VOLANDO de Gimena Ríos

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VOLANDO

Historia de una migración escrita y tejida por Gimena Ríos

@de los textos y de la imágenes, Gimena Ríos edición contar la propia historia

Cracovia/Buenos Aires 2023

VOLANDO

Historia de una migración escrita y tejida por Gimena Ríos

A mi mamá que con su amor y paciencia hace todo más lindo.

A mi papá por su templanza y sabiduría en los momentos difíciles.

A todos los que nos animamos a abrir las alas para seguir volando.

...en el lento ejercicio de la escritura he lidiado con mis demonios y obsesiones, he explorado los rincones de la memoria, he rescatado historias y personajes del olvido, me he robado las vidas ajenas y con toda esa materia prima he construido un sitio que llamo mi patria. De allí soy.

Isabel Allende, “Mi país inventado” 2003.

I VOLAR

Llegó el día de volver a salir y necesitaba un barbijo. Tuve una crisis al tener que elegir forma, color y nivel de seguridad. Llevaba muchos días ya sin salir de casa por la cuarentena y todo me daba miedo.

Compré por internet barbijos que paradójicamente tenían un estampado de pájaros libres entre ramas florecidas y llenas de vida. Al salir lloré mucho, de bronca, de tanto extrañar, como si en el encierro también hubiera contenido mis lágrimas y ahora salieran por primera vez.

La cuarentena me transformó, convirtió nuestra casa, que era el sueño de un futuro brillante, en un refugio, en un escondite de la peste. Transformó mis hábitos, mi cuerpo, mi mente y mis sentimientos, nos fortaleció como familia en muchas cosas, pero nos destruyó en otras tantas.

La cuarentena transformó la forma en que concebíamos cómo era la vida y empezamos a replantearnos cuál era la vida que queríamos. Una vida más parecida a la que soñábamos antes de mudarnos.

Mudarnos, soñar y vida. Ahora escribo esas palabras todas juntas y me parecen una realidad muy clara pero no lo eran. En ese momento eran todo lo contrario, eran incertidumbre.

Ya con un solo empleo que tenía serias variables de inestabilidad, una noche decidimos discutir la posibilidad de irnos del país. Nuestra mejor opción: Cracovia, en Polonia, porque ya teníamos alguien ahí que nos podía ayudar a empezar.

Discutimos sobre el futuro, sobre economía, seguridad y política internacional. Analizamos variables intentando predecir un futuro más claro, más libre, más seguro. Lo primero fue acordar que cualquiera fuera la decisión que surgiera esa noche se mantendría por siempre sin reproches porque éramos un equipo. Un equipo de cuatro: Hernán, Zoe, Run y yo. Nos moveríamos todos juntos como siempre. Discutimos muchas cosas que ahora ni recuerdo, lloramos y reímos. Hicimos un pacto silencioso que sellamos con un abrazo, habíamos elegido un destino difícil y sabíamos que nos íbamos a enfrentar a miles de reproches. Sabíamos que el desafío era grande porque no hablábamos el idioma, porque entender la idiosincrasia de un país tan diferente al nuestro sería mucho más que emigrar.

Yo pensaba todo el tiempo en el vuelo. ¿Cómo soportaría un vuelo tan largo con tantas escalas? Hasta ese momento había volado dos veces en mi vida ¿cómo sería el vuelo que me llevaría a mi nueva casa? ¿cómo sería el vuelo con una niña de cuatro años y un perro adulto? Fantaseaba con ese vuelo, con la libertad, con empezar de nuevo, con abrir las alas, con esperanza. El tiempo durante la cuarentena pareció detenerse, pero la realidad de su paso me pegó una cachetada cuando el deterioro de Run se hizo más visible. Sus casi quince años de vida se le notaban en las patas, en el color ahora blanco del pelaje dorado, en la falta de apetito. Sus siestas eternas me hicieron darme cuenta de que estaba llegando el momento sobre el que habíamos bromeado muchas veces.

Ahora se veía terriblemente doloroso de enfrentar.

Empezamos a vender nuestras cosas, pensando en cómo continuaría nuestro proyecto de familia en un nuevo país. Mirábamos videos de viajeros por el mundo que pasaban por Cracovia, observábamos cómo era, cómo sería para nosotros. Empezamos por decidir cambiar hábitos y costumbres que nos ayudarían con el vuelo.

