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La última dríade
La última dríade
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Alba G. Callejas
CUANDO ABRIÓ LA PUERTA LATERAL del aerodeslizador y salió al exterior, todos los medidores de radiación de su traje mostraban unos niveles inusualmente bajos. Tanto que Elienne se animó a quitarse el casco y dejarlo en el interior de la nave, después se acomodó su cortísimo cabello violáceo. Nunca habían terminado de gustarle aquellos incómodos trajes estancos.
Comenzó a recorrer aquel sector infecto del mundo que no era lo que había sido. El suelo polvoriento, agrietado y mustio hacía años que no veía una gota de agua. De las plantas que antes habían poblado aquella sección del bosque no quedaban más que resecos tallos pajizos y los árboles aún se erguían, ennegrecidos, alzando sus poderosas ramas hacia el cielo. Con todo, el aspecto del entorno era tremendamente desolador… Sobre todo para alguien como ella, que tanto había vivido y amado en el seno de la naturaleza.
Ella también había cambiado mucho. Nadie adivinaría que bajo el aspecto de aquella joven de cabello llamativo se escondía una poderosa hechicera elfa de más de un milenio de vida. Su mirada dejaba traslucir todo un conjunto de emociones que no se podían apreciar en su paso seguro y decidido. Poco quedaba de la inocente elfa que vivía en verdes bosques y vivía aventuras en tierras prácticamente intactas; en un mundo en constante evolución que cambiaba incesantemente sin mirar atrás.
La situación ahora era mucho más seria que entonces. El ocaso del planeta Tierra estaba mucho más cerca de lo que había estado nunca y en esta ocasión no había demonios que expulsar, invasores que batir, ni malvados archimagos que derrotar. No, como había sospechado siempre, el final para la raza humana lo dictaría la propia humanidad.
Siempre había pensado que algún día abrirían los ojos y se darían cuenta de lo que se estaban haciendo a sí mismos. Pero, ni cuando toda la raza élfica fue abandonando el planeta hasta quedar solo ella, ni cuando el último dragón fue asesinado a sangre fría, ni cuando la magia desapareció en el mundo después de la quema de brujas… Ni siquiera entonces perdió la fe en la humanidad.
Les vio hacer grandes progresos sin ayuda de la magia: la ciencia, la medicina, la tecnología… pero también sufrió al observarles asesinarse unos a otros en absurdas guerras por recursos cada vez más escasos sin ser capaces de buscar otras soluciones a su alrededor. Cuando el planeta comenzó a agonizar, incluso algunos se concienciaron y trataron de reducir el consumo tan acelerado de recursos que llevaba al planeta a un estado de destrucción inminente. Surgió la creación de energías más limpias e ilimitadas como el sol o el viento… que resultaron ser insuficientes.
O insuficiente el empeño de aquellos humanos por buscar un consumo sostenible. Aquellas buenas iniciativas fueron tan minoritarias que la Tierra fue agotándose más y más… Primero fueron las grandes sequías, las extinciones de decenas de especies que llevaban más años en el mundo que los seres humanos, aquello que habían llamado cambio climático y el calentamiento global que día a día los iba asfixiando. Y después, habían llegado las guerras.
¿Pero lo había entendido la humanidad entonces? No. El ser humano era demasiado orgulloso, demasiado ambicioso. En vez de tratar de salvar su mundo, sus raíces y tratar de prosperar sin destruir todo su entorno, había comenzado a buscar el modo de abandonar la Tierra y colonizar otros mundos. De escapar de su responsabilidad para con el planeta azul, condenándolo a una muerte irremediable.
«Por suerte la magia se ha perdido», pensaba Elienne a menudo.
De haber tenido los conocimientos que ella tenía, todos los poderes de la magia que se había olvidado cientos de años atrás, haría décadas que la humanidad al completo se habría mudado a cualquier otro mundo, tan solo dando un breve salto interdimensional. Y aquello no habría supuesto solo una invasión contra natura, sino la destrucción del pobre mundo que hubiera sido elegido como huésped.
