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Madre

Madre

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Isabel Pedrero

SE MIRÓ AL ESPEJO antes de salir a la calle. El pelo gris le caía lacio a los lados de un rostro igual de ceniciento, cruzado por las arrugas. Tenía la mirada cansada y hacía demasiado tiempo que no sonreía. No pudo evitar acordarse de los buenos tiempos, de aquella época en la que aún se sentía viva. Se alisó la camisa, demasiado grande, con las manos y suspiró con pena.

Al salir a la calle una ligera brisa le acarició el rostro. El delicado olor de los jazmines le hizo sentir un pinchazo de añoranza. Los rayos suaves de un sol de primavera, que se asomaba tímido entre las nubes de enero, le calentaron la piel. Sabía lo que estaban intentando. Parecía que últimamente todos ellos querían animarla como fuese. Eran conscientes de que todo iba a cambiar y hacían lo que podían para evitarlo. No tenía claro si lo hacían por empatía o por miedo, pero en realidad ya le daba lo mismo. La decisión estaba tomada desde hacía tiempo.

Entró a la vieja casa de las afueras, empujando la puerta con fuerza para desbloquear las bisagras oxidadas. Todo estaba cubierto por una capa de polvo tan gruesa que parecía nieve. Las maderas crujían y la escayola se deshacía sobre su cabeza. Era casi un milagro que aquella estructura se mantuviera en pie. Se dirigió directamente hacia el patio interior, intentando no tocar nada y alterar su perfecto equilibrio. La mayoría se había quejado al conocer el lugar del encuentro, pero a ella no le importó. Adoraba aquella casa y era, precisamente, por aquel patio.

En cuanto salió, la hierba reverdeció y las hiedras treparon por las columnas desportilladas. Unas pequeñas margaritas se asomaron y los rosales lo arroparon todo con su suave aroma. Se sentó bajo el cerezo, con las ramas tan cargadas de frutos que ni siquiera tenía que estirarse para alcanzarlos. De nuevo la tristeza se aferró a su alma. Eran esas cosas las que echaría de menos.

El primero en llegar fue Quetzalcóatl, con una brisa cálida y amable. Luego llegaron Lorenzo y Catalina, llenándolo todo de luz. Poco a poco, fueron llegando los demás. Todos tenían el mismo aspecto: preocupados, asustados, tristes. Se acercaban con los hombros hundidos y arrastrando los pies, derrotados. Sabían que ya no había vuelta atrás y que aquella reunión no era más que un puro formalismo.

—¿Para qué nos has convocado? —preguntó Catalina, tan fría y distante como siempre, intentando aparentar normalidad.

Ella sonrió de forma maternal. No había ninguna necesidad de dar explicaciones, pero sabía que ellos necesitaban oírlo de sus labios.

—Estoy vieja —respondió con un suspiro—. Pero, sobre todo, estoy cansada. Se han agotado mis fuerzas y ya no puedo luchar más.

—Nosotros lucharemos por ti. Siempre lo hemos hecho —bramó Poseidón poniéndose en pie, intentando mostrar la fortaleza que le faltaba al resto—. Podemos empezar de cero. Mis aguas inundarán todo lo que esté a mi alcance, Uller puede congelar la mitad de la tierra que quede libre de mi furia y Lorenzo desecar el resto. En pocos años, todo será agua, hielo y polvo. Con mucho menos hemos empezado otras veces.

Algunos asintieron con cautela, otros gritaron excitados, pero todos se mostraron animados por esa pequeña expectativa. Sintió lástima por ellos, aferrados a una pequeña esperanza.

—No ha funcionado otras veces, no funcionará ahora —respondió con un suspiro, evitando mirar a la profundidad de sus ojos.

Ya lo había pensado. Era una buena opción, eso era cierto, pero ¿cuántas veces tendrían que repetir aquello? Siempre era igual. Arrasaban con la vida, empezaban de nuevo y todas y cada una de las veces acababan en el mismo punto cerrando el círculo.

—Tiene razón —concluyó Érebo—. Se les han dado múltiples oportunidades, tantas que ni siquiera ellos las recuerdan. El ser humano no merece salvación, el planeta entero no la merece.

A medida que hablaba, todo se volvía oscuro y profundo. La noche eterna comenzó a formarse en los soportales, las margaritas se cerraron y le pareció ver a Nix, su hermana, acechando desde las sombras como una serpiente entre la

hierba. Sintió el frío calarle en los huesos y el escalofrío que le recorrió la médula espinal la devolvió a un tiempo pasado que había relegado al fondo de su memoria.

Se recordó a sí misma, pequeña, insignificante, un diminuto punto de luz que luchaba contra el llanto y la desesperación. Sintió de nuevo el vacío creciendo en su interior, amenazando con anularla y hacerla desaparecer para siempre. Sintió, una vez más, la necesidad de rebelarse, luchar y crecer hasta que las sombras quedasen relegadas a los lugares más profundos del núcleo, donde nadie pudiera alcanzarlas. Pudo recordar cómo todo había surgido de esa pequeña llama de su alma: la luz, el agua, el viento, la vida. Y sintió, por primera vez en eones, que estaba equivocada. Esa no era la solución.

—Está bien, lo haremos —concedió. La sonrisa fría de Érebo cortó el aliento del resto de los presentes—. Inunda la tierra, hiela el ambiente y seca la vida —dijo volviéndose hacia Poseidón.

Pudo escuchar el rechinar de dientes de Nix mientras se fundía entre las sombras para volver al lugar del que no debió haber salido.

—Como desees, Madre —respondió Érebo apretando los dientes en una falsa sonrisa, acatando sus órdenes sin mostrar su verdadera alma.

Naturaleza se puso en pie con determinación, cambiando el gris de sus cabellos por una melena suave coronada de flores y pensando que sería la última oportunidad que le daría al viejo planeta.

Isabel Pedrero (España)

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