Número 8
Dónde va a parar
Eduardo
Martín Zurita Necesito pocas cosas y las pocas que necesito, las necesito poco… A MARITA se le abría tanto la boca que parecía la de un buzón. Se le agrandaba a intervalos lo suficientemente cortos como para darme a entender que algo no marchaba entre nosotros. Y qué podía hacer yo sino corresponder con otra apertura bucal al más puro estilo leonino. Eso de los bostezos es de lo más contagioso que existe en el mundo. Colocando la palma de la mano delante de los labios, y retirándola después, le dije: —Deberíamos hablar, ¿no lo crees tú así? Ella bajaba y subía la cabeza en señal afirmativa. Desde que Luisito se marchó a Miami no levantábamos cabeza. La casa se nos venía encima. El servicio no servía más que para agobiarnos. Un palacio por casa y las vidas nuestras se desenvolvían a cuerpo de rey, con menos gastos sin Luisito, es decir, con la posibilidad de darnos más caprichos.
Pero no había manera de que esbozáramos la más tímida de las sonrisas. Reír se había convertido en una prohibición para nosotros. Siempre con caras de funeral y gestos de lo más retraídos. De qué te quejas, le escupí a Marita, pero no en sentido recriminatorio sino por hablar de algo. —Si lo que yo tengo es el «joyesterol» alto —se lamentó, llevándose la mano, sin llegar a acariciarlo, a uno de los pendientes de oro rosa con diamantes, y yo, naturalmente, no esbocé ni la más tímida de las sonrisas. Permanecí como si me hubieran tensado con algún raro aparato todos los músculos de la cara. Miré al jardín, el viento había cambiado de dirección. Los lirios del valle parecía que fueran a colarse por las cristaleras en el salón “C” del ala norte, donde nos encontrábamos repantigados en un chéster revestido con pieles de pantera negra. Incómodos. Me solté: —Tenemos lo que año tras año he19