Foto cedida por Benjamín Miró Ibáñez. Associació Cultural Font Bona.
Procesiones Mª CARMEN CORTÉS SEMPERE
De un lugar ignoto de la memoria veo aparecer ante mí filas de hombres y mujeres con cirios en las manos recorriendo a paso lento y al son de músicas solemnes las calles de Banyeres. Son las procesiones filas indias paralelas de cuerpos vestidos con las mejores galas, unos detrás de otros, iluminando la noche con la llama surgida de la cera blanca. Sin preguntarnos por qué teníamos que sumarnos a esa fila que parecía eterna, nos colocábamos el velo de tul en la cabeza y desde la iglesia seguíamos la comitiva procesional. Había un pacto de silencio. En la procesión no se hablaba ni se cuchicheaba. Solo se miraba al frente o furtivamente hacia los lados. Era un acto sencillo: solo caminar portando esa pequeña luz que junto a las otras creaba una extensa luciérnaga inmanente.
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Y en algún momento surgía Morenet de alguna esquina, hacía un gesto con la mirada, asentíamos y en unos días podíamos recoger el testigo gráfico de nuestro devoto paso. Esas fotos se guardaban como oro en paño y a través de ellas, con el paso de los años, podemos recordar nuestro atuendo infantil y adolescente: calcetines hasta las rodillas, gorros de lana, faldas de los domingos o vestidos de verano con un jersey superpuesto para convertir en invierno el verano.
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Fiestas locales o año litúrgico, todo desembocaba finalmente en una procesión; cúspide majestuosa de la celebración religiosa que cerraban las autoridades civiles y religiosas. Con paso firme, tras las imágenes de arte sacro, portadas en andas, en balanceo armonioso, los instrumentos musicales de la banda de música cobraban todo el protagonismo. Los platillos o címbalos con su marcada estridencia sobresalían de entre todos los sonidos para marcar el ritmo, contener el aire y lograr que la emoción traspasara la piel convirtiendo en íntima meditación el camino andado. Hemos nacido con ese rito interiorizado que compartimos con todos los lugares cristianos. Viene de la Edad Media ligada al teatro religioso que se celebraba en las iglesias y en los pórticos, formando parte de los oficios litúrgicos. Poco a poco los actores se sustituyeron por imágenes, y ya en el siglo XVII alcanzaron su auge con la reforma católica. Roma se vio amenazada por la reforma protestante de Martín Lutero e impulsó la exaltación religiosa a través de múltiples manifestaciones, entre las que cobró un papel determinante el arte. Las imágenes
del arte barroco invitaban a la piedad, al recogimiento; en definitiva, a mover los sentimientos religiosos de las gentes. Sin obviar el hecho de que cualquier manifestación de la vida pública exigía la presencia del clero y la intervención religiosa. En este clima surgieron, crecieron y se expandieron las órdenes religiosas por toda la geografía de los Reinos de España a través de la fundación de conventos. Fueron precisamente estas órdenes, y fundamentalmente la franciscana, las que, junto con las cofradías, promocionaron las procesiones. Posteriormente, en el siglo XVIII, se eliminaron elementos originarios del teatro religioso, que quedó reducido al desfile procesional de cofrades. Estos eran los que alumbraban con cirios las imágenes portadas por otros miembros de las cofradías, mientras sonaban los cantos del clero. En el siglo XIX se introdujeron otros elementos como las bandas de música, tal como las conocemos hoy en día. Para nosotros es un vivir íntimo y colectivo que nos congrega en torno a nuestras tradiciones y nuestro sentir como pueblo. Nos arremolina entre trajes oficiales de moros y cristianos, bandas en los pechos de capitanes, espadas, horcas o lápices. Y en ese espacio colorido y majestuoso, también capas, sombreros, tejas, mantillas y tacones.
Foto cedida por Mercedes y Carmen Sanjuán Blanquer. Associació Cultural Font Bona.