AUTOLACERACIÓN El adolescente en disforia entra a su habitación. Lava hirviendo es el interior de su cabeza. Quisiera no pensar, no ser, no sentir. Sufre, sufre el caos del mundo, el dolor vital. Su inocencia es estos días una flor de pétalos marchitos, pisoteados. (Abandono o rechazo: alternativamente perdido y perdedor: no poder más de lo que se puede). Toma la navaja guardada en su bota, —su amistad competencia ni traición— la aprieta en su mano como a un crucifijo y corta su pierna. No duele… ¡Cómo fluye sensualmente el ansia contenida! ¡Cómo se desliza la sangre sobando sus piernas y escurre calentándolo, ofreciéndole su benigno olor! Su placer se adivina en su lúcida sonrisa, en su aspecto tremendamente relajado. Finalmente abre de par en par las ventanas y ve lo que antes no veía: las palomas acurrucándose en un recoveco, el atardecer más hermoso que un sueño de amor donde viajan gaviotas haciendo formas juguetonas, ese cielo rosado y sublime como el suicidio. Y las nubes, las nubes, las nubes: las nubes que se embrazan fraternalmente. Acaso horroroso. Pero válido. Cada uno es dueño de su cuerpo y lo administra como le place
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