quedan limitadas a métricas brillantes pero sesgadas en cuanto a su alcance cualitativo. Estamos ajenos al estremecimiento, somos, en palabras de Byung-Chul Han, «un hombre sin carácter» (p. 72), donde el hecho digital lo vuelve intrascendente, incapaz de «comunicación y conexión» con el vecino ¿Y para qué? El único empleo que nuestra hiperindividualización hace del otro es la de ese vector computarizado que nos sirve de comparativa. Es una relación superflua en un espacio fantasioso que está sustituyendo progresivamente nuestro marco real de acción y contemplación humanas. Paradójicamente, rechazar esta realidad fingida, al igual que ocurre con la no-sociedad, no le quita veracidad a su hecho. Eppur si muove. Como Cecilia en La rosa púrpura de El Cairo (1985), consolamos nuestro mundo deprimente y lleno de inseguridades con universos ficticios mediante el formalismo cuantitativo. El valor reputacional a través de los números nos domina, y ello es especialmente notable en las redes sociales, esa «vía de escape» que en algunos casos llega a albergar más información sobre nosotros que la que poseemos de manera tangible. A primera vista, número de comentarios, posts, me gusta y seguidores suelen usarse como signos de resonancia de la reputación, muy a pesar del escepticismo que despierta el comparar bajo mismos valores parámetros como los amigos en línea frente aquellos que se encuentran fuera del espacio digital (Mau, 2019). Todas estas formas de reconocimiento poseen un fuerte impacto en nuestras cabezas, pues cuanto mayor sea este eco más intensivamente las personas se incluirán en redes sociales, guiados por esa necesidad de reconocimiento social, de producción de un valor para su consumo. Continuamente, hasta la extenuación de su rendimiento.
El alma de la máquina Los poderosos de antaño han quedado desacreditados por nuestra sociedad informatizada. Los políticos y sus liturgias se han trivializado por efecto de las redes sociales y sus declaraciones carentes de narrativa (Han, 2014)5, sustituidas por discursos de doscientos cuarenta caracteres a lo sumo. Ahora, aquel que controle y diseñe el algoritmo será capaz de acceder a los datos y dictar cómo se emplea su medición, permitiendo establecer qué es o no relevante en nuestro mundo (Mau, 2019). Son los matemáticos y analistas quienes configuran el alma rigurosa y precisa de la máquina. Mas, ¿quién revisa a aquellos que definen las bases de la eficiencia, prolongaciones que se extienden hacia el control social para salvaguardar la efectividad de sus fórmulas? «Quis custodiet ipsos custodes?» preguntaba el poeta romano Juvenal. Nadie parece tener respuesta evidente, aunque sí somos capaces de presentar múltiples ejemplos de sectores e instituciones que ambicionan ostentar o detentar dicho control, entidades públicas y privadas al unísono. El principio de eficiencia que promueve el alma de la máquina choca frontalmente con las aspiraciones humanas de buen gobierno y buena sociedad que grandes pensadores de la Ilustración plasmaban en su ensayística. Rousseau decía al inicio de Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres (1754) cómo él hubiera deseado «nacer en un país en el cual el soberano y el pueblo no tuviesen más que un solo y único interés, a fin de que los movimientos de la máquina se encaminaran siempre al bien común» (p. 2). En
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En el enjambre.