Microrrelatos
INFECCIÓN. PARTE 5 —I
an, me llamo Ian -respondió el joven en medio de un mar de lágrimas. —Tranquilo, Ian, está todo bien ahora —le dije para tranquilizarlo. Con la ayuda de Uriel, llevamos a Ian hasta el sótano. Al llegar, lo acostamos sobre la camilla. Uriel me pidió que le preparara algo caliente para beber mientras él lo conectaba a la bolsa de sangre. Cuando las primeras gotas del líquido rojizo comenzaron a llegar a su torrente sanguíneo, empezó a temblarle todo el cuerpo. —¡Christian, hay una manta en aquella silla! ¡Necesito que la traigas! —gritó el Mensajero mientras sujetaba el cuerpo de Ian para que no se cayera al suelo. Mientras Uriel lo envolvía, me acerqué para darle la taza caliente, pero él escupió todo el líquido. Miré a mi Mensajero, desesperado. Él se veía calmado, aunque concentrado en ayudarlo. En la puerta se escuchaban los golpes de los Rebeldes, que querían entrar. Adentro, la situación estaba cada vez peor. Ian estaba ahora recostado sobre su lado derecho vomitando sobre el piso. —Cuando la sangre del Dador universal entra por primera vez en el cuerpo de un infectado que ha llegado a este
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nivel, es normal que sufra estos efectos. No te preocupes, significa que va a estar bien —me dijo Uriel mientras ayudaba a Ian a vaciar su organismo de las sustancias tóxicas que se habían acumulado. No pude cerrar un ojo en toda la noche. Estaba cansado y cabeceé muchas veces, pero tenía miedo por mi nuevo amigo. Si bien ahora estaba durmiendo tranquilo, en silencio, sabía que su situación aún era delicada. Finalmente, el sueño me venció y me desplomé exhausto sobre la silla en la que me encontraba sentado. —Christian... Christian... La voz de Ian me despertó. Cuando me levanté, lo vi sentado sobre la camilla. Se lo veía sereno y en paz. Con una sonrisa bien grande, me dijo: —Gracias, amigo. Si no hubiera sido por ti, no contaría la historia. Le devolví la sonrisa y le contesté: —¿Por mí? Si hubieras visto todo el despliegue que se necesitó para rescatarte... Me acerqué a Ian nuevamente con una taza caliente. Lo miré con algo de picardía y le pregunté: —No vas a escupirlo esta vez, ¿verdad? Ian largó una carcajada, y simplemente tomó la taza y bebió todo el