, quizá la pura inercia los mantiene respirando porque no hay voluntad o esperanza y quizá el texto más evidencia esta conjetura es Luvina. Lo extraordinario de la escritura de Juan Rulfo, y en especial de este texto es que en el lenguaje más prosaico y lacónico se entreteje la poesía como un halo. Es decir, es esa cualidad poética la que logra que la descripción de un ambiente corrosivo, castigado por los elementos se conviertan no en un escenario, sino en un personaje. El paisaje desértico no es un telón de fondo, es la razón de la forma de vida de los habitantes de Luvina. Es su carácter acre el que espanta al carretero que lleva al protagonista al
lo asusta tanto, que huye –podríamos decir- y despavorido no deja descansar a sus caballos. Asimismo, es ese páramo derruido, agostado y desmantelado el que le chupa la vida al viajero.
En esa época tenía yo mis fuerzas. Estaba cargado de ideas…Usted sabe que a todos nosotros nos infunden ideas. Y uno va con esa plasta encima para plasmarla en todas partes. Pero en Luvina no cuajó eso. Hice el experimento y se deshizo. (22)
1 Cfr. Peralta, Befumo, 33. “Imago mundi: Luvina”. En Rulfo o la soledad creadora.
Todos los subrayados son míos.
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REFERENCIAS
Jurado, Fabio. (2005). “Luvina”. En: Pedro Páramo de Juan Rulfo: Murmullos, susurros y silencios. Común presencia editores.
Onstine, Roberto. (1976). Forma, sentido e interpretación del espacio imaginario en la obra de Juan Carlos Onetti, Juan Rulfo y Gabriel García Márquez. University of New Mexico.
Paz, Octavio. (1993). El laberinto de la soledad, posdata y vuelta al laberinto de la soledad. Fondo de cultura económica.
Peralta, V., y Befumo, L. (1995). “Imago mundi: Luvina”. Rulfo o la soledad creadora. Fernando García.
Rulfo, Juan. (2008). Luvina, La vida no es muy seria en sus cosas. Universidad Nacional de Colombia.