Decidimos sobre nuestra futura vida y sobre la de Run. Cuando ya no podía caminar se hizo evidente que no podría venir con nosotros. Le escribí una carta de despedida:

Te fuiste como viviste, con amor y todos juntos acostados a tu lado. La noche anterior hicimos todo lo que más te divertía, jugamos y comimos en el suelo, nos sacamos fotos y hasta imprimimos tus huellas en un papel. En dos cajas gigantes como vos, donde te escribimos cosas lindas e hicimos dibujos te acostamos junto a tu toallón. Te lloramos por primera vez. En un gesto de amor profundo Zoe te puso entre las patas un corazón tejido que descolgó de la puerta de su cuarto que yo, paradójicamente, había tejido para su nacimiento.

La despedida fue tremenda, solos.

Ahora éramos un equipo de tres, ahora tenía que pensar cómo sería el vuelo sin Run. Zoe me preguntó cómo iba a llegar Run al cielo. Le dije una mentira que yo misma me creí: ¡volando! Me refutó la respuesta con un: ¡pero si no tiene alas! Pero le van a salir hoy a la noche, le dije. Y la convencí.

A la mañana siguiente me desperté horrible, cansada de llorar. Un ruido extraño que venía de la ventana hizo que saliera de la cama. Al abrir la cortina, sorpresivamente una bandada de pájaros daba vueltas frente al balcón, podía escuchar el aleteo de sus alas tan cerca, tal vez estaban perdidos.

Me quedé perpleja mirando como volaban, pensé en Run, en la mudanza, en la sensación de libertad, pensé en los pájaros de mi barbijo y en el vuelo.

II OBJETOS

La mudanza de la casa blanca a la casa de mis padres fue divertida, de a poco clasificando y vendiendo se nos pasaban los días en la semana. Sacar las fotos, publicar, ir de viaje al correo a despachar los paquetes, vaciar la casa, fueron tareas titánicas que en el día a día no se sintieron tan difíciles. La casa blanca, como apodamos a la casa de Senillosa, quedaba a solamente veinte cuadras de la casa de mis padres. Todos los fines de semana eran pequeños viajes, pequeñas mudanzas.

Y así de a poco fuimos desarmando nuestra casa para acomodarnos en el nido de nuevo, que ocuparíamos por un tiempo hasta que tuviéramos una fecha más precisa para viajar.

Cuando Hernán y yo nos fuimos a vivir juntos hicimos de nuestra pequeña casa un hogar lleno de amor, juntamos nuestras cosas, nuestros estilos y la decoramos un poco con muebles nuevos y un poco con muebles heredados de nuestras familias.

En la cocina teníamos la mesa reciclada con el clásico pie de las antiguas máquinas de coser Singer de mi abuela, el revistero de mi suegra que tenía revistas de colección y un perchero de metal. Era quizás un dolor en la retina para cualquier decorador, pero para nosotros era el comienzo de nuestro viaje juntos, era nuestra casita. El centro de esa casa era un cuadro enorme que mandamos a hacer, réplica del cuadro que tienen colgado dos personajes de mi serie favorita, Friends. Ese cuadro representaba tanto para mí. Cuando llegaba de trabajar me detenía unos minutos a verlo porque no podía creer lo bello que era y con cuánto amor Hernán lo había conseguido.

Pesaba una tonelada, pero yo lo amaba.

Con tantas mudanzas, la sorpresiva llegada de la pandemia y el saber que no lo podíamos llevar a Cracovia, decidí venderlo. Durante el encierro no me animé a colgarlo, me despertaba añoranza y también la incertidumbre de no saber si nos quedaríamos ahí hizo que nunca lo colgara. Sabía lo que simbolizaba, sabía que representaba el sueño inconcluso de nuestra futura casa. Por momentos le tomé bronca, pero me propuse volver a conseguir otro.

Pensaba en cuánta importancia le damos a las cosas materiales a veces.

