“TODO SENTIR SE AQUIETA BAJO LA ABSOLUCIÓN DE LOS ÁRBOLES”1 (Jorge Luis Borges) A todos alguna vez en la vida se nos antojó contar la vida de los lares. Pago chico o pago grande, el relato brota a raudales. Somos parte de comunidades que necesitan transmitir la cultura de una generación adulta a una más joven. En la mayoría de los casos la oralidad sustituye a la escritura, y el boca a boca se convierte en un micro-relato que se perfecciona repitiéndose a medida que pasan los años y el público. Narrar es una necesidad desde que el primer grupo humano se encontró alrededor del primer fuego tribal. Por ello, describir la vida de una comunidad no es privativo de intelectuales (reunidos ahora alrededor del “fuego” de específicas reglas académicas). O no debería serlo. Estudiar y pensar la historia de los pueblos y hacer de ello un legado escriturado es decididamente una actitud política ideológica, porque implica asumir posiciones sobre la cronología del relato, los procesos de determinación de los hechos, situaciones y circunstancias; la elección de los protagonistas que implicará decidir quiénes serán los pioneros y héroes y quiénes villanos; y finalmente sobre los argumentos que solventarán el aquí y ahora del pasado, dictaminando la legalidad de los asuntos. En definitiva habrá vencedores y vencidos, y sobre todo, voces que se silenciarán para siempre. Lo que nos lleva a suponer que no habrá oportunidad para la neutralidad, ni siquiera la que se pretende esconder detrás de la ciencia, que no es neutral. Aquí el problema más significativo es que lo que está en disputa es la interpretación que se impondrá al colectivo de lo comunitario. Es una lucha sin cuartel. El forcejeo por imponer tal o cual sentido es fundamental porque será incorporado en la subjetividad, que más tarde o más temprano se internalizará. Por ejemplo, el relato de que Comodoro es un páramo, conlleva la idea que lo verde, las plantas, los árboles es un afán de locos delirantes, y terminamos poniendo cemento en todo el patio y finiquitamos el pleito defendiendo hasta el grado de la culpa aquello que nos daña. A veces imagino que Comodoro Rivadavia es una ciudad a la que le han arrebatado la libertad de la interpretación. Pero en realidad, es un patrón que se puede extender a todo lo patagónico. En el medio no hay nada. La belleza de los pueblos originarios desaparece en la cartografía mensurable del espacio como un territorio chato
y aburrido. La actividad política de los inmigrantes queda supeditada a los edificios que los conmemoran y la marginalidad de los desposeídos se justifica en lo poco que significan en la extensión de la tierra. Ninguna “esquina con una vereda rota” o “zaguanes de amores truncos”. Excepto raras excepciones (casi siempre proveniendo de poetas y escritores o artistas plásticos y algunos intelectuales) todo suceso es un decálogo de lo repetitivo. Hay historias para contar que todavía no tienen protagonistas ni nombres propios. Ni la del “Bagatelle”, el “cordón forestal”, “El rinconcito Amable” o la del ladrón heroico apodado “El descuerao” porque siempre usaba la misma camisa, y un día salvó a una familia de morir quemada. No entran en la similitud de los sucesos importantes y no cobrarán trascendencia intelectual para ciertas formas de la reputación. Así los relatos “menores” sufren calificaciones (este sí, este no), y “lo dicho” es objeto de racionalizaciones técnicas porque no consta de las suficientes pruebas y se lo desecha por ser demasiado simple. Necesitamos recuperar otras voces, otros relatos, otros formatos. En este sentido, Jorge Luis Borges a contrapelo de esta razón canónica, nos dio un ejemplo local. En 1923 publica su primer libro de poesía denominado “Fervor de Buenos Aires” (del que estuvo siempre falsamente arrepentido). Son poemas tristes que nada tienen que ver con el fervor, que tal vez es interno. Borges mira a la ciudad de Buenos Aires desde los costados del poema como retorno caprichoso a cierto realismo existencial cuando se da cuenta, que las palabras y las cosas son sencillamente parte de un juego con el lenguaje (Wittgenstein y Foucault juntos). Pero esto sería motivo de otro análisis.
Pues bien, en este primer libro de poemas (destaquemos lo de “primer libro” publicado con propio peculio) incluye uno de Comodoro Rivadavia que fue escrito en la visita que realizó en 1922 a su tío, el Capitán de navío Francisco E. Borges que era el comandante militar de la zona (quien le cede posteriormente el mando a Mosconi, nada menos). Pero esa es otra historia. Jardín Zanjones, sierras ásperas, médanos, sitiados por jadeantes singladuras y por las leguas de temporal y de arena que desde el fondo del desierto se agolpan. En un declive está el jardín. Cada arbolito es una selva de hojas. Lo asedian vanamente los estériles cerros silenciosos que apresuran la noche con su sombra y el triste mar de inútiles verdores. Todo el jardín es una luz apacible que ilumina la tarde. El jardincito es como un día de fiesta en la pobreza de la tierra. Jorge Luis Borges. Yacimientos del Chubut, 1922 El poema es exquisito. Para Borges la palabra que definía a la Patagonia era “desolación”. Zanjones, sierras ásperas, temporal de arena y un fondo del desierto que las produce, y un corolario de cerros silenciosos, además de estériles y definitivamente impotentes. Aliados de una oscuridad mortecina porque según Borges “apuran la noche con su sombra”. Lógicas del lado oscuro. Pero si Comodoro Rivadavia es pura desolación de leguas y leguas de