![](https://stories.isu.pub/60115226/images/59_original_file_I0.jpg?width=720&quality=85%2C50)
7 minute read
Atahí
![](https://stories.isu.pub/60115226/images/59_original_file_I0.jpg?width=720&quality=85%2C50)
Atahí
Advertisement
Margarita Wanceulen
SABÍAMOS QUE DEBÍAMOS ACTUAR rápido. Que la tardanza no era buena en su caso. Ya lo dijo la abuela, habría que haberlo atado a un árbol. Eso ocurrió aquel verano de 1914, cuando en el pueblo corrían vientos de revoluciones y de guerras. Cuando los caballos relinchaban durante la noche llevados por hombres con sangre hirviente y negra. Y sin embargo él, allí se encontraba, cada vez más gordo. No criamos un niño feliz, pero eso fue culpa de todos. Y eso se produjo en los silencios, unos silencios que corrían por toda la casa y donde cada uno éramos el enemigo de los demás. El único nieto de la dinastía de los de Angulema debía ser un héroe de la patria, de la guerra, de las artes. Un niño gordo al que todos amamantábamos y no solo su ama de cría.
El patriarca de los Angulema buscó varias hembras rollizas de grandes ubres a las que primero probó con la carta de libertinaje que habían concedido en aquellas tierras mestizas a los patriarcas de su estirpe: gente sin piedad, no brava, sino sin conciencia. Sangre de colonizadores furiosos que corría por su cuerpo, aliñada con la rabia concentrada de los esclavos. Todo aquello era el poso que pensábamos que debía correr por aquellos brazos de niño recortado, de piernas y brazos cortos como todos los varones de los Angulema.
La leche brotaba de aquellos inmensos pezones como rebosantes de una pervivencia que daría para amantar aquella nueva criatura concebida en una cama algodonosa por el amo y por su esposa: una señoritinga española, pero mestiza, como todos nosotros.
El día del nacimiento del niño gordo nos hizo a todos asistir al alumbramiento. La más vieja de la calle, la tía Ranira ya lo predijo: que allí no se estaba cociendo nada bueno. La señoritinga de piel blanqueada y dientes adornados con perlas, traería un ser abominable que no tardó en aparecer delante de todos los familiares y el sacristán incluido, que saboreaba el momento, ya que rara vez había visto la entrada a los placeres tan de cerca. Lo primero que nos extrañó a todos era la envoltura de aquel engendro. Una viscosidad verde de flujos y de sangre. Los médicos se miraron los unos a los otros, aunque en aquella selva hiriente y putrefacta no podíamos esperar que los dioses Juntú nos fueran favorables. Para eso tendríamos que haberle untado a la parturienta los genitales con aceite de guaramisa mezclado con linóleo de la primera prensa y perlas traídas de los arrecifes, capturadas a primera hora de la mañana. Ponle emplastos, me decían. A mí, que solo era Menguá, la esclava india, que en el lenguaje de los indios Kokione significa la «no usada». Corre, corre, continuaban. La esclava Menguá se esforzaba en recuperar aquel engendro que a todos asombró en la hora de su nacimiento. En primer lugar, salió del vientre materno hablando, hablando una lengua desconocida para casi todos los allí presentes, pero no para mí. Se trataba de la lengua Aititone que, según las leyendas que yo había escuchado durante toda la infancia en la tienda que ocupábamos mis padres y yo, se trataba de la primera lengua que había ocupado el mundo, compuesta de tan solo ciento cincuenta palabras, llenas de sonidos guturales que el niño gordo gorjeaba sin ningún conocimiento.
Mi abuela, también esclava de los endiablados Angulema, comenzó a temblar por aquellos primeros vocablos: Ihiá, ihiá… A las primeras palabras, muchos de los allí presentes corrieron como si hubiesen visto al mismísimo diablo. El niño gordo continuó: Ihíá, ihiá. De los allí presentes nadie, salvo las dos esclavas, conocían el significado de aquellas dos palabras. Mi abuela temblaba como una hoja de rodomira cuando los vientos soplan cara al norte presagiando el invierno. Conocía perfectamente lo que significaban aquellas palabras en la lengua Aititone.
