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Turbulencias del corazón
Turbulencias del corazón
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Ángel Saiz Mora
TUVE QUE ROZAR las nubes para darme cuenta de que los ángeles existen de verdad. A más de dos mil kilómetros de altura comprendí que aquella azafata estaba destinada a convertirse en mi salida de emergencia, solo ella podía ser el chaleco salvavidas de este náufrago solitario.
Nadie suele hacer demasiado caso cuando un miembro del personal de cabina explica las normas de seguridad. Sin embargo, esa joven y sus gestos a mí me hechizaron para siempre. Quedé con la boca abierta, la barbilla temblaba, no era consciente de que las babas caían sin control. Sin duda era la mujer de mi vida. Ya solo tenía que conseguir que ella también se diera cuenta.
Conocerla se convirtió en una prioridad, como también que supiese que existo, pero las cosas que merecen la pena no suelen ser sencillas y aquí comenzaron las dificultades. Ella, con don de gentes, gran simpatía natural y conocimiento de idiomas; yo, tímido patológico, no fui capaz de dirigirle la palabra durante todo el vuelo. Al regreso de ese viaje de trabajo, ya en casa, calculé sus turnos para coincidir de nuevo. Ardua y costosa tarea. Tuve que comprar gran cantidad de billetes de ida y vuelta con la misma compañía, fueron múltiples los intentos que hice para calcular su presencia, pero no me importó, se trataba de una inversión necesaria, una apuesta que llevaría hasta las últimas consecuencias. Tras múltiples ensayos de prueba y error logré descubrir sus horarios con exactitud. Ya solo era cuestión de tiempo.
Antes de embarcarme vertía sobre piel y ropa frascos enteros de las perfumerías del aeropuerto, hasta el punto de intoxicar a algunos pasajeros, pero sin lograr con ello atraer su atención. En cada viaje traté de cambiar el atuendo: unas veces traje y corbata, otras americana informal, o camisetas llamativas, algunas muy cursis, en la que se podían leer mensajes como «necesito amor», en castellano, o «I need love», en inglés, para que pensara que yo también dominaba los idiomas como ella, aunque fuese mentira, pero era inútil, nunca se daba por aludida, ni conseguía que me mirase con interés. Tampoco mostró ninguna curiosidad cuando en uno de los trayectos me disfracé de Elvis Presley. No servía de nada que pidiese algún producto de la revista, o que exigiera una fabada asturiana, que sabía que no tenían. Tras meses de intentonas penosas y fallidas llegué a la triste certeza de que, hiciera lo que hiciese, jamás llamaría su atención. Ella me trataba igual que a cualquier viajero. Reconozco que me desanimó tanto que estuve a punto de dejarlo.
Por fortuna, todo eso va a cambiar dentro de poco, estoy seguro. Cuando se recupere de la baja y vuelva a verme las cosas serán muy distintas. Nunca podrá olvidar a quien le puso la zancadilla, con disimulo, en el estrecho pasillo del avión.
Ángel Saiz Mora (España)