ICONOS
Elvis Presley, visiblemente deteriorado a pesar de sus 43 años, en su último concierto, el 26 de junio de 1977.
ELVIS PRESLEY
ARROLLADO POR EL MITO ELVIS PRESLEY LLEGÓ A ODIAR A ELVIS PRESLEY. Ese icono, ese nombre que representaba el éxito absoluto, la fama universal. Ese algo etéreo, inalcanzable, divino. Elvis era mucho más terrenal. Familiar. Cercano. Ese era quien amaba ser. Ese joven dolorosamente unido a una madre que perdió demasiado pronto justo cuando esa maldita fama le estallaba en la cara sin saber cómo gestionarla. En ese momento encontró a Priscilla y se agarró a ella tanto como supo, pero no fue suficiente. Con la separación, la vida del cantante comenzó una acelerada decadencia. Sus problemas con las drogas (prescritas en la mayoría), el estrés y la soledad. Esa soledad del éxito que le volvió paranoico. En Elvis, la reciente película de Baz Luhrmann (Moulin Rouge!, El gran Gatsby), esta última etapa oscura, fría y complicada sucede a la misma velocidad que debió de pasar ante la frustración de quienes le querían y no supieron qué hacer. Según el filme, en parte fue culpa de su mánager, el coronel Tom Parker (al que interpreta Tom Hanks), que le exprimió hasta el último aliento, quien cruzo en su camino esos químicos que le
permitían volver una y otra vez al escenario. Pero también fue culpa del propio éxito, del amor desaforado de unos fans a los que no sabía cómo contentar eternamente. Porque él siempre pensó que nunca era suficiente. Elvis Presley odiaba el título de “el rey del rock”. Porque no consideraba que lo fuera. No era falsa modestia, era una honesta veneración a quienes le habían enseñado la música: los cantantes anónimos de las iglesias y bares en la barriada negra en la que creció, primero en Tupelo (Misisipi) y en Memphis después. Aquella música sí la consideraba eterna; él jamás pensó que estuviera dejando algo duradero. La insatisfacción perenne se lo llevó por delante en agosto de 1977, tenía solo 42 años, había pasado más de la mitad de su vida cantando. Siendo un mito en el que nunca creyó. Probablemente seguiría extrañado al saber que, 45 años después de su muerte, la adoración por él crece. Culpa de Luhr– mann y de ese actor casi desconocido, Austin Butler, que le interpreta con electrizante magnetismo. Probablemente, odiaría más que nunca ser para siempre “el rey del rock”. Irene Crespo
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