Tuve que desprenderme de cosas que adoraba y hasta regalé algunas que amaba profundamente. Tuvimos que vender el sillón, el cuadro que viajó con destino a la provincia de Córdoba. Me deshice de las mesas, las plantas, los adornos, pero también de creer que necesitamos objetos para ser más felices o más completos. Con cada cosa que vendía me repetía a mí misma: son cosas, son objetos, esto lo podemos reemplazar, de aquello conseguimos otro, mucho lo podemos dejar en Argentina.

Mis copas adoradas, una colección que reúne copas de todos nuestros antepasados, los míos y los de Hernán, las envolví cuidadosamente entre diarios y lágrimas.

Instalados en la casa de mis padres empezamos a buscar fecha de viaje, hacía ya tiempo habíamos hecho los trámites que nos faltaban. Los pasaportes y todo lo más terrible, que fue el papelerío, estaba listo.

En mi antiguo cuarto entró toda nuestra casa. Todo el camino que habíamos hecho hasta ahora estaba en ese cuarto, entre cajas, muebles y amor, mucho amor. Porque así nos mudamos y así nos recibieron, con amor, entendiendo y acompañando. Pero entonces para nuestra fortuna (y lo digo con ironía) a Hernán le avisaron que tenía que viajar a Cracovia para presentarse a trabajar cuanto antes y ahí todo lo planeado se volvió a desarmar. El equipo tenía que separarse.

El 24 de octubre todos reunidos en Ezeiza como un presagio de lo que vendría, anunciaron el vuelo con destino a Madrid y empecé a sentir un hielo correrme por la espalda y temblor en las piernas.

El nudo en la garganta de verlo irse solo me partió al medio y Zoe con su abrazo me volvió a armar.

Durante ese tiempo aprendí mucho, aprendí a hacer cosas que hacía Hernán por nosotras, retomé el gimnasio, la lectura y la concentración. Empecé terapia y empecé a tejer de nuevo. Una tarde, mientras todos dormían la siesta, buscando entre mis lanas encontré una bolsa llena de cuadraditos granny que había tejido durante la cuarentena, eran un montón y no sabía qué iba a hacer. Agarré una aguja de crochet y un ovillo de lana grande y los empecé a unir como si al unirlos pudiera unir los pedazos de mi vida que se estaba desarmando. Con el tiempo resultó ser una manta de colores, una manta que viaja conmigo y lleva todas mis horas de tejido en el balcón de la casa blanca, en el patio de la casa de mis padres y aunque sea algo material creo que ahora es mucho más que eso.

III

CELEBRAR Y ESPERAR

Me puse una coraza, me hice valiente para mí, para mi familia, para mi hija, para Hernán que estaba a millones de kilómetros. Me enfoqué en hacer que cada día que pasáramos distanciados fortaleciera el vínculo, el proyecto y los sueños. Me enfoqué en que el impacto de la migración fuera transitado lo más armoniosamente posible. Tengo la particularidad de enfrentar las dificultades como desafíos. Me aferro a mi humor y a mi ironía. Confío en los procesos.

Todas las mañanas al despertarme para ir a trabajar me repetía, ¡yo puedo! ¡Ya falta menos, yo puedo! Vamos a poder.

Me propuse celebrar todo: los cumpleaños, la navidad, el año nuevo, los casamientos. Cualquier mínima ocasión era motivo para reunirme con amigos y con la familia. Yo era la cabeza de la organización con el único objetivo de celebrar el aquí y el ahora.

Claro que en realidad fue más complicado, muchas noches me quedaba llorando y al otro día me costaba levantarme temprano, me ponía a tomar mate, miraba una película en el celular, me volví experta en hierbas medicinales para ayudarme a conciliar el sueño.

Aprendí a organizarme, compré valijas y empecé a armarlas con lo que sí o sí tenía que llevar, leía sobre migración, sobre lo que se extrañaba, sobre lo que duele y lo que no. Aprendí que los que se quedan también sufren.

Era mucho de todo, llegaron las fiestas y me propuse sentarnos todos en la misma mesa, sabía que no iban a ser las mismas fiestas de siempre, estas serían las últimas en Argentina.

