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Carta apócrifa de Sancho Panza a Teresa Panza
Carta apócrifa de Sancho Panza a Teresa Panza
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Enrique Mochón
SI CUENTO NI CUENTA SON, Teresa mía, las aventuras que mi señor don Quijote y yo estamos hallando en esta partida, y aunque han sido algunas con buen término, las ha habido más en que hemos salido tan mal parados que si en su conclusión mis deseos de volverme a casa no han logrado su empeño ha sido por culpa deste tozudo apego que, al ir pasando los días, he acabado por tomar al loco de mi amo.
Pero mentiría si no te dijera otras razones que, unas con otras, me retienen dando tumbos y sufriendo descalabros por estos llanos sin fin. Una es, como tú ya conoces, la esperanza de recebir algún día el premio de una ínsula o, a lo menos, la de encontrar un grande tesoro con el que hacerte señora. Mas resulta que la mayor dellas es una que ni por pienso acertaría a explicarte, porque ni yo mesmo la conozco, pero que tiene que ver con la costumbre y las querencias que el cuerpo y la voluntad llegan a tomar destas, hasta el punto de seguir porfiando en una empresa que a menudo se me muestra sin sentido y de la que harto mejor haría alejándome cuanto antes y de una vez por siempre. Y es que hete aquí que, siendo mi natural tranquilo y mi persona dada a no buscar cosa que turbe esta mansedumbre, los días en que nada nos ha ocurrido han sido los que más mermádome han las ganas. No han sido pocos estos, y hasta más los que hemos andado tan perdidos y alejados de cualquier villa, que no habríamos sabido decir si íbamos o veníamos.
Fue al final de una destas jornadas sin historia que nos aconteció la que hoy me dispongo a contarte, y que empezó cuando vislumbramos a lo lejos un campanario de iglesia al que ni mi señor ni yo supimos colocar en ningún lugar conocido. Hacia allí decidimos ir, y en no mucho habríamos llegado de no ser porque a mitad del camino sorprendionos la visión de una figura de hombre que como del pueblo se dirigía hacia una aldea que a nuestra izquierda se nos iba pareciendo. Era este de andares desgarbados y sin temple alguno, y conforme nos acercábamos fuimos conociendo que ante él caminaba una bandada de pavos, guiada a golpes de gritos y de una luenga vara que la tal persona manejaba. Debió de ser por las priesas con que iban, o quizá porque los animales de pluma acostumbran a no hacer sino lo que a uno dellos se le pasa por las mientes, a veces sin presupuesto alguno, y que todos copian a una; el caso es que al llegar a un desnivel al uno que primero iba le vino en voluntad echar a volar, y todos los que tras él andaban, enseguida y a la par, hicieron la mesma cosa. Creo, mi dueña, no haber visto jamás un gesto tal de desesperación ni desamparo como el que aquel hombre nos mostró al llegarnos a él, puesto que en seguida conocimos, por sus maneras y lloros, que no era persona de muchas luces, y que las pocas que le quedaran luciendo habíansele apagado al ver echar el vuelo a su singular rebaño.
«¡Vamos, Sancho!, dijo entonces mi amo, que es ventura esta de reparar el ánimo deste desdichado». Y allá que nos fuimos, él lanza en ristre, que más que detener parecía querer ensartar a aquellos estrafalarios bichos, y yo, a falta de otra mejor cosa, con mi sombrero en la mano, como si su sola visión pudiera convencerlos de cejar en su presupuesto de escapar. Mas te juro, Teresa, que aquellos animales más tenían de halcones que de pavos, que así de rápido se nos iban, haciéndosenos pronto claro que era sin fruto tal empresa, cuanto más que primero tuvimos que bordear el terraplén para poder así seguirlos, y cuando nos vimos debajo dél la bandada iba tan lejos que ni el mismísimo Pegaso hubiese podido llevarnos en pos della.
Era la expresión de mi señor cercana al espanto cuando, para alivio de nuestras monturas, nos detuvimos, aunque trocose en pena al volvernos y contemplar la afligida estampa daquel hombre. Se llamaba Angelillo, según pudimos entenderle, y había recebido el encargo de conducir aquellos animales desde el pueblo a la granja de su amo. Era tal el temor que enseñaba de presentarse ante él sin ellos, que mi señor don Quijote decidió que le acompañásemos.
No estábamos ni mucho menos cerca cuando ya pudimos distinguir en la puerta de la propiedad al patrón, pues era este hombre de la envergadura de un oso puesto de pies, y he de decirte que una vez en su presencia, tanto su cara como su mucho vello apartábanlo menos de parecer tal animal que visto de lejos. Mostrábase además a las claras que aquella persona trabajaba con ganado, no ya solo por las hechuras de su hacienda, en la que podían verse numerosas cuadras, sino también por el grande y distinto número de olores que su cuerpo soltaba, pues ora parecía que hubiérase revolcado con los puercos, que luego una otra vaharada te decía que había sido con las vacas o los caballos, cuando no con las gallinas y los gansos o las ovejas. Mas venía las más veces una otra fragancia, esta la peor de todas, que, por no corresponderse con ninguna especie conocida, no podía ser sino propia de su enorme humanidad.