Se detuvo en su paseo por aquel desolado monte y se giró sobre sí misma. La vista que dejaba atrás era más desoladora aún. Ver el bosque, antaño verde y rebosante de vida, completamente muerto y seco hacía que se le encogiese el corazón. Más allá, kilómetros de tierras completamente despobladas, lagos
vacíos y campos baldíos y después, la gran ciudad. Aquel lugar donde los humanos se escondían del mundo irradiado que habían causado ellos mismos. Su privilegiada vista élfica aún le permitía ver desde allí la suave cúpula de energía, tan brillante que parecía de cristal pese a ser sumamente intangible. Por suerte ahora, alejada de aquel mar de contaminación, el aire volvía a ser respirable de un modo completamente natural, aunque no fuese ni por asomo el aire puro, colmado de aromas y vida que debiese respirarse en el corazón de un bosque.
Suspiró y echó a caminar de nuevo. Ya le quedaba poco para llegar a su destino y a cada paso que daba por aquel yermo, más se convencía de que iban a hacer lo correcto. Con todo lo que eso implicaba.
Le llevó un rato llegar al sitio concreto que estaba buscando, un sector del bosque en el que no tardó en advertir sutiles cambios respecto a todo lo que había visto durante su viaje. La naturaleza peleaba por echar raíces; un brote verde allí, unos helechos nacían bajo aquella roca, una leve capa de hierba tapizaba el camino haciéndose más fresco en función avanzaba.
Elienne sonrió. Sabía que su amiga era capaz de hacer eso y mucho más, no debía sorprenderse, pero hacía tanto tiempo que no veía el verde de la vida en algo que no fuera artificial, que no pudo evitar que una amplia sonrisa se dibujase en su rostro poco a poco.
Siguió avanzando, dejándose guiar por aquella súbita explosión de vida, internándose cada vez más entre la naturaleza naciente. Llegó a un lugar donde podía incluso olvidar el daño que se le había hecho a la Tierra. El bosque era lo que recordaba, quizá no en sus mejores tiempos pero mirara donde mirase había vida; la vegetación comenzaba a ser más variada y el aire más húmedo y aromatizado. Se topó con el árbol más antiguo del bosque, un grueso tejo de ramas rizadas y copa tan tupida que no dejaba pasar el sol y supo que había llegado al punto de encuentro. Y sabía que su amiga no estaría lejos. Como dríade, era dueña y guardiana del lugar y no tardaría en detectar su presencia y en salir a su encuentro.
Pudo permitirse la ocasión de disfrutar del entorno. Además, debía asegurarse de tener sus energías mágicas al cien por cien para el complejo ritual que iban a llevar a cabo, así que se sentó bajo el tejo apoyando su espalda contra él y disfrutando de la sombra y el frescor que proporcionaba. Era un buen momento para renovar su magia, nutriéndose de la vida que respiraba aquel sitio. Observó entonces las recias botas de su servotraje, todas sus ropas estancas a la radiación, ahora destacaban poderosamente entre tanta naturaleza. Se miró las manos, cubiertas por aquellos guantes tecnológicos llenos de botones y medidores de todo tipo, que subían por el brazo hasta fundirse con sus hombreras, dándole cierto aspecto de armadura. Sin duda todo su atavío quedaba fuera de lugar.
Dejó la magia fluir, contemplando los cambios que se operaban en ella poco a poco. Sus ropas se desvanecieron, disolviéndose por el poder de su hechizo y siendo sustituidas lentamente por una larga túnica negra, de tejido liviano y amplias mangas. Apreció como sus dedos se estilizaban, alargándose al igual que sus orejas. Sus cabellos violáceos crecieron hasta tocar el suelo, desparramándose por su espalda como una gran cascada. Su cuerpo también sufrió una sutil transformación haciéndose más esbelto, la redondez de su rostro humano se esfumó dando paso a un rostro anguloso y de ojos almendrados. Hacía tiempo que no se mostraba como elfa y se sentía mucho más cómoda.