La Navidad siempre fue especial en casa de mis padres, el mantel, la decoración, los ritos, los olores de la comida, la ropa y el viejo fantasma de mi bala perdida que me dio aún más motivos para celebrar. Se hicieron las doce y todos lloramos un poco de emoción y un poco de tristeza. Aunque en Cracovia eran ya las cuatro de la madrugada hicimos una videollamada y pensé:

¿Qué es una noche comparada con toda la vida?

De nuevo con una mezcla grande de sentimientos, de felicidad por estar todos sentados en la misma mesa, me hice la valiente, la mamá divertida. Bailamos, nos reímos, comimos y celebré a mi familia, a mi hija, a mis padres, a mi hermana, a mi suegra. Celebré la vida porque pese a las distancias siempre estaríamos juntos, unidos como una gran familia.

Pusimos una fecha, pensamos en el cumpleaños de Zoe, Hernán vendría a sorprenderla, juntaríamos ya las últimas cosas y nos iríamos, pero no fue así.

Como estaba bastante preocupada porque Zoe nunca había viajado en avión, decidí organizar unas vacaciones que incluyeran un vuelo en avión. También yo quería despedirme de mi lugar en el mundo, así que combinando ambos deseos nos fuimos con Zoe unos días a Necochea y volvimos en avión.

Como dije, me hice valiente, aprendí a hacer cosas que nunca había imaginado hacer. Tener la oportunidad de compartir esos días con mi hija me hizo repensarme como madre, como hija.

Me sorprendí una tarde charlando en la playa con Zoe, tomamos helado en las mismas heladerías donde iba yo de niña, le mostré lugares increíbles y la llevé a Sacoa donde su papá se pasaba horas jugando a los fichines en los veranos. Me animé a hacer cosas de las que me creía incapaz: sentarnos a cenar solitas en un restaurante, enseñarle a nadar o armar la carpa. Me animé a hacer un check in sola, vi su cara de felicidad, vi su cara la primera vez que vio el mar, la vi dejar de usar la mamadera.

Y todo trataba de compartírselo a Hernán porque sabía que cuando se volvieran a encontrar ya no sería un bebé sino una niña.

Toda esta experiencia ya nos estaba transformando, de nuevo el tiempo hacía estragos en nuestras vidas.

Nuestros padres que veían como crecíamos y apoyaban con amor esa decisión que les dolía pero que sabían era la mejor. Nuestros hermanos que estoicamente acompañaban ese proceso y nos ayudaban y sostenían con la complicidad que sólo un hermano puede tener. Los amigos, las juntadas, las reuniones, las charlas, los abrazos eternos que avecinaban la despedida.

Yo me propuse disfrutar de eso también, me propuse celebrar.

Un domingo, íbamos en taxi con Zoe al parque. Sentía en el movimiento constante de mis piernas como los nervios se escapaban por los pies. Hernán y yo habíamos discutido por teléfono una vez más. Sentía un nudo en la garganta y ganas de llorar que contuve para que ella no se diera cuenta, aunque en el fondo creo que percibió mi bronca porque a mitad de camino me dió la mano en silencio y me miró con compasión.

Nos bajamos acá, le dije al chofer, y nos bajamos a las apuradas después de pagar. Como era en la esquina caminamos una cuadra rumbo a la calesita. Al llegar compramos varias vueltas, subimos y entre vuelta y vuelta recibí un mensaje de Hernán. El mensaje decía: las extraño horrores y ahí mismo girando y girando me puse a llorar desconsoladamente.

Nos bajamos de la calesita de nuevo a las apuradas y busqué un espacio más tranquilo para respirar.

El nudo en la garganta era ahora un hueco en el pecho. Zoe me dio la mano de nuevo, se sentó en el pasto en posición de indio frente a mí, me hizo sentarme y me dijo: mamá, ¡vení sentate acá! ¿Qué te pasa?

¿Extrañás a papá? Yo asentí con la cabeza y ella me miró como si fuera la adulta y yo la niña. Con convicción y sabiduría me dijo: sólo queda esperar y en posición de yoga nos pusimos a respirar. Zoe, quien yo creía ingenuamente que no entendía nada, había entendido todo y para mayor sorpresa me lo estaba enseñando a mí.

No sé cómo pasé esos días, la incertidumbre me volvía a acechar, la ansiedad, los miedos, las despedidas.