Con el correr del tiempo y cercano ya a los doce años, aquel engendro continuaba creciendo. Los más osados, calculaban que en la más extrema de las cenas había llegado a pesar los cuatrocientos quilos. Los ojos se los debían lavar casi a cada segundo, solo el roce de las mejillas le hacía frotar los párpados y sufría de una extrema irritación. Tan era así, que hicieron venir a curanderos llegados de todas las partes de la tierra;
![](https://stories.isu.pub/60115226/images/61_original_file_I0.jpg?width=720&quality=85%2C50)
el niño gordo sufría de laceración por todas partes. Ninguno de los doctores extraídos de tierras tan distantes, adivinaban cuál podía ser el término medio de toda aquella desmedida. El niño continuaba utilizando la lengua arcana que salía de su boca como si hubiese descendido de esclavos, en lugar de comportarse como el único heredero del gran capitán de los Angulema. Solo mi abuela y yo entendíamos todo aquel desaguisado. Quiero morir, decía mi abuela que bramaba aquel niño gordo: Ihiá ningurata, repetía una y otra vez. Ihiá ningurata, clamaba en medio de un desierto. Muchas eran las viandas que utilizaban para transportarle la comida, hasta que al final, cansados de tanto cargar, crearon un mecanismo por el cual la comida iba conectada a unos tubos al que enganchaban al niño gordo desde la cocina.
Todos los colgajos de carne que le sobraban, se los recogían en artísticas lazadas. Colgajos de carne estéril que se entrelazaban con lazos de bambú de diversos colores o lazos de seda enviados por alguno de los principales prebostes de los Angulema que sabían que todo aquello no podía ser cierto, que los comentarios exagerados de sus familiares, la otra parte de los Angulema, estaban trastocando la realidad. Aquel niño no podía constituir tal deformidad.
Custodiaban la cama del niño seis soldados extranjeros fuertes y jóvenes que hizo traer el padre de una tierra recién descubierta. Seis custodios bien pagados que darían su vida por defender la del niño gordo.
A su lugar de descanso solo nos acercábamos su padre, para ver el desarrollo diario de su hijo y heredero absoluto; su madre que se quedaba a la puerta del dormitorio; y, sobre todo mi abuela, que era la mucama principal y yo. Nadie más que nosotras, conocía la lengua en que se desenvolvía el muy ladino. Itiane arurae. Me estoy muriendo, decía con las manos pringosas de tocino. Arurae, arurae. Dejadme morir, nos decía y las lágrimas no podían salirse ya que la gran bola de sebo le taponaba los ojos. Para eso hacía falta que viniera la cuadrilla de desagües que a diario lo limpiaban de las salivas, de los excrementos, de las lágrimas que en muchas ocasiones le causaban graves infecciones que nosotras les curábamos. Arurae tintika, le decía mi abuela sin que nadie se diese cuenta. No desees morir, ya vendrá con el tiempo necesario, le respondía ella.
A la abuela y a mí nos daba pena aquel ser indefenso: Tataratí arurae, le decía yo acercándome a la cama. Si pudiera lo haría, te ayudaría a morir, pero morir bien, como los viejos de mi tribu que conocen el punto exacto donde deben retirarse de todos y dejarse caer. Yo nunca había conocido aquel suplicio de hombre joven. Sí conocía cuándo los viejos llegaban al final de sus días y cómo los demás le correspondían en regalos, en abrazos, en caricias, cuando se apartaban y se dejaban morir al frío de la montaña helada o en medio de la noche del desierto. Eso era ser un hombre para mí y para mi abuela. Pero eso aquí no contaba, al menos no contaba demasiado.
