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Marsella y La Habana, dos ciudades unidas por un nombre

Francisco Vidrio Amor / Biiba Club Oaxaca

Para un producto como el tabaco el mundo siempre ha sido pequeño; en cuanto fue conocido por Europa, de inmediato surcó el viejo continente e hizo de su consumo uno de los placeres más retratados en la literatura, en todos sus formatos: cigarrillos, cigarros, tabaco para pipa o en rapé. Pero es interesante el caso del afamado habano Montecristo, marca que internacionalizó al hoy conocido habano y que colocó ese cigarro en el consentido del mundo aún fuera de la isla.

La historia está ligada por supuesto a la novela de Alexandre Dumas, El conde de Montecristo, publicada hacia 1846. El imaginario vengador multimillonario ideado por Dumas fue una de las lecturas favoritas de los torcedores de tabaco y que debido a ello en 1935 se le dio el nombre a esta marca en la fábrica de H. Upmann, por lo menos eso cuenta la tradición.

Aquí un poco de historia: Lo primero es establecer de dónde viene el que sea una de las lecturas favoritas de los torcedores. En Cuba, en las fábricas de puros, es una tradición contar con un lector de tabaquería. Al frente de todas las mesas de trabajo

hay una tarima con una silla y un atril donde se acomoda un lector y mientras los torcedores usan su vista y su tacto para forjar el habano, sus oídos se ocupan en escuchar las más diversas lecturas, y por ello se cuenta que en aquella fábrica de H. Upmann los torcedores se habían entusiasmado con la lectura de la novela y decidieron poner el nombre a tan ahora afamada marca.

Aunque algunos historiadores no están de acuerdo con ello. En el pasado, por lo menos dos fábricas registraron, una el nombre de Conde de Montecristo, en Matanzas por el propio José Martí, y una más por José Valdés con el nombre de Montecristo. De hecho, en el libro Una historia de la lectura de Alberto Manguel (muy recomendable) establece que hubo hacia 1870 una carta pidiendo a Dumas permitiera el uso del nombre del protagonista para comercializar los habanos, pero no establece a cuál de las dos casas dio el privilegio.

De igual manera es curioso el origen de los lectores de tabaquería, esto data del siglo XIX y es a iniciativa de la editorial La Aurora, creada en 1865 por Don Saturnino Martínez, una revista del mundo del tabaco y de diversos géneros literarios, pero ante el analfabetismo que

había en la isla, tuvo a bien la ocurrencia de pedir a la fábrica El Fígaro contratar a un lector profesional, y así, en enero de 1866 se inicia la lectura en los talleres de torcedores de la fábrica de cigarros, hecho que se ha vuelto una tradición en todas las fábricas de habanos y de la cual han surgido no solo nombres para los habanos como los Montecristo o Romeo y Julieta, sino escritores como el propio Guillermo Cabrera Infante, un hombre cuya relación con el tabaco es absoluta y del que hablaremos en alguna otra ocasión.

Si bien la historia romántica del nombre del habano Montecristo que une a la vieja Marsella con La Habana habla de la intervención de los trabajadores que entusiasmados por la historia que escuchaban pidieron el nombre para la creación de sus manos en aquellas ligas de tabaco (es muy probable que sea así), por lo menos el de los habanos hechos en 1935 puede deberse a razones comerciales: Un cigarro con un nombre reconocido a nivel mundial y con un logotipo que lleva al centro la Flor de Liz enmarcada por un triángulo formado por seis espadas, habla de esta intención de configurar un producto con símbolos europeos para una penetración de mercado más sencilla y que con ello el lector de tabaquería poco tuviera que ver.

Sin embargo, para un lector y fumador de pipa empedernido como yo, prefiero la versión inicial, donde la lectura en voz alta da origen a la marca del habano más reconocido en el mundo, los cigarros Montecristo, y les recomiendo a todos aquellos que gustan de aventuras increíbles, las de Edmundo Dantés, ya que es una novela fascinante donde también el tabaco hace de las suyas y si quieren saber más sobre los lectores de tabaquería lean el libro de Una historia de la lectura, el capítulo “Leer para otros”, echando bocanadas de humo de un buen Montecristo entre cada página.

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