Finalmente teníamos una fecha. Que Hernán volviera significaba también que ya nos iríamos a Cracovia. Como aquel 24 de octubre volví a sentir ese hielo correrme por la espalda y el temblor en las piernas, pero ahora parecía que se sumaban mariposas en la panza, me brotaron lágrimas de felicidad. Por fin nos volveríamos a abrazar, por fin el equipo se volvería a reunir y se terminaría la espera.

El regreso de Hernán fue una mezcla de emociones, Zoe con su cartel de purpurina dorada que decía “papá” llenó de brillos toda la ropa y de emoción mi corazón. Que mis padres nos llevaran buscarlo me dió mucha alegría, mucha seguridad y volver a abrazarlo de nuevo fue increíble.

Aprovechamos esos tres días de su estadía para alistar las valijas, comer cosas ricas y reunirnos en familia. Se pasaron muy rápido la verdad, pero aprendí a esperar y sobre todo a celebrar.

IV

VOLAR DE NUEVO

Llegó el día de viajar, de irnos, de abrazar por última vez a los que se quedaban en Argentina. Me sentía muy responsable de las lágrimas en los rostros de todos, de la angustia y la bronca, aunque también me sentía responsable por la tranquilidad de mi familia.

De nuevo la coraza, la fortaleza, el estar firme para todos, ser valiente.

El aeropuerto de Ezeiza, centro neurálgico de las despedidas y los encuentros, era para nosotros una puerta que se abría al mundo, una esperanza, unos cuantos vuelos también. Ese edificio monumental que fuera lugar de trabajo de Hernán me removía hasta las tripas y me estrujaba el corazón. Ezeiza es el mismo lugar en el que muchas veces vi partir y también llegar a mis tíos.

Ahora me iba yo y me llevaba una de sus valijas, la valija azul. Tanto se notaba que era de ellos que uno de los chicos del mostrador nos hizo un chiste al respecto y dijo: ¡se llevan hasta la valija del tío!

Y no me causó gracia porque era verdad.

Es una valija azul con esas hebillas fuertes y esa tela gruesa con cierres dorados y candado.

Despachamos las valijas y las vi irse por la cinta, la mía con una funda celeste y blanca con una inscripción que decía “aquí y ahora”, la de Zoe, la de Hernán, la valija negra y la azul de los tíos. Me llevé una mochila grande con mudas de ropa para Zoe, con remedios, juguetes, las cartas de las emociones, los cargadores y la bandera argentina. No la sentí pesada, pero pesaba, me llevé también el corazón lleno de recuerdos y al caminar de la mano con Zoe por el pasillo de embarque, cada tanto cerraba los ojos para ver esa imagen en mi cabeza que me mostraba por última vez a todos despidiéndonos. En el vuelo de Buenos Aires a París traté de descansar, me puse a ver una película que hace tiempo quería ver: Nace una Estrella, me hizo pensar en mi profesión. No iba a ser fácil, como locutora independiente sin dudas tenía que replantearme qué iba a pasarle a mi profesión y si sería capaz de atravesar esa transformación. Ya casi somnolienta la música me fue invitando a descansar más y más profundo y pensé que la banda sonora era increíble.

Y me dormí.

Estuvimos cuatro horas en el aeropuerto de París, hasta que subimos de nuevo a otro avión con destino a Ámsterdam, donde después de dos horas anunciaron el vuelo que nos llevaría a casa, ahora sí, después de veintitrés horas nos aproximamos a nuestro destino: Cracovia. Algunos profesionales dicen que la primera etapa al llegar es el enamoramiento, pero créanme que yo sigo enamorada de esta ciudad. Las calles, los edificios y la historia me atrapan. Ojalá lo siga sintiendo así.

Durante la primera semana, una tarde de verano en la que recorrimos la ciudad el camino nos llevó a cruzar un túnel.

Cuando me acerqué a la entrada del túnel escuché un violín y me quedé perpleja: la violinista estaba tocando la canción de la película Nace una Estrella. En la inmensidad sonora que producía el túnel, con la luz que entraba a lo lejos del otro lado, aún desconocido, aproveché el refugio y dejé caer unas lágrimas. La coincidencia me dio escalofríos, pero me sentí en casa.

