RECUERDO Y DELIBERACIÓN Los desesperanzados niños con encogidas piernas esperábamos —¿Esperábamos qué? No importa: sólo esperábamos— en el recinto sombrío. La noche había extendido ya su sábana de melancólico negro azulado cuando la jeringa punzante brilló a la luz de las débiles cerillas. El vagón vencido de la estación sin uso crujió lastimosamente cuando nos tiramos al piso y abrazamos nuestros cuerpos. La fiebre se aposentaría en nosotros por días. Pero todos estibábamos acostumbrados. Durante las siguientes nueve horas el vagón ascendió por el aire ligero, las estrellas se diluyeron en un cielo acuoso y algunos susurros salían de entre la neblina que nos rodeaba. Los árboles eran caracoles luminosos, y toda la visión un fosforescente sueño compartido. Podíamos ver las ternuras de la pasmosa noche a través de las ventanas radiantes, pasajeros de viajes perdurables, avecinados a nuestros cuerpos calientes, extasiados. Pobremente puedo tan sólo insinuar la armonía inexplicable que ante nosotros se desenvolvía, esos ritmos que eran de algún modo extracorpóreo aprehendidos, el sentido en expansión, el viento de formas envolviéndonos, sus mandalas descifrando la madeja absurda del presente. Lentamente cayeron fascinantes esféricos pétalos, copos de luz, pelusa, botones de fuego; y las líneas de todo se confundían, y los objetos se contraían. La risa traviesa de otros niños me hizo entender que nunca estuvimos solos. Había quienes entendían nuestros juegos en otro lado del mundo, y nos saludaban. Éramos inocentes y sinceros. Siempre lo hemos sido. II Con el boleto en mano, subo al tren de la ciudad parecido a un pesado gusano de hierro. Mi gastada gabardina abriga el vespertino diario
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