—Mucho mejor así, ¿no? —escuchó que decía una voz cantarina tras ella y no pudo evitar sonreír.
El hada se dejó ver por fin, avanzando hacia ella desde la maleza. Era baja y de figura menuda. Iba desnuda, dejando ver su piel morena de textura similar a la de la corteza del tejo en la que Elienne se había apoyado y su largo cabello aterciopelado ondeaba tras ella a cada paso.
—Sin duda —respondió la elfa mientras se acomodaba el cabello tras una de sus puntiagudas orejas—. Pero ya sabes que los humanos son desconfiados con lo que es diferente a ellos.
El hada asintió con la cabeza al llegar junto a ella y en su expresión se dibujó un gesto de desagrado.
—Por suerte han perdido todo el interés por lo que haya más allá de sus monstruos de hierro, cristal y hormigón —replicó el hada y apoyó una mano sobre su árbol, acariciándolo con mimo—. Ni siquiera parecen haberse dado cuenta de que este valle volvía a respirar.
—Se debe a lo que te conté cuando nos citamos, Nialee. Los humanos han dado su mundo por perdido. Han llevado la destrucción a tal punto que por fin han sido conscientes de que el daño causado es irreversible… y han decidido que no merece la pena el esfuerzo de enmendar su error.
—Y prefieren huir —escupió la dríade con desprecio.
Elienne asintió con la cabeza, mirando fijamente a su amiga. A ella también le dolía aquello, aunque de un modo u otro lo tenía más asumido.
Llevaba años mezclada entre los humanos, compartiendo sus vidas como mera espectadora. Y, aunque había mantenido la esperanza de que cambiasen de actitud en algún momento, siempre había barajado la posibilidad de que eso no sucediese y de que se rindiesen sin más.
Sin embargo, Nialee había vivido más al margen de la evolución de la humanidad. Como todas las criaturas de su raza, los feéricos, había vivido ligada a la naturaleza. Manteniéndose en la medida de lo posible junto a otros de los suyos. Pero la deforestación indiscriminada, las sequías, las guerras y los incendios no solo habían acabado con la vida de los grandes bosques y selvas, sino que habían supuesto el fin de las últimas criaturas mágicas que poblaban la Tierra y que seguían tratando de mantener los pulmones verdes del planeta respirando.
Nialee era la última de su raza. Había visto morir la vida en la Tierra, extinguirse los últimos focos de magia que quedaban y desaparecer a tantos amigos que habían luchado con ella por mantener el planeta. Había conseguido huir a aquel yermo a duras penas, herida en su alma y su orgullo. Pero aun así había exprimido su magia feérica para crear aquel pequeño oasis en el que, por suerte, los humanos aún no habían reparado.
—No entiendo cómo puedes vivir entre ellos —susurró el hada en voz apenas audible, pero las palabras llegaron perfectamente a los agudos oídos de la elfa.
Elienne sonrió con pesar. Ella también se lo preguntaba a menudo, cuando veía tantas actitudes de aquellos humanos tóxicos y destructores. Pero tenían mucho más, creaban cosas hermosas que merecían la pena ser disfrutadas y conservadas. Aunque claro, su vida no dependía de las acciones de los humanos al nivel que su amiga. Aun así
comprendía perfectamente el dolor de su amiga y compartía su pérdida. Sabía que no la convencería para que apreciase, aunque fuera un poco, a la raza humana. Llevaban demasiado tiempo haciéndola daño.
Aun así no se rendirían, debían hacer algo para evitar la destrucción de tan complejo y hermoso mundo. No querían abandonar a los humanos a su suerte pese a que podían hacerlo. Aunque los motivos de las dos para salvar el planeta eran muy distintos, creían por fin haber encontrado un medio para recuperar el esplendor de la Tierra.
—Sabes que lo que vamos a hacer es muy peligroso, ¿no? —preguntó, de pronto, Elienne.