Con el paso del tiempo también fueron llegando los cambios y la adaptación. Aprendimos a cocinar otras comidas, a saludar en polaco y a conmemorar otras celebraciones.

Mientras tanto Argentina ganó un mundial de fútbol después de más de treinta años y en la inmensidad de la noche del cielo polaco saqué mi bandera por la ventana para ver los colores de mi patria flamear orgullosa.

Al igual que me pasó en la pandemia, la migración también me transformó, cambié de casa, de vida, de país, cambié mis hábitos, pero esta vez es diferente.

Me abrí a lo desconocido, me dispuse a disfrutar de los cambios aprovechando las experiencias de mi hija y permitiéndole a la niña que fui disfrutar del momento.

Llegamos a Cracovia en primavera, la vegetación, las flores coloridas, los animales despertando del crudo invierno, cada ruido, color o variable climática me despertaban una nueva sensación. Conforme fuimos atravesando las estaciones descubrí que el invierno fue tremendo, pude soportar las bajas temperaturas extremas, pero lo que más me afectó fue la falta de sol durante el día. Me deprimía la idea de que anocheciera tan temprano y en un altibajo emocional me sorprendí una tarde haciendo angelitos en la nieve o tomando mate junto a mi incansable compañera que nunca se rindió y me sacaba una sonrisa. La cocina de casa tiene una ventana enorme y desde el piso once la vista de la ciudad es privilegiada. Los amaneceres que pude ver cuando llegué me hicieron sentir muy afortunada, la inmensidad del cielo, jugar con las formas de las nubes, las montañas Tatra de fondo, las cúpulas de las iglesias y el montículo Kościuszko iluminado por las noches.

Siempre la curiosidad me llevó un poco más allá y esta ventana me muestra que más allá siempre hay algo nuevo por descubrir. Descubro Cracovia cada día, pero también me descubro a mí misma con cada experiencia.

Ahora sé que Polonia es el país que acobija la zona de anidamiento más importante de aves migratorias europeas. Esas mismas aves, que veo cada tarde volar libres desde mi ventana, me recuerdan que aún con miedos e incertidumbres, migrar es volar.

Me enseñan.

Y me dan esperanza.

Porque la vida es eso, un vuelo.

Agradecimientos

El alma de este libro es la historia de mi migración contada a través de mis tejidos. Con la ayuda de Belén, Irene y Mária se convirtió en una experiencia maravillosa.

Es un honor para mí y agradezco muy especialmente a Nelvy Bustamante por escribir la reseña de la contratapa.

Gracias a Zoe por su sabiduría y a Run por la inspiración.

A Hernán, por ayudarme a contar parte de nuestra vida juntos.

A todos quienes nos acompañan en este camino: Romina, Sebastián, Marta, Tomás y a mis amigos del alma.

A nuestros padres por estar siempre.

Migrar-tejer.

Una migración contada con tejidos. Con tejidos de lanas y con tejidos de palabras. Migrar es extender un hilo que une y conecta lo que se deja en el lugar de origen con el presente que se vive en otra tierra. Porque para caminar en un nuevo espacio se necesitan los paisajes, las voces, los aromas; se necesita todo un mundo de afectos y vivencias que es preciso llevar porque es lo que ha constituido a quien emigra como persona.

Tejer para construir memoria, para no destejerse en la distancia y para poder decir, entre lazada y lazada, entre puntos corridos, nudos y algún agujero que “aún con miedos e incertidumbres, migrar es volar” y que “la vida es eso, vuelo”. Migrar como los pájaros, en busca de cielos más propicios, sabiendo que siempre se puede volver.

Entre la añoranza por lo que se queda y la esperanza en lo por venir la autora crea y recrea una historia en la que nos muestra cómo poco a poco va desplegando sus alas.

“Valiente hazaña ¡el vuelo!, ¡el vuelo!, ¡el vuelo!” escribió Antonio Machado en uno de sus célebres poemas.

Gimena teje. Esenciales tejidos de lanas y palabras que se entrecruzan para compartir una experiencia de las más fuertes que puede vivir un ser humano: la de migrar.

Nelvy Bustamante

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