Era con todo aquel granjero, según pudimos ver enseguida, bastante más aseado que amable, y hasta se podría haber dicho, al poco, que estas dos loables virtudes, incluso puestas por separado, aventajaban con mucho a la de su desinterés por la hacienda particular. Baste referirte para todo ello que en cuanto tuvo a la mano al pobre de Angelillo, agarrole por los pelos y empezole a zarandear sin mediar más argumentos que un repetido «¡¡Dónde están los garullos, ganapán hideputa!!». Fue entonces que mi amo echó mano de su espada para detener semejante bellaquería, y a fe que le conozco que no se habría parado hasta liberar a la víctima de no ser porque esta, para mi más completo asombro, defendiose de su agresor culpándonos a ambos de la fuga de la bandada, diciendo que habíamosla espantado con el trote de nuestras caballerías.
Quedose suspenso a este punto mi señor, que no sorprendido, en espera de la siguiente reacción daquel energúmeno, que no fue otra que la de soltar la cabellera de Angelillo y agarrar un leño de encina, de una pila que a su lado tenía, y acercarse con él en alto para reclamarnos los dineros que con los pavos habíansele volado. Créeme, amada esposa, que en todos mis días he conocido a nadie, cualquiera que fuese su condición o cuna, que se hiciera caballero en menos tiempo que mi señor don Quijote y yo entonces, pues llegarse a nosotros aquel vestiglo armado y estar ambos sobre nuestras monturas, y a todo el galope que ellas nos permitían, fue todo a un mesmo tiempo. Y grande fue nuestra suerte de emprender tan prontamente la huida, porque aquel palo y docenas dellos más enseguida empezaron a zumbar sobre nuestras cabezas y junto a nuestros costados, lanzados con no menos priesa por las cuatro manos que sumaban los dos aldeanos.
No tardamos en perder de vista aquella aldea con su pueblo y en hacer más lento nuestro paso. Mi amo no había vuelto a decir nada desde nuestra precipitada partida, y fui yo quien rompió a hablar diciéndole lo mucho que me había extrañado el tan ingrato acto del inocente Angelillo, al que de buena gana habría molido a palos. A lo que él, más discreto que animoso, respondiome: «Ya vees tú, Sancho, que no todos los trabajos de caballería son para ser escritos en oro, sino que muchos dellos, aun sabiéndose deslucidos de antemano, se han de hacer llevados por la sola idea de dar socorro allí donde este hiciere menester, y sin mirarse mucho en a quién se lo dieres ni esperar pago alguno dello. Puesto que esta vez los dos hubiésemos ganado de no recebir ninguno, ni malo ni bueno. Y no te aflijas por cómo ha actuado ese pobre desgraciado, que nada hay que reprobarle, pues no ha hecho sino lo mejor que sus entrañas le han permitido hacer». Pero, como viérame aún pensativo, añadió: «No te pasme nunca, hermano Sancho, nada de lo que las personas en su variada condición y circunstancia pensasen, dijeren o hicieren, que no hay ni dos dellas que
nazcan con igual entendimiento, ni en cantía ni manera, y así sean dueños de su voluntad como esclavos de su mala fortuna, cada uno hace y deshace sus asuntos de distinto modo, sin que ello nos deba producir mayor sorpresa, cuanto más que para mí tengo que a menudo obedecemos más a nuestras entrañas que a las propias mientes. ¿Acaso, Sancho amigo, no viste la mesma y entera cara del miedo en la dese Angelillo? Pues no te digo más».
Mas sí dijo, aunque esta vez lo hizo tras un rato de silencio en que lo vi mohíno, y uno otro más en que parecía reír de manera callada. Fue cuando retomó su discurso para decirme: «¿Por gracia notaste, amigo mío, que aquel bellaco, por la peste que echaba, más tenía de bestia que de humano?» A lo que yo respondí: «A buena fe que eso es cierto, mi señor, y más que era cosa demasiadamente notable, de lo que saco que semejante animal nunca debió tener discernimiento para hacer distingo entre la limpieza y la falta de ella. Mas con vos me entierren si ese particular produjera el menor espasmo en mi persona».
Y así, corridos pero riendo a gusto con estas y otras pláticas, seguimos alejándonos despacio daquel lugar, del que quizá ya habíamos sabido lo único malo que guardaba, y adentrándonos en la cada vez más oscura noche de la Mancha.
Te seguiré dando cuentas, esposa mía.
Desta llanura sin término, a 10 de julio de 1614.
Tu marido Sancho
Enrique Mochón Romera (España)