No podía dejar de observar a su amiga, que se volvió hacia ella con una mirada que iba a medio camino entre la decisión y la ira.
—Me da igual —respondió sencillamente—. Si podemos hacer que la vida vuelva a inundar la Tierra habrá merecido la pena.
Elienne no respondió enseguida. Rebuscó algo entre los pliegues de su túnica y extrajo una pequeña cajita de madera de uno de los bolsillos que tenía ocultos en ella. No había sido sencillo encontrarla y tampoco sabían si lo que planeaban iba a funcionar pero tenían que intentarlo. Abrió la caja y la energía que se desató desde su interior hizo que el hada jadease.
—Tanto poder… —murmuró y se aproximó a su amiga, acuclillándose frente a ella en el suelo para poder observar dentro de la caja que la elfa sostenía entre sus manos.
Era una gema. Una piedra pulida de color negro, similar a la obsidiana aunque ocultaba mucho más. Para ellas dos que conocían la magia y que tenían los sentidos desarrollados ante aquel tipo de cosas era evidente que, a través de la superficie pulida de la gema, se apreciaban energías muy superiores a las que podían poseer otros objetos mágicos.
—Me ha costado encontrarla más de lo que esperaba —explicó la elfa—, este tipo de objetos están muy escondidos y protegidos. Lejos de las manos de los mortales.
Nialee asintió con la cabeza, nada sorprendida por la declaración de su compañera. Ambas habían vivido cosas más complicadas que esa en sus muchos años de vida, durante sus incontables correrías y aventuras, aunque todo el poder que emanaba de aquel objeto tan pequeño y ridículo no dejaba de sorprenderla.
—El conjunto de hechizos que utilizaré tampoco es sencillo —continuó Elienne, sin apartar la mirada de la piedra. A medida que iba hablando un nudo se alojaba en su garganta haciendo que le costara hablar—. Necesitamos desatar la energía de la piedra, realizar la invocación y mantener el poder sujeto a…
—A mí —completó la dríade. Nialee clavó la profunda mirada de sus ojos almendrados en su amiga.
—No es tarde, todavía puedes echarte atrás —dijo la elfa—. En el mejor de los casos te perderás a ti misma. Y eso si todo sale bien y no mueres en el proceso…
—Moriré de todos modos— corrigió la dríade poniéndose en pie de nuevo y alejándose unos pasos de ella—. Este mundo está condenado a la destrucción y cuando no quede un ápice de vida que respirar yo moriré con él… como todos los míos.
Elienne se levantó también y agarró al hada de los hombros, haciendo que la mirara a los ojos. Sentía el dolor de su amiga, la amargura detrás de sus palabras enmascaradas de odio y sed de venganza. Pero sabía bien que si Nialee, al igual que ella, había aceptado llevar a cabo el ritual era porque estaba desesperada con la situación que vivía la Tierra.
—Podríamos buscar otra solución, aún no es tarde.
—Sí lo es —cortó el hada—. Llevamos demasiado tiempo buscando y esto ha ido demasiado lejos. Debemos dar un escarmiento a los humanos.
Elienne la soltó y miró una vez más la piedra de superficie inmaculada que tenía en su mano. Cerró sonoramente la caja de madera y clavó la mirada de sus ojos azules en su amiga.
—Hagámoslo, entonces.
***
Cuando notaron los primeros temblores nadie pareció inmutarse en la ciudad. Todos seguían adelante en su frenético modo de vida, sin detenerse. Demasiado ocupados para mirar a su alrededor, para apreciar los cambios, para darse cuenta de que los niveles de radiación caían en picado en el exterior del escudo de energía que los protegía de todo aquello que había más allá. No fue hasta que una profunda grieta se abrió en medio de una de las vías más transitadas cuando los humanos se detuvieron a valorar lo que estaba sucediendo. Las vibraciones se intensificaron, haciendo estremecer todos los edificios, incluyendo los más altos… y cuando la tierra comenzó a separarse cundió el pánico.
