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El intruso
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El intruso
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Silvia Amezcua
EL DÍA QUE EMPECÉ a despedirme de ti escribí el principio de esta historia. Un triste golpe de efecto, si tenemos en cuenta que la idea me venía rondando la cabeza desde hacía lustros. Sin cuaderno ni teclado, en aquel lugar al que nunca he vuelto, la necesidad de verter palabras deshizo el nudo que oprimía la parte interna de mi garganta. Más que uno fueron varios los nudos que me liberaron, ataduras inconexas, profundas, complejas. Un día alguien me dijo: «Debes llorar más, desahogarte.» Hoy me encuentro aquí, sobre este escritorio, llorando palabras.
La nuestra fue una historia cualquiera convertida en música para nuestros oídos, pero sin vuelco sinfónico. Sin más detalles, no nos interesaba la utopía de lo nuestro. Siempre lo vivimos como algo real y asequible a nuestros sentimientos, convencidos de que la ficción solo la encontraríamos en las historias de los libros que compartíamos. Nuestra presencia se derretía con la tenue luz de las velas y su reflejo reproducía nuestro temblor desnudo.
En el centro de esta historia está aquella casa, la nuestra. Una y otra vez volvía a visitarla desde la distancia. Aquel día paseaba hacia el destino irremediable que elegían mis pasos, embebida en mis pensamientos, no fuera a ser que escaparan de mí y quedara ni por un momento liberada de requiebros y demás tormentos varios. A cada paso, el empedrado reproducía un sonido de fondo solo ahogado por las polifonías que emanaban de mi propia azotea. Se trataba de ese primer instante en que cesa la tormenta y el aire es inquieto y húmedo, con olor a lluvia ausente. Giré la esquina apenas sorteando el pequeño puesto de flores que me había alegrado las mañanas desde la ventana de nuestra alcoba. Recordé aquellos ramilletes que la vendedora hacía con las flores que la brisa había desprendido de los vestidos de las mujeres. Después aguardaba inquieta a que aparecieran los nuevos brotes. Qué belleza emanaba de sus manos y de sus inquietos nudillos abultados. En ellas cobijado, un mapa de delicadas arrugas.
Reconduje mis pasos y apareció a cierta distancia, aunque no tan alejada como para no permitirme apreciar lo que iba a descubrir, nuestra casa.
Desnuda y adormecida por un infiltrado, un singular haz de sol que rezumaba de entre las nubes, solía habitarla la soledad que escapaba a través de los grandes ventanales. Si bien esta vez, desde la calle, vi lo que creí reconocer como un intruso en nuestra ventana. Había abierto una contraventana y permanecía inmóvil mientras me observaba. Le emulé y permaneció el encuentro de nuestras miradas suspendido al capricho del viento. No fui capaz de articular palabra.
Inmóvil y petrificada, la visión sesgó de cuajo los recuerdos y pensamientos que me habían venido acompañando durante años. Con leve latido y constreñido en el puño, mi corazón reparó sin miramientos en que aquella que nos perteneció era ahora morada de otras vidas, quizás refugio de otra historia como la que fue la nuestra.
Entendí que hasta ese instante había perseguido tu reflejo por los charcos que el cielo sembraba con mis lágrimas.
Tal aparición, unida a aquel interminable día de lluvia, desdibujó tu rostro, tus manos. Se esfumó la indómita rebeldía de tus ojos. Tus palabras languidecieron en un silbido sordo y continuo en mi cabeza. Y se agrietaron los recuerdos como se agrietan los mares de sal y solo las nubes los curan en la época de lluvias, para resarcirse luego con su reflejo imperdurable.
Desde aquella tarde mis noches devinieron opacas, mis veladas salpicadas de lluvia intensa. No he vuelto a nuestra casa. Ya no palpo tu cara, tu boca se aleja, ya no baila esa peca a merced de tu sonrisa, tu abrazo se pierde en una negrura espesa. Ya no evoco tu voz; no hay timbre que la sustente. Y apenas llegan los recuerdos a ser retales de tu olvido.
El silencio retumba ahora en mis oídos. Las risas, las carcajadas, que tan reales me habían parecido, se quedaron en aquella casa, como el eco de las sonrisas en la comisura de nuestros besos. Festejaban otra época, otra vida.
Desde entonces son los cielos encapotados los que cuentan nuestra historia. Los únicos en percibir el chasquido de aquella cerilla fortuita, en el instante en que uno frente al otro prendimos el fósforo y ardieron sensaciones frescas. Y tanto la consumimos que de la pasión hicimos ascuas y de las ascuas rescoldos. Hoy debo aceptar que solo quedan cenizas que dispersa el viento en días nublados. Que empiezo una vida nueva rodeada de aquellas flores que cayeron marchitas y que renacerán pronto y se sujetarán de nuevas sonrisas. Que volverán a emanar de mis libros nuevas melodías de amores despiertos.
Ya resta mi maleta deshecha de recuerdos. Y es que hoy quiero un vestido que sea largo e inquieto y que vuelen sus flores sujetas al viento.
Cada mañana la aguja del tocadiscos se empeña en reproducir nuevas baladas; el segundo triunfal de un cruce entre dos miradas, la agitación, la sacudida interna, la palpitación acelerada. En contacto con el vinilo antes sonaba a película antigua, de cine mudo. En blanco y negro y con aquellas manchas esporádicas que impregnaban la pantalla. Entre tú y yo ya no hay nada.
Y amanecerán los días en que desde mi balcón mire al cielo y vea el cobrizo de la mañana diluirse en un azul inmenso para consumar el día en la ardiente locura del carmesí violáceo. Pues ya no sigo tus pasos ni deshago los míos. Ya me arranco esa lágrima que congelada, me quema. Ya apago la última luz de la estancia y a tientas llego hasta mi alcoba hilando los pasos sobre una cuerda tensa a demasiados metros del suelo con la certidumbre de no caer jamás. Con el permiso de esta lluvia entrometida desnudo mis hombros y me desprendo de la última caricia de seda que cae fulminada. Ya me deshago entre sábanas, ya me envuelven suspiros.
Adiós, recuerdo. Escribirte fue más de lo que nunca soñé y no fueron pocas las noches que te entregué mis sueños.
Silvia Amezcua (España)
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