Un día el patriarca de los Angulema ordenó:
—Ensillad todos los caballos, yeguas, mulos y bueyes que encontréis en mi rancho. Nos llevamos a mi hijo a tomar las aguas de las termas de la cordillera de Tunay. ¡Rápido!
Casi cincuenta hombres fueron contratados para tal expedición. Una poderosa empresa española creó un galeón de tierra que nunca surcaría el mar, a esto le unieron ingeniosos mecanismos por los cuales el niño gordo pudo atravesar los casi cien quilómetros que le separaban de aquella gran pila bautismal de casi cien metros de ancho que le tenían preparada. Asistió el arzobispo que ordenó la misa y trescientos sacerdotes que juraron ser fieles a dios en aquellas tierras durante el resto de sus vidas. El niño gordo sumergido en aquella inmensa pila bautismal creada al efecto lloraba y hablaba, pero nadie lo entendía, salvo mi abuela y yo. Arurae, arurae, decía solo una vez asfixiándose. Arurae, arurae, lograba articular solo una segunda vez. Lo habían vestido con lienzos de lino que cubrían las llagas de su enorme cuerpo de casi cuatrocientos quilos.
Lo peor fue en el camino de vuelta. El tiempo se complicó y un gran aguacero propio de aquellas tierras, cayó sobre el galeón seco del niño gordo. Terminó lloviendo con la fiereza de los vientos, con la furia de los volcanes, con el crepitar de las ramas, con una lluvia enardecida que hacía rodar a su paso todo lo que resbalaba: piedras, guijarros; todo lo arrancaba a su paso. ¿Nadie había pensado en que podía ocurrir todo aquello? Mi abuela y yo lejos de amedrentarnos, supimos escondernos en un buen lugar seguro. Sabíamos mucho de todas aquellas tierras y de todos aquellos lodos. Solo había que guardar la calma, buscar un rincón resguardado por el viento tras una gran roca protectora y esperar, esperar.
Aquella gran tormenta duró lo que el nacimiento de un becerro o la salida completa de la luna. El ejército de hombres poderosos huyó ante la ferocidad del paisaje y del clima. Fue entonces cuando escuchamos en la oscuridad, el aullido del hombre de Angulema. Faltaba poco tiempo para que el sol asomara en sus primeros rayos en el horizonte y en él reconocimos el grito desgarrado de un padre que acaba de perder a su hijo. El niño gordo no estaba allí donde lo habían dejado a buen recaudo al comenzar la tormenta. La lluvia había arrancado el par de anclas. Corrimos tras las huellas del galeón. Mi abuela y yo somos buenas rastreadoras. Fueron días y días trasegando por la zona, miles de pinchos en las piernas, la piel embrutecida por la dureza del sol en aquel rellano. Y, aunque el de Angulema hizo traer a más y más hombres, mi abuela y yo continuamos buscando el rastro, la pista era perfecta, una hendidura bien profunda que se perdía más allá en la montaña. Pero el padre Angulema no desfallecía, bramaba y blasfemaba por todas las esquinas de aquella selva inquieta. Cuando ya pasaron muchos, muchos más días, varios de los hombres enfermaron por unas fiebres desconocidas para nosotros. Pero el padre continuaba con la misma persistencia y autoridad con que había ordenado aquella batida, con la misma iniquidad con
![](https://stories.isu.pub/60115226/images/63_original_file_I0.jpg?width=720&quality=85%2C50)
que nos había azotado al escucharnos hablar con su hijo, con la misma ceguera con que había ordenado aquella expedición. Por eso nunca le contamos lo que mi abuela y yo habíamos encontrado una tarde en que ya nos dábamos por vencidas en la búsqueda: las marcas del galeón impresas en la tierra justo hasta el río Maraná, uno de los más caudalosos de la tierra. Hasta allí había llevado el ciclón de la tormenta al niño gordo montado en su barco expresamente construido para él por orden de su padre. Tampoco le contamos las palabras que encontramos en la orilla: Araré, araré. Su súplica como un espanto: ¡Dejadme morir!
Margarita Wanceulen (España)