El escudo de energía se resquebrajó a causa del movimiento de los edificios que lo generaban y las calles se sumieron en el más puro caos. El pánico cundió por doquier, si el escudo caía la radiación los golpearía por completo. Las naves comenzaron a abandonar la ciudad a toda velocidad. Todos trataban de salir de allí, algo que jamás se habrían planteado. Tratando de encontrar algún lugar más seguro donde los edificios, que temblaban y comenzaban a derrumbarse como temibles fichas de dominó, pudieran alcanzarles.
Demasiada gente y solo había aeronaves para unos pocos. La gente corría como loca en una auténtica marea humana y muchos eran engullidos por la tierra que se abría a sus pies sin poder hacer nada para evitarlo.
Un padre subía las escaleras de un edificio con su hijo pequeño en brazos. Sabía de sobra que solo había una manera de escapar de allí, por aire. Y sabía que ambos tendrían una oportunidad si alcanzaban las naves de empresa de aquel rascacielos. Un nuevo temblor sacudió el edificio amenazando con hacerlo pedazos y el niño chilló. El hombre abrazó fuertemente a su hijo y se sujetó a la pared hasta que todo dejó de moverse. Continuó subiendo escaleras lo más rápido que pudo y cuando alcanzaron la azotea se dieron cuenta de que no eran los únicos allí; más gente de aquella oficina había pensado como él y todos se aglomeraban en torno a la única nave que quedaba.
Alguien trataba de mantener la calma y de explicar la situación, sin embargo, el padre ya había perdido toda esperanza de subir a bordo. Eran demasiados y él no era nadie. Se apartó del grueso de gente y observó la urbe, aferrando fuertemente a su niño. La ciudad se desmenuzaba como si se tratase de polvo en manos de un gigante. El caos y el humo lo inundaban todo del mismo modo que el desaliento se había instalado en su corazón. El escudo cayó sin sonido alguno, sencillamente se desvaneció ante sus ojos como si nunca antes hubiera estado allí como un gran padre que protegía toda la ciudad del exterior.
—¡Papá, mira! —exclamó de pronto el niño.
Tardó unos instantes en comprender lo que el pequeño le estaba señalando, alzando un brazo al cielo.
Porque sobre sus cabezas, sobrevolando la ciudad como si toda la destrucción que se estaba ocasionando bajo ellos no fuera real, se encontraba una gran bandada de aves de brillantes colores. Todos los presentes se olvidaron por un momento de los terremotos y la única aeronave que podría salvarles la vida, porque nadie en varias generaciones había visto jamás volar un pájaro.
Una profunda grieta se abrió a los pies del rascacielos e hizo que el hombre volviese a la realidad bruscamente, apartándose del borde de la azotea. Abrazó a su hijo con fuerza y se armó de valor.
—¡Tengo un hijo! —gritó, avanzando hacia la muchedumbre—. ¡Un niño pequeño!
Se abrió paso a duras penas entre la confusión, alzando a su niño en brazos.
Suplicó que lo subieran a bordo, que alguien lo llevara en brazos. Uno de los pasajeros alzó los brazos hacia él, aunque quien mantenía el orden no parecía muy convencido.
Un nuevo temblor que amenazaba con derrumbar el edificio fue el ultimátum que necesitaron. El niño subió a la nave, llorando por separarse de su padre, y con el corazón encogido despegaron dejando a mucha gente atrás. La nave tomó altura mientras esas personas los observaban con miedo y cara de impotencia. Les habían prometido volver a buscarlos cuando los que ya estaban a bordo estuvieran a salvo. Pero cuando se alejaron, fueron conscientes de que era una promesa que jamás cumplirían. Una última sacudida hizo que aquel gigante de hormigón se desplomara bajo su propio peso y con él decenas de vidas que se perderían para siempre.
