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Dónde va a parar

Dónde va a parar

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Eduardo Martín Zurita

A MARITA se le abría tanto la boca que parecía la de un buzón. Se le agrandaba a intervalos lo suficientemente cortos como para darme a entender que algo no marchaba entre nosotros. Y qué podía hacer yo sino corresponder con otra apertura bucal al más puro estilo leonino. Eso de los bostezos es de lo más contagioso que existe en el mundo. Colocando la palma de la mano delante de los labios, y retirándola después, le dije:

—Deberíamos hablar, ¿no lo crees tú así?

Ella bajaba y subía la cabeza en señal afirmativa.

Desde que Luisito se marchó a Miami no levantábamos cabeza. La casa se nos venía encima. El servicio no servía más que para agobiarnos. Un palacio por casa y las vidas nuestras se desenvolvían a cuerpo de rey, con menos gastos sin Luisito, es decir, con la posibilidad de darnos más caprichos.

Pero no había manera de que esbozáramos la más tímida de las sonrisas. Reír se había convertido en una prohibición para nosotros. Siempre con caras de funeral y gestos de lo más retraídos. De qué te quejas, le escupí a Marita, pero no en sentido recriminatorio sino por hablar de algo.

—Si lo que yo tengo es el «joyesterol» alto —se lamentó, llevándose la mano, sin llegar a acariciarlo, a uno de los pendientes de oro rosa con diamantes, y yo, naturalmente, no esbocé ni la más tímida de las sonrisas. Permanecí como si me hubieran tensado con algún raro aparato todos los músculos de la cara. Miré al jardín, el viento había cambiado de dirección. Los lirios del valle parecía que fueran a colarse por las cristaleras en el salón “C” del ala norte, donde nos encontrábamos repantigados en un chéster revestido con pieles de pantera negra. Incómodos. Me solté:

—Tenemos lo que año tras año hemos ido sembrando. ¿No queríamos que nuestro hijo tuviera la mejor preparación posible al margen y además de su titulación universitaria? ¿No se veía venir lo de la crisis económica? ¿No ha sido Luisito, ya desde niño, modélico, tanto como para no darnos el menor de los problemas? Vamos, ni un simple chichón nos trajo nunca a casa. Era lógico que terminase buscándose la vida lejos de aquí. ¿De qué hemos de quejarnos entonces? No me digas que hubieses preferido tener un golferas por hijo, dando tumbos de un lado a otro y chuleándonos los dineros, sablazo va, sablazo viene, para irse tras las faldas, tras la droga o tras de los artículos más lujosos, más fashion. Tenemos el arbolito que hemos plantado, regado, abonado y desinsectado con todo rigor. Ella me respondía, siempre que le iba con las mismas:

—Tienes razón, pero... —y cerraba los ojos sumida en cualquiera sabe qué fantásticas ensoñaciones o certeros razonamientos que guardaba para sí. Se llevaba la mano al pecho y no paraba de suspirar mientras contemplaba las manchas que la edad había conseguido que brotaran en la mano libre. Me quité las gafas. A Marita no le gustaban. Con la moldura antigua y oscura.

Beltrán, el mayordomo, nos miraba sin pestañear, implado como un búho.

A nuestro hijo, de la mejor especie de aves voladoras, de las que respetan los nidos ajenos, la maldita situación del país no le permitía encontrar un trabajo digno y era de presumir que eso no fuera a cambiar mucho en el futuro. Luisito no regresaría cuando edificase en Miami una vida que cada vez tenía más afianzada. Seguro que terminaba viviendo al lado de Alejandro Sanz o algo parecido. Nuestro hijo no era un caradura de larga duración predispuesto al despiporre. Hablaba un inglés perfecto. Es muy guapo además: muy parecido físicamente a Marita y tiene una voz de locutor de documentales sobre la naturaleza, bastante aproximada a la mía. Había conocido, además, a alguna chica, una en concreto con la que andaba haciendo planes. Las fotos que nos enviaba cada cierto tiempo, vía e-mail, nos trasladaban, sin posibilidad alguna abierta a la duda, la imagen de un ser feliz donde pudiera haberlos.

Un día, después del desayuno, cogí a Marita de la mano y le espeté:

—¿No me seguiste una vez cuando era más pobre que una rama tendida en el suelo? Pues confía en mí y sígueme de nuevo. Esto no es vida. Y cada vez tenemos más cercano el cierre de nuestro ciclo vital.

Amelia, el ama de llaves, nos ponía unos ojos como si estuviéramos locos los dos. Locos de remate. Se la veía como azorada, seguro que dándole vueltas en la cabeza al hecho de que su puesto de trabajo corría un serio peligro si Marita daba por buena la propuesta que terminaba de formularle. Y corrió a hacer partícipe de mi oferta al resto del personal que teníamos contratado, tirándose de los cabellos.

Cerramos la casa y echamos a andar con poco más que con lo puesto. Yo me lo había pensado y repensado y era cierto que ella se resistió un poco, pero repetíamos las palabras de San Francisco de Asís: «Yo necesito pocas cosas y las pocas que necesito, las necesito poco». Y nos abrazábamos con ganas y perpetrábamos contra nuestras mejillas los más sonoros de los besos. Y nos hacíamos cucamonas también como cuando éramos jóvenes. Ver para creer. Me hundí las gafas en el puente de la nariz.

Un segundo después las tiré a un contenedor. Alguien las utilizaría.

Los dos gritamos ahora a cualquiera que pase cerca, aunque le importe un pito: en el chalet palaciego, nos encontrábamos atenazados. Ahora ya no viviremos para estar pendientes del alza o la bajada de los tipos de interés, del IBEX y el resto de los índices económicos, ni va a importarnos lo más mínimo que los demás, a juzgar por nuestros hábitos, vayan a tenernos por un par de mendigos. Ahora, cansados de hacer de lo nuestro habladurías de todos, a través de las lenguas expansivas del servicio, vamos a correr las cortinas de la cabina tan destartalada donde hemos fijado nuestra residencia, anacoretas amateurs.Y nos mediremos por la capacidad de hacer amigos, de esos que se rasgan las venas con tal de servirte en una transfusión. Que son capaces de darle la vuelta al sol si te molesta. No vamos a aburrirnos, cerca de la cabina pasa el tren. Y hay un charco que no se seca, donde podremos dar paseos con las katiuskas, bien cogidos de las manos. Esto no es cosa de todos los días. Se terminó aquello de tener dos plazas de garaje, una para aparcar el coche último modelo, valga decir el Lamborghini Centenario, y mirarlo de cerca, y la otra para poder admirarlo en perspectiva mientras

lamíamos nuestros labios. Solo íbamos a echar de menos a los caballos frisones. Esperemos que estén los nobles brutos en buenas manos. Y nosotros a no parar de reír y a sonreír mucho. Uso lentillas. No sé qué ha sido de las manchas en las manos de Marita, ya no las tiene.

En recuerdo de Eduardo.

Amigo, tus historias iluminarán siempre cada rincón de este Callejón.

Eduardo Martín Zurita (España)

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