Los ocupantes del helicóptero callaban, escuchando el llanto ahogado del pequeño y sumidos en el más auténtico de los horrores mientras observaban impotentes cómo su ciudad, su hábitat, era consumido por aquel furioso terremoto. Cuando alcanzaron a dejar atrás la ciudad, la sorpresa en todos ellos se incrementó. El yermo páramo repleto de radiación que habían conocido a las afueras de la urbe ya no era tal, había sido sustituido por un manto verde que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Que les sorprendía y aterraba incluso más que el terremoto que asolaba la ciudad.
Lo que no sabían era que aquel fenómeno que estaban viendo y viviendo se extendía inexorablemente por toda la superficie del planeta, avanzando sin detenerse hasta colonizar la Tierra por completo, devolviéndole de nuevo la vida que habían dejado morir.
Y, en algún lugar, en pie bajo un enorme tejo que había triplicado su tamaño en cuestión de minutos, una elfa de cabellos morados sonreía.
Había funcionado, habían conseguido desatar el espíritu de la Tierra, del planeta durmiente que había permitido la muerte de la magia y la proliferación de parásitos destructivos. Ahora ella, la Tierra, desde el cuerpo del hada Nialee, se vengaría de los humanos que llevaban destruyéndola a placer durante cientos de años; dañándola sin disculparse, sin pararse a ver las consecuencias…
La magia del mundo se estaba renovando y Elienne lo notaba en cada poro de su piel. Se sentía más fuerte, despierta y poderosa que nunca. Y sabía de sobra todo lo que aquello implicaba, la vida colonizaría el planeta de nuevo y quizá incluso nacerían especies nuevas. Habría pérdidas, era consciente de ello; algo en su interior lloraba por no poder salvar a cada una de las personas que morirían en los siguientes días, pero era el precio a pagar para salvar no solo a la Tierra, sino también a la humanidad. Sabía que se acercaban tiempos difíciles, que los cambios de esa envergadura siempre llevaban mucho tiempo y que las personas que sobrevivieran a la decena de catástrofes naturales que estaban azotando el planeta vivirían con miedo. Los elementos, de mano del espíritu de la Tierra, podían ser muy destructivos pero era algo necesario para poder recuperar un planeta herido de muerte.
Ella también sentía miedo en su interior.
El ritual había salido según lo esperado, de hecho todo había fluido con más facilidad de la que Elienne había imaginado. Era como si Ella, el espíritu del planeta, hubiera estado esperando aquel momento. Ser despertada y desatada para hacer justicia, de lo contrario no podría explicar que aquella invocación, la más complicada que había realizado durante toda su vida como hechicera, hubiera salido tan bien. Sin embargo, jamás olvidaría la expresión del rostro de su amiga en el momento en que colocó la gema de obsidiana sobre su pecho y el espíritu de la Tierra entró en su cuerpo. ¿Gozo? ¿Placer? ¿Ira? Fue una expresión difícil de describir y que poblaría sus pesadillas durante bastante tiempo.
Apartó aquella imagen de su mente y cerró los ojos para sentir el flujo de aquella nueva magia, limpia y pura, corriendo su interior. Nialee se había sacrificado por salvar a unos humanos que se habían ensañado con los suyos durante cientos de años, era verdad que muchos morirían, pero la calidad de vida de las generaciones que sobrevivieran sería indudablemente mejor que si la destrucción que estaban llevando a cabo hubiera seguido su curso. También suponía una venganza para ella y Elienne lo sabía, la dríade se sentía en necesidad de hacer justicia por todos los bosques destruidos, todas las especies extintas y todos los hermanos fallecidos injustamente.
Las dos caras de una moneda, amable y vengativa. Fuera como fuese, aquello significaba un punto de inflexión para el planeta. La vida volvería a invadirlo todo, con virulencia y plagándolo todo de destrucción, pero renacería más pura que nunca y los humanos tendrían una nueva oportunidad de hacer las cosas mejor y sin recaer en los errores del pasado.
Y Elienne, que no perdía la fe en ellos, esperó que por fin aprendieran.
Alba G. Callejas (España) Página literaria: Facebook/AlbaYorunotsuki